Durante la semana que Morris permaneció en cama con la cabeza llena de vendajes, Ida atendió la tienda con muchos apuros. Subía y bajaba veinte veces al día hasta dolerle los huesos y la cabeza de tantas preocupaciones. Helen se quedó en casa el sábado (trabajaba hasta el mediodía en la oficina) y el lunes, para ayudar a su madre, pero no se atrevía a faltar más, de modo que Ida, que comía por etapas y estaba cada vez más nerviosa, tuvo que cerrar la tienda un día entero, a pesar de las airadas protestas de Morris. No necesitaba ningún cuidado especial, según él, e insistió para que abriera por lo menos medio día si no quería perder los pocos clientes que le quedaban; pero Ida, agotada, dijo que se veía incapaz y que le dolían las piernas. El tendero intentó levantarse y ponerse los pantalones, pero sintió un violento dolor de cabeza y tuvo que regresar a rastras a la cama.

Aquel martes que la tienda permaneció cerrada, apareció un hombre en el barrio, un desconocido que pasó mucho tiempo en la esquina de la tienda de Sam Pearl, con un palillo en la boca, observando atentamente a la gente que pasaba, o paseando por delante de la larga hilera de tiendas, algunas vacías, que se extendían desde la tienda de Pearl hasta el bar del otro extremo de la calle. Más allá estaban las cocheras de los transportes, y todavía más lejos se levantaba un enorme almacén. Después de su cerveza, que es lo que tomaba a veces, lentamente, en la taberna, el desconocido doblaba la esquina, pasaba distraído por delante del almacén de carbón y daba la vuelta a la manzana para volver una vez más a la tienda cerrada de Morris, y haciéndose visera con las manos miraba por el escaparate; tras un suspiro, volvía a la esquina de Sam. Cuando ya no aguantaba más allí, volvía a dar la vuelta a la manzana, o se largaba a otro punto del vecindario.

Helen había pegado en el cristal de la puerta un papel que decía que su padre estaba enfermo, pero que el miércoles se abriría. El hombre pasaba buena parte de su tiempo estudiando aquel papel. Era joven, de tez oscura, llevaba un sombrero viejo, marrón, manchado por la lluvia, unos zapatos agrietados de charol y un largo abrigo negro que tenía aspecto de que hubiera dormido con él puesto. Era alto y bien parecido a no ser por la nariz, que sin duda había sido rota y después mal curada, y le afeaba el rostro. Sus ojos eran melancólicos. A veces se sentaba ante el mostrador con Sam Pearl, perdido en sus pensamientos, fumando cigarrillos de un arrugado paquete que había pagado en calderilla. Sam, acostumbrado a todo tipo de personas —realmente durante su vida había visto a muchos desconocidos aparecer en el vecindario para después desaparecer rápidamente—, no demostró ninguna curiosidad especial por el extraño, aunque Goldie, después de soportar su presencia un día entero, dijo que ya estaba bien; no pagaba alquiler. La verdad es que Sam había notado en él cierta tensión, suspiraba demasiado y hablaba a media voz consigo mismo. Sin embargo, hizo poco caso de aquel hombre… cada cual tenía sus problemas. A ratos el forastero parecía tranquilizarse, incluso parecía satisfecho de existir. Hojeaba todas las revistas de Sam, se paseaba por el barrio y cuando volvía encendía otro cigarrillo mientras abría uno de los libros encuadernados en rústica del quiosco de la tienda. Sam le servía café si lo pedía, y el desconocido, entornando los ojos por el humo de la colilla que llevaba en la boca, contaba cuidadosamente cinco centavos para pagarle. Aunque nadie se lo preguntó, dijo que su nombre era Frank Alpine y que había llegado recientemente del Oeste en busca de mejores oportunidades. Sam le aconsejó que, caso de poder conseguir el carnet de chófer, intentara colocarse como taxista. No era una profesión del todo mala. Al hombre pareció gustarle la idea, pero siguió por allí como si esperase que surgiera algo mejor. Sam lo calificó de italiano caprichoso.

El día que Ida volvió a abrir la tienda, el forastero desapareció, pero a la mañana siguiente ya volvía a estar en la tienda de Sam. Tras sentarse ante el mostrador, pidió café. Tenía aspecto cansado, triste, y la barba negra y dura contrastaba con la palidez intensa del rostro; tenía las aletas de la nariz inflamadas y la voz gangosa. Parece ya con un pie en la tumba, pensó Sam. Dios sabe dónde habrá dormido esta noche.

Frank Alpine, mientras removía el café, abrió con la mano libre la revista que había sobre el mostrador y le llamó la atención el grabado en color de un monje. Levantó la taza de café para beber, pero volvió a dejarla y se quedó mirando fijamente la ilustración durante cinco minutos.

A Sam le picó la curiosidad y se colocó detrás con la escoba en la mano para ver qué miraba. Era un monje con cara alargada y barba oscura vestido con un burdo sayal marrón, descalzo y de pie en un sendero soleado en medio del campo. Los brazos flacos y velludos se elevaban hacia una bandada de pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. Al fondo había un bosque frondoso, y a lo lejos una iglesia bañada por la luz del sol.

—Parece algo así como un cura —comentó Sam con cautela.

—No, es san Francisco de Asís. Se nota en ese hábito marrón que lleva y en todos esos pájaros que hay en el aire. Es cuando predicaba a los pájaros. Cuando yo era pequeño venía a veces al asilo donde me crié un cura viejo, y cada vez nos leía un cuento distinto acerca de San Francisco. Todavía hoy los recuerdo perfectamente.

—Los cuentos no pasan de cuentos —dijo Sam.

—No me pregunte por qué no los he olvidado.

Sam, los ojos como rendijas, miró más de cerca la ilustración.

—¿Les hablaba a los pájaros? Pero ¿qué le pasaba a ese tipo? ¿Estaba chiflado? No quisiera ofender.

El desconocido sonrió al judío.

—Fue un gran hombre. En mi opinión hay que ser un valiente para predicar a los pájaros.

—¿Y por eso fue un gran hombre? ¿Por predicar a los pájaros?

—También lo fue por otras cosas. Por ejemplo, repartió todo lo que tenía, incluso la ropa que llevaba encima. Era feliz siendo pobre. Dijo que la pobreza era una reina y que la amaba como si fuera una mujer hermosa.

Sam sacudió dudoso la cabeza.

—De hermosa, chico, no tiene nada. Ser pobre es un asco.

—Él veía las cosas de distinto modo.

El dueño de la tienda echó otra mirada al grabado, y después dejó la escoba en un mugriento rincón. Mientras se tomaba el café, Frank continuó estudiando la ilustración. Le dijo a Sam:

—Cada vez que leo algo sobre un tipo como él, noto algo por dentro y tengo que reprimir las lágrimas. Nació bueno y esto es un auténtico talento si se posee.

Hablaba como cohibido y Sam se sintió cohibido a su vez.

Frank terminó su taza y se fue.

Aquella noche, mientras paseaba por delante de la tienda de Morris, miró por la puerta y vio a Helen sustituyendo a su madre.

Ella levantó la vista y se dio cuenta de que la miraba fijamente a través del cristal. Su aspecto la sobresaltó; tenía los ojos hundidos, hambrientos, tristes; tuvo el presentimiento de que entraría a pedir limosna, pero no; desapareció. El viernes, Morris descendió débilmente las escaleras a las seis de la mañana e Ida, refunfuñando, le siguió. Aquellos días había estado abriendo a las ocho, así que le suplicó que se quedara en la cama hasta esa hora, pero él se negó alegando que tenía que darle a la polaca su panecillo.

—¿Por qué significa más para ti una porquería de panecillo que una hora de descanso? —se quejó Ida.

—¿Y quién puede descansar?

—Necesitas reposo, lo dijo el médico.

—Ya descansaré en la tumba.

Ella sintió un escalofrío.

—Desde hace quince años compra aquí su panecillo, deja pues que lo siga comprando —añadió Morris.

—Está bien. Pero déjame abrir a mí y vuélvete a la cama.

—Ya he estado demasiado tiempo en cama. Me debilita demasiado.

Pero la mujer no estaba allí, y Morris sintió que había perdido su cliente, que se habría pasado al alemán. Ida insistió en ser ella la que arrastrara las cajas de leche, amenazándole con gritar si se acercaba. Metió las botellas en la nevera. Después de Nick Fuso, esperaron horas hasta el próximo cliente. Morris se sentó a la mesa para leer el periódico; de vez en cuando levantaba la mano para tocar suavemente la venda que le rodeaba la cabeza. Cuando cerraba los ojos, todavía tenía algún mareo momentáneo.

Al llegar el mediodía, se alegró de poder subir y meterse en la cama. No se levantó hasta que llegó Helen a casa.

A la mañana siguiente insistió en abrir solo, y allí estaba la polaca. No sabía su nombre. Trabajaba en alguna lavandería y tenía un perrito que se llamaba Polaschaya. Cuando llegaba a su casa por la noche, sacaba al perrito polaco a dar una vuelta por la manzana. Le gustaba correr suelto por el patio de la carbonería. Vivía en una de aquellas casas de estuco cercanas. Ida la llamaba la «antisemita», pero aquello, en ella, no le molestaba. Se lo había traído con ella del viejo continente, era un antisemitismo diferente al de América. A veces le parecía que era para chincharle un poco: cuando le pedía un «panecillo judío», y, una o dos veces, con una extraña sonrisa solicitó un «pepinillo judío». Generalmente no decía nada. Aquella mañana, Morris le tendió el panecillo y ella no pronunció una palabra. No le preguntó por su cabeza vendada, aunque la miraba fijamente con sus ojos brillantes y vivos, ni tampoco por qué no había aparecido por allí la semana anterior, pero dejó seis centavos sobre el mostrador en vez de tres. Supuso que se habría llevado un panecillo de la bolsa uno de los días en que la tienda no había abierto a su hora. Marcó su venta de seis centavos.

Morris salió para entrar los dos cajones de leche. Los asió fuertemente, pero le parecieron de piedra, así que dejó uno y tiró del otro. En su cabeza se formó una nube de tormenta que se fue hinchando hasta alcanzar el tamaño de una casa. Morris vaciló y se hubiera caído al arroyo de no ser por Frank Alpine, con su largo abrigo, que lo enderezó y lo condujo dentro de la tienda. Luego Frank cargó con las cajas y metió dentro las botellas en la nevera. Barrió rápidamente detrás del mostrador y entró en la trastienda. Morris, ya repuesto, le dio las gracias calurosamente.

Frank, con voz ronca, puestos los ojos en sus manos pesadas y llenas de cicatrices, le dijo que era nuevo en el barrio, que ahora vivía allí con una hermana casada. Había llegado hacía poco del Oeste y buscaba un buen empleo.

El tendero le ofreció una taza de café, que el otro aceptó inmediatamente. Al sentarse, Frank colocó el sombrero en el suelo, a sus pies, y se bebió el café con tres cucharadas llenas de azúcar; era para reaccionar, dijo. Cuando Morris le ofreció un panecillo del día anterior, le hincó el diente hambriento.

—Dios santo, qué pan tan bueno.

Cuando lo terminó, se limpió la boca con el pañuelo, barrió las migas de la mesa con una mano y las recogió con la otra, y, a pesar de las protestas de Morris, lavó la taza y el plato en el fregadero, los secó y los puso encima de la cocina de gas de donde los había cogido el tendero.

—Muchas gracias por todo. —Aunque recogió el sombrero, no hizo ademán de irse—. Una vez, en San Francisco, trabajé en una tienda un par de meses. —Y al poco continuó—: Pero era uno de esos grandes supermercados en cadena…

—Esas compañías matan al pequeño comerciante.

—Personalmente, prefiero una tienda pequeña. A lo mejor un día pongo una.

—Una tienda es una prisión. Busque algo mejor.

—Por lo menos uno es dueño de sí mismo.

—Ser dueño de uno es como ser dueño de nada.

—A pesar de todo, me tienta la idea. Pero el caso es que me falta experiencia para hacer los pedidos. Me refiero a marcas, etcétera. Supongo que mejor será emplearse en una tienda y adquirir más experiencia.

—Intente en el A. y P. —le aconsejó el tendero.

—Quizá lo haga.

Morris cambió de tema. El hombre se puso el sombrero.

—¿Qué le pasa? —preguntó fijándose en la cabeza vendada del tendero—. ¿Se hizo daño en un accidente?

Morris asintió. No tenía ganas de explicarlo; así que el extraño, desilusionado por alguna razón, se fue.

Casualmente se encontraba en la calle muy temprano el lunes por la mañana, cuando, una vez más, Morris se las entendía con los cajones de leche. El desconocido saludó con el sombrero y dijo que iba a la ciudad a buscar empleo, pero que tenía tiempo para ayudarlo en lo de la leche. Así lo hizo, y se fue rápidamente. Sin embargo, el tendero le pareció verlo al cabo de una hora andando en dirección contraria. Aquella tarde, cuando iba a comprar el Forward, le vio sentado en el mostrador con Sam Pearl. A la mañana siguiente, poco después de las seis, ya estaba allí Frank para ayudarle a arrastrar las botellas de leche y aceptó gustoso la invitación de Morris, que conocía bien a un hombre pobre cuando lo tenía delante tomando café.

—¿Cómo va lo del empleo? —preguntó Morris mientras comían.

—Así, así —respondió Frank, evitando su mirada. Parecía preocupado, nervioso. A cada momento dejaba la taza sobre la mesa y miraba inquieto a su alrededor. Abría la boca como si fuera a decir algo, sus ojos adquirían una expresión angustiada, pero después apretaba la mandíbula, como si, tras reflexionar, decidiera que era mejor no expresar nunca las verdaderas intenciones de uno. Parecía sentir necesidad de hablar, rompía a sudar… le brillaba la frente con las gotas… se le dilataban las pupilas y sostenía una lucha interior. A Morris le parecía uno de esos tipos destinados a padecer miseria en todas partes; tras una pausa, se le empezaron a apagar los ojos. Suspiró profundamente y sorbió la última gota de café. Después, eructó. Aquello pareció aliviarle por un momento.

Sea lo que sea lo que quiera desembuchar, pensó Morris, que vaya a decírselo a otro. Yo sólo soy un tendero. Empezó a agitarse en la silla, como si temiera contagiarse de alguna enfermedad.

Una vez más el hombre alto se inclinó hacia delante, inspiró agudamente y estuvo a punto de hablar, pero sólo lo recorrió un escalofrío y después empezó a temblar de un modo espantoso.

El tendero se acercó rápidamente a la cocina y le sirvió una taza de café ardiendo. Frank se lo tragó, increíblemente, en dos sorbos. En seguida dejó de temblar, pero adquirió súbitamente un aspecto de fracaso, de humillación, como si hubiera perdido, pensó el tendero, algo que añoraba profundamente.

—¿Ha cogido un resfriado? —preguntó con simpatía.

El desconocido asintió con la cabeza, encendió una cerilla en la suela de su agrietado zapato y la acercó al cigarrillo. Permaneció allí sentado, sin ánimo para otra cosa.

—He tenido una vida muy dura —murmuró, y volvió a su silencio.

Ninguno de los dos hablaba. Entonces el tendero, para tranquilizar el ánimo del otro, preguntó casualmente:

—¿En qué parte del barrio vive su hermana? A lo mejor la conozco.

Frank le respondió con voz monótona:

—He olvidado las señas exactas. Por allí, cerca del parque.

—¿Cómo se llama?

—La señora Garibaldi.

—¿Qué clase de nombre es ése?

—¿Qué quiere decir? —Frank le miró fijamente.

—Me refiero a la nacionalidad.

—Italiana… Soy de ascendencia italiana. Mi nombre es Frank Alpine… en italiano es Alpino.

El olor del cigarrillo de Frank Alpine obligó a Morris a encender su colilla. Creyó poder controlar su tos y lo intentó, pero le fue imposible. Tosió y tosió hasta creer que su cabeza iba a estallar y a saltar hasta el mismo techo. Frank le miraba con interés. Ida pataleó arriba, y el tendero avergonzado apagó con un pellizco la colilla y la dejó caer en el cubo de la basura.

—No le gusta que fume —explicó entre tos y tos—. Mis pulmones no están muy sanos.

—¿A quién no le gusta?

—A mi esposa. Es una especie de catarro. Mi madre lo tenía y vivió hasta los ochenta y cuatro. Pero me sacaron una fotografía de esas de pulmón el año pasado y encontraron dos manchas ya resecas. Y mi mujer se asustó.

Frank apagó lentamente su cigarrillo.

—Lo que intentaba decir antes, acerca de mi vida —dijo pesadamente—, es que mi vida ha sido muy rara, aunque rara no es la palabra adecuada. Quiero decir que he pasado mucho. He estado a punto de lograr cosas maravillosas, por ejemplo empleos, educación, mujeres, pero sólo a punto. —Tenía las manos enlazadas apretadas entre las rodillas—. No me pregunte por qué, pero más pronto o más tarde todo lo que creo vale la pena poseer se aleja de mí de un modo u otro. Trabajo como un burro para conseguir lo que quiero, y cuando ya parece que estoy a punto de conseguirlo, doy como un paso en falso y todo lo que ya parecía definitivamente mío se esfuma en mis mismísimas narices.

—No desaproveche la oportunidad de educarse —le aconsejó Morris—, es lo mejor que puede hacer un hombre joven.

—A estas alturas ya podría ser licenciado, pero cuando fue el momento de estudiar, no lo aproveché, surgió algo que me atraía más. La verdad es que voy de error en error y al final todo parece una trampa. Quiero la luna y me tengo que conformar con queso.

—Todavía es joven.

—Veinticinco años —dijo amargamente.

—Aparenta usted más.

—Yo me siento viejo… tremendamente viejo.

Morris sacudió la cabeza.

—A veces pienso que la vida se empeña en seguir como empieza —continuó Frank—. Una semana después de nacer yo, mi madre ya estaba muerta y enterrada. Nunca vi su cara, ni siquiera en fotografía. Un día, cuando yo tenía cinco años, el viejo salió del cuartucho que teníamos alquilado para ir a comprar una cajetilla. No le volví a ver el pelo. Lo encontraron años más tarde, pero muerto. Me crié en un asilo y a los ocho años consiguieron que cargara conmigo una familia poco maternal. Me escapé diez veces, también me escapé de la siguiente familia que me tocó. Muchas veces pienso en mi vida. Y me digo: «¿Qué puedes esperar después de todo esto?». Naturalmente, de vez en cuando, ¿comprende?, he tenido una temporadita buena, pero pocas y muy distanciadas, y generalmente termino como he empezado: sin nada.

El tendero estaba conmovido. Pobre muchacho.

—Muchas veces he intentado librarme de mi mala suerte, pero no sé cómo, ni siquiera cuando me parece que sí. —Hizo una pausa, se aclaró la garganta y siguió—: Ya sé que todo esto me hace pasar por tonto. Pero no es tan fácil como parece. Lo que quiero decir es que, cuando más falta haría, algo falla en mí, o falla por culpa mía. Sueño una y otra vez lo mismo: que quiero decirle a alguien algo por teléfono, me muero de ganas de decírselo, pero cuando estoy en la cabina, en vez de un teléfono me encuentro un manojo de plátanos colgado de un gancho.

Miró al tendero y después al suelo.

—Durante toda mi vida he querido hacer algo que valiera la pena, algo que para los demás tuviera cierto valor, pero no lo hago. Soy demasiado inquieto, bastan seis meses en un mismo lugar para sacarme de quicio. Además me lanzo a todo en seguida, soy demasiado impaciente. No hago lo que tendría que hacer… quiero decir. El resultado es que aterrizo en un sitio sin nada y cuando recojo velas continúo sin nada. ¿Me comprende?

—Sí —dijo Morris.

Frank guardó silencio. Al cabo de un rato dijo:

—Pues yo no me comprendo. La verdad es que no sé muy bien lo que estoy diciendo, ni por qué se lo estoy diciendo.

—No se preocupe —respondió Morris.

—¿Qué clase de vida es ésta para un hombre de mi edad? —Esperaba la respuesta del tendero, esperaba que le dijera cómo debía vivir su vida, pero Morris pensaba: habla igual que yo, que ya he llegado a los sesenta.

—Tome otra taza de café —dijo.

—No, gracias. —Frank encendió otro cigarrillo y se lo fumó entero. Parecía más tranquilo, pero no del todo, como si hubiera logrado algo (¿qué?, se preguntaba el tendero), pero al mismo tiempo no del todo. Su rostro estaba relajado, medio dormido, pero hacía crujir los nudillos de ambas manos y suspiraba suavemente.

¿Por qué no se irá a casa?, pensó el tendero. Yo tengo trabajo.

—Me voy. —Frank se levantó, pero no acababa de irse—. ¿Qué le ha pasado en la cabeza? —volvió a preguntar.

Morris se tocó la venda.

—El otro viernes me atracaron.

—¿Quiere decir que le arrearon un porrazo?

El tendero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Esos hijos de perra merecerían la muerte. —Frank habló con vehemencia.

Morris lo miró fijamente.

Frank se acariciaba la manga.

—Son ustedes judíos, ¿verdad?

—Sí —respondió el tendero con la mirada todavía fija en él.

—Siempre les he tenido simpatía a los judíos. —Tenía los ojos bajos.

Morris guardaba silencio.

—¿Supongo que tendrá chicos? —inquirió Frank.

—¿Quién? ¿Yo?

—Perdone mi curiosidad.

—Una chica —suspiró Morris—. Tenía un muchacho estupendo, pero murió de una enfermedad del oído que era frecuente entonces.

—¡Qué pena! —Frank se sonó, emocionado.

Un caballero, pensó Morris con ojos llorosos.

—¿Su chica es la que estaba detrás del mostrador, un par de noches, la semana pasada?

—Sí —replicó el tendero algo intranquilo.

—Bueno, gracias por el café.

—Deje que le ponga un bocadillo. A lo mejor tiene hambre más tarde.

—No, gracias.

El judío insistió, pero a Frank le pareció que ya había sacado todo lo que quería, de momento.

Una vez solo, Morris empezó a preocuparse por su salud; tenía mareos y le dolía con frecuencia la cabeza. Asesinos, pensó. De pie ante el espejo deslucido y medio roto encima del lavabo, se quitó la venda. Hubiera deseado poder ir sin ella, pero la cicatriz tenía aún mal aspecto y no sería agradable para los clientes, de modo que se colocó una venda limpia alrededor de la cabeza. Mientras lo hacía, recordó aquella noche con amargura, pensó en el comprador que no había aparecido ni antes ni después de aquello, y que ya no vendría. Después de su convalecencia, no había hablado con Karp. A sus palabras el licorero respondería con otras, pero su silencio obligaba a Karp a callar a su vez.

Poco después, el tendero levantó la mirada del periódico que leía y le sobresaltó ver a alguien lavando el escaparate con un cepillo atado a un mango. Salió corriendo y gritando para echar al intruso, pues existían limpiadores profesionales atrevidos que hacían el trabajo sin pedir permiso y después extendían la mano exigiendo la propina. Sin embargo, cuando estuvo fuera vio que el limpiador de ventanas era Frank Alpine.

—Es sólo para demostrarle mi agradecimiento —le explicó Frank, que había pedido prestado el cubo a Sam Pearl y el cepillo y la esponja al carnicero de al lado.

En aquel momento entró Ida en la tienda por la puerta interior y al ver que limpiaban el escaparate salió corriendo.

—¿Es que te has vuelto rico de repente? —le preguntó a Morris con la cara encendida.

—Me lo hace de favor —replicó el tendero.

—Así es —dijo Frank exprimiendo la esponja.

—Entra, que hace frío. —Una vez en la tienda, Ida preguntó—: ¿Quién es este goy?[5]

—Un pobre muchacho, un italiano que busca un empleo. Me echa una mano por la mañana con las cajas de la leche.

—Si vendieras la leche en esos envases de parafina, como te he dicho miles de veces, no necesitarías ayuda.

—Esos envases se salen, prefiero las botellas.

—Es como hablarle a una pared —dijo Ida. Frank entró, calentándose las enrojecidas manos con el aliento.

—¿Qué les parece, amigos? Aunque no se puede decir nada hasta que haya limpiado por dentro.

Ida comentó entre dientes:

—Ahora, págale el favor.

—Está muy bien —dijo Morris a Frank. Se acercó a la máquina registradora y marcó O.

—No, gracias —dijo Frank levantando la mano—. Es a cambio de servicios ya prestados.

Ida se ruborizó.

—¿Otra taza de café? —preguntó Morris.

—Gracias, por ahora no.

—¿Quiere que le haga un bocadillo?

—Acabo de comer.

Salió fuera, vació el agua sucia bajo el bordillo, devolvió el cubo y el cepillo y regresó a la tienda. Dio la vuelta al mostrador para entrar en la trastienda, haciendo un alto para llamar en el quicio de la puerta.

—¿Qué le parece el escaparate limpio? —le preguntó a Ida.

—Lo limpio siempre es limpio —su tono era frío.

—No quiero convertirme en un intruso, pero su esposo ha sido muy amable conmigo y he pensado que quizá podría pedirle un pequeño favor. Busco trabajo y me gustaría probar en una tienda, a ver cómo me va. A lo mejor me gusta, quién sabe. He olvidado algunas cosas, por ejemplo cortar y pesar, etcétera, así que yo me preguntaba si le importaría que trabajara aquí dos o tres semanas sin sueldo para refrescarme la memoria; no les costará ni un miserable centavo. Ya sé que soy un desconocido, pero soy un tipo honrado. Cualquiera que me vigilara se daría cuenta en muy poco tiempo. ¿No les parece un buen arreglo?

—Señor, esto no es una escuela.

—¿Qué dice usted, abuelo? —le preguntó Frank a Morris.

—Sólo porque se sea un desconocido no se tiene por qué no ser honrado —respondió el tendero—. Además, ésa no es la cuestión. La cuestión es qué puede usted aprender aquí. Aquí sólo puede aprender una cosa —apretó la mano contra su pecho—: a tener penas en el corazón.

—Usted no tiene nada que perder. ¿Verdad, señora? —insistió Frank—. He observado que todavía no se siente muy bien, y si le ayudara una semanita o dos no le iría mal para su salud. ¿Verdad?

Ida no respondió.

Pero Morris dijo monótonamente:

—No. Es una tienda pequeña y pobre. Es demasiado para tres personas.

Frank arrebató uno de los mandiles del gancho de detrás de la puerta y antes de que ninguno de los dos pudiera protestar se quitó el sombrero y se puso el mandil. Se ató las cintas dándoles una vuelta completa.

—¿Cómo me sienta?

Ida enrojeció y Morris le ordenó que se lo quitara y lo volviera a colgar en el gancho.

—Bueno, espero no haberles ofendido —dijo Frank camino de la puerta.

Helen Bober y Louis Karp avanzaban sin cogerse de la mano, por el oscuro y ventoso paseo de Coney Island.

Louis, que iba hacia su casa a cenar, la había parado, delante de la bodega. Ella regresaba de su trabajo.

—¿Qué te parece un paseo en el Mercury, Helen? No te veo apenas por aquí. Las cosas nos iban mejor en los tiempos de la escuela.

Helen sonrió.

—Realmente, Louis, aquello está ya muy lejos. —Una sensación de pena la oprimió, y luchó con todas sus fuerzas contra ella.

—Lejos o cerca, para mí es igual.

Era de anchas espaldas y cabeza pequeña, y a pesar de sus ojos saltones, no demasiado feo. Antes de dejar la escuela superior, llevaba el pelo mojado y estirado hacia atrás. Un día, tras estudiar la fotografía de un artista de cine en el Daily News, se decidió por la raya en medio. Aquél fue el único cambio que Helen apreció en él. Si Nat Pearl era ambicioso, Louis vivía muy descansadamente disfrutando el fruto de las inversiones de su padre.

—De todos modos, ¿por qué no damos una vuelta en coche para recordar viejos tiempos?

Ella pensó un momento, apretando un dedo enguantado contra la mejilla; pero el gesto sólo servía para disimular, pues se sentía muy sola.

—¿Para recordar viejos tiempos? ¿Adónde?

—Elige tú el escenario… el programa que quieras.

—¿La Isla?

Se abrigó con las solapas del abrigo.

—Brrr… la noche está fría y hace mucho viento. ¿Quieres convertirte en un pedazo de hielo?

Viendo que ella vacilaba, añadió:

—Pero, bueno, moriré por ti. ¿A qué hora te recojo?

—Después de las ocho, toca el timbre y ya bajaré.

—De acuerdo. Ocho timbrazos.

Iban andando hacia Seagate, donde acababa el paseo marítimo. La muchacha miraba con envidia, a través de las rejas metálicas, las grandes casas iluminadas que daban al mar. La Isla estaba desierta, a no ser por algún que otro puesto de salchichas o alguna sala de juegos de salón. Había desaparecido del cielo aquella luz rosada, incandescente, que envolvía el lugar en verano. Allá abajo, brillaban unas frías estrellas. Y, a lo lejos, la oscura noria parecía un reloj parado. Se detuvieron junto a la barandilla del paseo marítimo, contemplando el mar, negro y turbulento.

Durante todo el paseo, ella había ido pensando en su vida, en la diferencia entre su soledad actual y sus tiempos felices, cuando era más joven y se pasaba todos los días del verano rodeada de un alegre grupo en la playa. Pero a medida que sus amigos de la escuela se iban casando, los iba perdiendo de vista uno tras otro; y a medida que otros terminaban sus estudios en la universidad ella, envidiándolos, avergonzada de lo poco que había logrado en la vida, dejó de tratarlos también. Al principio le dolía apartarse de la gente, pero al cabo de algún tiempo resultó menos difícil. Ahora apenas veía a nadie, de tarde en tarde visitaba a Betty Pearl, que la entendía un poco pero no lo suficiente como para hacerla sentirse más feliz.

Louis, enrojecida la cara por el viento, se dio cuenta de su humor pensativo.

—¿Qué te pasa, Helen? —le preguntó, rodeándola con el brazo.

—No sé cómo explicarlo. He estado recordando todo este rato las veces que lo pasamos en grande aquí, en la playa cuando éramos pequeños. ¿Recuerdas las fiestas? Supongo que siento añoranza de mis diecisiete años.

—¿Y qué tienen de malo los veintitrés?

—Ya somos viejos, Louis. ¡Nuestras vidas cambian con tanta rapidez! ¿Sabes lo que significa la juventud?

—Naturalmente que lo sé. No me pescarás entregando algo sin pedir nada a cambio. Todavía soy joven.

—Cuando se es joven se tienen muchos privilegios, todo tipo de posibilidades. Pueden suceder cosas maravillosas que cuando te levantas por la mañana tienes la sensación de que van a ocurrir. Eso es lo que significa ser joven, yeso es lo que yo he perdido. Ahora pienso que cada día es como el anterior, y lo que es todavía peor: que el siguiente será igual.

—Así que ya eres una abuelita.

—Para mí, el mundo se ha reducido.

—Pero ¿qué quieres? ¿Ser Miss América?

—Quiero una vida mejor y más amplia. Quiero que mis posibilidades no se frustren.

—¿Cuáles, por ejemplo?

Apretó la barandilla y sintió el frío a través de sus manos enguantadas.

—Educación —dijo—, proyectos, cosas que siempre he deseado y nunca he tenido.

—¿Y también un hombre?

—Sí, también un hombre.

El brazo de él apretó su cintura.

—Hace demasiado frío para hablar, nena. ¿Qué te parece si me dieras un beso?

Ella rozó levemente los labios de él, y después desvió la cabeza. Él no la obligó.

—Louis —le dijo, contemplando una luz lejana sobre el agua—, ¿qué le pides a la vida?

—Lo que tengo… pero más —contestó sin soltarla.

—¿Más qué?

—Más, para que mi mujer y mi familia puedan tener de todo.

—¿Y si ella quisiera algo distinto de lo que tú quieres?

—Le daría de corazón todo lo que ella quisiera.

—Pero ¿y si lo que ella desea es convertirse en una persona mejor, tener ideas elevadas, vivir una vida que valga la pena? Morimos tan pronto, tan sin remedio. La vida tiene que tener algún sentido.

—Yo no impediré a nadie que se haga mejor —dijo Louis—, allá el que sea.

—Ya me lo imagino —replicó Helen.

—Oye, nena, dejémonos de filosofías y vamos a tomar una hamburguesa. Mi estómago está protestando.

—Espera un poquito más. Hacía siglos que no estaba aquí en invierno.

Él empezó a agitar los brazos para calentarse.

—Puñetas, dichoso viento, me sube por los pantalones. Por lo menos dame otro beso. —Se desabrochó el abrigo.

Ella se dejó besar. Él le acarició el pecho. Helen se deshizo de su abrazo.

—No, Louis.

—¿Por qué no? —Se quedó plantado con gesto torpe, molesto.

—No me da ningún gusto.

—No irás a hacerme creer que soy el primero en darte un mordisquito.

—¿Te dedicas a la estadística?

—Está bien, lo siento. Ya sabes que no soy mala persona, Helen.

—Ya lo sé, pero, por favor, no hagas algo que no me gusta.

—Hubo un tiempo en que me tratabas mucho mejor.

—Hace mucho tiempo de eso, éramos unos chiquillos.

Qué extraño, recordaba Helen, las caricias y los besos proporcionaban sueños extraordinarios en aquellos tiempos.

—Ya no éramos tan chiquillos, por aquel entonces Nat Pearl empezó a ir a la universidad, y entonces te interesaste por él. Supongo que cuentas con él para tu futuro.

—Si así es, soy la primera en enterarme.

—Pero es a él a quien quieres, ¿verdad? Me gustaría saber qué tiene ese orgulloso, aparte de su educación universitaria. Yo trabajo para ganarme la vida.

—No, no le quiero, Louis. —Pero interiormente se lo planteó: ¿y si Nat te dijera que te quiere? Al oír esas mágicas palabras, cualquier muchacha caería en la trampa.

—Bueno, si es así, ¿qué tienes contra mí?

—Nada. Somos amigos.

—Ya tengo todos los amigos que necesito.

—¿Pues qué necesitas, Louis?

—Déjate de ironías, Helen. ¿Te interesaría saber que de veras me gustaría casarme contigo? —Palideció ante su propia osadía.

Ella estaba sorprendida, emocionada.

—Gracias —murmuró.

—Gracias no es bastante. Dime sí o no.

—No, Louis.

—Me lo suponía. —Miró distraídamente al océano.

—Nunca pude imaginar que tuvieras algún interés por mí. Siempre sales con chicas muy distintas.

—Por favor, cuando yo salgo con ellas no puedes leer mi pensamiento.

—No, es verdad —admitió ella.

—Puedo ofrecerte mucho más de lo que tienes ahora.

—Ya lo sé, pero quiero llevar una vida distinta de la que tú y yo llevamos ahora. No quiero un tendero por marido.

—Vinos y licores no es lo mismo que ultramarinos.

—Ya lo sé.

—¿No será que a tu padre no le gusta el mío?

—No.

Ella escuchaba a las olas sollozar azotadas por el viento.

—Vamos a tomar esas hamburguesas.

—Estupendo. —Le cogió del brazo, pero notó por su modo estirado de andar que le había herido.

Camino de casa, por el Park Way, Louis comentó:

—Si tú no tienes lo que quieres, acepta por lo menos que te lo dé alguien. No seas tan estúpidamente orgullosa.

Había dado en el blanco.

—¿Qué debo aceptar, Louis?

Tras una pausa, respondió:

—Acepta las cosas a medias.

—No me resignaré a nada a medias.

—Las personas llegan a un compromiso.

—No comprometeré mis ideales.

—Entonces ¿en qué te convertirás? ¿En una solterona como una pasita? ¿Y qué ventajas tiene eso?

—Ninguna.

—¿Qué piensas hacer?

—Esperaré. Soñaré. Algo ocurrirá.

—Tonterías —dijo él.

La dejó delante de la tienda.

—Gracias por todo.

—No me hagas reír. Y Louis se fue en su coche.

La tienda estaba cerrada, y arriba todo estaba oscuro. Imaginó a su padre, dormido después de su largo día, soñando con Ephraim. ¿Para qué me estoy guardando tanto?, se preguntó. ¿Qué desgraciado destino de los Bober me espera?

Al día siguiente nevó un poco; era raro tan pronto, se quejó Ida. Cuando se derritió aquella nieve, cayó otra. El tendero afirmó, mientras se vestía a oscuras, que él limpiaría la nieve en cuanto abriera la tienda. Disfrutaba sacando a paladas la nieve. Aquello le recordaba su niñez, siempre nevado, pero Ida le prohibió que hiciera aquel esfuerzo, porque todavía se quejaba de mareos. Más tarde intentó arrastrar las cajas de la leche por la nieve, pero le fue imposible. Y no estaba allí para ayudarle Frank Alpine, que después de lavar la ventana desapareció.

Ida bajó poco después envuelta en un grueso abrigo y con un pañuelo de lana a la cabeza y unas botas katiuskas. Abrió un camino en la nieve con la pala y juntos arrastraron la leche. Sólo entonces se dio cuenta Morris de que faltaba una botella de leche de una de las cajas.

—¿Quién la habrá robado? —gritó Ida.

—¿Cómo quieres que yo lo sepa?

—¿Todavía no has contado los panecillos?

—No.

—Siempre te he dicho que los contaras inmediatamente.

—¿Crees que el panadero me va a robar? Le conozco desde hace veinte años.

—Deberías contar lo que te entregan todos, te lo he dicho mil veces.

Vació los panecillos de la cesta y los contó. Faltaban tres y sólo había vendido uno a la polaca. Para calmar a Ida le dijo que estaban todos.

A la mañana siguiente faltaba otra botella de leche y otros dos panecillos. Estaba preocupado, pero no le dijo nada a Ida cuando le preguntó si faltaba algo. Con frecuencia le ocultaba las noticias desagradables, porque ella siempre lo tomaba por lo trágico. Le habló al lechero de la botella desaparecida, y éste le contestó:

—Morris, le juro que dejé todas las botellas en la caja. ¿Acaso tengo yo la culpa de que este barrio sea tan miserable?

Le prometió que él mismo metería las cajas de la leche en el portal durante algunos días. A lo mejor el ladrón no se atrevería a entrar. Morris pensó pedir a la compañía lechera una caja metálica. Hacía años había tenido una en la calle, una enorme caja de madera cerrada con un candado; pero renunció a ella cuando se hernió por levantar a pulso las pesadas cajas. Así que abandonó el proyecto.

Al tercer día, como la botella de leche y los dos panecillos volvieron a faltar, el tendero, muy preocupado, pensó llamar a la policía. No era la primera vez que faltaba leche y panecillos en aquel barrio. Había ocurrido en más de una ocasión, y generalmente se trataba de un pobre que robaba su desayuno. Por esta razón, Morris prefirió prescindir de la policía y deshacerse del ladrón él mismo. Se levantaba muy temprano y esperaba en la ventana de su habitación, a oscuras. Entonces, cuando el hombre —a veces era una mujer— aparecía y se servía la leche, Morris levantaba rápidamente la ventana y le gritaba: «Fuera de ahí, ladrón».

El ladrón asustado —a veces se trataba de un cliente que podía comprar la leche que estaba robando— dejaba caer la botella y echaba a correr. Generalmente no volvía a aparecer —era otro modo de perder un cliente— y el próximo ladronzuelo era una persona diferente.

Así pues, aquella mañana Morris se levantó a eso de las cuatro y media, un poco antes de que trajeran la leche, y se sentó a pesar del frío, vestido sólo con sus calzoncillos largos, a esperar. La calle estaba sumida en una total oscuridad y él intentaba adivinar algo en ella. Pronto llegó el camión de la leche y el lechero, con el aliento helado, arrastró las dos cajas de leche hasta el portal. La calle volvió a sumirse en el silencio, en la oscura noche y en la nieve blanca. Pasaron una o dos personas caminando fatigosamente. Una hora más tarde, Witzig, el panadero, dejó los panecillos, pero nadie más se paró a la puerta. Poco antes de las seis, Morris se vistió apresuradamente y bajó. Faltaba una botella de leche, y también dos panecillos.

Seguía ocultándole a Ida la verdad. La noche siguiente ella se despertó y lo sorprendió junto a la ventana, en la oscuridad.

—¿Qué te pasa? —preguntó incorporándose.

—No puedo dormir.

—Bueno, pero no te quedes ahí sentado, con este frío y en calzoncillos. Vuelve a la cama.

Obedeció. Más tarde comprobó qué faltaba, la leche y los panecillos.

Ya en la tienda le preguntó a la polaca si había visto a alguien entrar a hurtadillas en el portal y robar una botella de leche. Ella le miró fijamente, empequeñeciendo los ojos, le arrebató el panecillo cortado en rebanadas y se fue dando un portazo.

Morris tenía la teoría de que el ladrón vivía en la misma calle. Nick Fuso nunca haría tal cosa; y si lo hiciera, Morris lo hubiera oído bajar las escaleras y volver a subirlas. El ladrón no estaba en su casa. Probablemente se pegaba a las casas a lo largo de la calle, de modo que Morris no pudiera verlo debido a la cornisa que había sobre la tienda; después abría suavemente el portal, cogía la leche, los dos panecillos de la bolsa, y se iba cautelosamente, agazapándose contra las fachadas de las casas.

El tendero sospechó de Mike Papadopolous, el muchacho griego que vivía encima de la tienda de Karp. Había cumplido una condena en un reformatorio cuando tenía dieciocho años. Un año después de salir había bajado a altas horas de la noche por la escalera de incendios suspendida sobre el patio interior de Karp, había saltado la división entre ambas tiendas y había forzado una ventana de la de Morris. Robó tres cartones de cigarrillos y un rollo de monedas de diez centavos que Morris había dejado en la máquina registradora. Por la mañana, en el momento en que Morris abría la tienda, la madre de Mike, una mujer mayor de aspecto endeble, le había devuelto los cigarrillos y el dinero: había atrapado a su hijo con ellos, le había sacudido en la cabeza con el zapato y le había arañado la cara hasta que confesó. Le devolvió los cigarrillos y el dinero y le suplicó que no hiciera detener al muchacho; él le aseguró que nunca haría una cosa semejante.

Aquel día que sospechó de Mike como ladrón de la leche y los panecillos, poco después de las ocho, Morris subió las escaleras y llamó de mala gana a la puerta de la señora Papadopolous.

—Perdone que le moleste —le dijo, y le contó lo que venía ocurriendo con la leche y los panecillos.

—Mike trabaja todas las noches en restaurantes —le respondió ella—. No llega a casa hasta las nueve de la mañana. Duerme todo el día. —Sus ojos estaban encendidos de ira. El tendero se fue.

Estaba realmente preocupado. ¿Sería mejor contárselo a Ida y dejarla llamar a la policía? Le molestaba por lo menos una vez a la semana por lo del atraco, pero no había aparecido ningún culpable.

De todos modos, tal vez fuera lo más acertado llamarles, pues los robos venían produciéndose desde hacía una semana. ¿Y quién podía permitirse aquel lujo? Sin embargo, esperó, y aquella noche, cuando abandonaba la tienda por la puerta interior, a la que siempre echaba el candado después de cerrar la de la fachada, encendió la luz del sótano y miró por las escaleras: era una costumbre de todas las noches. Se le encogió el corazón lleno de malos presentimientos, pues presintió que había alguien abajo. Volvió a quitar el candado, entró en la tienda y cogió una hacheta. Haciendo alarde de valentía, bajó lentamente los peldaños de madera. El sótano estaba vacío. Registró las cajas polvorientas donde guardaba cosas, hurgó por todos los rincones, pero no había rastro de persona alguna.

Por la mañana le confesó a Ida lo que ocurría, y ella, después de llamarle tonto de remate, telefoneó a la policía. Un detective de cara roja y rechoncha, el señor Minogue, de una comisaría cercana, que estaba encargado de la investigación del atraco de Morris, vino a verles. Era un hombre de habla suave y cara seria, calvo y viudo. En otro tiempo había vivido en el barrio. Tenía un hijo, Ward, que había ido a la escuela con Helen, un muchacho alocado, siempre en líos por meterse con las chicas. Cuando encontraba a una jugando frente a su casa, se abalanzaba sobre ella y la obligaba a meterse en el portal. Una vez allí, sin importarle que la muchacha opusiera resistencia o le suplicara dulcemente, Ward le forzaba con la mano el escote y le apretaba el pecho hasta que la niña gritaba. Entonces, antes de que apareciera la madre corriendo por las escaleras, él ya se había fugado de la portería, dejando a la niña llorando. El detective, al enterarse, le daba una paliza. Pero no servía de mucho. Luego un día, hacía unos ocho años, echaron a Ward de su empleo por robarle a la compañía. Su padre le golpeó con la porra hasta dejarlo baldado y sangrando y lo echó del barrio. Después de aquello, Ward desapareció y nadie sabía su paradero. La gente le tenía mucha lástima al detective, pues era un hombre recto, y de sobras sabían lo que significaba para él tener un hijo así.

El señor Minogue se sentó a la mesa, en la trastienda, y escuchó las quejas de Ida. Se caló las gafas y escribió algo en su libretita negra. Dijo que pondría un policía para vigilar la tienda todas las mañanas, después de que trajeran la leche, y que si pasaba algo más le avisaran.

Cuando se iba, dijo:

—Morris, ¿reconocería usted a Ward Minogue si le viera? He oído que está por aquí, pero no sé exactamente dónde.

—No lo sé —contestó Morris—. A lo mejor sí, pero hace años que no lo veo.

—Si me encuentro con él alguna vez, se lo traeré para que lo identifique.

—¿Para qué?

—Ni yo mismo lo sé… Solamente para una posible identificación.

Ida comentó más tarde que si Morris hubiera llamado a la policía desde un principio se hubiera ahorrado unas cuantas botellas de leche que ellos no podían permitirse el lujo de perder.

Aquella noche, obrando bajo un impulso, el tendero cerró la tienda una hora más tarde que de costumbre. Encendió la luz del sótano y bajó cautelosamente las escaleras, apretando su hacheta. Casi abajo ya, lanzó un grito y la hacheta le cayó de las manos. El rostro tenso y demacrado de un hombre le miraba fijamente; tenía una expresión entristecida. Se trataba de Frank Alpine, macilento y sin afeitar. Se había quedado dormido con el sombrero y el abrigo puestos, sentado en una caja junto a la pared. La luz lo había despertado.

—¿Qué hace usted aquí? —chilló Morris.

—Nada —respondió Frank en tono apagado—. Sólo duermo en el sótano. No hago ningún daño.

—¿Es usted quien me roba la leche y los panecillos?

—Sí —confesó—. Tenía hambre.

—¿Por qué no me lo pidió?

Frank se levantó.

—Nadie más que yo es responsable de mi persona. No he podido encontrar trabajo, y he gastado hasta el último céntimo que me quedaba. Mi abrigo es demasiado delgado y miserable para este clima. La lluvia se me mete por los zapatos y siempre estoy temblando. Además no tenía donde dormir, por eso bajé aquí.

—¿Ya no vive con su hermana?

—No tengo ninguna hermana. Era una mentira. Estoy solo.

—¿Por qué me dijo que tenía una hermana?

—No quería que me tomara por un vagabundo.

Morris le contempló en silencio.

—¿Ha estado alguna vez en la cárcel?

—Nunca. Se lo juro por Cristo.

—¿Cómo llegó hasta mi sótano?

—Por casualidad. Una noche paseaba por la nieve, empujé la puerta del sótano y vi que usted la había dejado abierta; entonces empecé a venir, una hora después de que cerrara la tienda. Por la mañana, cuando traían la leche y los panecillos, subía a hurtadillas hasta el portal, abría la puerta y cogía lo que necesitaba para desayunar. Prácticamente es todo lo que comía en todo el día. Después, cuando usted bajaba y mientras estaba entretenido con algún cliente o representante, yo salía por el portal con la botella vacía debajo del abrigo. Y la tiraba en un solar. Ésa es la historia. Esta noche me arriesgué a entrar cuando aún estaba usted en la trastienda, porque estoy acatarrado y no me encuentro muy bien.

—¿Cómo puede dormir en un sótano tan frío y con tanta corriente?

—He dormido en sitios peores.

—¿Y ahora tiene hambre?

—Siempre tengo hambre.

—Venga arriba.

Morris recogió la hacheta. Frank se sonó la nariz con el pañuelo ya húmedo y le siguió escaleras arriba.

Morris encendió una luz en la tienda, hizo dos grandes bocadillos de salchichas con mostaza, y en la trastienda le calentó una lata de puré de judías. Frank se sentó a la mesa con el abrigo puesto; su sombrero descansaba sobre sus pies. Comía con ansia, le temblaba la mano cuando se llevaba la cuchara a la boca. El tendero tuvo que desviar la vista.

Cuando el hombre terminaba ya de comer, después del café y las galletas, bajó Ida en bata y calzada con unas calientes zapatillas de paño.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, asustada al ver a Frank Alpine.

—Tiene hambre —repuso Morris.

Ella comprendió en seguida.

—¡Él robaba la leche!

—Tenía hambre —explicó Morris—. Dormía en el sótano.

—Estaba a punto de morirme de hambre —añadió Frank.

—¿Por qué no se buscaba un empleo? —preguntó Ida.

—Lo busqué por todas partes.

Después, Ida le dijo:

—En cuanto termine, me hará el favor de irse a otra parte. —Se volvió hacia su marido—. Morris, dile que se vaya. Somos pobres.

—Ya lo sabe.

—Ya me iré —dijo Frank—, como la señora guste.

—Hoy es demasiado tarde —dijo Morris—. ¿Es que quieres que se pase toda la noche andando por la calle?

—No le quiero aquí —dijo ella con voz tensa.

—¿Adónde quieres que vaya?

Frank dejó su taza de café sobre el platillo y se puso a escuchar con interés.

—Eso no es asunto mío —respondió Ida.

—No se preocupe —dijo Frank—, me marcharé dentro de diez minutos. ¿Tiene un cigarrillo, Morris?

El tendero se acercó a una cómoda y de uno de los cajones sacó una arrugada cajetilla.

—Es muy vieja —dijo como disculpándose.

—No importa. —Frank encendió un cigarrillo amarillento y aspiró con placer.

—Me iré dentro de un ratito —le dijo a Ida.

—No quiero líos —explicó ella.

—Por mí no tendrá ningún lío. Puede que parezca un vagabundo con esta ropa, pero no lo soy, he vivido con gente respetable toda mi vida.

—Deja que se quede aquí en el sofá —le dijo Morris a Ida.

—No. Es mejor que le des un dólar y que se vaya a otra parte.

—El sótano me parece estupendo —comentó Frank.

—Es demasiado húmedo, además hay ratones.

—Si me dejan quedarme aquí una noche más, les prometo irme a primera hora de la mañana. No teman, pueden confiar en mí, soy un hombre honrado.

—Puede dormir aquí —le dijo Morris.

—¡Morris, estás loco! —gritó Ida.

—Se lo pagaré con mi trabajo —dijo Frank—. Le devolveré los gastos que le haya ocasionado. Haré cualquier cosa que usted me mande.

—Ya veremos —respondió Morris.

—No —insistía Ida.

Pero al final ganó Morris, y subieron dejando a Frank en la trastienda con el radiador de gas encendido.

—Dejará la tienda vacía —dijo Ida furiosa.

—¿Crees que se ha traído un camión? —le preguntó Morris con una sonrisa. Y después añadió con seriedad—: Es un pobre muchacho. Me da lástima.

Se metieron en la cama. Ida durmió mal. Varias veces la asaltaron horribles pesadillas. Entonces se despertaba y se sentaba en la cama, esforzándose por oír ruidos en la tienda… Frank amontonando enormes bolsas de comestibles que llevarse. Pero no se oía nada. Soñó que bajaba por la mañana y habían desaparecido todas las existencias; los estantes estaban tan limpios como los huesos roídos de los pájaros muertos. Soñó también que el italiano se había metido cautelosamente en la casa y miraba por la cerradura de la puerta de Helen. Sólo cuando Morris se levantó para abrir la tienda logró quedarse dormida, aunque con un sueño intranquilo.

El tendero bajó cansinamente las escaleras, con un dolor sordo en la cabeza. Le flaqueaban las piernas. El sueño no lo había descansado.

La nieve ya había desaparecido de las calles y las cajas de la leche estaban una vez más en la acera, cerca de la cuneta. No faltaba ninguna. Se disponía a arrastrar las cajas adentro cuando llegó la polaca. Entró y colocó tres centavos sobre el mostrador. Él la siguió con la bolsa de los panecillos, le cortó uno y se lo envolvió. Ella lo cogió sin decir palabra y se fue.

Morris miró a través de la ventana del tabique. Frank estaba dormido sobre el sofá, completamente vestido y con el abrigo por encima. Tenía la barba negra y la boca entreabierta.

El tendero salió a la calle, asió ambas cajas de leche a la vez y tiró. Algo parecido a un sombrero negro se formó en su cabeza, salió volando con un silbido y un rastro de lucecillas, y explotó. Él creyó que se elevaba pero se sintió caer.

Frank le arrastró adentro y lo dejó sobre el sofá. Corrió arriba y aporreó la puerta. Helen, cubriéndose el camisón con una bata, abrió. Reprimió un chillido.

—Dígale a su madre que su padre acaba de desmayarse. He llamado a la casa de socorro.

Helen lanzó un grito. Mientras bajaba las escaleras oyó a Ida gemir. Frank se metió corriendo en la trastienda. El judío reposaba, blanco e inmóvil sobre el sofá. Le quitó suavemente el mandil. Se lo metió por la cabeza y se ató las cintas.

—Me hace falta experiencia —murmuró.