Era a principios de noviembre, la calle todavía estaba oscura aunque había terminado la noche, pero el viento, ante la sorpresa del tendero, ya arañaba. Le pegó con el mandil en la cara cuando se agachó a recoger las dos cajas de botellas de leche junto al bordillo. Morris Bober arrastró las pesadas cajas, jadeando por el esfuerzo hasta la puerta. Había una bolsa de papel llena de panecillos en el umbral, y a su lado estaba, encogida, la mal encarada polaca de pelo canoso que esperaba uno.
—¿Qué pasa? Ya es muy tarde.
—Las seis y diez —replicó el tendero.
—Hace frío —se quejó la mujer.
El tendero abrió con la llave y la dejó pasar. Normalmente, arrastraba la leche hasta dentro y encendía los radiadores de gas, pero la polaca estaba impaciente. Morris vació la bolsa de panecillos en una cesta de alambre sobre el mostrador y escogió uno sin semillas para ella. Lo partió por el medio y lo envolvió en el papel blanco de la tienda. Ella se lo metió en el capazo de la compra y dejó tres centavos sobre el mostrador. Morris marcó la venta en la vieja y ruidosa máquina registradora, alisó la bolsa en que habían venido los panecillos y la guardó. Acabó de meter la leche y después colocó las botellas en la parte baja de la nevera. Tras encender el radiador de gas, se metió en la trastienda para encender el de allí.
Hizo café en la cafetera negra esmaltada y se lo bebió a sorbitos al tiempo que mordisqueaba un panecillo, sin saborear lo que comía.
Después de hacer la limpieza, se puso a esperar; esperaba a Nick Fuso, el inquilino de arriba, un joven mecánico que trabajaba en un garaje del barrio. Nick entraba cada mañana a eso de las siete a comprar veinte centavos de jamón y una barra de pan.
Pero cuando se abrió la puerta de la tienda, fue una niña de unos diez años con cara de hambre y mirada excitada la que apareció. No se alegró de verla.
—Dice mi madre —hablaba a trompicones— si puede fiarle hasta mañana una libra de mantequilla, una barra de pan moreno y una botella pequeña de vinagre de manzana.
Conocía bien a la madre.
—Ya no se fía más.
La niña rompió a llorar.
Morris le dio un cuarto de libra de mantequilla, el pan y el vinagre. En un ángulo del mostrador, cerca de la máquina registradora, había apuntadas a lápiz unas cuentas y anotó una cifra bajo la palabra «borracha». El total ascendía ya a dos dólares y tres centavos que ya no esperaba cobrar. Pero Ida refunfuñaría si se daba cuenta de la nueva cifra, así que la rebajó a un dólar y sesenta y un centavos. Su paz interior —la poca que le quedaba— bien valía cuarenta y dos centavos.
Se acomodó en una silla junto a la mesa redonda de madera que había en la trastienda y hojeó, con las cejas levantadas, el diario judío del día anterior. Ya lo había leído palabra por palabra. De vez en cuando miraba, distraído, hacia la ventana cuadrada y sin cristal, abierta en el tabique entre la tienda y la trastienda, por si entraba alguien. A veces, cuando levantaba los ojos del periódico, se sobresaltaba al ver a un cliente esperando en silencio al otro lado del mostrador. En aquellos momentos la tienda le parecía un largo y oscuro túnel.
El tendero suspiraba y volvía a esperar. Siempre le había parecido que no sabía esperar. Cuando los tiempos eran malos no tenía nada que hacer. Las horas morían a lo largo de la espera y su olor a podrido le llenaba las narices.
Entró un obrero a comprar una lata de sardinas noruegas marca King Oscar, de las de quince centavos.
Y Morris volvió a la espera. La tienda había cambiado poco en aquellos últimos veintiún años; por dos veces la había pintado entera, y en cierta ocasión añadió nuevos estantes. Un carpintero había transformado las viejas ventanas dobles, ya pasadas de moda, en una ventana única, más grande. Diez años atrás se había caído el letrero, pero nunca se repuso. En cierta ocasión en que la tienda pasaba por una buena temporada, había mandado arrancar la vieja nevera de hielo de madera y en su lugar instaló una nueva, blanca, eléctrica y con escaparate de cristal. El escaparate daba a la fachada, en línea con el viejo mostrador, y con frecuencia se apoyaba en él para mirar abstraído la calle. Exceptuando estas renovaciones, la tienda era la misma de siempre. Hacía años la podía haber llamado charcutería; ahora, aunque todavía vendía algo de fiambre, apenas llegaba a tienda.
Pasó media hora. Como Nick Fuso no aparecía, Morris se levantó para apostarse junto al escaparate protegido por el anuncio de cartón que los de las cervezas habían puesto allí, y que era lo único que había. Pasado un rato se abrió el portal y salió Nick con un grueso jersey verde hecho a mano. Dobló corriendo la esquina y regresó en seguida con una bolsa de comestibles. Ahora Morris ya era visible tras la ventana. Nick se dio perfecta cuenta de la expresión del tendero, pero aguantó la mirada mucho rato. Se metió corriendo en la casa, intentando dar la impresión de que el viento lo perseguía. La puerta se cerró tras él con un portazo: estrepitosa puerta.
El tendero siguió mirando abstraído a la calle. Por un momento deseó volver al aire libre, como en sus tiempos de niño; en aquel entonces no paraba en casa, pero el ruido del viento lo amedrentaba. Una vez más pensó en vender la tienda, pero ¿quién iba a comprarla? Ida todavía tenía esperanzas de venderla. Cada día esperaba. Al pensar en ello, una sonrisa amarga, casi una mueca, asomó a sus labios, pese a sus pocas ganas de sonreír. Era un proyecto imposible, así que intentaba quitarse la idea de la cabeza. Pero a pesar de todo, a veces, metido en la trastienda, se servía un chorrito de café y se entretenía, feliz, imaginando la posible venta. Sin embargo, si ocurriera el milagro, ¿adónde iría, adónde? Por un momento se sintió intranquilo, imaginándose a sí mismo sin un techo que le cobijara, soportando toda clase de inclemencias, empapado de lluvia o con la cabeza cubierta de nieve. No, ya hacía siglos que no pasaba un día entero a la intemperie. De niño, sí; siempre corría por las calles enfangadas del pueblo y a través de los campos, o se bañaba con los demás muchachos en el río; pero, ya hombre, aquí en América, rara vez veía el cielo. Al principio sí lo veía, cuando conducía un carro, pero aquello terminó en cuanto abrió su primera tienda. Las tiendas son como sepulturas.
Llegó el lechero en su camión y, forzudo como un toro, entró corriendo por sus botellas vacías. Arrastró una caja llena y volvió con dos medias botellas de nata fresca. Después entró Otto Vogel, el abastecedor de carne, un alemán de bigote abundante; traía un leberwurst ahumado y un rosario de salchichas en su cesta grasienta. Morris pagó el leberwurst al vendedor, no quería favores de un alemán. Otto se marchó con las salchichas. El repartidor de pan, nuevo todavía en aquella ruta, cambió tres barras secas por tres frescas y se fue sin pronunciar palabra. Leo, el confitero, echó una rápida mirada a la tarta empaquetada que estaba encima de la nevera y vociferó:
—Le veré el lunes, Morris.
Morris no respondió.
Leo vaciló:
—Las cosas van mal por todas partes, Morris.
—Aquí van peor que en las demás.
—Le veré el lunes.
Una joven ama de casa del vecindario hizo un gasto de sesenta y tres centavos; otra, de cuarenta y tres.
Había ganado el primer dólar en efectivo del día. Breitbart, el vendedor ambulante de bombillas, descargó los dos enormes cartones de lámparas eléctricas y entró tímidamente en la trastienda.
—Pasa —le animó Morris.
Preparó un poco de té y se lo sirvió en un vaso de grueso cristal con una rodaja de limón. El vendedor, con el bombín y el abrigo puestos, se arrellanó en una silla y a grandes sorbos se bebió el té. La nuez se movía arriba y abajo.
—Bueno, ¿cómo van los negocios? —preguntó el tendero.
—Despacio —respondió Breitbart encogiéndose de hombros.
Morris suspiró.
—¿Cómo está tu chico?
Breitbart hizo un gesto afirmativo con la cabeza; cogió el periódico judío y se puso a leerlo.
Pasaron diez minutos. Entonces se levantó y, tras rascarse por todas partes, cargó sobre sus débiles hombros las dos enormes cajas, atadas una a otra con una cuerda, y se fue.
Morris lo miró marchar.
El mundo sufre. Y él sentía cada latido de dolor.
Al mediodía bajó Ida. Ya había limpiado toda la casa.
Morris estaba de pie ante el descolorido sofá, mirando los patios de luces por la ventana interior. Pensaba en Ephraim.
Ida se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos.
—Por favor, ¿quieres dejar eso de una vez?
Los de ella también se humedecieron.
Él se acercó al lavabo, cogió agua fría con las manos y hundió el rostro en ella.
—El italianito —comentó, mientras se secaba— ha comprado ahí enfrente esta mañana.
Ella se enfadó.
—Le damos cinco habitaciones por veintinueve dólares al mes para que nos escupa a la cara.
—Sin agua caliente ni calefacción —le recordó Morris.
—Instalaste radiadores de gas.
—¿Quién dice que nos escupa? Yo no he dicho eso.
—¿Le has dicho algo que le molestara?
—¿Yo?
—Entonces ¿por qué ha ido ahí enfrente?
—¿Por qué? Ve a preguntárselo a él —dijo furioso ya.
—¿Cuánto has ingresado hasta ahora?
—Una porquería.
Ida le volvió la espalda.
Distraídamente, Morris rascó una cerilla y encendió el pitillo.
—Deja ya de fumar —refunfuñó la mujer.
Él dio una chupada rápida, cortó la colilla con la uña del pulgar y se la metió furtivamente en el bolsillo del pantalón por debajo del mandil. El humo le hizo toser. Tosió mucho y el rostro se le puso encendido como un tomate. Ida se tapó los oídos. Finalmente echó un escupitajo; primero se limpió la boca con el pañuelo y después los ojos.
—El tabaco… —dijo Ida amargamente—, ¿por qué no haces caso a los médicos?
—¡Médicos! —refunfuñó.
Morris reparó en el vestido que llevaba su mujer.
—¿Vas a una fiesta?
—He pensado que a lo mejor hoy aparece el comprador —dijo Ida avergonzada.
Tenía cincuenta y un años, nueve menos que él, su cabello negro y abundante aún no tenía muchas canas, pero su rostro estaba surcado de arrugas y le dolían las piernas cuando estaba demasiado tiempo de pie, aunque ahora llevara un calzado con plantillas especiales. Aquella mañana se había despertado llena de resentimiento contra el tendero que la había arrastrado, tantos años atrás, de un barrio judío a aquél. Seguía echando de menos a sus viejos amigos y landsleit…[1] perdidos quién sabe si parnusseh.[2] Aquel aislamiento era bastante, pero, para colmo, la constante preocupación por el dinero la amargaba. Compartía de mala gana el destino del tendero, aunque no lo manifestaba. Su insatisfacción nunca iba más allá de sus regañinas, pues se sentía culpable de haber sido ella precisamente quien le convenciera para comprar una tienda, cuando él cursaba su primer año en la escuela nocturna con el fin, decía, de llegar a ser farmacéutico. Con el transcurso de los años, se había convertido en un hombre terco. Tiempos atrás lograba, a veces, vencer su terquedad, pero ahora aquello era más fuerte que ella.
—¿Un comprador? —gruñó Morris—. Espéralo sentada. Para el Purim…[3]
—No te pases de listo. Karp le telefoneó.
—¿Karp? —dijo en tono asqueado—. ¿Desde dónde telefonearía ese roñoso?
—Desde aquí.
—¿Cuándo?
—Ayer. Tú dormías.
—¿Y qué le dijo al comprador?
—Que había una tienda en venta… la tuya… barata.
—¿Qué quiere decir barata?
—El traspaso ahora no vale nada. Por las existencias y las instalaciones, que tampoco valen nada, a lo mejor te dan tres mil, a lo mejor menos.
—Yo pagué cuatro.
—De esto hace veintiún años —dijo irritada—. Bueno, si no te da la gana de venderla, ponla a subasta.
—¿También quiere la casa?
—Karp no lo sabe. Es posible que sí.
—Ése es un bocazas. Imagínate, un hombre al que han asaltado cuatro veces en tres años y todavía no le da la gana de instalar un teléfono. Todo lo que dice no vale un real. Me prometió que no se abriría otra tienda a la vuelta de la esquina y ¿qué pasó? Que se abrió un colmado. ¿Por qué me trae compradores ahora? ¿Por qué no procuró evitar que viniera el alemán de la esquina?
Ella suspiró.
—Ahora intenta ayudarte porque le das lástima.
—¿Y quién le ha pedido su compasión? —respondió Morris—. ¿Quién le ha pedido nada?
—Está bien, pero ¿por qué no se te ocurrió a ti poner una bodega cuando empezaron a adjudicar las concesiones?
—¿Acaso tenía yo el dinero contante y sonante?
—Pues entonces, si no lo tienes, cierra el pico.
—Ése es un negocio de borrachines.
—El negocio es el negocio. Nosotros no ganamos en dos semanas lo que el vecino Julius Karp recauda en un día.
Pero Ida se dio cuenta de que él se sentía molesto y cambió de tema.
—Te dije que le dieras petróleo al suelo.
—Se me olvidó.
—Te lo pedí de una manera especial. A estas horas ya estaría seco.
—Luego lo haré.
—Luego vendrán los clientes, pisarán encima y todo se pondrá hecho un asco.
—¿Qué clientes? —gritó—. ¿Cuáles? ¿Quién pone el pie aquí?
—Vete —dijo ella quedamente—. Sube a dormir. Se lo daré yo.
Pero él sacó la lata del petróleo, pasó la bayeta húmeda y frotó la madera hasta que adquirió un brillo oscuro. Nadie entró durante la limpieza. Ella le tenía preparada la sopa de siempre y comentó:
—Helen se ha ido sin desayunar esta mañana.
—No tendría hambre.
—Algo la preocupa.
Y Morris respondió en tono sarcástico:
—¿Qué puede preocuparla?
En realidad, quería decir: la tienda, la salud de él, el que la mayor parte de su mísero sueldo se dedicara a pagar los plazos de la casa, y haberse tenido que buscar un empleo que no era de su gusto en vez de seguir unos estudios superiores como hubiera deseado. Era hija de su padre; no era un milagro que perdiera el apetito.
—Si por lo menos se casara —murmuró Ida.
—Ya se casará.
—Pronto. —Estaba a punto de llorar.
Y él gruñó:
—No comprendo por qué ya no sale con Nat Pearl. Parecían un par de enamorados este verano —comentó ella.
—Es un pedante.
—Algún día será un abogado rico.
—No me gusta.
—También le gusta a Louis Karp. Me gustaría que le diera una oportunidad.
—Ése es un imbécil —dijo Morris—, como su padre.
—Todo el mundo es un imbécil a excepción de Morris Bober.
El tendero miraba fijamente los patios interiores.
—Come de una vez y vete a dormir —dijo la mujer, impaciente ya.
Terminó la sopa y subió a la casa.
Era más fácil subir que bajar. Una vez en el dormitorio, bajó las persianas negras con un suspiro. Anticipando el placer del sueño, estaba ya medio dormido. Dormir era su única y verdadera diversión; le excitaba la idea de dormirse. Se quitó el mandil, la corbata y los pantalones y lo colocó todo sobre una silla. Sentado en el borde de la cama, ancha y hundida, se desató los zapatos que habían visto mejores días, y se escurrió entre las frías ropas, con la camisa, los calzoncillos largos y los calcetines blancos puestos. Hundió los ojos en la almohada y esperó a calentarse. Poco a poco iba sumiéndose en el sueño. Pero, en el piso de arriba, Tessie Fuso manejaba el aspirador. Aunque intentaba apartar el incidente de su cabeza, recordaba la visita de Nick al alemán y, ya a punto de dormirse, se sintió molesto.
Recordó los malos tiempos por los que había pasado, aunque los de ahora eran todavía peores: pésimos. La tienda nunca fue un gran negocio, siempre hubo un día bueno y otro malo… dependía de cómo soplase el viento. De un día para otro, la venta bajaba hasta perjudicarle a uno realmente, pero, por lo general, se iba recobrando poco a poco… a veces parecía tardar siglos… e iba subiendo, aunque nunca lo suficiente como para considerarlo realmente un negocio próspero; tan sólo se iba tirando. Al principio, recién comprada la tienda, no estaba mal aquel barrio, pero la tienda había empeorado a medida que lo hacía el barrio. Sin embargo, hacía sólo un año, abriendo siete días a la semana y dieciséis horas al día todavía podía sacarle lo suficiente para vivir. Pero, realmente, ¿cuánto le sacaba? Lo justo, nada más; lo justo para vivir. Ahora, pese a que trabajaba las mismas horas largas, estaba al borde de la ruina, y su paciencia había llegado a su límite. En otras épocas, cuando los tiempos se ponían malos, lograba aguantarse de alguna manera, y cuando volvían los días buenos también a él le tocaba mejorar un poquito. Pero ahora, desde la aparición de H. Schmitz al otro lado de la calle diez meses atrás, los tiempos eran siempre, sin remisión, duros.
Hacía un año un sastre arruinado, un pobre hombre con la mujer enferma, había cerrado la tienda para irse lejos de allí y, desde el instante en que la tienda quedó vacía, Morris había sentido una ansiedad corroedora. Se fue sin vacilar a Karp, el dueño del edificio en que estaba la tienda vacía, y le suplicó que evitara que allí se abriera otra tienda. En aquel barrio una era más que suficiente. Si se colaba otra, ambos se morirían de hambre. Karp le respondió que el barrio era mejor de lo que Morris opinaba (para schnapps,[4] pensó el tendero), pero le prometió que buscaría otro sastre o acaso un zapatero para alquilársela. Eso dijo, pero él no le creyó. Sin embargo, fueron pasando semanas y la tienda seguía vacía. Aunque Ida se burlaba de sus preocupaciones, Morris no podía quitarse de encima aquel temor constante. Y entonces, un día, tal como él se venía temiendo, apareció un letrero en el escaparate vacío anunciando la próxima apertura de una nueva y lujosa charcutería y tienda de comestibles.
Morris fue corriendo al encuentro de Karp.
—¿Cómo me ha hecho usted esto?
El tratante en licores respondió, encogiendo los hombros en un gesto de indiferencia:
—Ya vio cuánto tiempo estuvo vacío el local. ¿Quién va a pagar mis impuestos? Pero no se preocupe, él venderá sobre todo charcutería y usted comestibles. Espere, y ya verá cómo le traerá más clientes.
Morris refunfuñó; conocía muy bien lo que le esperaba.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, la tienda continuaba vacía… de lo más vacía, y empezó a pensar que quizás el nuevo negocio nunca llegara a materializarse. A lo mejor el hombre había cambiado de idea. Cabía la posibilidad de que se hubiese dado cuenta de la pobreza del vecindario y no se atreviera a abrir el nuevo local. Morris quería preguntarle a Karp si estaba en lo cierto, pero le resultaba insoportable la idea de humillarse todavía más.
Con frecuencia, después de cerrar la tienda por la noche, daba a hurtadillas la vuelta a la esquina y cruzaba la silenciosa calle. La tienda vacía, oscura y abandonada, era la primera puerta a la izquierda de la farmacia. Y si no había nadie mirándole, el tendero atisbaba por el escaparate polvoriento, intentando adivinar a través de las sombras si aquel vacío había cambiado en algo. Durante dos meses permaneció igual y cada noche volvía a su casa aliviado. Pero un buen día… después de observar que por primera vez Karp le evitaba… vio una red de estantes partiendo de la pared trasera, y aquello rompió en mil pedazos la esperanza que él mismo se había ido forjando.
En pocos días, los estantes alargaron numerosos tentáculos por las otras paredes, y pronto llenaron todo el local; relucientes, unos encima de otros, recién pintados. Morris se dijo que no debía acercarse pero no podía evitar aquellas inspecciones nocturnas para apreciar y calcular las pérdidas de dólares que pronto sufriría. Cada noche, mientras lo contemplaba, destruía con la imaginación lo nuevo que habían puesto, intentando reducirlo a la nada, pero su crecimiento era demasiado rápido. Cada día florecían nuevas instalaciones: mostradores de línea moderna, neveras último modelo, luces fluorescentes, una sección para frutas frescas y una máquina registradora. Más tarde, llegó de los almacenistas una montaña de cajas de cartón y cajas de madera de todos los tamaños, y una noche apareció, en medio de aquella luz blanca, un desconocido, un alemán enjuto con un tupé estilo alemán, que se pasaba las horas silenciosas de la noche, con el cigarro apagado entre los dientes, colocando simétricas hileras de latas con letreros alegres, tarros de cristal y botellas relucientes. Aunque Morris odiaba la nueva tienda, por algún extraño motivo también la amaba al mismo tiempo, de modo que, algunas veces, al entrar en la suya tan anticuada no soportaba su aspecto; ahora comprendía por qué Nick Fuso, aquella mañana, había doblado la esquina y cruzado corriendo la calle… quería saborear la novedad del lugar y que le atendiera Heinrich Schmitz, un alemán enérgico vestido como un médico con una bata blanca. Y allí habían escapado muchos de sus antiguos clientes, y allí seguían acudiendo, de modo que su medio de vida se vio reducido a una mitad imposible.
Morris ponía todo su empeño en dormirse, pero estaba inquieto, no podía. Pasaron quince minutos y decidió vestirse y bajar, pero cruzó por su cabeza, plácidamente y sin dolor, la forma e imagen de su hijo Ephraim, tanto tiempo arrebatado de su lado, y con ella se durmió profunda y tranquilamente.
Helen Bober se apretujó en un asiento del metro entre dos mujeres, y estaba ya en la última página de un capítulo cuando el hombre que estaba de pie ante ella fue sustituido por otro; sin necesidad de mirar sabía que era Nat Pearl. Quiso seguir leyendo pero no podía, y terminó por cerrar el libro.
—Hola, Helen. —Nat se tocó con su enguantada mano su sombrero nuevo. Era cordial, pero, como siempre, había algo que no estaba dispuesto a entregar: su futuro. Llevaba un grueso libro de leyes y Helen se alegró de verse protegida por un libro. Pero no era suficiente protección, pues, súbitamente, su sombrero y su abrigo le parecieron pobretones. Manías, porque a ella le sentaban bien.
—¿Don Quijote?
Ella asintió con la cabeza.
Él pareció adoptar una actitud respetuosa, y después dijo en tono quedo:
—Hacía mucho que no te veía. ¿Dónde te escondes?
Se ruborizó incluso debajo de la ropa.
—¿Te he ofendido en algo?
Las dos mujeres de su lado parecían sordas como tapias. Una llevaba el rosario en su mano gordinflona.
—No. —Era ella quien se había ofendido a sí misma.
—Bueno, entonces ¿cómo están las cosas entre tú y yo? —La voz de Nat era suave pero en sus ojos se reflejaba enojo.
—No hay nada que hacer.
—¿Y por qué?
—Tú eres tú y yo soy yo.
Él reflexionó un momento y observó:
—No tengo cabeza para descifrar sentencias.
Pero a ella le pareció haber dicho ya bastante.
Él intentó otro camino.
—Betty ha preguntado por ti.
—Dale recuerdos.
No había querido decir esto, era una tontería, puesto que todos vivían en la misma calle y separados sólo por una casa.
Apretó la boca. Él abrió su libro y ella volvió al suyo; ocultó sus pensamientos tras las andanzas de un loco hasta que el recuerdo apartó a éste y se encontró enredada en las escenas de un verano que de buena gana borraría a pesar de ser ésa su estación favorita. Pero ¿cómo podía deshacerse algo que se había repetido en el otoño, sin querer? ¿O acaso queriendo? Se había despojado de la virginidad, pensó sin pena, pero después la asaltaron remordimientos de conciencia, ¿o acaso la desilusión al ver que no se la valoraba tanto como ella había creído? Nat Pearl, apuesto, con un hoyo en la barbilla, inteligente, ambicioso, había querido, sin demasiadas complicaciones, una aventura y ella, medio enamorada, le había complacido para después arrepentirse. No le pesó su amor sino el tiempo que tardó en darse cuenta de lo poco que él buscaba. No a ella, a Helen Bober.
¿Y por qué había de amarla? Él, magna cum laude, de la Universidad de Columbia, en segundo de Derecho; ella, con sólo el diploma de la Escuela Superior y un cursillo nocturno en la universidad; él, con un futuro de primera categoría, además de amigos ricos que nunca se molestó en presentarle; ella, tan pobre como su nombre sugería, y con pocas probabilidades de prosperar. En más de una ocasión se había preguntado si con sus concesiones intentaba ligarlo a ella. Pero siempre se lo había negado a sí misma. Había buscado, y esto se lo confesaba, satisfacción, pero más aún respeto a quien ofrecía lo que ella podía ofrecer; había esperado que el deseo se convirtiera en algo más. Quería, sencillamente, un futuro con amor. En algunos sentidos había disfrutado; la emocionaba mucho la libertad que se siente cuando se llega a la intimidad real con un hombre. Y aunque hubiera deseado que aquello todavía durara, lo quería sin remordimientos, sin orgullo y sin sensación de haber perdido el tiempo. De modo que se prometió a sí misma que la próxima vez las cosas irían de otra manera; primero el amor mutuo, y luego lo de hacer el amor, lo cual era duro tal vez para los nervios pero más suave de recordar. Así había razonado, hasta que una noche de septiembre, cuando subió a ver a la hermana de él, Betty, se encontró sola con Nat en el piso y volvió a ocurrir lo que se había prometido que no ocurriría. Después luchó contra el desprecio hacia sí misma. Desde entonces, y sin darle explicaciones, evitó a Nat Pearl.
Dos estaciones antes de la de ambos, Helen cerró el libro y se bajó. Ya en el andén, vio de refilón a Nat en el tren que se alejaba, leyendo tranquilamente ante su asiento vacío. Continuó andando, le faltaba algo, deseaba algo sin desearlo realmente, se sentía desgraciada.
Subió las escaleras del metro, entró en el parque por una puerta lateral, y a pesar del viento cortante y de su raído abrigo tomó el camino más largo hasta su casa. Los árboles desnudos le dejaban una sensación de tristeza inmerecida. La ponía de mal humor que faltara todavía tanto tiempo para la primavera y la asustaba la soledad del invierno. Le pesaba haber entrado en el parque y salió; buscaba algo en los rostros desconocidos, pero no soportaba sus miradas fijas. Apresuró el paso por la acera que bordeaba el parque, mirando con envidia los interiores iluminados de los pequeños chalets que, por ninguna razón especial, a no ser la que la misma experiencia demostraba, nunca serían para ella. Se prometió a sí misma ahorrar hasta el último centavo para matricularse en un curso completo el próximo otoño, en las clases nocturnas de la Universidad de Nueva York.
Cuando llegó a su calle —una fila de casas de ladrillo amarillentas y descoloridas, todas de dos pisos y apoyadas sobre tiendas antiquísimas—, Sam Pearl, reprimiendo un bostezo, alargaba la mano en el escaparate de su tenducho para encender la lámpara. Tiró de la cadenita que la encendía y la luz mortecina de la bombilla, salpicada de puntitos negros de las moscas, iluminó el local. Helen apuró el paso. Sam, siempre tan sociable, ex taxista, corpulento, caladas sus bifocales y masticando chicle, le ofreció una sonrisa, pero ella se hizo la despistada. Pearl se pasaba la mayor parte del día leyendo las hojas de las carreras de caballos extendidas sobre el mostrador, fumando y mascando chicle al mismo tiempo, mientras anotaba borrosas señales con un resto de lápiz junto a los nombres de sus caballos favoritos. Hacía poco caso de la tienda; su mujer, Goldie, era la que cargaba con todo; aunque no se quejaba demasiado, porque la suerte de Sam con los caballitos resultaba excepcional y había pagado con creces los estudios de Nat hasta que empezaron a prodigarse las becas.
En la esquina, y a través del escaparate atiborrado de botellas en el que un letrero luminoso anunciaba encendiéndose y apagándose «KARP vinos y licores», vio de pasada al gordinflón Julius Karp, con sus pobladas cejas, su boca ambiciosa que soplaba el polvo imaginario de una botella. Después la metió con un gesto socarrón en una bolsa de papel. Louis, su hijo y heredero, de ojos un tanto saltones, levantó la mirada, que había estado atenta a cortarse las pieles hasta la misma carne de sus pobres uñas, le sonrió amablemente aprobando la venta. Las familias Karp, Pearl y Bober poseían casas y tiendas contiguas, pero por lo demás cada uno iba a lo suyo. Formaban el pequeño núcleo judío de aquella comunidad exclusivamente gentil. Por alguna razón habían llegado hasta allí, donde no vivía nadie de su raza a no ser unos cuantos diseminados ya en los límites de la vecindad. A ninguno le fue bien, y eran demasiado pobres para irse a otra parte; pero por fin, Karp, que apenas lograba vivir con su zapatería, tuvo la genial idea, cuando terminó de una vez la Prohibición y se concedieron permisos para vender licores al público, de pedir dinero a un tío suyo de larga y blanca barba. Solicitó una de aquellas licencias. Y ante la sorpresa de todos la logró, pero cuando le preguntaban cómo, se limitaba a guiñar aquel ojo de párpado caído sin pronunciar palabra. Poco tiempo después de que los zapatos baratos se convirtieran en costosas botellas, todo le iba asombrosamente bien, a pesar de la miseria del barrio o quién sabe si precisamente por eso, reflexionó Helen. Pronto liberó a su gordinflona mujer del sórdido piso de encima de la tienda y la llevó a una de las casas grandes de la calle ancha; ella rara vez salía, en su casa no le faltaba detalle, tenía garaje doble y un Mercury. Al mismo tiempo que a Karp le cambiaba así la suerte —según palabras de su padre— fue adquiriendo sabiduría a los ojos de todos, a pesar de su cerebro de mosquito.
En cambio, la suerte del tendero seguía inalterable, a no ser que se llamase cambio a los distintos grados de miseria. Él y la suerte, si bien no eran enemigos naturales, tampoco hacían buenas migas. Trabajaba largas horas, y era la honradez personificada —no podía remediarlo, era inquebrantable, la estafa hubiera sido para él un cataclismo interior, pero se fiaba de los estafadores—, nunca envidiaba a nadie, y cada vez era más pobre. Cuanto más duramente trabajaba —su trabajo era algo así como el tiempo, que se devora a sí mismo— menos parecía tener. Se llamaba Morris Bober y no podía cambiarse por otro más afortunado. Con ese nombre uno no tenía la tranquilidad de poseer bienes seguros, como si se llevara en la sangre la pobreza, y si, por milagro, se lograba poseer algo, siempre era a condición de sentirse a punto de perderlo. Al final se llegaba a los sesenta teniendo menos que a los treinta. Desde luego, pensó Helen, se trataba de un talento especial para la pobreza.
Helen se quitó el sombrero al entrar en la tienda.
—¡Soy yo! —gritó, como venía haciendo desde niña.
Lo que significaba que quienquiera que estuviera en la trastienda debía continuar sentado, y que no fuera a pensar que, súbitamente, había llegado la oportunidad de hacerse rico.
Morris despertó, malhumorado por la larga siesta. Se vistió, se pasó un peine roto por el pelo y bajó pesadamente las escaleras; un hombre corpulento, de hombros caídos y una mata de pelo canoso, que necesitaba un buen corte. Bajaba con el mandil ya puesto. Al llegar a la tienda, a pesar de que estaba tiritando se sirvió una taza de café frío, y se arrimó al radiador de espaldas, bebiendo el café lentamente, a sorbitos. Ida estaba sentada en la mesa, leyendo.
—¿Por qué me has dejado dormir tanto? —se quejó el tendero.
Ella no respondió.
—¿Es el periódico de ayer o el de hoy?
—El de ayer.
Enjuagó la taza y la colocó encima del fogón de gas.
Marcó cero en la caja para abrirla y sacar cinco centavos del cajón. Levantó la tapa de la máquina registradora, encendió una cerilla bajo el borde del mostrador y, protegiendo la llama con la palma de la mano, escudriñó el total de sus ganancias. Ida había recaudado tres dólares. ¿Cómo podía permitirse el lujo de un periódico?
Sin embargo, fue a comprar uno, aunque dudaba que fuera a disfrutar gran cosa con él.
¿Acaso valía la pena leer lo que pasaba en el mundo? A través del escaparate de Karp vio, al pasar, a Louis atendiendo a un cliente, mientras otros cuatro esperaban su turno apretujados contra el mostrador.
Morris cogió el Forward del puesto de periódicos y dejó cinco centavos en la caja de puros. Sam trabajaba agachado sobre las hojas verdes de los anuncios de carreras y le saludó con un gesto de su ajamonada mano. Nunca se molestaban en hablarse, ¿qué sabía él de caballos de carreras? ¿Y qué sabía el otro del sabor amargo de la vida? La sabiduría estaba muy por encima de su dura cabeza.
El tendero volvió a la trastienda y se sentó en el sofá; se puso a leer a la luz, cada vez más tenue, del patio. Leía como los miopes, con los ojos muy abiertos. Pero sus pensamientos no le permitieron leer mucho rato. Dejó el periódico.
—Bueno, ¿y dónde está tu comprador? —le preguntó a Ida.
Ella miraba distraídamente hacia la tienda y no respondió.
—Debiste vender la tienda hace mucho tiempo —comentó al cabo de un rato.
—Cuando la tienda iba bien, ¿quién iba a querer venderla? Después vinieron los tiempos malos, y, ¿quién va a querer comprarla?
—Lo hemos hecho todo demasiado tarde. No vendimos a tiempo la tienda, aunque yo te dije: «Morris, vende la tienda ahora», y tú respondiste: «Espera». ¿A qué? La casa también la compramos demasiado tarde, y todavía nos queda una hipoteca enorme y es difícil hacer los pagos cada mes. «No la compres —te dije—, los tiempos están malos», y tú respondiste: «La compro, ya vendrán tiempos mejores. Nos ahorraremos el alquiler».
Él no respondió. Cuando uno se ha equivocado, sobran las palabras.
Al entrar, Helen preguntó si había venido el comprador. Se había olvidado de él, pero el vestido de su madre se lo recordó.
Abrió el bolso, sacó la paga y se la tendió a su padre. El tendero, sin una palabra, se la metió en el bolsillo del pantalón, debajo del mandil.
—Todavía no —respondió Ida avergonzada—. A lo mejor llega un poco tarde.
—Nadie va a ver una tienda de noche si piensa quedársela —comentó Morris—. La hora acertada es de día, para ver cuántos clientes hay. Si este hombre viene, le bastará una ojeada para darse cuenta de que la tienda está muerta, y se irá a casa corriendo.
—¿Has comido? —le preguntó Ida a Helen.
—Sí.
—¿Qué has comido?
—No me dedico a guardar menús, mamá.
—Tienes la cena a punto.
Ida encendió el gas debajo de la olla.
—¿Qué te ha hecho pensar que vendría hoy? —le preguntó Helen.
—Me lo dijo Karp ayer. Conoce a un refugiado que está buscando una tienda. Trabaja en el Bronx, de modo que vendrá tarde.
Morris sacudió la cabeza.
—Es un hombre joven —continuó Ida—, tendrá treinta o treinta y dos años. Karp dice que tiene unos ahorrillos. Puede hacer reformas, comprar nuevas existencias, modernizarlo, y con un poco de propaganda puede ganarse muy bien la vida aquí.
—Karp tiene mucho cuento.
—Vamos a cenar.
Helen se sentó a la mesa.
Ida dijo que ella cenaría más tarde.
—¿Y tú, papá?
—No tengo hambre. —Y cogió el periódico.
Cenó sola. Sería maravilloso poder vender todo e irse lejos, pero aquella posibilidad le pareció remota. Cuando se vive en el mismo sitio toda la vida, excepto los dos primeros años, no es tan fácil abandonarlo de un día para otro.
Cuando terminó, se levantó para ayudar a Ida a fregar los cacharros, pero ella no la dejó.
—Vete a descansar —dijo.
Helen recogió sus cosas y se fue arriba.
Odiaba aquel piso tristón de cinco habitaciones; una cocina gris en la que entraba a desayunar antes de salir disparada al trabajo. Una sala descolorida y abarrotada de muebles; a pesar de los muebles voluminosos de veinte años atrás, parecía desnuda porque no se hacía vida en ella, pues sus padres se pasaban los siete días de la semana en la tienda; incluso las raras visitas, cuando se las invitaba a subir, preferían quedarse en la trastienda. A veces Helen invitaba a alguna amiga, pero siempre que podía iba a casa de los demás. Su habitación era otro desastre, minúscula, oscura, a pesar de la abertura de dos pies por tres de la pared por la que se veían las ventanas de la sala. Y, por la noche, Morris e Ida tenían que pasar por su habitación para llegar a la de ellos, de la cual se pasaba al cuarto de baño. Habían hablado varias veces de cederle a ella la habitación grande, el único cuarto cómodo de la casa, pero no había otro sitio en la casa donde cupiera la cama de matrimonio. El cuarto que hacía cinco era una pequeña despensa, en un rincón del rellano del segundo piso; Ida guardaba allí algunos trastos y ropa vieja. Aquélla era su casa.
En cierta ocasión, Helen, furiosa, comentó que era horrible vivir allí, y sintió pena al ver la cara de su padre.
Oyó los lentos pasos de su padre por las escaleras. Morris entró vacilante en la sala y trató de descansar en un rígido sillón. Se sentó, con una mirada triste, sin decir nada, que era su modo de comportarse cuando quería decir algo.
Cuando su hermano y ella eran niños, Morris cerraba la tienda por lo menos en las fiestas judías y se iban a la Segunda Avenida a ver una obra de teatro en yiddish, o se llevaba a la familia de visita, pero después de la muerte de Ephraim raramente se asomaba más allá de la esquina. Cuando se ponía a pensar en la existencia de su padre, sentía que la suya también estaba desperdiciándose.
Parece un pajarito, pensó Morris. ¿Por qué ha de sentirse sola? Fíjate qué bonita está. ¿Dónde hay unos ojos azules como los suyos?
Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete de cinco dólares.
—Toma —le dijo, levantándose al tiempo que, avergonzado, le tendía el dinero—, lo necesitarás para comprarte zapatos.
—Acabas de darme cinco abajo.
—Toma cinco más.
—El miércoles fue primero de mes, papá.
—No puedo quitarte toda tu paga.
—No me la quitas, soy yo quien te la da.
Le obligó a guardarse los cinco dólares. Lo hizo, y volvió a sentirse avergonzado.
—¿Qué te he dado? Hasta tu carrera en la universidad te negué.
—Fui yo la que decidió no ir, y a lo mejor todavía estoy a tiempo. Quién sabe; no se puede decir nada.
—¿Cómo vas a ir? Ya tienes veintitrés años.
—Pero ¿no eres tú el que dice que nunca se es demasiado viejo para estudiar?
—Hija mía —suspiró—, no me importa lo que me pueda pasar a mí, pero quiero lo mejor para ti; y sin embargo ¿qué te he dado?
—Ya me lo daré yo —sonrió—. Aún queda esperanza.
Tenía que contentarse con esta respuesta. Porque todavía confiaba en el futuro de su hija.
Pero antes de bajar le preguntó suavemente:
—¿Qué pasa? ¿Por qué te quedas tanto en casa últimamente? ¿Te has enfadado con Nat?
—No. —Y, ruborizándose, continuó—: No vemos las cosas de la misma manera.
Morris no tuvo ánimos para seguir preguntando.
Al bajar, se encontró con Ida por la escalera, y tuvo la certeza de que ella volvería a tocar el mismo asunto.
Por la noche hubo una pequeña lluvia de clientes. El humor de Morris mejoró y cambió frases amables con los compradores. Karl Johnsen, el pintor noruego, que desde hacía semanas no entraba, traspuso la puerta con una sonrisa empalagosa y compró dos dólares de cerveza, fiambres y queso de gruyère cortado. En los primeros momentos, el tendero temió que lo dejaría a deber —aún no había saldado la cuenta que tenía pendiente desde antes que Morris dejara de fiar—, pero el pintor traía el dinero. La señora Anderson, una cliente antigua y fiel, compró por valor de un dólar. Luego entró un desconocido que hizo un gasto de ochenta y ocho centavos. Después aparecieron dos clientes más. Morris sintió un poco de esperanza. A lo mejor los tiempos empezaban a mejorar. Pero a las ocho y media, ya no sabía qué hacer con las manos ociosas. Durante años había sido el único en muchas millas a la redonda que tenía abierto de noche y gracias a eso se ganaba la vida, pero ahora Schmitz le hacía la competencia de día y de noche. Morris echó una fumadita a hurtadillas y empezó a toser. Oyó las pisadas de Ida en el piso de arriba, así que cortó la colilla y se la guardó. Se sentía intranquilo y se puso a mirar la calle desde el escaparate. Contempló pasar un tranvía. El señor Lawler, cliente suyo tiempos atrás, que dejaba sus cinco dólares los viernes por la noche, pasó ante la tienda. Hacía meses que no lo había visto, pero Morris sabía adónde iba. El señor Lawler evitó la mirada del tendero y apresuró el paso. Morris le vio doblar la esquina y desaparecer. Encendió una cerilla y volvió a mirar la máquina registradora: nueve dólares y medio, ni siquiera para cubrir gastos.
Julius Karp abrió la puerta de la calle y asomó su cabezota vacía.
—¿Ha venido Podolsky?
—¿Quién es Podolsky?
—El refugiado.
—¿Qué refugiado? —dijo Morris, molesto.
Karp traspuso el umbral y cerró tras de sí con un gruñido. Era bajo, pomposo; vestía con afectación a pesar de su edad. En otros tiempos, al igual que Morris, había trabajado largas horas en su tienda de calzado, pero ahora se quedaba en pijama de seda todo el día, hasta la hora en que tenía que relevar a Louis en la tienda, poco antes de cenar. Aunque aquel hombrecito era insensible y atolondrado, Morris se había llevado bastante bien con él, pero desde que Karp le había alquilado la sastrería a otro tendero pasaban los días sin cruzar una palabra. Años atrás, Karp frecuentaba la trastienda de Morris y allí pasaban largas horas, quejándose de su pobreza como si fuera algo nuevo y él su primera víctima. Desde sus éxitos con los vinos y licores, entraba menos, aunque todavía visitaba a Morris más de lo que hubiera sido lógico, teniendo en cuenta cómo le recibía él. Casi siempre su visita se reducía a criticar la rama de negocio a que se dedicaba Morris y a dar consejos sin que se los pidieran. Tenía entrada en todas partes gracias a la suerte que siempre lo acompañaba, hiciera lo que hiciera; y, según Morris, siempre hacía a costa de otro su fortuna. En una ocasión un borracho había lanzado una piedra contra el escaparate de Karp, pero falló el tiro y rompió el suyo propio. Sam Pearl, en otra ocasión, le dio un consejito sobre un caballo y se olvidó de apostar él. Karp ganó quinientos dólares sobre los diez que apostó. Durante años, al tendero no se le ocurrió envidiar la buena suerte de aquel hombre, pero últimamente empezó a desear que alguna desgracia, pequeñita, le cayera encima.
—Podolsky es el tipo que llamé para que se diera una vuelta por tu tiendecilla —respondió Karp.
—Dime, ¿quién es ese refugiado? ¿Acaso algún enemigo tuyo?
Karp le lanzó una mirada ofendida.
—¿Crees que un hombre le aconsejaría a un amigo que comprara una tienda cuyos mejores clientes había robado? —insistió Morris.
—Podolsky no es como tú —replicó el bodeguero—. Ya le conté todo lo de la tienda. Le dije que el barrio está mejorando. Que podía comprar la tienda barata y remozarla. Hace veinte años que no se hace una triste reforma aquí dentro.
—Ojalá vivieras tantos años como cosas he cambiado —empezó Morris, pero no continuó pues Karp estaba en la ventana fisgoneando nervioso la calle.
—¿Has visto ese coche gris que acaba de pasar? —dijo—. Es la tercera vez que lo veo en veinte minutos. —Sus ojos estaban inquietos.
Morris sabía lo que le preocupaba.
—Instala un teléfono en tu tienda —le aconsejó el tendero—, te sentirás más tranquilo.
Karp siguió vigilando la calle un minuto más, y respondió en tono preocupado:
—Ni hablar. Una bodega en un barrio así…, no puedo ponerlo. Si tuviera teléfono, todos los borrachines me obligarían a servirles a domicilio, y una vez entregada la mercancía resultaría que no tenían ni un centavo con que pagar.
Abrió la puerta, pero lo pensó mejor y la volvió a cerrar.
—Oye, Morris —dijo a media voz—, si vuelven otra vez, cerraré la puerta y apagaré las luces. Entonces te llamaré por la ventana para que telefonees a la policía.
—Te costará cinco centavos —dijo secamente Morris.
—Mi crédito es de primera.
Karp abandonó la tienda alterado.
Dios bendiga a Julius Karp, pensó el tendero. Sin él, mi vida sería demasiado cómoda. Dios había creado a Karp para que un pobre tendero no se olvidara de que la vida era dura. Para Karp, reflexionó Morris, en virtud de algún milagro, no era tan fastidiosa. Pero ¿qué había de envidiarle? De buena gana perdonaba sus botellas y su dinero con tal de no convertirse en un tipo semejante. Ya era bastante achuchada la vida.
A las nueve y media entró un desconocido a comprar una caja de cerillas. Quince minutos más tarde, Morris apagó las luces del escaparate. La calle estaba desierta, a excepción de un automóvil aparcado ante la lavandería vieja, al otro lado de los raíles del tranvía. Morris lo miró atentamente, pero no vio a nadie dentro. Pensó cerrar e irse a la cama, pero después decidió dejar abierto aquel último rato. A veces entraba una persona a las diez menos un minuto.
Le sobresaltó un ruido en la puerta que daba al portal.
—¿Ida?
La puerta se abrió lentamente y entró Tessie Fuso en bata; era una italiana vulgar de cara ancha.
—¿Ya ha cerrado, señor Bober? —preguntó Tessie avergonzada.
—Pase —dijo Morris.
—Perdone que entre por atrás, pero ya me había desnudado y no quería salir a la calle.
—No se preocupe.
—Póngame veinte centavos de jamón para la comida de Nick de mañana.
Él comprendió. Quería reparar la escapada de Nick aquella mañana al otro lado de la calle. Le puso una loncha de jamón de más.
Tessie compró también una botella de leche, un paquete de servilletas de papel y una barra de pan.
Cuando se fue, Morris levantó la tapa de la máquina registradora. Diez dólares. Hacía tiempo que creyó haber tocado el fondo, pero ahora llegaba a la conclusión de que siempre se podía caer más bajo todavía.
Me he matado toda la vida para nada, pensó.
Entonces oyó a Karp que le llamaba por el patio interior. El tendero se metió en la trastienda muerto de cansancio.
Levantó la ventana y gritó ásperamente:
—¿Qué pasa?
—Telefonea a la policía —gritó Karp—. El coche está aparcado al otro lado de la calle.
—¿Qué coche?
—El de los atracadores.
—No hay nadie en el coche, ya lo he mirado.
—Por amor de Dios, te digo que llames a la policía. Ya te pagaré la llamada.
Morris cerró la ventana. Buscó el número de teléfono, y estaba a punto de marcarlo cuando se abrió la puerta de la tienda y corrió hacia ella.
Al otro lado del mostrador había dos hombres enmascarados con pañuelos. Uno de ellos amarillento y lleno de moco, el otro blanco. El que llevaba el pañuelo limpio empezó a apagar las luces de la tienda. El tendero tardó medio minuto en comprender que era él y no Karp la víctima.
Morris, sentado a la mesa, con la luz mortecina de la polvorienta bombilla iluminándole la cabeza, miraba con ojos apagados los pocos billetes arrugados que tenía ante él; también estaba el cheque de Helen y un montoncito de calderilla. El atracador del pañuelo sucio, un tipo fofo, con un sombrero negro peludo, blandía la pistola apuntando a la cabeza del tendero. Tenía la frente llena de granos y empapada en sudor; de vez en cuando sus ojos miraban furtivamente hacia la tienda a oscuras. El otro, más alto, con una gorra vieja y unas zapatillas rotas, tenía que apoyarse contra el lavabo, limpiándose las uñas con una cerilla, para controlar sus tembleques. A sus espaldas, encima del lavabo colgaba un espejo roto, y de vez en cuando se volvía para mirarse.
—No me chupo el dedo y sé que esta miseria no es todo lo que has recaudado —le dijo el más fuerte a Morris con voz gruesa y forzada—. ¿Dónde has escondido el resto?
Morris tenía revueltas las tripas y no podía hablar.
—Di la verdad, imbécil. —Apuntó la pistola a la boca de Morris.
—Los tiempos están malos —farfulló Morris.
—Eres un judío mentiroso.
El que estaba apoyado contra el lavabo le hizo una seña con la mano al otro. Se encontraron en el centro de la habitación y el de la gorra se inclinó torpemente sobre el del sombrero peludo y le susurró algo al oído.
—No —contestó secamente el más fuerte.
Su compañero se agachó todavía más, susurrando con insistencia a través del pañuelo.
—Te digo que lo tiene escondido —respondió furioso el fuerte—, y se lo voy a sacar aunque tenga que partirle esa maldita cabeza.
Se acercó a la mesa y le propinó un sopapo en plena cara al tendero.
Morris gimió.
El que estaba junto al lavabo enjuagó rápidamente una taza y tras llenarla de agua se la ofreció al tendero; éste derramó unas gotas al llevársela a los labios.
Morris intentaba tragar, pero sólo logró un sorbo seco. Sus ojos atemorizados buscaron los del hombre, que estaba mirando hacia otro lado.
—Por favor —murmuró el tendero.
—Rápido —le amenazó el del revólver.
El alto se enderezó y se bebió el agua, y después de enjuagar la taza la colocó en un estante del armario.
Entonces empezó a rebuscar entre las tazas y los platos y sacó las ollas que estaban abajo. Después registró apresuradamente los cajones de la vieja cómoda de la habitación y, a cuatro patas, hurgó debajo del sofá. Salió, siempre aprisa, a la tienda, sacó el cajón vacío de la máquina registradora y metió la mano hasta el fondo pero la retiró sin nada.
Al volver a la cocina, cogió al otro por el brazo y le habló a media voz en tono apremiante.
El fuerte le apartó de un codazo.
—Será mejor que salgamos pitando.
—¿Te vas a volver gallina?
—No tiene más pasta, vámonos de una vez.
—El negocio no marcha bien —dijo entre dientes Morris.
—Lo que no marcha es tu culo de judío, ¿comprendes?
—No me haga daño.
—Te doy la última oportunidad. ¿Dónde lo tienes?
—Soy un pobre hombre —habló a través de sus labios magullados.
El que llevaba el pañuelo sucio levantó la pistola. El otro, mirando fijamente el espejo, agitó frenéticamente la mano, sus ojos negros se le salían de las órbitas, pero Morris vio venírsele el golpe encima y se sintió asqueado de sí mismo, de sus amargas preocupaciones, de su total frustración, de los años esfumados, ni siquiera podía decir cuántos. Había puesto toda su esperanza en América y no sembró nada. Y por su culpa Helen e Ida no tenían nada. Las había defraudado, él y aquella tienda que les estaba chupando la sangre.
Cayó sin emitir un grito. Era el justo final de aquel día. Aquélla era su suerte; otros tenían más.