10

Desde la cama compartida por los dos hermanos, Davy miraba las vigas del techo, débilmente iluminadas por el tenue resplandor de las brasas. Habían trasladado la cama al salón porque John Willie tenía un fuerte catarro. Tres semanas habían transcurrido ya desde que el señor Cartwright y Peter Talbot sacaran a Davy de la mina creyendo que estaba muerto, y desde la primera semana Davy no había hecho otra cosa sino tratar de impedir que los habitantes del pueblo se encaramasen al muro de la finca para ver dónde estaba enterrado el esqueleto o, simplemente, para echar una ojeada a aquella mujer que, según comentaban algunos, había sido lo bastante tonta como para dejarse chantajear a fin de que no padeciese el buen nombre de su padre.

La afluencia de curiosos disminuyó durante la segunda semana. Estos últimos días venía un carruaje alquilado a recoger a la señorita Peamarsh. ¿Adónde iba la señorita si el asunto estaba prácticamente solucionado? Sólo faltaba recuperar el dinero que le había ido entregando a Potter. Y para ello, los abogados encargados del caso se disponían a vender la tienda del chantajista.

Davy se sentía muy solo. Al principio recibía frecuentes visitas de Peter, que permaneció en el pueblo a petición del juez para repetir una y otra vez su declaración. También Davy tuvo que hacer lo mismo. Peter explicó que aquel día, el astuto Potter había cerrado tras él la puerta de la verja, lo cual le obligó a regresar a toda prisa a la casa para que la señorita le diese otra llave. Pero ahora llevaba ya tres días sin acudir a la finca. Y Davy creía que se había ido sin despedirse siquiera.

La gente es extraña, pensaba Davy. La señorita Peamarsh reaccionaba como quien ha recobrado de pronto su libertad. El muchacho recordaba las palabras que le había dirigido el juez Maclntyre: «Ahora puede empezar una nueva vida, señorita». De hecho, la mujer parecía más joven y se comportaba como tal. A Davy le preocupaba que pudiera llegar a prescindir por completo de ellos dos. Incluso confesó a Peter:

—En cierto modo, quisiera irme con usted.

Peter le había replicado con una palmada amistosa en el pecho:

—No seas tonto. Da las gracias por tener asegurado tu sustento diario. Y si no lo haces por ti, piensa al menos en el niño.

Sin embargo, las relaciones entre John Willie y la señorita habían sufrido un palpable cambio. En el rostro del niño se leía que ahora se sentía abandonado.

¡Bueno! Más valía intentar dormir. Le esperaba mucho trabajo al día siguiente. Para eso le pagaban dos chelines semanales, ¿no? No podía considerarse como un salario, pero no había elección posible: o se conformaba con los dos chelines, o a la carretera, o volver a la mina. Sólo de pensar en la mina le daban sudores.

Davy se puso a rezar una confusa oración que, en esencia, podía resumirse en estas palabras: no le importaba trabajar por dos chelines semanales por el resto de sus días mientras no tuviera que volver a bajar al fondo de un pozo.

A la mañana siguiente, Davy acompañó a la señorita Peamarsh hasta la verja, donde ella se despidió como de costumbre:

—Regresaré hacia las cuatro. A ver si John Willie come bien.

Le miraba, pensó Davy, como si no fuera a volver, y esto le revolvió. Algo pasaba y su estómago le decía que no presagiaba nada bueno para John Willie y para él.

Parecía que el día no se iba a acabar nunca. Caía una fina llovizna. Hacia el final de la tarde, Davy recogió los huevos del gallinero, ordeñó a la vaca, Florence, y volvió a la cocina donde le aguardaban John Willie y el perro. El trabajo del niño consistía en mantener el fuego encendido, y lo hacía con una sola mano, pues llevaba aún el brazo en cabestrillo.

—«¡Uaah! ¡Uaah!» —articuló John Willie con los ojos fijos en la ventana.

—Sí, casi es de noche. Ya no tardará —repuso David.

Acababa de poner una vela en la linterna cuando sonó la campana de la entrada. La señorita tenía llave, pero siempre llamaba al llegar.

Indicando a John Willie que no se moviera, Davy se precipitó afuera. Antes de llegar a la verja vio a la señorita que avanzaba hacia él, y cuando levantó la linterna notó que parecía cansada, pero, y era lo más importante, muy complacida de verle.

—Me alegro de estar ya en casa, David. Hoy fui a Newcastle —comentó mientras subían por la avenida.

—¡Newcastle, señorita! Pero si son más de veinte kilómetros entre ida y vuelta.

—¿Dónde está John Willie?

—En la cocina. No quise que se mojara.

—Perfecto.

Cuando entraron en la cocina, la señorita tendió la mano al niño, que corrió hacia ella para cogérsela con la suya, pequeñita, y, mirándola intensamente, emitió una serie de sonidos. La mujer se dejó caer en el banco con manifiesto cansancio.

—¿Me preparas una taza de té, por favor, David?

—En seguida, señorita.

Mientras Davy hacía la infusión, la señorita se quitó el sombrero y el abrigo y se los entregó a John Willie, que los llevó hasta una silla como si fueran prendas de gran valor.

Davy le sirvió el té en una bandeja y la señorita tomó dos sorbos antes de preguntar:

—¿Te gusta mucho tu nombre, David?

—¿Mi nombre, señorita? Es el único que tengo —repuso con una sonrisa.

—¿Qué pensarías de otro nombre… de otro apellido?

—¿Otro apellido? No la entiendo muy bien.

—Ven, siéntate aquí, frente a mí.

Cuando Davy se sentó, la señorita se inclinó ligeramente hacia él y atrajo hacia sí a John Willie pasándole un brazo por los hombros. Luego dijo:

—Estos últimos días estuve hablando con el juez acerca de Potter y de mi dinero, pero también hablamos de otro asunto. Yo me encontraba muy sola hasta que vinisteis vosotros. ¿Os gustaría ser mi familia, mi verdadera familia, adoptar mi apellido y vivir en esta casa conmigo?

—Señorita… —Davy, congestionado, empezó a toser.

—Tú te llamarías David Halladay Peamarsh y él —dijo atrayendo hacia ella a John Willie—. John William Halladay Peamarsh. Esto es lo que estuve haciendo durante todos estos días. Hablé con el juez y con un abogado. Todo se puede arreglar si tú estás conforme y lo aceptas en tu propio nombre y en el de John Willie.

Davy la oía como si le hablara desde muy lejos.

—Señorita…

Eso fue lo único que pudo articular, porque el llanto le oprimía la garganta. Iba a reprimir sus lágrimas cuando la señorita le tendió los brazos para abrazarle. Era la primera vez que lo hacía. Hasta ese momento, Davy no sabía cuánto había deseado que le cogiera la mano. Y estalló la tormenta. Con la cabeza apoyada en su esbelto cuello, Davy sollozó mientras la señorita le acariciaba el pelo y le susurraba con ternura:

—Cálmate, cálmate.

En ese instante sonó la campana de la entrada. Davy se apartó tímidamente de la señorita para ir a abrir, pero ella le dijo quebrándosele la voz:

—No te preocupes, hijo. Quédate aquí. Iré yo. Ven conmigo, John Willie.

A través del velo de sus lágrimas, Davy vio cómo se ponía la capa, cogía la linterna, tomaba a John Willie de la mano y salía de la cocina con un andar que parecía el de una chica joven.

Davy se secó con fuerza la cara con una tosca toalla. No podía creerlo. Hacía unos pocos meses pensaba que viviría y moriría siendo hijo de un minero, escarbando en las entrañas de la tierra para ganar el dinero suficiente que le permitiera vivir en la superficie. Y tendría que considerarse afortunado por tener trabajo. Pero ahora hete aquí que estaba a punto de ser adoptado por una mujer que en un principio le pasmaba de terror, y que aún no hacía un minuto le había abrazado como una verdadera madre. El único cariño que jamás conociera Davy se lo había dado John Willie, y lo mismo podía decirse del pequeño respecto a él. En su familia no había habido tiempo para el amor y la ternura. En cambio, ahora los dos hermanos vivían arropados en estos sentimientos.

Se abrió la puerta de la cocina. La señorita entró llevando de la mano al pequeño y seguida de Peter. Davy vio que su amigo dejaba en el suelo unas mantas y varias cacerolas antes de penetrar en la cocina.

—El señor Talbot ha venido a despedirse, David.

—¿Se marcha entonces, Peter?

—Sí, ya estoy listo, muchacho. Pero me alegran las últimas noticias. La señorita acaba de ponerme al corriente.

—Apenas puedo creerlo —dijo Davy moviendo la cabeza.

La señorita Peamarsh, que se afanaba entre la mesa y el aparador, pidió al muchacho:

—Aviva el fuego y pon la tetera a la lumbre. Creo que al señor Talbot le vendrá bien una taza de té. Siéntese, por favor.

Peter tomó asiento. Davy se disponía a colgar la tetera del gancho cuando giró vivamente la cabeza al oír las palabras de la señorita, cuya voz había recobrado el tono imperioso de antes.

—Bien, señor Talbot, tengo que hacerle una proposición. Se trata de negocios.

—¡No me diga! ¿Me tiene usted que hacer una propuesta?

Davy creyó percibir un leve tono de guasa en la respuesta de Peter.

Pero aparentemente, la señorita Peamarsh no tomó a mal la insinuación y prosiguió:

—Esta es una propiedad muy pequeña. Cinco hectáreas y media de terreno. Sin embargo, hubo una época en que había un huerto con una abundante producción de frutas y legumbres y suficientes pastos para alimentar a un par de vacas. Y me propongo que la finca vuelva a ser lo que fue. Ahora bien, aunque sea un muchacho fuerte, David no puede hacer él solo todo este trabajo, ya que en adelante dedicará la mitad de su tiempo al estudio. Sí, sí… —Se echó a reír al ver la expresión del muchacho. Luego prosiguió—: En resumen, señor Talbot, le ofrezco trabajo aquí. No puedo decirle que sea de hortelano, de sirviente o de mayordomo, porque, en caso de aceptar, tendrá que ocuparse de todo cuanto considere usted necesario. Nunca seré medianamente rica y, por ello, pretendo limitarme a la explotación de una modesta granja o huerto. De momento, no puedo ofrecerle más de ocho chelines semanales, además de su comida y alojamiento, que sería el que ocupa David en estos momentos. Bien, esa es mi proposición, ¿qué me contesta, señor Talbot?

Transcurrieron unos veinte segundos antes de que hablara Peter. Parecía que la voz salía de lo hondo de su garganta.

—Un hombre a punto de ahogarse no rechazaría una cuerda, ¿verdad, señorita? Y la que usted me ofrece está entretejida con plata. Me faltan las palabras. Últimamente, mi fe en el género humano se había debilitado notablemente. Pero ahora… bueno, señorita, ¿qué puedo decir para darle las gracias? Sólo con el tiempo podré demostrarle lo que siento en este momento.

Mientras Peter y la señorita se miraban mutuamente, una extraña paz invadió la cocina, hasta que John Willie corrió hacia Peter y contemplándole con sus inmensos y risueños ojos negros emitió un fuerte «uaah».

Todos se echaron a reír. Y Davy rió más alto que los otros porque sabía que de lo contrario se pondría en ridículo volviendo a llorar.

—Creo que lo que dice es que está muy contento de que se quede, Peter. Y… yo digo lo mismo.

—Gracias, muchacho.

John Willie se arrodilló junto al perro, que estaba tendido delante del fogón, y le echó los brazos al cuello. Luego, mirando a todos los presentes, emitió una rápida serie de «uaahs».

—¡Bueno, nunca lo hubiera imaginado! —exclamó Davy dirigiéndose a la señorita Peamarsh—: Quiere decir que le debemos a Husmeón, perdón, a Rex, gran parte de la buena suerte que hemos tenido.

La señorita miró al niño, que seguía abrazado al lanudo perro, y comentó con suavidad:

—Sí, en efecto. —Y añadió refiriéndose a John Willie—: Tiene más sentido común que todos nosotros. Y nos será de gran ayuda cuando crezca… —Luego, esforzándose para dominar su emoción, concluyó—: A la mesa todos. Vamos a comer. Y esta tiene que ser una comida muy especial porque da la casualidad de que hoy es mi cumpleaños.

—Permítame felicitarla, señorita, y desearle que cumpla muchos años —dijo Peter.

—Gracias, señor Talbot.

Pero Davy se quedó callado, mirándola. ¡Era su cumpleaños y ella les había dado tanto a todos! Si por lo menos tuviera algo que regalarle, alguna cosilla… Pero sí, la tenía, la tenía.

El muchacho les asustó al abandonar rápidamente la cocina. Atravesó corriendo el patio, subió las escaleras, cogió la jarra de la repisa de la chimenea, volvió a la cocina en menos de un minuto y se la ofreció a la señorita.

Ella tomó con ambas manos la jarra y las manos de Davy que la sostenían.

—¡Oh, David, me das el único objeto valioso que tienes!

Se quedaron mirando un momento antes de que Davy consiguiera articular:

—Lo tengo todo, señorita. Usted nos ha dado todo lo que podíamos desear, hasta su nombre y su persona. Pero ha hecho todavía algo más por mí. ¡Gracias a usted, podré vivir siempre a la luz del día! —Y ahora fue Davy quien sostuvo y abrazó a la señorita Peamarsh, que se echó a llorar sin el menor asomo de vergüenza.