8

—Aquí está —dijo Davy, señalando la tierra recientemente removida.

Peter observó un instante la sorprendente tumba.

—Bueno, chico. Manos a la obra. Por cierto, ¿dónde está el pequeño?

—Adentro, con la señorita. A ella le parece que está algo constipado.

—Mucho mejor. Trabajaremos más deprisa solos.

Entonces, arrodillados a ambos lados de la tumba, empezaron a retirar la tierra con las manos. Estaban poniendo al descubierto los huesos de las piernas cuando advirtieron una presencia a su espalda. Poco faltó para que se cayeran en la tumba al oír un grito ahogado. Alzaron la cabeza y vieron a la señorita Peamarsh que, boquiabierta, se apretaba fuertemente el cuello con las manos e iba doblando la cabeza hacia atrás como si la estuvieran estrangulando. Peter, de un salto, se levantó a tiempo para sostener a la vacilante figura e impedir que se cayera.

La posó con suavidad en la tierra y Davy se arrodilló a su lado, apretándola ansiosamente las manos.

—¿Está muerta? ¡Qué he hecho! Si muere será por mi culpa

—¡Cállate, muchacho! —Peter tenía la oreja pegada al pecho de la señorita Peamarsh—. Me parece que es sólo un desmayo. Ayúdame a levantarla.

Cruzaron rápidamente el huerto. Peter la llevaba en brazos mientras Davy le sostenía la cabeza. Entraron en la cocina y la depositaron sobre el banco.

—¿Sabes si tiene algún licor en casa? —inquirió Peter.

—Sí, un cordial. Ella lo llama así. Está en la estantería

—Tráelo.

Cuando Davy le entregó la botella, Peter la destapó, olió el contenido y la rechazó con una mueca:

—No sirve. Esto es jarabe para la tos. —Luego le dio a Davy una hoja de periódico—: Enróllala y acércala al fuego. Después la apagas y me la pasas en seguida.

Davy obedeció, perplejo. Miró cómo Peter pasaba la hoja de papel chamuscada bajo la nariz de la desvanecida. Al cabo de unos segundos, la señorita empezó a toser. Davy la miró alarmado y tosió también a causa del humo. La señorita Peamarsh abrió lentamente los ojos y miró a Davy con tristeza; luego levantó la vista hacia el hombre que permanecía de pie ante ella.

—Lo siento —explicó Peter—. Fue el perro el que lo encontró. ¿Comprende? —Al ver que la mujer no respondía, Peter agregó—: No tiene usted que preocuparse por mi silencio ni por el del muchacho. Hace ya algún tiempo que está al corriente y sólo quería hacer lo que fuera mejor para usted.

La señorita balbució dos veces el nombre de Davy. Luego cerró los ojos con fuerza. El muchacho tuvo que apartar la vista para no ver cómo las lágrimas pugnaban por salir de los párpados de la mujer.

—Prepara una taza de té muy fuerte —le pidió Peter. Agradecido por tener algo que le distrajese, Davy preparó el té y puso la taza en las manos de la señorita Peamarsh. Notó que, aunque permanecía incorporada, su cuerpo estaba inerte, y el rostro inexpresivo. Era como si todas las fuerzas que la sostenían la hubieran abandonado de repente.

Sorbió el té con lentitud. Devolvió la taza a Davy, dándole las gracias, y pidió a Peter que se sentara.

—David, ¿te importaría ir a buscar a John Willie? Está recogiendo los huevos. Sí, ya sé que no puede oírme, pero también sé que se entera de todo lo que digo. Y quiero que me entienda lo que voy a contar porque estos últimos días estuvo muy conturbado. Ve a buscarlo, por favor.

Davy cruzó el patio a la carrera y sacó a John Willie del gallinero, gritándole:

—¡Ven! ¡Ven!

—«¿Uaah? ¿Uaah?»

—No preguntes ahora por qué.

Davy volvió con el niño a la cocina y se sentaron jadeantes ante la señorita Peamarsh.

La mujer tenía la vista fija en sus manos juntas y tardó más de un minuto en romper el expectante silencio.

—Empezaré por el principio. En mi niñez esta era una casa feliz. Nos criamos aquí mi hermano y yo. Yo le llevaba dos años. Le quería mucho, y mi padre también, pero… mi hermano sólo se interesaba por mi madre y por sí mismo. Sin embargo, fuimos muy felices hasta que murió mi madre. Yo tenía trece años por entonces. Mi hermano —la señorita interrumpió su relato para tragar saliva—, mi hermano, pues, echaba mucho de menos a mi madre, y mi padre pensó que lo más conveniente era mandarle a un colegio.

Levantó la cabeza para mirar a Davy.

—Cuando mi hermano, que se llamaba Richard, se fugó del colegio por tercera vez, mi padre renunció a sus anteriores propósitos y trató de educarle él mismo. Pero a medida que pasaba el tiempo, las preocupaciones de mi padre iban en aumento, porque Richard no quería seguir estudiando ni elegir una carrera. Además… bebía en secreto desde que volviera a casa a los dieciséis años. Nuestro común amigo el señor Coxon, que tenía un alambique clandestino en las colinas, le había iniciado en el vicio de la bebida, y siguió suministrándole licores a partir de entonces.

La señorita Peamarsh sacó un pañuelo para enjugarse los labios. Peter Talbot sugirió en voz baja:

—No tiene por qué proseguir, señorita.

—Gracias, señor Talbot, pero prefiero hacerlo. El sueldo de mi padre, como párroco, era mínimo y sus ingresos personales los devoraban en su mayor parte las deudas de mi hermano. Entonces una noche… Una noche llegó a casa un hombre que venía de Gateshead. Era una noche muy cruda, a finales de diciembre. Aún lo recuerdo. El hombre tenía nieve cuajada en el cabello y en el bigote. Era el padre de una doncellita que… había estado a nuestro servicio unos siete meses antes. El padre había venido a contarnos que su hija acababa de morir de parto, junto con el recién nacido, y que sólo con el último suspiro había revelado quién era el padre de la criatura. Mi padre había sido un hombre apacible, bondadoso, en todos los sentidos de la palabra, pero aquella noche se produjo una escena horrible cuando mi hermano regresó a casa totalmente borracho. Mi padre le dijo que debía reparar el mal que había hecho. Por toda respuesta, mi hermano se burló de él; ridiculizó su religión y todo el trabajo que había realizado durante su vida. Aquello fue demasiado. Algo estalló dentro de mi padre, que se abalanzó sobre su único hijo y le golpeó con una figurilla de bronce que se hallaba sobre la mesa al alcance de su mano. Tal vez el golpe no le hubiese matado, pero mi hermano cayó sobre la chimenea, y la sien fue a chocar contra un morillo que sobresalía.

Suspiró profundamente antes de continuar.

—Mis gritos atrajeron a Potter al salón. Tenía la costumbre de escuchar detrás de las puertas. Cuando Potter y yo levantamos a mi hermano del suelo, mi padre se desplomó. Había sufrido un ataque cardíaco, y ya nunca volvió a hablar desde entonces hasta que falleció dos años después. Yo estaba abrumada. Mi hermano había muerto y, aunque mi padre se encontraba gravemente enfermo, pensé que se restablecería, y la idea de que tendría que afrontar las consecuencias de su acto se me hacía insoportable. Fue Potter quien propuso la solución que adoptamos. El señorito Richard, dijo, le había hablado de sus planes de viaje. ¿Por qué no simular que se había marchado al extranjero? Potter se encargaría de hacer correr este rumor diciendo que mi hermano le había hecho partícipe de sus proyectos.

La mujer expresó su impotencia abriendo los brazos.

—De modo que acepté la proposición de Potter. No podía permitir que mi padre, un hombre bueno que había trabajado por el bien de los demás durante toda su vida, tuviera que comparecer a su edad ante un tribunal. Pero cometí un error al querer agradecerle a Potter su ayuda: dupliqué su salario y el de su esposa. Tal vez la idea de hacerme chantaje ya se le había ocurrido, pero mi iniciativa lo precipitó. Al día siguiente del entierro de mi padre, me dijo el precio que tendría que pagar por su silencio. Y he venido pagándolo desde entonces.

—¡Maldito canalla! ¡Perdóneme, señorita! —exclamó Peter saltando de su asiento—. Si estuviera aquí en este momento habría que cavar otra tumba, se lo aseguro. Y otra cosa, creo que usted hubiera debido revelar el asunto, al menos después de morir su padre. La gente lo habría entendido.

—¡No, señor Talbot, la gente no hubiera entendido nada! Habrían dicho: ¡Cómo! ¡El pastor Peamarsh, ese hombre de Dios, que toda su vida ha predicado el perdón y cuyo sermón favorito era la vuelta del hijo pródigo, ha matado a su propio hijo! Aquello hubiera quebrantado su fe. También habrían recordado que mi hermano, aunque abúlico y falto de voluntad, era agradable y bueno en el fondo. —Y añadió dando un suspiro—: Cuando considero los acontecimientos retrospectivamente, veo que no hubiera podido adoptar otra actitud.

—Todo esto tenemos que darlo a conocer ahora, señorita.

—Pero olvida usted, señor Talbot, que se trata de mi palabra contra la de Potter. Incluso me amenazó con declarar que, atraído por los gritos de mi padre, penetró en el salón y me encontró inclinada sobre el cuerpo de mi hermano con la figura de bronce en la mano, mientras mi padre estaba a punto de desplomarse. Le respondí entonces que si se hacía público el asunto, él iría a la cárcel por chantaje. Y esta fue su réplica: «Pero, señorita, el saberme en la cárcel no le serviría de mucho consuelo, ya que usted estaría en la misma situación». —Miró a Peter con aire cansado y le preguntó—: ¿Qué cree usted que podemos hacer para probar mi inocencia?

—¿Cuándo va a volver el tal Potter, señorita?

—Hace poco que me hizo una visita inesperada para pedirme cien libras aparte de lo convenido. Me dijo que tenía quince días para pensarlo. Hoy es martes; vendrá el viernes.

Cuando la señorita dejó de hablar, John Willie se apartó de Davy y, encaramándose en el banco, agarró la mano de la mujer, que le miró con ternura.

—¡Mi querido John Willie! Ya os dije que él me entiende.

Davy intervino bruscamente en la conversación.

—El pastor, señorita… Tenemos que avisar al pastor y él… traerá al juez. Podrían esconderse en el salón, como hice yo aquel día.

—¿Cuándo te escondiste en el salón, David? —inquirió la señorita Peamarsh.

Con la cabeza agachada, el muchacho confesó tímidamente:

—El día que vino Potter. Cuando oí que usted le gritaba me fui al vestíbulo para escuchar. Luego, al salir usted, me oculté en el salón.

—Y a pesar de todo, ¿te quedaste? —comentó la señorita mirándolo fijamente. Luego agregó dirigiéndose a Peter—: Hay ciertas cosas, señor Talbot, que nos ayudan a reforzar nuestra fe en Dios. ¿Qué opina usted del plan que propone David?

—Opino, señorita, que debería usted ponerlo en práctica, y lo antes posible.

—Pero ¿ha pensado que si alguien ve al juez entrar aquí Potter se enterará antes de atravesar el pueblo? Aquí todo se sabe en seguida.

—Buscaremos la manera da hacerle entrar discretamente. Por ejemplo, podría ampliarse el boquete que hay en el muro para que pueda pasar un hombre sin tener que agacharse.

—¿Y luego qué?

—Entonces, señorita, lleve usted al juez y al pastor al salón, deje la puerta entreabierta y también la del despacho, y así ellos podrán escuchar la conversación, tal como hizo Davy, detrás de la puerta. Eso sí, usted tendría que ingeniárselas para que Potter se adelantara o confesara la verdad en el curso de la discusión. Davy puede ir a buscar al pastor ahora mismo. Yo me encargaré del muro y de varias cosas más.

—¿Voy, señorita? —preguntó Davy con impaciencia.

Le miró intensamente a los ojos antes de asentir con suavidad:

—Sí, David, ve a buscar al pastor. —Luego se recostó y, abrazando al pequeño John Willie, murmuró—: Me parece que vuelvo a nacer.

El pastor Murray apenas podía creerlo. Y lo mismo el juez Maclntyre. Davy condujo a los dos hombres por el sendero entre las zarzas y a través del boquete del muro que ya había sido ensanchado por Peter. Ambos coincidieron en decir a la señorita Peamarsh que se había comportado de modo muy imprudente. Y el pastor añadió:

—Habría muerto en la miseria y en la soledad si Dios no hubiera guiado hasta usted a estos muchachos.

Al día siguiente, el juez regresó a la finca acompañado del secretario, que redactó la larga declaración de la señorita Peamarsh. El escenario estaba ya preparado para el acto decisivo: la mañana del viernes 29 de octubre.

Davy se despertó a las cinco y se vistió en la oscuridad. Solía conceder otra hora de sueño a su hermano antes de despertarle con una bebida caliente.

Andando a tientas vio, al pasar junto a la ventana, que la luz de la cocina estaba encendida, lo cual significaba que la señorita Peamarsh ya se había levantado. Bajó lentamente las oscuras escaleras, y al salir al patio una ráfaga de aire helado le hizo tiritar. Fue directamente a la cocina y llamó a la puerta.

—Pasa, David. —Encontró a la señorita sentada en un extremo del banco. El fuego brillaba alegremente como si le hubieran avivado—. No podía dormir —le explicó la señorita—. Acabo de hacer un poco de té; sírvete.

Cuando llenó el pichel, ella le invitó a sentarse a la mesa.

—¿Sabes, David, que este puede ser el día más importante de mi vida? —le confesó en un tono desprovisto de su habitual sequedad.

—Sí, señorita.

—Y… si las cosas salen como se han planeado, volveré a ser una mujer libre. Y todo ello gracias a ti.

—Oh no, señorita. Tenía que suceder tarde o temprano. Si a un hombre como Potter se le da cuerda suficiente, acabará por ahorcarse él mismo.

—Lamento contradecirte, David, pero los hombres como Potter no suelen colgarse ellos mismos. Es preciso que alguien les eche la soga al cuello, y eso es lo que tú has hecho. O, por lo menos, así será si yo puedo interpretar bien mi papel.

—No tema, señorita, sabrá hacerlo.

Con la vista perdida entre las llamas, preguntó:

—¿Seguirás trabajando para mí, David?

—Desde luego, señorita. —Aunque las cosas salieran bien, pensó Davy, ella seguiría estando sola. Y si además la separaba de John Willie…—. Sí, señorita, trabajaré para usted el tiempo que quiera.

—¿Aunque no pudiera pagarte un salario normal?

—Desde luego. Estoy satisfecho —afirmó sin titubear.

—Te conformas con poco, David.

—No se trata de eso, señorita. Tengo ideas y necesidades, pero también tengo una gran deuda con usted, y me quedaré aquí todo el tiempo que me necesite.

Se miraron uno a otro mientras el reloj de pared seguía marcando los segundos, crepitaban las llamas en el hogar y la lámpara empezaba a humear un poquito. Finalmente, la mujer se levantó.

—Tengo que amasar pan… y probablemente habrá invitados para el té —explicó con una sonrisa que Davy le devolvió—. ¿Quieres al señor Talbot, David?

—Mucho, señorita. Creo que es un gran tipo. Y tiene principios, principios muy elevados, diría yo; si no fuera así no estaría sin trabajo y en la lista negra.

—En efecto —asintió ella—, hay que saber sufrir para defender los propios principios. Cuando llegue, llévale a tus habitaciones y dale algo de comer y beber. Le sentará bien. Hace frío hoy.

—Gracias, señorita. Se lo agradecerá.

A las diez, Peter Talbot condujo de nuevo al pastor y al juez Maclntyre por el boquete del muro. Se acercaron a la tumba que Peter había arreglado, afianzando el suelo y enterrando el esqueleto a mayor profundidad.

Los tres hombres la contemplaron en silencio durante un momento. Una vez en el patio, Peter dijo:

—Estaré cerca por si Potter opone resistencia.

El pastor y el juez se dirigieron a la puerta principal, donde les aguardaba la señorita Peamarsh, como debe hacerlo la dueña de la casa, pensó Davy, a no ser por un detalle: iba vestida con la misma blusa y falda viejas que llevaba el día en que la conoció. Davy cruzó el patio y llamó a Peter:

—Hay comida para usted. Iré a buscarla y subiremos a mi casa. —Era la primera vez que llamaba «su casa» a aquellas habitaciones, y la palabra le gustó sobremanera.

Al cabo de pocos minutos, regresó de la cocina con una bandeja en la que había dos platos, uno cubierto con la tapa de una sopera y el otro con grandes montones de pan recién salido del horno. Y junto a los platos, una tetera humeante.

—¿Todo esto es para mí? —Peter se mordió el labio inferior y se echó a reír—. ¿A qué estamos esperando entonces? —Y se fueron hacia los establos—. ¿Dónde está el niño? —preguntó Peter mientras subían la escalera.

—En cama. Tiene algo de tos. En cuanto se lo dije a la señorita vino a verle como una centella. Le digo que le está mimando demasiado —dijo Davy con una mueca—. Después el niño querrá que le atiendan como a los ricos.

—¿Y por qué no?… ¡Qué bonito y qué confortable! —comentó Peter al entrar en el cuarto de los muchachos.

—Sí, tengo suerte, y lo sé. Ella me preguntó esta mañana si quería quedarme aquí definitivamente. Y le dije que sí.

—Hiciste bien. El niño y tú le haréis mucha compañía. Una mujer como ella debería haberse casado hace años y tener una familia, pero no creo que se decida ahora a dar este paso. Así es que me alegro de que os tenga a los dos. Os recordaré de vez en cuando.

—¿Qué quiere decir?

—Ya te dije que me iba al sur, ¿verdad? De no ser por este asunto ya me habría marchado. Y me voy mañana.

—Le voy a echar mucho de menos, Peter. Nunca había tenido un verdadero amigo.

—Yo también te echaré de menos, muchacho. Es extraña la forma en que nos conocimos, allá en el asilo, ¿te acuerdas? —Y añadió riéndose—: Y ahora acabamos echando el guante a un chantajista. Estoy deseando ponerle la mano encima a ese fulano. ¡Pensar en todo lo que durante estos años ha sacado a esta mujer además de envejecerla prematuramente! Debía de ser guapa de joven.

—Sí, eso pensé yo también. El otro día, cuando se ablandó y olvidó su tiesura, tenía un aspecto joven.

—Bueno —dijo Peter levantando su pichel lleno de té—, este es el final de Potter, y empieza una nueva vida para ella. ¿Qué piensas tú, muchacho?

—Como usted, Peter; una nueva vida para ella.