7

Los cuatro días siguientes transcurrieron con toda normalidad. John Willie seguía a la señorita Peamarsh a todas partes mientras Davy desbrozaba el huerto. Husmeón era el único cuya vida no se desarrollaba como de costumbre. Davy había tapado el boquete de la pared con piedras y tablas de madera. No obstante, el perro no olvidaba sus anteriores festines a base de carnero y erraba por el huerto en busca de una salida.

Era sábado. Después del trabajo, Davy fue a la cocina a fin de recoger a John Willie y asearle para tomar el té. Pero el niño había salido a buscar a Rex, según le informó la señorita, de modo que Davy se fue en busca de los dos.

Cruzó la pradera y encontró a John Willie cerca del pabellón. Los ojos del niño estaban desmesuradamente abiertos y se agarró a las manos de su hermano, mientras de su boca brotaba una serie de angustiosos «uaahs».

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

Davy se dejó llevar por el niño entre los matorrales hasta un raquítico claro. Una vez allí se detuvo horrorizado. Husmeón, medio oculto bajo dos tablas, escarbaba la tierra, dejando al descubierto un esqueleto humano. Aquello era increíble.

Sin poder dar crédito a sus ojos, Davy vio las costillas que asomaban a través del suelo y los huesos perfectamente visibles de un brazo coronado por un cráneo.

Davy se abalanzó sobre el perro para apartarlo. El cadáver no debía de estar enterrado a más de sesenta centímetros de profundidad. Miró a John Willie, en cuyo rostro se reflejaba un horror semejante al que sentía él, y algo más también: un miedo terrible. El muchacho tuvo que tranquilizarle:

—¡Cálmate! ¡No pasa nada! —Empujando a Husmeón hacia John Willie, Davy le pidió que sujetara al animal.

Había que enterrar de nuevo el esqueleto. De rodillas, con los ojos semicerrados y la cabeza vuelta hacia otro lado, Davy empezó a echar tierra sobre los huesos cuando algo brillante atrajo su atención. Era una hebilla o un anillo colocado bajo el mentón. Entonces recordó dónde lo habla visto antes: ¡en el retrato! Aquello era el alfiler, con una piedra roja, cuyo apagado fulgor había atraído su atención hacia el hombre del retrato el día que se ocultara en el salón.

No podía ser… Pero, sí, ese esqueleto era forzosamente el del hombre cuyo retrato colgaba encima de la chimenea ¡Claro! Ello explicaba por qué Dan Potter chantajeaba a la señorita. Ese… ese cadáver era el del hombre que, según se decía en el pueblo, había ido al extranjero…

Poco le faltó a Davy para marearse. Con movimientos frenéticos trató de recubrir el esqueleto con tierra y con las dos tablas. Luego se reunió con su hermano y, señalando la tumba, se llevó un dedo a los labios y movió de un lado a otro la cabeza.

Mirándole con perplejidad, John Willie dejó escapar un débil «uaah» que mereció la aprobación de Davy. Y cuando el niño movió afirmativamente dos veces la cabeza, su hermano le cogió de la mano y se alejaron juntos con el perro.

Una vez fuera del huerto, Davy se quedó observando a Husmeón. No se podía dejar al perro vagar en libertad, pues volvería inmediatamente a la tumba. Sin embargo, ¿qué pretexto iba a poner a la señorita para justificar el encierro de Husmeón? Davy levantó los ojos hacia el cielo.

—¡Y pensar que ella pudo hacer esto! ¡A su propio hermano! —murmuró.

La gente hablaba aún del joven señorito Richard Peamarsh como de una persona algo alocada, pero simpática y apreciada a pesar de todo. No. No podía haber matado a su hermano.

Entonces, ¿por qué le daba a Potter casi todo su dinero?

Davy reanudó lentamente la marcha. ¿Cómo debería comportarse ante ella? ¡Había cometido un crimen y bien podría volver a intentarlo! Tenía un fuerte temperamento, desde luego. Pero, se dijo Davy, ¿qué tonterías estoy pensando? La señorita quería a John Willie y le tenía también algo de afecto a él, o, por lo menos, eso creía. Además, Davy nunca había conocido a una persona más solitaria que la señorita, por muy independiente que fuera. Sin embargo, ¿cómo iba a tratarla como si nada hubiese pasado?

Encerraron a Husmeón en la leñera. Después de lavarse cuidadosamente las manos y la cara, subieron a su cuarto para cambiarse de chaqueta. Entraron en la cocina al cabo de diez minutos.

—Ya ha aparecido, ¿no? Os vi encerrarlo en la cabaña.

Tenía un rostro agradable, bondadoso, pensó Davy, y, no obstante, ¡había sido capaz de cometer aquello!

—¿Qué pasa, muchacho? ¿Por qué me miras así?

—¿Yo, señorita? Será porque es la primera vez que la veo con ese vestido.

—Lo he llevado hoy todo el día. Y ayer también.

Davy rió forzadamente.

—Vaya, soy una calamidad. Mi madre solía decir que sólo abría los ojos cuando ya era hora de irse a la cama.

—Mañana es domingo. ¿Iréis a visitar a vuestro amigo?

—Desde luego, señorita.

—Entonces llevadle algo de comida. Le debe de resultar muy desagradable dormir en la mina.

—No lo creo, señorita. Ningún sitio es demasiado malo mientras esté seco. Luego, uno se acostumbra a dormir en el suelo.

—Sí, naturalmente —le respondió con dulzura—. Lo sabes por experiencia.

Llamó a John Willie, que se acercó a ella sin el menor titubeo, y le cogió la mano.

—Voy a tomarle las medidas. Hay mucha ropa empaquetada arriba. Podría arreglar algo para él…, y también para ti, por supuesto —añadió con una tímida sonrisa.

—Gracias, señorita.

—David, ¿te ocurre algo?

—No, señorita… Sólo que… he estado pensando en lo que pasó el otro día… y en lo que podría haberme ocurrido.

—Ya entiendo. Es normal, una reacción a posteriori. Siéntate. Te daré un cordial. Tienes que acostarte temprano, y mañana, si hace buen tiempo, ve a ver a tus viejos amigos.

—Sí, señorita, iré.

—Perfecto. Ahora iré a buscar esas prendas y después de comer os tomaré las medidas.

Cuando la señorita se hubo marchado, Davy se preguntó si esta mujer podía haber asesinado a alguien en su vida. La única respuesta que encontró fue la siguiente: si no lo había hecho, entonces, ¿por qué daba dinero a un chantajista? ¿Y por qué no dejaba entrar a nadie en la finca?

Davy, John Willie y Peter Talbot estaban sentados en el interior de la mina. Éste último miraba a Davy con cierta incredulidad.

—¿No te habrás inventado esta historia, muchacho?

—No —negó Davy rotundamente—. ¿Por qué había de inventar algo semejante?

—Te creo. ¿Y dices que entrega a ese Potter los dos tercios de sus ingresos?

—Eso es lo que oí.

—¡Dios mío! —exclamó Peter frotándose la cara sin afeitar, lo que hizo el mismo ruido que si estuviera raspando con papel de lija—. Menos mal que, según me dices, no se acerca nunca por el pabellón —comentó, acariciando con la mano la cabeza del perro.

—No, pero tuve una pesadilla anoche. Soñé que Husmeón entraba en la cocina con un hueso del brazo.

Peter se acercó pensativo a la entrada de la mina y miró hacia el exterior.

—Hay algo que me intriga. ¿Por qué fue el perro quien lo desenterró y no los zorros y tejones, que deberían haberlo olfateado desde un principio?

—Es fácil de explicar. Después de reparar el muro, arranqué de allí un buen número de tablas para apuntalarlo. Aquello, me figuro, facilitó las cosas a Husmeón. —Y añadió sacudiendo la cabeza—: Pero cuando miro a esa mujer, no puedo creerlo.

—¿Le tienes miedo?

Davy confesó avergonzado:

—Se lo tuve al principio, pero ya no porque la compadezco. ¡Está tan sola!

—Sola, desde luego, sí que está. Y tú y el pequeño fuisteis para ella como un regalo llovido del cielo. Es asombroso que no enloqueciera.

—De todos modos, la gente del pueblo opina que está un poco chiflada.

—No lo está más que tú o que yo, muchacho. La gente te llama chalado cuando no te pareces a ellos. Es una individualista, ya sabes, una persona que piensa por sí misma.

—Oh sí, en esto estoy de acuerdo con usted.

Davy señaló a John Willie, que jugaba con Husmeón, y dijo con ternura:

—Ella le tiene en muy buen concepto. Y lo trata como si fuera su propio hijo.

—¡Que Dios la ayude! Porque si vais a quedaros allí con el perro, el asunto se descubrirá tarde o temprano, a menos que desenterremos el esqueleto y lo traslademos a otro sitio.

—¡No! No podría hacerlo. Se me revolvió el estómago sólo verlo.

Peter volvió a frotarse con fuerza la barbilla.

—¡Sólo Dios sabe lo que puede pasarle a esta mujer cuando salga todo a relucir! Bien, no te preocupes. Iré contigo. Creo que podremos meter en un saco los restos de ese hombre

—¿Y qué hará después con él? —susurró Davy con respetuoso temor.

—Traerlo aquí. —Peter señaló el pozo de la mina—. Descansará en paz hasta el día del juicio final. Y si alguien lo encuentra, pensará que se trata de un minero olvidado… ¿Cuál es el mejor momento de hacerlo?

—Normalmente no sale de casa desde las once de la mañana hasta la hora de cenar —dijo Davy con un inequívoco temblor en la voz.

—¿Puedes volver a abrir mañana el boquete del muro?

—Sí.

—Entonces, el martes iré a la diez y media. Y una vez que haya reunido los restos y los saque de allí se habrán acabado tus tribulaciones y las suyas, por lo menos en lo que nosotros podemos hacer por ella. Conque no te preocupes, hijo.

—¡Pero es horrible sacarle de la tumba!

—No tenemos otra alternativa. O lo sacamos, o cualquier día Husmeón se le presentará con un hueso en la boca. Y si se entera de que nosotros lo hemos descubierto quién sabe cómo reaccionaría. De modo que cuando regreses trata de comportarte con normalidad. Y dale las gracias por la comida… No, eso no, pero gracias de todas maneras —dijo Peter rechazando la mano extendida de Davy.

El muchacho insistió:

—Escuche, Peter; ya le dije que me devolverá el dinero cuando pueda. Acéptelo.

Peter cogió el chelín que le ofrecía Davy y balbució:

—Me avergüenza aceptar dinero de un jovencito como tú.

Davy le replicó con viveza:

—¡Hace unas semanas le hubiera quitado a mi abuela el pan de la boca! —Los dos se echaron a reír al mismo tiempo. Luego Davy hizo seña a John Willie de que debían irse y se despidió de Peter.

—Hasta la vista, chaval. Si todo va bien, nos veremos el martes por la mañana.

Peter acarició los cabellos de John Willie.

—¿Crees que se da cuenta de la gravedad del asunto? —preguntó en voz baja.

—Desde luego. No es tonto.

—Nunca pensé que lo fuera.

—Ojalá pudiese decir que todo el mundo opina igual. Sólo porque no puede hablar ni oír, la gente cree que está loco. A veces pienso que tiene más cosas en la mollera que yo mismo.

—Yo no diría tanto, muchacho. Hasta pronto.

Davy y John Willie se dirigieron al pueblo para visitar al señor Cartwright. Tomaron té y bizcocho con la familia del minero. El señor Cartwright se alegró de que les hubieran salido las cosas tan bien. A la caída de la tarde se despidieron con grandes muestras de afecto.

Davy cogió un atajo para volver a la mansión a fin de no encontrarse con los Coxon. ¡Cómo los odiaba!… ¡Ah! La señorita Peamarsh también los odiaba, y eso intrigaba a Davy. Aquella célebre noche, no sólo había luchado por él, sino también por sí misma. ¿Por qué? No lograba descubrir la razón.

Pero ahora debía inventar algún pretexto para encerrar a Husmeón en la leñera. ¿Y cómo podía comportarse con naturalidad aquella noche sabiendo lo que sabía?

Quince minutos después, los dos hermanos encerraron al perro en la leñera y llamaron a la puerta de la cocina.

La señorita Peamarsh estaba sentada a la luz de la lámpara. Al advertir su presencia se levantó sonriente.

—Bueno, ya estáis de vuelta. ¿Lo habéis pasado bien? —Inclinándose hacia John Willie, repitió la pregunta accionando con las manos—. ¿Lo habéis pasado bien? —El niño asintió con una sonrisa y respondió con un «uaah»—. Me alegro. El té está listo —dijo señalando la mesa.

Davy vio que había preparado un auténtico banquete. Llevó a su hermano al fregadero, y mientras se lavaban las manos, la señorita Peamarsh preguntó:

—¿Cómo están vuestros amigos? ¿El señor Talbot piensa pasar todo el invierno en la mina?

—Si se queda aquí, sí, señorita. Es la única solución. Está en la lista negra de las minas. Me dijo que estaba pensando irse al sur para buscar trabajo en una granja.

—¿En una granja? —La mujer se apartó del fogón con la tetera en la mano—. Hay un abismo entre la minería y la agricultura.

—Si no me equivoco, señorita, creo que su padre era labrador. Tenía una granja de su propiedad.

—¿De verdad? —exclamó al verter el agua hirviendo sobre las hojas de té.

—Sí, señorita. Peter tenía ya más de dieciséis años cuando bajó a la mina por primera vez. Su padre se arruinó. Murió de tisis, y un año después murió también su madre.

La señorita puso la tetera al fuego.

—¡Qué triste! ¿No tiene familia?

—No, se llama a sí mismo un solitario.

—Sí, sí, lo comprendo perfectamente, un solitario. Ahora sentaos y contadme todos los cotilleos —dijo acercándose presurosa a la mesa.

Y Davy fue narrándole todas las novedades que había oído en la cocina de los Cartwright.

Una vez terminado el té, quitada la mesa y fregado los platos, la señorita Peamarsh dijo de pronto:

—Ahora vamos a leer un pasaje de la Biblia.

Cogió una lámpara, salió de la cocina y volvió con un libro muy pesado, encuadernado en piel y con un broche de bronce.

—Hace mucho tiempo que no leo la Biblia. Supongo que lo adecuado sería leer el pasaje en que David mata al gigante filisteo Goliat, pero prefiero uno de los Salmos, tal vez el cincuenta y seis.

Hojeó el imponente volumen hasta encontrar lo que buscaba. Empezó a leer, con la cabeza ligeramente ladeada y los ojos fijos en el texto.

—«¡Piedad, oh Dios, porque me pisotean, sin cesar acosándome me oprimen! Mis rivales me pisan todo el día, innumerables son los que me acosan. ¡Oh Altísimo!»

La mujer prosiguió la lectura. Davy no captaba el sentido de todas las frases, pero le gustaba el sonido de la voz de la mujer como si leyera una canción en lugar de cantarla. Finalmente, la señorita llegó al último versículo:

—«Pues tú libraste mi vida de la muerte, y mis pies de caídas para que yo camine en presencia de Dios, en la luz de los vivos.»

La mecha de la lámpara chisporroteó y Davy parpadeó. La señorita Peamarsh no había permitido que su hermano caminara en presencia de Dios, ¿verdad? Pero su rostro era dulce y bondadoso. Parecía feliz, más feliz que nunca la había visto.

John Willie la contemplaba con los ojos muy abiertos. Ella le miró en silencio por un momento y, cediendo a un repentino impulso, cogió entre las suyas las dos manos del niño, que reposaban sobre la mesa a la altura de su barbilla. Cuando Davy les vio intercambiar una mirada que irradiaba un extraño calor, volvió a sentir aquella rara sensación en la garganta, y se quedó petrificado al comprender que no podía contener el llanto ni un minuto más. De modo que saltó de su asiento para acercarse al fregadero.

—Es que… voy a beber un poco de agua, señorita.

—Sí, lo comprendo, David. Hay mucha belleza en la Biblia.

No había entendido nada, concluyó Davy, pero no quiso sacarla de su error si es que este la hacía feliz.

Mientras bombeaba el agua, pensó que tal vez el hecho de haberles acogido a los dos en su casa no había sido tan afortunado, ya que podía provocar la desgracia de la señorita.

Y si ahora la separasen de John Willie, sabía que eso equivaldría en cierto modo a privarla de su resorte vital.