6

El día transcurrió sin novedad, pero la tarde siguiente, a eso de las dos, sonó la campana.

Davy corrió al patio en busca de la señorita Peamarsh.

—Quédate en la cocina —dijo ésta—. ¿Y tu hermano?

—En la leñera, con el perro. —No conseguía llamarlo Rex.

—Pues tráelo a la casa y que no salga de allí. Si han descubierto que quien mató al animal fue el perro, yo… yo no podré ayudarte. Lo matarán y a ti te considerarán responsable. —Alargó la mano, sin llegar a tocarle. Luego, recobrando su agrio tono habitual, añadió—: Ahora, vete —y se dirigió a la entrada.

Davy tuvo que luchar para separar a John Willie de Husmeón. Le sentó en una silla de la cocina y le ordenó que no se moviera. Luego se fue a esperar junto a la ventana.

Pasaron unos diez minutos antes de que volviera la señorita Peamarsh. No venía sola. Davy pegó los ojos contra el cristal. ¡No podía creerlo! La acompañaba el hombre pelirrojo. Saltó hacia la puerta y la abrió en un periquete. Cuando la señorita entró con el hombre, Davy les miró boquiabierto.

—Hola, chaval.

—Hola —le saludó con una voz apenas audible.

La señorita Peamarsh miró a Davy y dijo:

—Este es el señor Peter Talbot. Dice que os conocéis.

—Sí, señorita, nos conocemos.

Davy miró al hombre y este le sonrió con una sonrisa franca y alegre.

—Tenga usted la bondad de repetir al muchacho lo que acaba de contarme, señor Talbot.

Davy advirtió que la señorita Peamarsh no parecía intimidar a su pelirrojo amigo. Este le hablaba como a un igual, si bien se había quitado la gorra. El señor Talbot empezó su relato con esta frase sorprendente:

—Como le dije a esta joven señorita… —¡Joven señorita! ¡Mira que llamarla así! El hombre prosiguió—: Le expliqué que, por el momento, vivía en la mina y que había llegado hasta el muro exterior de su finca en busca de leña menuda cuando oí un extraño ruido como si alguien estuviera masticando algo. De modo que me puse a observar… —Davy se dio cuenta de que el hombre hablaba casi tan bien como la señorita—. Y vi que un perro mordisqueaba una pierna de carnero. Me pareció identificarlo con el perro que estaba tumbado junto a la verja el día que charlamos.

Davy asintió mientras el hombre reanudaba su relato.

—Te acuerdas, ¿verdad? Te dije que esperaba devolverte algún día el favor que me habías hecho. Bueno, pues me intrigó ese perro y el trozo de carne cruda, de modo que decidí vigilar el lugar durante varios días. Al segundo día, llegó un muchacho de la mina que ocultaba algo bajo el abrigo. Se arrastró entre los matorrales, y cuando salió el bulto había desaparecido. Le observé bien para poder reconocerle después luego me abrí paso entre la maleza y encontré, cerca de un boquete en el muro, un trozo de carnero con lana aún pegada a la piel. ¿Te imaginas qué tentación, chaval?

El hombre miró riendo a la señorita Peamarsh,

—Aunque la vida no me ha mimado en exceso últimamente señorita, mi sensatez se sobrepuso a mi apetito, dejé la carne en su sitio y aguardé para ver lo que ocurría. Al poco rato, el perro pastor pasó por el boquete y pude ver cómo saboreaba su pitanza.

»Sí, sí, puede que te sorprenda, muchacho, pero es la verdad. De todos modos, investigué por mi cuenta y me enteré del nombre del chico que regalaba a tu perro manjares tan exquisitos. Después charlé con algunos braceros de las granjas cercanas. Corrían hablillas de que se había visto a un perro llevarse un carnero, pero que, por el momento, no se habían encontrado los huesos. Sin embargo —y miró a Davy—, creo que dentro de poco aparecerían los restos del animal cerca del boquete, al otro lado del muro. Se pretendería demostrar con ello que el carnero fue llevado allí por un chaval hambriento que tenía que cuidar de su hermanito. Ese era el plan antes de que la señorita —ladeó la cabeza hacia ella— te tomara a su servicio. Cuando conduzcan al grupo de búsqueda a través de los matorrales, encontrará un buen número de huesos medio roídos. Así que ese es el cuadro, chico… Me gustaría hacerte una pregunta. ¿Qué has hecho a los Coxon para que se hayan vuelto tan vengativos que hasta querían meterte en la cárcel?»

Davy sintió de pronto que iba a desmayarse. Nunca se había sentido así, ni siquiera cuando en la catástrofe de la mina luchaba contra las arremolinadas aguas.

—Siéntate, muchacho. —El hombre le acercó una silla.

Davy parpadeó y tragó saliva; luego miró a la señorita Peamarsh y susurró casi gimoteando:

—Podrían enviarme a la cárcel… y John Willie…

—No te preocupes.

Sintió la cara de la señorita junto a la suya. Apenas la reconocía. Los ojos pardos le miraban con ternura; tenía la tez rosada, la boca ligeramente entreabierta. Un segundo aparentó ser efectivamente una joven señorita, tal como la había llamado el señor Talbot. Mientras acariciaba la cabeza de John Willie, tranquilizó a Davy.

—No pasa nada —dijo. Enderezándose, miró a su visitante y le preguntó—: ¿Qué podemos hacer, señor Talbot?

—Bueno, señorita, sugiero que el chaval y yo nos quedemos vigilando hasta que el culpable vuelva a hacer acto de presencia. Entonces le atrapamos y le traemos aquí. Yo en su lugar, señorita, enviaría a buscar a su padre, porque este chico no ha podido inventar por su cuenta una cosa semejante. Y pediría a alguna autoridad que viniera a reunirse aquí con el señor Coxon. Como dijo Davy, el robo de un carnero puede castigarse con la cárcel. Pero si usted no quiere llevar las cosas hasta ese extremo, tal vez convendría llamar al pastor o a una persona respetable inclinada a la clemencia.

—Creo que tiene usted razón, señor Talbot —aprobó la señorita Peamarsh—. Y más vale empezar ahora mismo. ¿Te sientes con fuerzas suficientes? —añadió dirigiéndose a Davy al ver que se ponía en pie.

—Sí, señorita; ya estoy bien.

—Entonces, manos a la obra. Vete con este… —Davy pensó que iba a decir este caballero— con el señor Talbot. Pero antes esperad un minuto.

Los dos la vieron cómo untaba de mantequilla gruesas rebanadas de pan y ponía en ellas grandes trozos de queso. Envolvió los seis emparedados en una servilleta limpia y se los entregó a Davy.

—Esto os hará la espera más llevadera.

Le dio una jarra de leche a Peter Talbot, que la aceptó agradecido, y el hombre y el muchacho se fueron mientras ella cogía de la mano a John Willie para impedir que los siguiera.

Peter Talbot, con el índice en los labios, condujo a Davy a través del boquete del muro hasta un claro entre las zarzas. El muchacho se puso a gatas para atisbar los huesos mordisqueados y los pedazos de piel de carnero esparcidos por el pequeño claro.

—No me importaría nada empezar a comer uno de esos emparedados —dijo Peter.

—Desde luego. Cómaselos todos —susurró Davy.

Entregó el paquete a Peter y volvió a experimentar un sentimiento de culpabilidad al ver cómo engullía un par de emparedados.

Al menor rebullir en la maleza se quedaban inmóviles. Pero sólo cuando la luz del día había desaparecido casi por completo oyeron un ruido que en modo alguno podía confundirse con las pisadas de un animal.

Ojo avizor vieron a través de la espesura cómo Fred Coxon se inclinaba para depositar un trozo de carne en el suelo ante el boquete del muro. Al querer enderezarse, el chico dejó escapar un aullido como de animal atrapado, porque el musculoso brazo de Peter había atravesado las zarzas y le tenía agarrado por el cuello de la chaqueta.

Davy, a su vez, se abrió paso entre la maleza y se arrojó sobre el bulto, que forcejeaba por liberarse de la garra de Peter, Los dos muchachos rodaron abrazados por el suelo hasta que les separó Peter tirando de Davy. Fred Coxon, aterrado, quedó tumbado de espaldas.

—¡Levántate! —Agarrándole del hombro, Peter le arrastró hada el boquete y le ordenó—: Hala, pasa por ahí.

Luego le preguntó a Davy si se encontraba bien.

Davy se limitó a asentir con un movimiento de cabeza. Varios arañazos surcaban su ensangrentado rostro.

Peter empujó al joven Coxon por el huerto y por el césped y lo hizo entrar en la cocina. La señorita Peamarsh miró desde la chimenea a Fred Coxon, que mantenía la cabeza baja.

—Conque es este el ladrón de carneros, ¿eh? ¿Qué tienes que decir en tu defensa? —le interrogó.

Sin levantar la cabeza, Fred Coxon gruñó:

—No voy a decir nada.

—Ya veremos —replicó la señorita—. David, ve a la vicaría y pídele al pastor Murray que tenga la bondad de venir. Dile que es urgente y pregúntale si no sería prudente que trajese al padre del chico. Pero antes lávate la cara.

Davy asintió y se marchó en el acto.

Conturbado por lo que le contó Davy, el pastor Murray se encontraba en un brete. Dada la enormidad del crimen sabía que su deber era avisar a la justicia. Pero ¿cuáles serían las consecuencias? ¿La cárcel? ¿Qué hubiera hecho Cristo en su lugar? ¡Qué difícil le resultaba tomar una decisión! Unos minutos más tarde, Davy llamó a la puerta del señor Coxon, y este se quedó sorprendido al ver al muchacho en el umbral. A la luz de la linterna pudo ver también al pastor sentado en su calesín.

—¿Qué significa esto? —exclamó.

—Sea razonable, señor Coxon —le gritó el pastor Murray—, y acompáñeme a la finca Peamarsh; allí está retenido su hijo, pues le han cogido atrayendo a un perro con cebos de carne de carnero.

—¿Qué… qué quiere decir?

—Lo sabe usted perfectamente, señor Coxon. Me consta que su hijo no pudo cometer esta fechoría por su cuenta. ¿Me va a acompañar por las buenas o tendré que llamar al juez?

La esposa de Coxon se acercó, chillando:

—¡Ya te lo advertí!

—¡Cállate! ¡Maldita sea! —rugió su marido, y agarrando el abrigo y la gorra salió y subió al calesín.

Davy nunca había asistido a un juicio, pero le pareció que en la cocina había el mismo ambiente que en la sala de un tribunal. El señor Coxon amenazaba a gritos con hacer que los encarcelaran a todos por difamarle y, al mismo tiempo, aconsejaba en voz baja al muchacho lo que debía decir y lo que no debía decir. Contrastaban con sus gritos el tono mesurado del pastor Murray y las severas interjecciones de Peter Talbot. Los únicos que no habían abierto la boca eran la señorita Peamarsh, el pequeño John Willie y el propio Davy.

Pero en ese momento, la señorita interrumpió otra larga diatriba de Matthew Coxon y exclamó con voz cortante:

—¡Cállese! Es usted culpable del robo de un carnero, pero con la agravante de utilizar un animal para inculpar a un inocente. Ahora bien, o se reconoce culpable del delito y firma un documento que le redactará el padre Murray o mañana por la mañana lo meterán a usted en chirona. Elija. Puede usted decir que sí o que no.

El silencio se abatió en torno de la mesa. Todos los ojos estaban fijos en Matthew Coxon, cuyo rostro encendido por la cólera había adquirido ahora una sucia tonalidad grisácea. Con la cabeza baja y la voz ronca, dijo:

—Yo no lo robé. Lo encontré muerto. Estaba… estaba podrido.

—No, en absoluto. Los trozos de carne que vi no estaban podridos —replicó Peter.

Los dos hombres se miraron fijamente a la luz de la lámpara, hasta que Coxon balbució:

—Le aseguro que sí: estaba podrido.

El pastor tomó la palabra.

—Bien, sólo nos queda decidir qué medidas deben tomarse contra usted. —Dirigiéndose a la señorita Peamarsh, agregó—. Me parece justo que sea el muchacho quien decida si le entregamos a la justicia o adoptamos una actitud más clemente Hijo, te corresponde a ti tomar la decisión.

Los ojos de Davy recorrieron los rostros que le rodeaban hasta encontrarse con el de Matthew Coxon. Experimentó arrebato de triunfo al leer el miedo terrible que se reflejaba en él. Con sólo decir una palabra, Coxon y su hijo irían a la cárcel. Vio las gotas de sudor que se deslizaban lentamente por la frente de Coxon. Luego, dirigiéndose a la mujer que les había acogido a él y a su hermano en su casa, dijo:

—Que se haga lo que ha dicho la señorita Peamarsh. Pero pido que se añada algo al documento; que el asunto del carnero se hará público si este hombre trata de volver a perjudicarnos a mí o a los míos.

El pastor dejó escapar un largo suspiro.

—¿Tendría usted la amabilidad, señorita Peamarsh, de traerme recado de escribir?

En la cocina reinó un tenso y embarazoso silencio que sólo se rompió al regresar la señorita Peamarsh.

Todas las miradas se dirigieron al pastor, que empezó a escribir en una hoja de papel. Cuando terminó, leyó en voz alta el texto que acababa de redactar y en el que se reseñaban todos los aspectos del asunto. Luego, empujando el papel sobre la mesa, dijo:

—Haga una cruz aquí, Coxon, junto a su nombre. —Esperó que el aludido cogiera la pluma con manos temblorosas y trazara la cruz—. Ahora tú, chico, otra cruz —dijo a Fred Coxon, que le obedeció—. Y usted, señor Talbot.

Cuando el pastor se disponía a escribir el nombre, Peter le interrumpió bruscamente:

—Yo puedo firmar, señor.

—¡Oh! Muy bien —sonrió el pastor—. ¿Sabe leer también?

—Sí, sé leer —le respondió Peter con voz monótona.

Y el pastor, ligeramente sonrojado, balbució:

—Perfecto… perfecto. Ahora usted, señorita Peamarsh.

Sin titubeos, la señorita Peamarsh escribió su nombre debajo de los otros; por último, el pastor firmó el documento y plegó el papel. Mirando a Matthew Coxon, que sentado enfrente de él apretaba violentamente los puños, le anunció:

—Haré tres copias de este documento. Daré una al chico, otra a la señorita Peamarsh y conservaré la última en mi poder. Y ahora le aconsejo que tome el portante lo más pronto posible, pero recuerde, Coxon, que si de algún modo intenta molestar a este muchacho, este asunto saldrá a la luz y usted tendrá que sufrir las consecuencias, como hubiera ocurrido ahora de no ser por la indulgencia de Davy.

Matthew Coxon fue el último en levantarse. Parecía estar agarrado a la mesa en busca de apoyo. Después de mirar a todos los presentes como si fuera a asesinarlos en el acto, salió con pasos pesados de la cocina para reunirse con su hijo, que ya se había escabullido y le aguardaba en el patio.

El pastor se volvió hacia Davy y comentó:

—Tienes mucha suerte, muchacho. Esta noche podría haber sido trágica para ti.

—Lo habría sido, señor, si no hubiera estado aquí el señor Talbot.

—Sí, desde luego.

El pastor se despidió y la señorita Peamarsh le acompañó hasta la puerta.

Cuando se quedaron solos en la cocina, Peter Talbot dijo:

—Ya se acabó todo, chaval. Parece sacado de un libro de cuentos, ¿verdad?

—Sí, pero todavía tiemblo al pensar cómo hubieran acabado las cosas de no ser por usted, Peter.

—¡Bah! Esta noche han aprendido una lección que no olvidarán nunca. Ahora me marcho, hijo. Tengo que poner mi casa en orden antes de acostarme.

Dejó escapar una risita antes de que Davy susurrara:

—Voy a preguntar a la señorita si puede usted dormir aquí. La señorita Peamarsh regresó cuando Peter respondía:

—No, muchacho. Gracias de todos modos, pero ya me voy.

—¿Estaba rechazando usted algo de comer, señor Talbot?

—No, señorita. Davy me ofrecía quedarme a dormir en su cuarto, no sin antes contar con el permiso de usted, desde luego.

La señorita Peamarsh los miró a los dos y también a John Willie, que estaba al lado de Davy, antes de contestar:

—Puede quedarse con el niño esta noche si lo desea.

—Muchas gracias, señorita. Le agradezco su bondad, pero si no le importa vuelvo a la mina. Me he apropiado del aposento que tenía allí Davy. Buenas noches a todos.

—Espere un momento. Llévese algo de comer y… una bebida caliente. Siéntese un segundo. —Y le indicó una silla con gesto imperioso.

Peter obedeció y, mirando a Davy, esbozó una sonrisa. Los dos la vieron preparar unos cuantos emparedados de queso Luego cogió unos huevos y preguntó a Peter si tenía una sartén en la mina; este meneó la cabeza afirmativamente.

Al coger el paquete de comida, Peter recitó con suavidad:

—«Y el samaritano le condujo al mesón y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios se los dio al mesonero, diciendo: Cuida de él, y lo que gastes de más, a la vuelta te lo pagaré». Me gusta saldar mis deudas, señorita. Y tal vez pueda hacer algo por usted algún día.

—Me alegro que conozca usted la Biblia, señor Talbot —replicó la señorita.

—Me educaron en su lectura. Bueno, ahora buenas noches, señorita, y gracias otra vez. —Peter apretó levemente el hombro de Davy al despedirse—: Hasta pronto, hijo. Adiós a ti también, pequeño —y acarició la barbilla del niño.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Peter Talbot, la mujer permaneció inmóvil durante varios segundos antes de volverse hacia Davy y decir con brusquedad:

—Basta de emociones en un solo día. Comed algo y luego iros a la cama los dos. —Y con estas palabras salió de la cocina.

John Willie emitió un débil «uaah». Davy se sentía agotado. Cogió una rebanada de pan, la untó de mantequilla y se la entregó a su hermano. Después, indicándole que le siguiera, cruzó el patio y subió las escaleras hasta llegar a las habitaciones que ya consideraba como su propia casa. Pero aquella noche no encendió el fuego, como solía hacer, para sentarse junto a él con John Willie y mirar el libro de estampas que le había dado la señorita Peamarsh. Se desvistió inmediatamente. John Willie le imitó y se acostaron.

Antes de quedarse dormido, Davy rememoró los acontecimientos del día. Revivió la escena que se había desarrollado en torno a la mesa de la cocina, que le había parecido como la sala de un tribunal. Casi se sintió enfermo al pensar que la señorita Peamarsh pudiera haber ocupado el lugar de Matthew Coxon para ser juzgada. Pero ¿por qué delito? Sí, ¿qué delito?