5

La madre de Davy solía decir que, si transcurría una semana entera sin problemas, la vida era demasiado bella para ser real. Davy se acordó de aquel dicho materno durante la tercera semana de su estancia en la finca Peamarsh.

El primer acontecimiento fue de su agrado. Había propuesto a la señorita quitar la herrumbre de la verja principal. Se sentía orgulloso de contribuir a arreglar la finca. Un día frío y triste estaba lijando las barras cuando pasó por la carretera una alta silueta a la que no habría prestado atención de no ser por el cabello rojo que salía por debajo de la negra gorra. En seguida reconoció al hombre que se había ido a escondidas del asilo.

—¡Eh! ¡Usted! —le gritó.

El hombre se dio la vuelta y vio quién le llamaba antes de acercarse a grandes zancadas.

—Hola, chaval. ¿Qué haces aquí?

—Me ha… me ha contratado la señorita Peamarsh.

—¿La señorita Peamarsh? ¿Te refieres a esa mujer tan excéntrica?

—Bueno, no es como dicen. En realidad, con nosotros se ha portado muy bien.

—Me alegro. ¿Y te ha dado trabajo para siempre?

—Para todo el invierno al menos. Y tenemos habitaciones para nosotros solos. Además, cuidó de mi hermano. Estaba muy enfermo cuando nos encontró en el pabellón de su finca, donde dormíamos. Creí que aquello era el fin, pero nos alojó y se ocupó de John Willie. Y ahora el niño está bien. Y, ¿sabe usted?, me está enseñando a escribir. Ya sé escribir mi nombre, y pronto sabré leer también.

—Nunca te sentirás solo si sabes leer, muchacho.

—¿Usted sabe leer?

—Sí, y escribir también, gracias a Dios —repuso el hombre con una sonrisa.

—¿No ha encontrado trabajo en ninguna parte?

—No, de modo que he vuelto por aquí. Estoy durmiendo en la antigua mina. Encontré un par de mantas, una cacerola y algún que otro bártulo.

—Me alegro de que fuera usted quien los encontrara. Vi que habían desaparecido y creí que los había cogido un antiguo vecino mío.

—¿Son tuyos, chaval?

—Sí, pero se puede usted quedar con ellos.

Un sentimiento casi de culpabilidad se apoderó de Davy. El hombre tenía las mejillas hundidas y el rostro demacrado. Impulsivamente, Davy introdujo la mano en su bolsillo trasero en busca de la bolsa de cuero donde guardaba su paga. Contenía, en total, cuatro chelines. Cogió dos monedas y se las tendió al hombre por entre las barras. Pero este meneó negativamente la cabeza:

—No, hijo, no puedo aceptarlo. Gracias de todos modos.

—Cójalo —insistió Davy—. Me lo devolverá cuando encuentre trabajo.

El hombre apretó los labios y estrechó la mano de Davy entre las suyas.

—Gracias, muchacho. No sé cómo, pero algún día te lo devolveré. A veces ocurren milagros.

—No se preocupe. ¿Volverá usted por aquí?

—Sí, aunque sólo sea para pagarte los intereses. —Y se fue bruscamente.

Davy le vio alejarse por la carretera. Debía estar casi muerto de hambre. ¡Si pudiera darle tan siquiera la mitad de su comida, llevársela a escondidas! ¡Pero no! La señorita Peamarsh se enfadaría si se enterase. Había dicho que podían salir todos los domingos. Bueno, pues el próximo domingo iría a visitarle a la mina.

El siguiente acontecimiento fue anunciado por el sonido de la campana.

Davy y John Willie acababan precisamente de regresar a la cocina. Habían estado buscando a Husmeón. En dos o tres ocasiones, durante la semana anterior, el perro había desaparecido y ya no comía con tanta voracidad como antes.

La señorita Peamarsh levantó la vista de la mesa donde amasaba el pan y les preguntó:

—¿Lo habéis encontrado?

Davy iba a responder cuando sonó la campana. Vio cómo la mujer sacudía la cabeza y se limpiaba la harina de las manos, al tiempo que preguntaba:

—¿Quién puede ser?

—No lo sé, señorita. ¿Voy a ver quién es?

Aspiró profundamente y asintió despacio con la cabeza:

—Sí, sí, David; toma la llave. —Señaló la llave que colgaba de un gancho clavado junto a la puerta de la cocina. Luego, cuando John Willie se disponía a acompañar a su hermano, le indicó con un gesto que se quedara con ella.

Parecía que le gustaba tener a John Willie trabajando en la cocina. El niño llevaba los platos de la mesa al fregadero y recogía con un cepillo las cenizas y los tizones que se desprendían del fogón. Era extraño, reflexionó Davy, que John Willie la hubiera aceptado incondicionalmente desde el primer momento y mostrara más desenvoltura con ella que antes con su propia madre.

Davy vio a un hombre que aguardaba al otro lado de la verja. Lo reconoció en el acto: era el señor Potter. Este, una vez que Davy abrió la puerta, le preguntó al entrar:

—¿Qué haces aquí?

—Trabajo aquí.

—¿Qué?

—Pues que trabajo aquí.

Davy empezó a sentirse molesto. Tal vez ese hombre fuese amable con la señorita Peamarsh, pero el hecho es que no le gustaba nada a Davy. Dan Potter era bajo y regordete. Tenía una enorme verruga en la nariz y daba la impresión de que su cabeza le salía directamente de los hombros porque apenas tenía cuello.

—¿Desde cuándo?

—Oh, hace ya algún tiempo. Varias semanas.

Mientras subían en silencio por la avenida, Davy miraba el encarnado semblante de Dan Potter. Se había puesto de uñas. ¿Qué podía importarle que Davy trabajara allí o no? Cuando llegaron a la puerta trasera, Davy se disponía a llamar con los nudillos, como siempre. Pero Potter se le adelantó, abrió la puerta y entró en la cocina.

—¡Usted! —La señorita Peamarsh miró rápidamente a Davy y a John Willie, y añadió en un tono más suave—: No le esperaba, Potter.

—Ya lo sé, señorita… pero como tenía que despachar un asuntillo por aquí, pasé a saludarla. Veo que ha contratado personal.

Davy advirtió que la señorita Peamarsh se engallaba y que su actitud indicaba a cualquier persona sensata que no se entrometiese. Pero aparentemente, Potter no lo entendió así a juzgar por lo que agregó;

—Es una locura, señorita.

La señorita se volvió bruscamente y dijo:

—Tenga la amabilidad de acompañarme al despacho, Potter. —Y los dos salieron de la cocina.

Davy y John Willie se arrimaron uno al otro instintivamente y se quedaron mirando la puerta que conducía al vestíbulo. Luego John Willie alzó la cabeza y, mirando a Davy emitió varios «uaahs», a los que Davy asintió.

—Sí, aquí pasa algo muy sospechoso —le susurró.

Davy caminó de puntillas hasta la puerta que daba al vestíbulo, la abrió y escuchó. Pudo oír un murmullo de voces. Se quitó los zuecos y, con ellos en la mano, entró en el vestíbulo.

Sabía cuál era la puerta del despacho porque la señorita le había pedido que trasladara allí un escritorio. Era la segunda a la izquierda, frente a la escalera. Todas las puertas estaban profundamente empotradas en la pared y Davy se quedó escuchando junto a la primera.

De pronto le sobresaltó el tono áspero y violento de la señorita Peamarsh.

—¡Maldito sea, Potter! ¡Maldito sea usted! Le repito que no.

¡Ahí va! Davy no estaba acostumbrado a oír palabrotas en boca de gente como la señorita, que era, además, hija de pastor. Luego oyó el tono agresivo y amenazador de Potter:

—En su lugar, señorita, yo no adoptaría esa actitud altanera. Se está portando como una tonta.

—¡No se atreva a hablarme así! Una persona puede aguantar hasta ciertos límites, Potter. Y no es la primera vez que pienso que estoy pagando un precio demasiado caro por su silencio.

—Bueno, en su lugar yo lo pensaría dos veces. De todos modos, ¿qué son cien libras?

—¡Usted es un canalla, Potter! Me quita dos tercios de mis ingresos. ¿Cómo puede esperar que encima le dé cien libras?

—Señorita, usted tiene porcelanas. Por dos o tres piezas le darían más de la suma que le pido.

—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Cómo se atreve a proponerme que venda mis bienes!

Davy se disponía a volver a la cocina, pero se quedó paralizado cuando se abrió la puerta del despacho y la señorita Peamarsh gritó una sola palabra:

—¡Fuera!

Con la mano empezó a tantear instintivamente a su espalda hasta encontrar el picaporte. Al instante se deslizó en la primera habitación, cuya puerta volvió a cerrar, quedándose pegado de espaldas a ella sin atreverse apenas a respirar.

Escuchó asombrado la encolerizada réplica de Potter:

—Creo que comete una locura, señorita. Después de todo, ¿es que va a echar de menos dos o tres chucherías?

—No. De una vez por todas le digo que no. El chantaje es un grave delito que podría llevarle a la cárcel. Y permítame decirle, Potter, que si hace diez años no hubiera estado tan angustiada, esta situación no se hubiera producido jamás. Le advierto que soy capaz de informar a la justicia de todo.

—Usted no hará eso, señorita —repuso Potter despectiva y burlonamente—. Piense en el buen nombre de la familia.

—¡Salga! ¡Salga inmediatamente!

—Sí… ya me voy. Le voy a dar tiempo para que lo piense. Pero volveré. ¡Ah! Y otra cosa. Está usted corriendo un gran riesgo con esos dos chicos aquí. Siga mi consejo y despídalos.

—Cuando necesite su consejo, Potter, se lo pediré. Y ahora váyase.

Davy oyó cómo se abría y se cerraba la puerta de la cocina y, por último, la puerta trasera que se cerró con estrépito. Si la señorita preguntaba por él, John Willie le indicaría el vestíbulo, y Davy no quería que lo encontrase allí.

Miró a su alrededor. La estancia, sombría y espaciosa, albergaba multitud de muebles enfundados. A lo largo de la pared más distante se alineaban vitrinas llenas de piezas de porcelana. Davy se dirigió a la ventana, pero se detuvo ante la chimenea para observar un imponente retrato que colgaba de la pared. Era el retrato de un hombre, de pie, junto a un caballo. Vestía ropa de montar y brillantes polainas de cuero. Algo se destacaba en el cuadro pese a la oscuridad: una piedra roja engastada en el alfiler de la corbata anudada al cuello del hombre, el cual, demasiado joven para ser el pastor, debía de ser su hijo, el hermano de la señorita Peamarsh.

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Davy se escurrió tras las cortinas, abrió la ventana sin prisas, saltó al exterior y volvió a cerrarla, sabiendo que luego tendría que venir a echar el pestillo desde dentro. Se puso los zuecos, corrió hacia la puerta trasera de la casa y se encontró con la señorita Peamarsh que le esperaba en el patio.

—Vete a la entrada, muchacho. Después de salir el señor Potter, echa el cerrojo.

Mirando su pálido rostro, le contestó:

—Sí, señorita. —Y se precipitó hacia la cocina para coger la llave. Luego corrió por la avenida hasta llegar a la verja, donde ya le aguardaba Potter.

El rostro del hombre estaba casi amoratado. No habló hasta después de cruzar la verja. Y entonces, apuntando a Davy con el índice, le dijo:

—Si tienes una pizca de sensatez, chico, vete de aquí lo antes posible. No sabes en lo que te has metido.

Davy le devolvió a Potter su feroz mirada y cerró la verja. Al subir hacia la casa se detuvo a medio camino, y llevándose la mano a la barbilla se la frotó pensativo. ¿Qué habría hecho aquella mujer? Debía de ser algo horrible si le entregaba tanto dinero a ese individuo por su silencio. Y, fuera lo que fuere, esa era la razón de su aislamiento. Algo criminal, algo, sin duda, que Potter había descubierto cuando trabajaba en la casa. Davy movió preocupado la cabeza y continuó subiendo por el sendero hasta llegar a la cocina.

John Willie estaba solo. Corrió hacia su hermano emitiendo tres rápidos «uaahs». Luego se llevó la mano a la cabeza y fue bajándola despacio por su rostro para decirle que la señorita parecía triste. Davy asintió. El niño señaló hacia la puerta del vestíbulo, pero su hermano rechazó la sugerencia. No se atrevía a entrar allí a menos que ella le llamara.

En ese momento se abrió la puerta para dar paso a la señorita Peamarsh, que se fue directamente a la mesa y se puso a amasar el pan como si nadie la hubiese interrumpido en su trabajo.

—¿Habéis encontrado a Rex?

—¿Rex? No, señorita.

Levantando la cabeza, le reprendió:

—¿Por qué me miras así, muchacho? No te quedes ahí parado y ve a buscar al animal.

—Sí, señorita. —Abrió la puerta y riendo con alivio dijo—: Aquí está. Viene por el patio.

John Willie corrió hacia el perro, le agarró por su collar de pelo y lo trajo a la cocina. El animal masticaba algo.

Agachándose, Davy abrió la boca de Husmeón y sacó de entre sus mandíbulas un largo trozo de ternilla.

—Es carne… —murmuró—, carne cruda, señorita. Y hay un poco de lana pegada a la piel. Es de carnero…

Las manos de la señorita Peamarsh se inmovilizaron en el cuenco de harina. Ella y Davy se miraron en silencio. No era la primera vez que un perro pastor se volvía cimarrón si estaba hambriento. Pero Husmeón no había pasado hambre últimamente.

La señorita Peamarsh se acercó para examinar la ternilla que colgaba de los dedos de Davy.

—No, señorita —dijo este rápidamente—. Husmeón nunca ha matado. Es tan inofensivo como un cordero.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? Los instintos salen a la superficie tarde o temprano. Ya sabes lo que esto significa muchacho. ¿Sabes cómo se castiga el robo de un carnero? Puedes terminar en presidio si se prueba que conocías las fechorías de tu perro. Y en cuanto al animal, la cosa es grave…

Ambos miraron al perro, que se había tumbado satisfecho en la esterilla al lado de John Willie. Como de costumbre, el niño tenía los brazos echados alrededor del cuello del animal, pero en su rostro se leía una terrible aprensión.

—Bueno. —La señorita Peamarsh aspiró con fuerza—. Enciérralo en la leñera hasta que sepamos lo que ha hecho.

Davy obedeció. Tuvo que separar a John Willie del perro antes de poder cerrar la puerta de la leñera. Y cuando el niño empezó a protestar, Davy le reprendió:

—¡Cállate! ¿Me oyes? Como ha dicho ella, el perro puede no ser el único que pague el pato. ¿Lo entiendes, di?