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Davy estuvo quitando el polvo, barriendo y fregando sin tregua durante tres días consecutivos hasta que todo quedó dispuesto en los cuartos en que iba a instalarse con John Willie.

Remató su obra cuando colocó la jarra sobre la repisa de la chimenea. Lleno de orgullo, retrocedió unos pasos para admirarla, La jarra era preciosa y aquí lucía mucho más que en la chimenea de su propia casa, que estaba siempre atestada de cachivaches y chucherías.

Descendió las escaleras con el último cubo de agua sucia y lo vació en el pozo negro, cerca de lo que fuera antaño un huerto de legumbres. Después se dirigió a la bomba de agua situada al fondo del patio. Se lavó las manos y se las pasó sobre los cabellos para secárselas y, al mismo tiempo, alisar así los mechones rebeldes.

Ya oscurecía cuando llamó con los nudillos a la puerta de la cocina. La abrió después de que una voz le invitara a entrar, pero se detuvo un minuto en el umbral para abarcar el cuadro que tenía ante los ojos. John Willie estaba incorporado en la tumbona y la señorita Peamarsh cosía sentada cerca del hogar. La cocina despedía un agradable olor a pan recién salido del horno.

—He acabado, señorita. Todo está listo. Sólo falta el colchón.

—Seré yo quien decida si todo está listo o no. Enciende una linterna para ir a echar un vistazo.

—Sí, señorita.

Davy encendió una de las dos linternas colocadas en la mesa del rincón. Al hacerlo miró a John Willie. El niño le sonrió y le hizo señas con los dedos, lo cual, según pudo apreciar Davy, no pasó desapercibido a la señorita, que acababa de levantarse para guardar su costura. Como siempre que salía, la mujer miró a John Willie y movió el dedo índice. El pequeño le respondió con una radiante sonrisa.

Davy había cavilado mucho durante estos tres días sobre la relación que se había establecido entre su hermano y aquella mujer, de humor imprevisible, que tan pronto le reñía a voz en grito como le ofrecía un plato lleno de comida. Por cierto que nunca había probado nada semejante. La víspera había cenado una enorme patata asada abierta por el centro y rellena de queso derretido, y luego unas natillas hechas con huevos que le supieron de maravilla. A John Willie ella le atracaba de natillas todos los días. Le sorprendía a Davy que una señora como aquella tuviera que limpiar la casa, cuidar de la vaca y de las gallinas y sacar el estiércol de los establos. Hizo el firme propósito de encargarse de esa pesada tarea una vez terminada la limpieza de su cuarto.

Davy la siguió a través del patio y escaleras arriba, hasta los cuartos. Levantando la linterna, la señorita examinó las paredes, la mesa y las sillas, el pequeño banco y el aparador. Luego cogió la jarra.

—¿De dónde la sacaste? —inquirió severamente.

—La teníamos en casa, señorita. Perteneció a mi abuelita.

La señorita Peamarsh dejó a un lado la linterna, cogió la jarra con ambas manos, y luego preguntó en un tono más suave:

—¿Sabes el valor de esta jarra, muchacho? Si no me equivoco, es una pieza muy antigua de porcelana de Chelsea. Puede valer mucho dinero.

—¿De verdad, señorita? ¿Cuánto calcula… más de una libra?

La mujer tragó saliva antes de responder:

—Sí, más de una libra. Yo diría que si lo llevaras al sitio adecuado te darían una buena suma. ¿Cómo te las ingeniaste para no romperla en vuestras andanzas?

—John Willie era quien La llevaba. No es fuerte, pero sí muy cuidadoso.

La señorita meneó la cabeza y dijo con dulzura:

—Sí, no me sorprende. —Lentamente volvió a colocar la jarra sobre la repisa—. Has hecho un buen trabajo. Pero pienso que el niño debería permanecer en la cocina otra semana. No se ha restablecido del todo.

—Lo que usted mande, señorita… ¿Me permite que le diga una cosa?

Se volvió hacia él y dijo:

—¿Qué?

—Sólo esto, señorita. ¿Podría encargarme de sacar el estiércol del establo a partir de mañana? Luego podría empezar a cavar el huerto y podría desbrozar…

—Te permito ocuparte del huerto —le interrumpió—, pero, como ya te dije anteriormente, no quiero que se toque la parte norte de la finca. Prefiero dejarla en estado salvaje. ¿Me has entendido?

—Sí, señorita. La he entendido.

Levantando la linterna, le iluminó el camino de regreso por la escalera y el patio. De vuelta a la cocina, la mujer se fue directamente hacia la tumbona y arregló las ropas que cubrían a John Willie. El niño se lo agradeció con una sonrisa.

Davy esperaba que le dijese qué debía hacer a continuación, pero la señorita se enderezó y le dijo de repente:

—Siéntate.

Obedeció y tomó asiento al otro lado de la cama de su hermano, mientras ella se sentaba al pie de la misma, alisándose la falta de su vestido, un vestido gris que le daba un aspecto muy distinto del que tenía con la vieja falda de sarga negra y la blusa que usaba habitualmente. Davy quedó asombrado al oír:

—De ahora en adelante, te llamaré David. ¿Cuánto ganabas en la mina?

—Bueno, señorita, según… A veces dieciséis chelines cada quince días; otras, sólo de cuatro a seis semanales, y…

La mujer señaló a John Willie con la cabeza.

—Él nunca ganó nada, señorita. Era demasiado enclenque.

—Bien, David; nunca podré darte dieciséis chelines quincenales, ni siquiera, me parece, cuatro o seis semanales. ¿Me entiendes?

—Sí, sí, señorita, yo…

—No me digas que estás dispuesto a trabajar gratuitamente. Eso sólo lo dicen los hombres hambrientos. —Echó una ojeada a Husmeón, tumbado cerca del fuego—. Otra cosa. Husmeón no es un nombre apropiado para un perro. En adelante le llamaremos Rex.

Bueno, allá ella si quería llamarlo Rex. Davy también tendría que llamarle así en su presencia, pero no obstante siempre seguiría siendo Husmeón para él.

—Ahora, hablemos de tu jornal. No puedo prometerte más de dos chelines semanales. No me digas que te conformas con esto para el resto de tu vida. Tan pronto como el niño se haya restablecido totalmente y termine el invierno, la mina y sus fuertes salarios te llamarán.

¡Si supiera ella cuánto le atemorizaba la idea de volver a bajar al pozo! Pero la dejó hablar.

—Sin embargo, tendrás compensaciones: la comida, la casa, y —marcó una leve pausa— tu educación.

—¿Educación, señorita? —repitió boquiabierto y con los ojos atónitos.

—Me propongo enseñarte a leer y escribir, y al mismo tiempo, espero poder inculcar unos rudimentos de letras a este niño —señaló a John Willie, que les miraba como si siguiera perfectamente la conversación.

Davy dijo con entusiasmo:

—¿Sabré escribir mi nombre, señorita?

—Así lo espero, y mucho más aún. Empezaremos ahora mismo. Esperar sólo equivale a perder tiempo. Quédate ahí hasta que vuelva —le pidió al levantarse.

Pero apenas se había ido cuando Davy acercó su silla a la cama y susurró a John Willie:

—¿Estás bien?

Como si hubiera oído, el niño inclinó la cabeza dos veces, apretó con fuerza la mano de su hermano y la llevó a su mejilla.

Al oír los pasos de la señorita Peamarsh, Davy empujó la silla, volviéndola a su anterior posición. La mujer regresó a la cocina con una lámpara. Cogió una astilla del fuego y la encendió. Luego pidió a Davy que la siguiera.

El muchacho nunca había pasado de la cocina. Al entrar en el vestíbulo vio que era una pieza hermosa forrada de madera. Justo antes de subir la escalera de roble, vio a la vacilante luz de la lámpara retratos de hombres y mujeres colgados en lo alto de las paredes.

Una vez en la planta superior subieron por un empinado tramo de escalera hasta un largo y angosto ático que corría a todo lo largo de la casa. La señorita Peamarsh dejó la lámpara sobre una mesa en cuyos extremos había dos sillas de respaldo muy recto. Se acercó a unas estanterías y volvió con tres gruesos libros en la mano.

Davy la vio dirigirse luego a un rincón del ático y elegir una caja.

—Es suficiente por ahora —comentó.

Davy pensó que contemplaba la estancia como si fuera la primera vez que la veía.

—Era la habitación de los niños y nuestra sala de clase

—explicó, mirándole.

—¿De verdad, señorita?

—Sí.

Por un momento, el muchacho la imaginó junto con su hermano cuando de niños, muchos años atrás, aprendían a leer sentados ante esta mesa.

—Toma los libros y la caja —le pidió con voz triste.

Davy obedeció y la siguió escaleras abajo.

Ya en la cocina, la mujer volcó la caja, desparramando su contenido sobre la mesa. Davy vio un revoltijo de letras enormes y de números.

—Ayúdame a acercar la cama del niño a la mesa.

Cuando Davy levantó la cabecera y ella los pies de la tumbona, la mujer, mirando hacia él por encima de John Willie, dijo:

—Este niño no es tonto y no debemos tratarle como si lo fuera. ¿De acuerdo?

—Sí, señorita. —Le hubiera gustado agregar: Yo nunca lo traté como si lo fuera, pero no quiso corregirla. Si ella creía haber descubierto por sí misma la inteligencia de John Willie, no iba a ser él quien la contradijera.

Se sentaron a la mesa, los dos hermanos enfrente de ella. La mujer escogió una letra, la sostuvo en alto y dijo:

—A. —Con los ojos puestos en Davy, ordenó—: Repite conmigo, A. ¡No mires al niño! Él seguirá nuestras lecciones. Presta atención a lo que te digo. Esta letra es la A. Di A.

—Aa.

—Así no. No es Aa, sino A. Di ama.

—Ama.

—Bien. Ahora repite A.

—A.

—Así está mejor. Ahora B.

—B.

Aquello duró una hora. A, B, C, luego D, y por fin E. Davy se preguntaba si en realidad era necesario tanto esfuerzo para saber escribir su nombre. Pero, por lo visto, no le iba a quedar más remedio que aplicarse a ello. Por muy extraño que fuera, Davy quería complacer a la señorita Peamarsh por encima de todo, y no sólo por el trabajo y el techo que les cobijaba.