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El agua irrumpió a raudales entre los mineros. Era como si el fondo del pozo se hubiese abierto, dejando paso libre al mar. A la luz de las temblorosas linternas, la superficie del agua, cubierta de polvo de carbón, se confundía con el suelo de la mina. Davy Halladay se convenció de que era agua al sentir frío primero en las piernas, luego en los muslos, y por fin en la cintura. Llamó desesperadamente a su padre:

—¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde está John Willie…? ¡John Willie no está aquí!

Su voz se perdió entre los gritos de los mineros que trataban de asirse a los puntales que reforzaban el techo de roca.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Oh…!

Una oleada de agua sucia ahogó sus angustiosos gritos. Antes de ir a parar entre los cuerpos de los demás mineros, vio cómo la cabeza de su padre se hundía en la negra espuma. Luego, arrastrado por los hombres y la corriente, fue dando tumbos y boqueando. Supo que iba a morir y que iría al infierno tal como le había dicho la señorita Peamarsh.

Debería haber pensado que la profecía de la mujer se cumpliría, puesto que la profirió en domingo. Sucedió un día en que intentaba ayudar a su hermano a meterse por un agujero oculto entre matorrales que había en el tapial de la finca. El muchacho se había introducido en la propiedad para coger moras, ya que las zarzas del inmenso y descuidado jardín de la Mansión George rebosaban de fruto… Luego había visto la vaca. Todos sabían que el animal daba más leche de la que la señorita Peamarsh, dueña de la finca, pudiera necesitar. Por canto, se acercó a la vaca para ordeñarla y recogió la leche en el cubo que llevaba para las moras. Después entregó el cubo a John Willie, invitándole a beber la leche. Aunque el niño no podía oírle, Davy no dejaba de hablarle. Creía firmemente que, de haber podido alimentarse convenientemente, el niño no sería ahora sordomudo. Nunca había oído hablar de ningún sordomudo hijo de padres ricos.

Cuando les sorprendió la señorita Peamarsh, Davy apretó el cubo con ambas manos mientras ella le miraba con fijeza.

—Irás al infierno, muchacho, y él te acompañará —dijo.

Lo de «él te acompañará» se refería a John Willie, en quien tenía los ojos clavados. Pero el niño no bajó la vista. Todos le miraban siempre así. Parecían fascinados por aquellos ojos del pequeño, hermosos como los de una gacela.

—¡Dios Todopoderoso! ¡No permitas que vaya al infierno! ¡Papá! John Willie! —gritaba Davy. Pero en vez de hundirse en las turbulentas aguas, algo que le había enganchado del pelo le arrastraba fuera de ellas.

Sintió que las rocas le arañaban las piernas y el cuerpo, hasta que de pronto se encontró fuera del agua, tumbado boca abajo. Unas manos le acariciaban. Con un esfuerzo, Davy se volvió de costado. Rápidamente levantó las manos para palpar los brazos, el rostro y la cabeza de su salvador, y exclamó entre balbuceos:

—John Willie! ¡Oh! John Willie!

Desde sus primeros años, John Willie tenía por costumbre pasar las manos a Davy por la cara, tal como lo haría un ciego. A veces Davy se despertaba por la noche acariciado por aquel hermano suyo tan singular que le pasaba la mano por el pelo o seguía el perfil de su nariz con el dedo. Davy pudo así identificar a su hermano en la oscuridad. Y lo reconoció no sólo por los delicados rasgos de su cara, sino también por el tacto suave y sedoso de sus cabellos, aunque ahora estuvieran mojados y manchados de carbón. Si el cuerpo del niño creciera con la misma rapidez que su cabello, pensó Davy, John Willie sería un gigante y no un sordomudo chiquitajo, «Halladay el tonto», como le llamaba la gente.

Davy sabía perfectamente que su hermano no era tonto. Una inteligencia se ocultaba tras su silencio y su sordera. Sin embargo, él era el único en opinar así. Hasta su propio padre consideraba al pequeño un imbécil.

A los diez años, John Willie tendría que haber ganado un chelín diario en la mina. En aquellos lugares angostos y demasiado bajos y estrechos para el paso de caballerías, se empleaba a niños de su edad, enganchados con cadenas, para que arrastraran las carretillas a gatas por los túneles. Pero John Willie no servía para ese trabajo: ni para nada, afirmaba su padre.

Davy tuvo la osadía de contradecirle, y un día insistió en que no bajaría a la mina si no le acompañaba John Willie, aunque al niño no le pagaran, porque dejarle en el pueblo era como abandonarle a merced de sus vecinos. En efecto, no faltaba nunca quien lo apedreara cuando se lo encontraba en el camino, pues aquellas gentes supersticiosas pensaban que cruzarse con un sordomudo traía mala suerte.

La pandilla de los Coxon, compuesta por diez hermanos, era la más temible. Su juego favorito de los domingos, cuando no trabajaban, consistía en hostigar a John Willie y divertirse a su costa. Le arrinconaban entre todos y le zarandeaban de un lado para otro como si fuera una pelota. El padre de John y el señor Coxon llegaron una vez a las manos por este motivo.

Pero ahora ¿dónde estaba su padre? ¿Y en qué lugar de la mina se encontraban ellos? Probablemente estarían en alguna vieja galería, encaramados a cualquier cornisa, por encima del nivel de las aguas.

Davy, medio muerto de miedo, abrazó con fuerza a John Willie. No había vuelto a experimentar semejante pánico desde el día en que cumplió siete años, cuando su padre le bajó a la mina por vez primera. Recordaba todavía el fuerte agotamiento que le agarrotaba todos los miembros del cuerpo después de pasar doce horas recogiendo trozos de carbón y llevándolos hasta una canasta que le pareció entonces del tamaño de una gigantesca cesta de la compra. Y luego, ¡qué terror al encerrarse en una especie de cubo metálico que le subió a la superficie al final de la jornada!

Pero ahora era diferente. El peligro de muerte se palpaba con más urgencia. Podían morir en cualquier momento ahogados en el agua que bullía a sus pies, o, a la larga, si no les socorrían, de hambre y de frío. Los dos hermanos, aunque abrazados, estaban tiritando.

Davy oyó un ruido que procedía de algún lugar cercano a la roca. Era como un gemido humano. Escuchó con atención. Al sentirlo de nuevo, se separó de su hermano y, acercándose a gatas hacia el lugar donde sonaba aquel lamento, empezó a gritar:

—¡Eh! ¿Quién es? ¡Oiga!

Se oyó una voz ahogada, jadeante:

—Soy Bill, Bill Cartwright. ¿Quién eres tú?

—Davy Halladay y… y el pequeño John Willie. Señor Cartwright, ¿cómo está usted?

—Creo que no tengo nada roto. Dame la mano, muchacho. Ya está. John Willie está contigo, ¿no?

—Sí… Él me sacó del agua.

—Pues qué raro. Recuerdo que alguien trató de sacarme a mí también. Casi me arrancan el pelo. Pero peso demasiado y me soltaron. Eso sí, me ayudó a subir por aquí… ¡Oh, Dios! ¡Si tuviéramos una linterna!

—¿Nos… nos encontrarán, señor Cartwright?

El viejo minero dudó antes de contestar:

—Por la galería principal no va a venir nadie, hijo. Cualquiera que haya tomado ese camino estará ahora con el Todopoderoso, eso es seguro… Bueno, deja ya de temblar. Y el pobre John Willie… me pregunto cómo va a resistir todo esto. Le tengo cogido por el brazo y me sorprende, Davy; no tiembla ni la mitad que nosotros. Déjame pensar. El Pozo de Fellburn se inundó también hace unos diez años. Aquel día murieron diecisiete hombres, pero se salvaron más del doble. Si, con la ayuda de Dios, hemos sido arrastrados hacia el Pozo de Fellburn, puede que volvamos a ver la luz del día.

Davy preguntó:

—¿De veras lo cree así, señor Cartwright?

—Sí, chico, sí. Camina a gatas, apoyándote en las rodillas y las manos, y dile a tu hermano que haga lo mismo. Sígueme de cerca.

Para que el niño entendiera lo que se le pedía, Davy le tocó con los nudillos en las rodillas y las manos y le hizo presión en la espalda. El pequeño obedeció inmediatamente y le siguió.

El lecho de roca ascendía en empinada cuesta. Siguieron así, medio a rastras por el interior de la galería, durante unos cinco minutos, hasta que el viejo minero se detuvo y dijo:

—Quedaos aquí. Voy a continuar solo.

Davy tragó saliva, a punto de suplicar: «Déjenos ir con usted, señor Cartwright. No nos deje solos, por favor…» Pero logró contenerse.

Durante unos segundos se oyó el ruido de las botas del señor Cartwright arañando la roca. Luego, el silencio se hizo tan denso como la oscuridad. Davy echó para atrás la mano y apretó el brazo de su hermano cual si sellara un pacto irremediable: acababa de penetrar en el silencioso mundo del niño. La compasión venció por un instante el miedo, y Davy tiró suavemente de su hermano para tenerlo cerca. John Willie le acarició el rostro con los dedos con aquel gesto suyo habitual, tan reconfortante.

—¡Chico! ¡Eh, chicos! —La voz procedía de arriba.

—Diga, señor Cartwright. —Davy puso de pie a su hermano y levantó la vista en la oscuridad.

—¡Estamos en el Pozo de Fellburn, muchacho! He encontrado el lugar exacto donde entibamos la galería hace unos doce o catorce años. Ahora, escúchame bien. Tanteando la pared, avanzad despacio a ras del muro. Llegaréis a un tope. Entonces tirad para arriba y trepad. Estaré esperándoos.

Galopándole el corazón, obedeció Davy las instrucciones del minero hasta llegar a una plataforma inclinada. Una vez allí, agarró al niño por la muñeca y trepó hasta que una mano pudo asirle por el cuello de la camisa. En menos de un segundo, los dos hermanos se reunían con el minero.

Permanecieron un tiempo parados los tres juntos, en estrecho contacto, presos de una excitación tan fuerte que disipó el miedo glacial que atenazaba el corazón de Davy y calmó el temblor de su cuerpo.

—Ahora, déjame pensar, hijo —dijo Cartwright con voz queda—. Si pudiera recordar la situación exacta de este lugar, podríamos salir directamente por la ladera… Tendré que ir tanteando paso a paso. Cógete a mi cinturón, y si se me va un pie agárrame lo más fuerte que puedas. El suelo está lleno de grietas. A veces, después de una inundación, las grietas son tan profundas que podrían tragarse a un carro y varios caballos. ¿Puedes hacérselo entender al niño?

—Sí, señor Cartwright, mi hermano se agarrará. —Davy colocó la mano de John Willie en su propio cinturón, indicándole que lo apretara con fuerza y le siguiera.

Así avanzaron, tanteando el terreno centímetro por centímetro, sumidos en una oscuridad absoluta. Aunque Davy había pasado la mayor parte de su vida en el fondo de la mina, nunca llegó a conocer tal oscuridad, ya que las linternas estaban siempre encendidas. No fue nunca tan desventurado como los aprendices sacados del asilo, cuyo trabajo consistía en permanecer sentados doce horas seguidas en plena oscuridad para abrir y cerrar las puertas franqueando el paso a los mineros.

El túnel volvía a ascender. El viejo minero exclamó de pronto:

—¡Estamos llegando al cruce! Hay cuatro pasadizos. ¿Cuál será el que convirtieron en desagüe?

De nuevo el silencio se abatió sobre el grupo. John Willie se apretó contra Davy, que le pasó el brazo por los hombros. Después de reflexionar, el señor Cartwright confesó:

—No consigo acordarme.

Las palabras del anciano resonaron en el silencio como una sentencia lúgubre y definitiva. Davy le preguntó suavemente:

—¿Adónde llevan los otros tres pasadizos?

—No tienen salida alguna, hijo. Los puntales se pudrieron hace años.

—Bueno, podríamos probar uno tras otro.

Davy se dio cuenta de que el minero se había alejado. Sus palabras volvieron a resonar en las paredes del túnel como un eco:

—Éste debería haberse cerrado hace tiempo; pero no; querían sacar hasta el último pedrusco de carbón. Todo el condado está lleno de pozos. El reino del carbón, así es como llaman al Tyne. Sí, un reino de esclavos, un reino de ciegos, la noche eterna, el…

—¡Señor Cartwright! —le interrumpió Davy, cogiéndole por el brazo—. No siga usted, se va a agotar. Siéntese y descanse. Yo tomaré el primer pasadizo y averiguaré hasta dónde llega.

—Ni hablar, hijo. Donde vaya uno iremos todos.

Se introdujeron por el primer túnel, y después de arrastrarse a trompicones durante más de una hora toparon al final con una pared de carbón y piedra.

Volvieron sobre sus pasos guiados por el viejo minero. Al llegar de nuevo al cruce, se desplomaron sobre el suelo húmedo y escabroso. Fue John Willie quien rompió el silencio con el único son que era capaz de proferir: «¡Uaah!. Este sonido poseía tantos matices que se había convertido para Davy en un lenguaje significativo. John Willie lo repitió tres veces, hasta que Davy le acarició la mano para calmarle. El anciano exclamó irritado:

—No le dejes que haga eso, Davy. Está ladrando como un perro.

Sí, aquello se parecía efectivamente al guau-guau de un perro. John Willie había querido recordar así a su hermano que Husmeón, su perro, se encontraba ahora atado en el patio de su casa tan solo como ellos.

Davy se levantó de un salto.

—Escúcheme, señor Cartwright, quédese con John Willie. Cójale la mano si quiere. Yo voy a mirar por este otro camino. Estoy acostumbrado a andar por esos pasadizos.

Sorprendió a Davy que el viejo minero no protestara. El muchacho colocó al niño junto al señor Cartwright y le golpeó tres veces la mano con suavidad. El niño le respondió con otro «uaah» que, esta vez, no se parecía en absoluto a un ladrido.

No había recorrido Davy muchos metros por el túnel cuando el miedo le asaltó como una enorme ola, revolviéndole el estómago y dándole arcadas.

Cuando al fin vomitó las negras y grasientas aguas, se recostó contra la roca y respiró el fétido aire que le envolvía. Luego aguzó el oído para captar cualquier posible llamada del viejo minero. Pero el silencio era total. Desalentado, pensó que al hombre ya no le preocupaba nada.

Después de recorrer aproximadamente kilómetro y medio, agarrándose a los puntales medio derrumbados que sostenían el techo de la galería, palpando las paredes y tanteando el suelo a cada paso que daba, cayó de improviso en el agua por segunda vez. Jadeante, sacó la cabeza a la superficie y descubrió que sus pies reposaban ahora en el suelo firme. Con la mano tocó la roca. Se aferró a ella y se encaramó. Entonces pudo advertir que estaba en otro túnel al lado opuesto del agua.

Continuó avanzando a gatas, muy lento, tanteando palmo a palmo el terreno. Llevaba recorridos unos quinientos metros, o al menos esa era su impresión, cuando se detuvo de repente. ¿Qué pasaba? El aire había cambiado. Davy respiró con fuerza y comprobó que, en efecto, el aire era más puro.

Se le escapó un grito de decepción cuando vio que tocaba otro muro con las manos. Pero siguió avanzando y descubrió la existencia de otro túnel. A lo lejos se divisaba un leve resplandor. ¡Era la luz del día!

Se irguió, y tuvo que refrenar las ganas de correr. No podía arriesgarse a caer en alguna grieta o charca que aún se abriera en el abrupto suelo. Cuando finalmente alcanzó el extremo del túnel, su alegría se convirtió en amarga desilusión. La luz procedía de una reducida abertura de ventilación situada muy en lo alto de la roca.

Moviendo pensativamente la cabe2a, Davy miró un buen rato la hendidura que perforaba varias capas de piedra pómez y carbón. Debía de llevar abierta muchos años, ya que la luz era débil y se filtraría a través de una espesa vegetación. Pero lo importante era que sin duda desembocaba en la ladera o en la cima del monte.

—¡Oiga! —Davy escuchó el son de su propia voz ascendiendo por la pared rocosa—. ¡Oiga! ¡Oiga! —Haciendo bocina con las manos, llamó sin cesar hasta que acabó por enronquecer. La luz fue debilitándose, lo cual le indicó que la noche se aproximaba. Volvió a gritar frenéticamente—: ¡Oiga! ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Hay alguien por ahí arriba?

Davy, exhausto, siguió llamando aún después de anochecer hasta desplomarse sobre el frío suelo y quedarse dormido.

Al despertarse, trató de desentumecer sus agarrotados miembros, presa de terribles calambres. Mientras contemplaba el retorno de la débil luz del alba, pensó en John Willie y en el señor Cartwright. Aunque el anciano era un hombre valiente, tenía ya más de setenta años. Y seguía trabajando para que no los pusieran a su mujer y a él en la calle. En efecto, los mineros, al jubilarse, perdían todo derecho a sus casas, que eran propiedad de la mina.

Davy se levantó para que la sangre volviera a circular por sus entumecidas piernas. Era ya de día. Y entonces, gracias al rayo de luz que se filtraba por el túnel, vio que existía un camino opuesto al que había seguido para llegar hasta allí. Levantó la vista hacia la rendija y gritó de nuevo. Aguardó inútilmente una respuesta, y al fin se introdujo por el túnel recién descubierto.

Una vez más iba para adelante, tanteando con mil precauciones el camino. Al cabo de unos diez minutos se quedó quieto, sentado sobre sus talones, fija la vista allá en el fondo, boquiabierto… La luz había cambiado, era más fuerte, ¡distinta!

Se levantó al momento, y emprendió la marcha a trompicones, agarrándose a los rugosos puntales hasta que tropezó contra un raíl de hierro… Se le escapó un grito de alegría. Eran raíles de los utilizados por las vagonetas tiradas por caballos. ¡Había encontrado una vieja vía para vagonetas! ¡Estaba libre! Echó a correr hacia arriba y desembocó a plena luz, en la ladera, a la entrada de una antigua mina.

Jamás el cielo le había parecido tan hermoso. ¡Había regresado al mundo, estaba vivo! Rompió a reír y llorar a un tiempo. A menos de cien metros se levantaba el muro que cercaba la finca de la señorita Peamarsh, conque estaba a menos de kilómetro y medio de su casa. Tenía que ir en seguida a la entrada del pozo de la mina, avisar a todos de lo ocurrido y acompañar a los hombres hasta donde aguardaban John Willie y el señor Cartwright.

Tambaleándose como un borracho, atravesó espesas malezas y eriales cubiertos de chinas hasta alcanzar el pozo de la mina y desplomarse a los pies de un grupo de hombres atónitos.