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La armería Rex está en Upward Road en East Fiat Rock. Es un buen sitio para una reunión privada, porque el establecimiento cierra los domingos. Nunca está de más saber que en Carolina del Norte los partidarios de las armas de fuego y el camuflaje respetan las fiestas de guardar.

Sykes y Win están sentados en sillas plegables entre armeros que contienen carabinas y aparejos de pesca. Un róbalo de más de tres kilos, colgado como trofeo en la pared, observa a Sykes con mirada líquida. Apoyado en una vitrina llena de pistolas está Rutherford, el sheriff del condado de Anderson, que es amigo de Rex; de ahí que dispusiera de la llave para franquear el paso a Win y Sykes de manera que pudieran mantener una pequeña charla sobre el caso Finlay. Rutherford tiene un aspecto que casa con su nombre, lo que no deja de ser extraño, un fenómeno del que Sykes ha sido consciente toda su vida.

Es grande y estruendoso como un tren de mercancías, amedrentador e inamovible en una sola dirección, la suya. Más de una vez les ha recordado, de una manera u otra, que Fiat Rock es su jurisdicción y les ha dejado claro que si alguien detiene a George y Kimberly Kim Finlay, será él. Para empezar, añade, tiene que entender por qué hace falta detenerlos. Así que Sykes y Win se están empleando a fondo para explicarle pacientemente los pormenores del caso, detalles que salieron a la luz cuando anoche estuvieron en vela realizando el trayecto desde Knoxville hasta allí y luego se metieron en un Best Western Motel desentrañando y volviendo a reconstruir información de un expediente al que deberían haber tenido acceso desde el primer momento, páginas y más páginas de informes, declaraciones de testigos y cerca de una docena de espantosas fotografías que tornaban muchas cosas inquietantemente obvias.

Fue Kim quien descubrió el cuerpo de la señora Finlay y llamó a emergencias a las 2.14 de la tarde, el 8 de agosto. Asegura que conducía el Mercedes sedán blanco de George, había salido a hacer unos recados y decidió pasarse a hacerle una visita. Sin embargo, varias horas antes, entre las diez y media y las once de la mañana, un jubilado que vivía a escasas manzanas de la casa de la señora Finlay en Sequoyah Hills vio a Kim en la zona al volante de su Mercedes descapotable rojo. Cuando el detective Barber le preguntó al respecto ella ofreció la sencilla explicación de que mientras iba de aquí para allá se detuvo en la zona de Sequoyah Hills para pasear a su perrita maltés, Zsa Zsa, por Cherokee Boulevard, o «el Bulevar», según sus palabras. Nada especialmente sospechoso, ya que el Cherokee Boulevard era y es un lugar al que suele ir la gente, incluidos quienes no residen en la zona, a pasear el perro. Se sabe que Kim, que no vivía en Sequoyah Hills, paseaba por allí a Zsa Zsa a diario, dependiendo del tiempo, y el 8 de agosto resultó ser un día radiante.

En su declaración a Barber, abundó en ese relato con verosimilitud razonable: dijo que llevó a Zsa Zsa de regreso a casa hacia mediodía, fue a ver a George, que estaba «en cama con un resfriado» y luego volvió a salir con el Mercedes de él porque el descapotable «tenía poca gasolina y estaba haciendo un ruido raro». De camino a la tintorería, decidió «dejarse caer» por casa de la señora Finlay, y al no responder ella a la puerta, Kim entró y se llevó el «susto más horrible» de su vida. Después pasó a contarle a Barber, hecha un mar de lágrimas, que siempre le había preocupado mucho la seguridad de la señora Finlay. «Tiene un montón de dinero, se comporta ostentosamente y vive sola, y además es ingenua, demasiado confiada», dijo, y añadió que a principios de semana, cuando «George y yo fuimos a su casa a cenar, ambos vimos a un negro de aspecto sospechoso que no quitaba ojo a la casa. Cuando aparcamos en el sendero de entrada, se marchó a toda prisa».

George, como es natural, corroboró la historia de su esposa. George, como es natural también, tenía alguna otra buena historia de cosecha propia, incluida la de que estaba «casi seguro» de que su tía se había fijado en el mismo negro varios días antes, paseando calle arriba y abajo cerca de su casa; «merodeando», según palabras de la anciana. George también estaba «casi seguro» de que «probablemente» él mismo dejó un martillo en el alféizar del dormitorio principal de su tía después de ayudarle a colgar un cuadro, no sabía exactamente cuándo, pero no mucho antes de que «ocurriera». Surgió una teoría convincente: la señora Finlay regresó a casa de jugar a tenis o hacer compras o algo por el estilo e interrumpió a su agresor, que apenas había conseguido hacerse con una caja de monedas de plata que supuestamente estaba «a la vista encima de una cómoda en el dormitorio principal».

En una de sus anotaciones, Barber escribió que, al llegar la policía, había agua en la bañera, una toalla húmeda sobre el borde y otra toalla húmeda más grande en el suelo del dormitorio, no muy lejos de donde se encontró el cadáver. Conjeturó que cuando el asesino oyó llegar el coche de la señora Finlay, «quizá se escondió» y la observó mientras se desvestía para tomar un baño, lo que «tal vez lo excitó sexualmente». En el momento en que probablemente no llevaba encima más que los «arrugados pantis azules de tenis», se encaró con ella, y cuando empezó a gritar, reparó en el martillo que había en el alféizar y lo utilizó.

Lo que Barber no tomó en consideración, al menos no por escrito, fue la posibilidad de que la señora Finlay estuviese en la bañera cuando apareció su agresor, de que en realidad éste fuese una persona a la que conocía tanto como para permitirle el acceso a su dormitorio, tal vez incluso que hablara con ella mientras seguía en la bañera o se estaba secando, quizás una amiga íntima o pariente cercana, tal vez alguien que no siempre se llevaba bien con ella. Por lo visto, a Barber no se le pasó por la cabeza que la señora Finlay pudo ser asesinada por alguien muy próximo a ella y luego se organizó todo el crimen de manera que pareciera un intento de agresión sexual en el que el enfurecido violador llegó hasta el punto de bajarle los pantis de tenis por debajo de las rodillas antes de matarla a golpes.

Según la declaración de una de las compañeras de tenis de la señora Finlay, las relaciones entre ésta y Kim se habían vuelto bastante hostiles a lo largo del verano, y la señora Finlay «había empezado a decir cosas como que los chinos deberían trabajar en lavanderías en vez de casarse con gente como su sobrino». Desde luego a Sykes se le habría encendido la luz de alarma si hubiera sido ella la detective y alguien le hubiese dicho eso; se habría volcado en esa dirección, habría unido todos los puntos y decidido que Kim y la señora Finlay se detestaban mutuamente y tal vez cuando aquélla pasó por su casa después de jugar a tenis ese día —quizá luego de otra desenfrenada sesión de compras cargadas a la cuenta del club de campo de la señora Finlay—, tuvieron una discusión que no fue por buen camino.

—A mí sigue pareciéndome sumamente circunstancial —dice el sheriff Rutherford, al lado de la vitrina llena de pistolas contra la que está apoyado.

—El ADN no es circunstancial —replica Win, y mira a Sykes una y otra vez, como para recordarle al sheriff que los dos están juntos en este asunto.

—No entiendo por qué no tomaron muestras de ADN entonces. ¿Seguro que no están contaminadas después de veinte años?

—Entonces no se efectuaban análisis de ADN —dice Win mirando a Sykes, que asiente—. Sólo pruebas estándar de serología, tipificación ABO, lo que sin duda indicó que la sangre hallada en las prendas de tenis era de la señora Finlay. Pero lo que no analizaron hace veinte años fueron otras zonas de las prendas que pudieran aportar más información biológica.

—¿Qué zonas, por ejemplo? —pregunta el sheriff con impaciencia creciente.

—Zonas que rozan con la piel, zonas que podrían tener sudor, saliva u otros fluidos corporales. Se obtiene a partir de toda clase de cosas: la parte interior de los cuellos, las axilas, las alas de los sombreros, calcetines, la parte interior de los zapatos, chicles, colillas… Hace falta una tecnología de ADN sumamente sensible para análisis así. PCR. Repeticiones cortas en tándem. Y por cierto, cuando el ADN está contaminado, no se producen falsos positivos.

Rutherford no quiere entrar en detalles, así que dice:

—Bueno, George y Kim no van a daros ningún problema. Y como os he dicho, sé que están en casa. He hecho que les llamara mi secretaria con la excusa de que estaba recaudando dinero para el fondo de ayuda a las víctimas de huracanes de la Orden Fraterna de la Policía. ¿Habéis visto algo parecido a todos estos huracanes? A mi modo de ver, hay algo que no le hace gracia al Todopoderoso.

—Hay cantidad de cosas que no tiene por qué hacerle gracia —le dice Sykes—. Cantidad de ambición, codicia y odio, las mismas razones que llevaron al asesinato de la señora Finlay.

El sheriff Rutherford guarda silencio; no está dispuesto a mirarla, ha dirigido todos y cada uno de sus comentarios a Win. Es un mundo de hombres, lo que probablemente explica que haya tantos huracanes, castigo para las mujeres que no se quedan en casa y hacen lo que se les dice.

—Antes de que os pongáis en camino —le dice el sheriff a Win—, me gustaría aclarar lo del tren, porque aún tengo sospechas de que fue un homicidio, como que tal vez tuvo alguna relación con alguna clase de crimen organizado, la mafia sureña o algo así. Y en ese caso —niega lentamente— quizá deberíamos abordar el asunto de otra manera y llamar al FBI.

—No fue un homicidio; ni pensarlo. —Sykes se muestra inflexible—. Todo lo que he descubierto acerca del caso de Mark Holland apunta hacia el suicidio.

—¿Y qué es «todo»? —le pregunta el sheriff a Win, como si fuese éste quien acabara de hacer la afirmación.

—Por ejemplo, que cuando estaba casado con Kim, ella se fundía su dinero y lo engañaba, tenía una aventura con el mejor amigo de Mark, otro poli. Mark tenía razones más que suficientes para estar deprimido y furioso —asegura ella, con la mirada clavada en el sheriff.

—Es posible que no fuera suficiente para despertar las sospechas de Barber —apunta Win—, pero debería haberle llevado a plantear algunas preguntas sobre el carácter y la moral de Kim. Cosa que sin duda hizo, porque se puso en contacto con la oficina del forense en Chapel Hill y luego grapó una Polaroid de los restos de Holland al inventario de efectos personales de la autopsia de la señora Finlay.

—¿Un inventario de efectos personales con prendas de tenis? ¿Sólo porque la ropa de tenis era de la talla seis algún Sherlock lo relacionó con la muerte del tren? —Rutherford quita el envoltorio de un chicle de menta verde y le guiña un ojo a Win—. Supongo que dejaré el ADN aquí, ¿eh? —Hace una pausa y añade—: Adelante. —Masca unos instantes—. Venga, adelante, estoy escuchando. Relaciona eso con la muerte del tren. A ver si puedes. —Sigue mascando.

—De la talla diez —dice Sykes—. Las prendas de tenis eran de la talla diez.

—Bueno, no es que sea experto en ropa femenina, pero no veo ninguna relación entre que a ese pobre poli lo pillara un tren y la ropa de tenis de la anciana muerta. ¿Suponéis que el detective Barber llegó a la conclusión de que esa ropa era muy grande para la señora Finlay? —dice el comisario mirando a Win.

—Seguro que Barber no se dio cuenta —comenta Sykes.

—Yo no creo que hubiera caído en la cuenta —le dice el sheriff a Win—. ¿Y tú? —Vuelve a guiñarle un ojo sin dejar de mascar.

—Es el detective Garano quien se dio cuenta —explica Sykes.

—Una respuesta más sencilla quizá sea que lo que envió Barber a los laboratorios del Buró de Investigación de Tennessee para que lo analizaran fue la ropa de tenis ensangrentada —sugiere Win—. Hizo una copia, la grapó a la foto del depósito de cadáveres y luego la adjuntó a la factura de septiembre de su MasterCard, tal vez porque era allí donde figuraban los gastos del mes anterior relativos a su viaje a la oficina del forense en Chapel Hill. La gente hace cosas así sin pensar en ellas. Quién sabe.

—No me cabe la menor duda. —Sykes asiente, pensando en el expediente que Toby Huber metió en el horno como un estúpido.

—Hay muchos detalles que no llegan a cobrar sentido —continúa Win—. Muchos huecos que no acaban de llenarse. Una buena parte de lo que se reconstruye probablemente guarda muy escaso parecido con lo que en realidad ocurrió en esos instantes en que un arrebato de violencia pone fin a la vida de alguien.

—¿Eres una especie de filósofo o algo por el estilo? —Rutherford entorna los ojos y masca el chicle.

Win se pone de pie, mira a Sykes y le hace una seña.

—Sólo nos hace falta algo de tiempo para darles la feliz noticia, luego puede detenerlos usted mismo —le dice Win al sheriff.

«Al menos ha dicho “nos”», piensa Sykes. No tenía por qué incluirla. «El caso es suyo», pero por muy a menudo que se lo recuerde a sí misma, le produce una sensación de desengaño y resentimiento. Después de todos esos lugares oscuros y las cajas y las llamadas de teléfono y las clases que ha perdido en la Academia y todo lo demás, desde luego tiene la sensación de que el caso también es de ella, y le satisfaría enormemente decirles a Kim y George Finlay que no se han salido con la suya, que están a punto de verse esposados y en una mansión muy distinta de la que están acostumbrados.

—Son bastante buena gente —le dice Rutherford a Win cuando van camino del aparcamiento, echa una larga y desdeñosa mirada al viejo VW Rabbit de Sykes, tal como ha hecho al llegar ella y Win—. Bueno, llámame cuando estés preparado —le dice a Win—. Es una auténtica pena tener que encerrarlos. —Hace una pausa, mascando chicle, y agrega—: Nunca han causado el menor problema por aquí.

—Me parece que ahora ya no se les va a presentar la oportunidad —comenta Sykes.

A escasos kilómetros de allí se encuentra Little River Road, donde muchos de los habitantes ricos de Fiat Rock tienen mansiones, fincas y casas de veraneo, muchos de cuyos propietarios proceden de lugares tan lejanos como Nueva York, Los Ángeles, Boston y Chicago.

Sykes desvía el coche del largo sendero de entrada sin asfaltar, aparca a un lado, entre la maleza, para que Win y ella puedan presentarse sin previo aviso. Se bajan y echan a andar hacia la casa que el sobrino de Vivian Finlay, George, y Kim, su esposa «asiática en un noventa y tres por ciento», heredaron de la señora Finlay tras el asesinato de ésta. La acomodada pareja lleva veintidós años de matrimonio, tras casarse seis meses después de que el primer marido de Kim, el detective Mark Holland, se suicidara en un solitario tramo de vía en una zona apartada de Carolina del Norte.

—Bueno, yo lo habría hecho —comenta Sykes, continuando una conversación que mantienen desde hace diez minutos.

—Es fácil decirlo veinte años después de que ocurriera —le recuerda Win—. No estábamos allí.

—¿Seguro que no te habrías molestado en comprobar las reservas de la pista de tenis? —dice Sykes mientras avanzan por el sendero de entrada sin asfaltar, cada vez más cerca de la casa donde George y Kim disfrutan de su vida privilegiada en su hermosa vivienda—. Venga, ¿no habrías hecho lo mismo que he estado haciendo yo, maldita sea?

Una vez más tiene que recordarle a Win lo mucho que ha trabajado, la investigación tan pasmosamente exhaustiva e inteligente que ha llevado a cabo.

—Si Barber hubiera hecho eso mismo, se habría dado cuenta de que no fue la señora Finlay quien utilizó la máquina lanzapelotas aquel día —continúa Sykes, que ya ha hecho hincapié en el asunto unas cuatro veces a estas alturas—, a menos que firmara como «invitada». Le bastaba con formular unas cuantas preguntas.

—Tal vez lo viera, de cierto modo, igual que yo —sugiere Win—. No le hacía gracia tener que vérselas con un club que no lo habría aceptado como socio.

Sykes se acerca a él, que la rodea con un brazo.

—Bueno, ¿va a ir a parar a la cárcel? —pregunta Sykes, y no se refiere a Kim Finlay.

Está pensando en Monique Lamont.

—A título personal, creo que ya ha pagado con creces —responde Win—; pero aún no he acabado.

Por un instante permanecen en silencio mientras caminan bajo el sol por el largo y serpenteante sendero de entrada flanqueado por árboles. Él percibe la pesadumbre de Sykes, su dolor y decepción.

—Sí, tienes unos cuantos asuntos pendientes en ese terreno, eso seguro —dice ella—. Supongo que después de ocuparte de estos dos te marcharás. —Mira en dirección a la casa.

—En Massachusetts nos vendría bien algún que otro buen investigador forense —comenta.

Ella camina cogiendo a Win con fuerza de la cintura.

—¿Crees que existió la caja con monedas de plata? —pregunta, quizá sólo para cambiar de tema, quizá para apartar de su cabeza el lugar donde vive y trabaja Win, donde lleva una existencia tan entreverada con la de Lamont, por mucho que lo niegue.

—Probablemente —responde él—. Supongo que Kim la cogió al salir la primera vez, después de haberla matado, mientras intentaba calcular cómo disponerlo todo para que pareciese un robo con agresión sexual y ocultar lo que, en realidad, probablemente fue un crimen por impulso. Cargárselo a un negro sospechoso. Funcionaba de maravilla, sobre todo en aquellos tiempos. La gente solía llamar a la poli cuando veía a mi padre. Ocurría a menudo: está en su propio patio y avisan a la policía de que hay un merodeador.

El sol cae a plomo sobre sus cabezas, sopla una fresca brisa, el tejado de la casa, ahora a la vista, asoma por encima de los árboles. Apartan los brazos y se separan el uno del otro, otra vez como colegas, hablando del caso. Sykes se pregunta cómo es que Jimmy Barber nunca se interesó por lo que había ocurrido con los zapatos y los calcetines de Vivian Finlay. Se pregunta qué encontraría Kim para ponerse cuando emprendió la huida después de quitarse la ropa de tenis ensangrentada. Se pregunta muchas cosas.

Poco después ya tienen la casa delante y ven a George y Kim Finlay, ya sexagenarios, almorzando sentados en sillas blancas en el amplio y blanco porche.

Win y Sykes miran a la pareja, que los mira a su vez.

—Son todo tuyos —le dice en voz queda.

Sykes lo mira.

—¿Estás seguro?

—El caso es tuyo, compañera.

Siguen la acera de pizarra y se dirigen hacia la escalera de madera que sube al porche, donde George y Kim han dejado de comer. Entonces se levanta de la silla Kim, una mujer encorvada con el pelo entrecano recogido en la nuca, gafas con cristales tintados y arrugas que indican lo mucho que debe de fruncir el entrecejo.

—¿Se han perdido? —pregunta Kim con voz sonora.

—No, señora, no nos hemos perdido en absoluto —responde Sykes mientras ella y Win suben al porche—. Soy la agente especial Delma Sykes, del Buró de Investigación de Tennessee. Éste es el detective Winston Garano, de la Policía del Estado de Massachusetts. Hablé con usted el otro día por teléfono, ¿lo recuerda? —añade dirigiéndose a George.

—Claro que sí. —George carraspea, es un hombre menudo, con el pelo blanco.

Vacilante, se quita la servilleta que lleva sobre la pechera del polo de sport Izod; no sabe si levantarse o permanecer sentado.

—El caso del asesinato de Vivían Finlay se ha reabierto al aparecer nuevas pruebas —prosigue Sykes.

—¿Qué nuevas pruebas puede haber después de tantos años? —pregunta Kim, que se hace la despistada e incluso intenta mostrarse apenada por el recuerdo.

—Su ADN, señora —responde Sykes.