11

A la mañana siguiente Sykes y Tom, el director de la AFN, avanzan acuclillados entre la hierba recogiendo casquillos.

En el campo de tiro del Departamento de Policía de Knoxville nadie se libra de limpiar los restos que haya dejado, y se espera de todo el mundo que esté a la altura del privilegio que supone asistir a la Academia. Lo de la asistencia a clase se da por sentado. Sykes anda falta de sueño y deprimida mientras mira a sus compañeros en torno a ella, quince hombres y mujeres con pantalones militares azules, polos y gorras que van dejando armas y munición en un carrito de golf tras concluir la sesión de las ocho en punto dedicada a analizar trayectorias y expulsión de casquillos, marcar pruebas con diminutas banderolas anaranjadas y tomar fotografías como hacen en los escenarios del crimen.

Sykes se siente humillada, desanimada, está convencida de que los demás alumnos la rehúyen y no le tienen el menor respeto. A sus ojos, es una investigadora forense de tres al cuarto de las que sólo aparecen cuando hay algo divertido como disparar el AK-47, la Glock, el fusil antidisturbios del calibre 12 para hacer saltar por los aires lo que ella llama «dianas de cabronazos feos», sus preferidas, porque es mucho más grato hacer pedazos a un matón de papel que la apunta con una pistola que disparar contra un blanco sin más. Hace tintinear varios casquillos de latón al introducirlos en el cubo de plástico que comparten ella y Tom; el aire es húmedo y denso, las Smoky Mountains calinosas en lontananza, haciendo honor a su nombre.

—Hasta el momento no está dejando en buen lugar a la Policía de Knoxville. —Intenta explicarse mientras el sudor le entra en los ojos.

—Ayer la clase fue sobre fuerza bruta y heridas tipo —dice Tom, que hace tintinear otro casquillo.

—Es curioso —comenta ella mientras aparta la hierba y recoge más casquillos—. Eso es lo que la mató: la fuerza bruta. Y tenía heridas que siguen las pautas regulares. Win dice que le abrieron agujeros en el cráneo, como si alguien la hubiera atacado con un martillo, quizás. Así que estoy aprendiendo al respecto de todas maneras, por mucho que me saltara la clase.

—Te has saltado muertes por sobredosis, síndrome de muerte súbita del lactante y maltrato infantil —dice Tom, avanzando por entre la hierba al tiempo que echa más casquillos al cubo.

—Ya sabes que me pondré al día.

Sykes no está muy segura de que consiga hacerlo, y Win no se encuentra allí para ayudarla.

—No te queda otro remedio.

Tom se pone en pie y endereza la espalda. Parece serio, quizá más de lo que está en realidad.

No es el tipo duro que finge ser. Eso ya lo sabe Sykes, que lo ha visto con sus hijos.

—¿A qué te refieres con eso de la policía, exactamente? —se interesa él entonces.

Ella le cuenta lo del sótano de Jimmy Barber, lo de un expediente que no debería haberse llevado a casa y ahora no aparece por ninguna parte, le relata lo que se le está antojando una investigación increíblemente descuidada e inepta de un asesinato increíblemente atroz. Se muestra un tanto dramática, rotunda, con la esperanza de que entienda la importancia de lo que está haciendo en vez de centrarse en lo que no está haciendo.

—No quiero dejar a nadie en mal lugar —continúa—. ¿Y si me desentiendo de todo esto y me largo? ¿Y si Win y yo nos desentendemos?

—No lo excuses. Puede responder él solo, si es que volvemos a verlo. Y el caso es suyo, Sykes. Se lo encargó su departamento.

Es posible que el caso sea suyo, pero no es ésa la sensación que tiene. Según parece, es ella quien está haciendo todo el trabajo.

—Y la policía de Knoxville no va a quedar en mal lugar. Hace mucho tiempo de aquello, Sykes. La policía ha cambiado drásticamente en los últimos veinte años. Por aquel entonces lo único que tenían eran técnicos de identificación, nada parecido a esto. —Mira a sus alumnos que hay en torno a ellos.

—Bueno, no creo que pueda darle la espalda al asunto y abandonarlo —dice ella.

—Los alumnos de nuestra Academia no dan la espalda y abandonan nada —dice Tom, casi con ternura—. A ver qué te parece. Mañana toca heridas de bala. Trabajaremos con un par de muñecos de gelatina de balística.

—Diablos. —A ella le encanta disparar contra hombres de gelatina, como los suele llamar, más incluso que contra las dianas que representan odiosos cabronazos.

—No es tan crucial como otras cosas, podría hacer la vista gorda, sacar un rato más adelante para ponerte al día. Pero toda la semana que viene toca análisis de patrones de manchas de sangre. Eso no te lo puedes perder.

Sykes se quita la gorra de color azul oscuro, se enjuga el sudor de la frente y mira a los demás estudiantes, que se van hacia las instalaciones de acceso al campo de tiro, hacia las camionetas, hacia su futuro.

—Te doy hasta el lunes —dice.

—Nada —anuncia Win mientras desciende haciendo crujir las escaleras de madera, recordando lo estruendosas que le parecieron apenas unos días atrás de madrugada, cuando cambió su vida entera.

—Ya te lo decía. Nos condujimos como buenos detectives y echamos un vistazo después de los hechos —comenta Sammy desde una butaca orejera cerca de la chimenea, que está cubierta con una pantalla de vidrio de colores—. Ninguna otra zona de la casa se vio implicada. Encaja con lo que dijo Lamont. Se acercó a ella por detrás, la obligó a ir al dormitorio, y eso fue todo, gracias a ti.

—Por desgracia, eso no fue todo. —Win mira alrededor.

La obsesión de Lamont con el vidrio no termina en su despacho. Win nunca había visto nada parecido. Todas las lámparas son de la misma clase que la que hizo añicos en su dormitorio, una exótica media luna suspendida de una cadena de hierro forjado, pintada a mano de colores llamativos, con la firma Ulla Darni, inimaginablemente cara. La mesa del comedor es de vidrio, y hay cuencos y figuritas de cristal, espejos y jarrones de cristal de artesanía por todas partes.

—Ya sabes lo que quiero decir. —Sammy se levanta lentamente y suspira como si estuviera demasiado cansado para moverse—. Joder, tío, qué bien me vendría una espalda nueva. ¿Estás satisfecho? ¿Podemos irnos ya?

—Tiene garaje —le recuerda Win.

—Ya he echado un vistazo. Nada.

—Yo no he mirado.

—Como quieras —claudica Sammy, que se encoge de hombros y sale por la puerta con él.

A finales del siglo XIX eran unas dependencias destinadas a albergar los carruajes, de ladrillo visto, con tejado de pizarra, ahora un tanto maltrecho y medio oculto tras las ramas bajas de un viejo roble. Sammy encuentra la llave de la puerta lateral y ve que la cerradura está rota, forzada.

—No estaba así cuando vine yo. —Sammy desenfunda el arma con gesto cauto. Win ya ha sacado la suya.

Sammy abre de un empujón la puerta, que golpea contra el quicio, y baja la pistola para devolverla a su funda. Win baja su 357 y permanece apenas cruzado el umbral, mirando a su alrededor. Repara en las manchas de aceite en el cemento, en rodadas sucias de llanta, lo que cabría esperar dentro de un garaje. Colgadas de clavijas se ven las típicas herramientas de patio y jardín, y en una esquina hay un cortacésped, una carretilla y un bidón de plástico de gasolina de cinco litros medio lleno.

—No parece que la lata de gasolina saliera de aquí —comenta Sammy.

—Ni se me pasó por la cabeza que así fuera —responde Win—. Si tienes planeado incendiar un sitio, por lo general te traes tus propios aceleradores.

—A menos que sea un trabajo desde dentro, en plan situación doméstica. He visto un buen número de casos así.

—No se trata de nada parecido. Desde luego, Roger Baptista no era una situación doméstica —asegura Win, mirando una cuerda que cuelga de una viga del techo al descubierto, una escalera desplegable.

—¿Ya has mirado? —indaga Win.

Sammy levanta la mirada hacia donde la tiene fija éste y dice:

—No.

Las ventanas de la imponente casa de estilo Tudor centellean al sol mientras el río Tennessee, de color azul intenso, traza una elegante curva. Sykes sale de su viejo VW Rabbit e imagina que tiene todo el aspecto de una inofensiva corredora de fincas de mediana edad con traje de chaqueta.

El empresario a quien pertenece la casa donde fue asesinada Vivian Finlay no está. Sykes ya lo ha comprobado y se pregunta si alguien se habrá molestado en comentarle que veinte años atrás en su lujosa casa mataron a golpes a una anciana de setenta y tres años. Si se lo dijeron, al parecer no le importó. Lo cual tiene mérito. Sykes sería incapaz de vivir en una casa donde alguien hubiera sido asesinado; ni regalada. Empieza a caminar alrededor de la casa preguntándose cómo entraría el asesino de la señora Finlay.

A los lados de la puerta principal hay gran número de ventanas, pero son pequeñas, y resulta difícil imaginar a alguien trepando por una ventana en medio de un vecindario así a plena luz del día. Otra puerta cerca de la parte de atrás parece dar al sótano, y luego, orientada al río, hay otra puerta, y por las ventanas que flanquean la misma se ve una hermosa cocina moderna con electrodomésticos de acero inoxidable, y azulejos y granito por todas partes.

Sykes se detiene en el jardín trasero para contemplar las flores y los frondosos árboles, el murete hecho de piedras de río, y luego el muelle y el agua. Ve pasar rugiendo una estruendosa lancha motora con un esquiador acrobático y llama a un número que ha guardado en la memoria de su móvil cuando iba de camino hacia allí, tras una clase en la Academia que bien podría ser la última a la que asista.

—Club de Campo Sequoyah Hills —responde una amable voz.

—Con la oficina, por favor —pide Sykes, y cuando le pasan la llamada, dice—: ¿Missy? Hola, soy la agente especial Delma Sykes otra vez.

—Bueno, puedo decirle lo siguiente —le explica Missy—: Vivian Finlay fue socia desde abril de 1972 hasta octubre de 1985…

—¿Octubre? Murió en agosto —la interrumpe Sykes.

—Probablemente fue en octubre cuando la familia encontró un momento para darla de baja. Estas cosas suelen demorarse, ya sabe, la gente ni siquiera piensa en ello.

Sykes se siente estúpida. ¿Qué sabe ella de clubes de campo o cuotas de socios?

—Era socia de pleno derecho —le explica Missy—, lo que significa que tenía acceso a las instalaciones de tenis y de golf.

—¿Qué más hay en ese expediente? —pregunta Sykes mientras se sienta en el murete; ojalá tuviera oportunidad de contemplar el agua sin entrar ilegalmente en propiedad privada o irse de vacaciones. Debe de ser la leche tener tanto dinero como para permitirte un río.

—¿Cómo dice?

—Me refiero a antiguas facturas pormenorizadas que pudieran contener algún detalle acerca de lo que compraba o hacía, tal vez. Por ejemplo, si alguna vez compró prendas de tenis en la tienda del club.

—No nos deshacemos de esa clase de documentos, pero no estarían aquí en la oficina. Disponemos de un almacén…

—Necesito sus viejas facturas, todas hasta el ochenta y cinco.

—Dios bendito, veinte años para hurgar. Eso podría llevar… —Suelta un profundo suspiro de consternación.

—Ya echaré una mano —se ofrece Sykes.

La planta superior del garaje de Lamont ha sido reconvertida en una habitación para invitados que no parece haber sido utilizada salvo por las marcas dejadas al caminar sobre la moqueta de color marrón oscuro. Win repara en que las huellas son de pies bastante grandes y que las hay de dos clases diferentes.

Las paredes están pintadas de beis y hay varios grabados con firma: veleros, paisajes marítimos. Hay también una cama individual con colcha marrón, una mesilla, un pequeño tocador, una silla giratoria y una mesa sobre la que no se ve nada excepto un secante de escritorio, una lámpara de vidrio verde y un abrecartas con forma de puñal. Los muebles son de arce. Un cuartito de baño con un combinado de lavadora y secadora, sumamente ordenado y limpio, con aspecto de no haber sido utilizado en absoluto salvo, claro está, por las marcas de huellas que hay en la moqueta.

—¿Qué has encontrado ahí arriba? —grita Sammy, al pie de la escalera desplegable de madera contrachapada—. ¿Quieres que suba?

—No hace falta, y además no hay sitio —responde Win, mirando por la abertura la coronilla entrecana de Sammy—. No parece que nadie se haya alojado o haya estado trabajando aquí recientemente. O, en caso contrario, se mudaron y limpiaron a fondo. Lo que sí está claro es que alguien, quizá más de una persona, ha estado caminando por aquí.

Win saca un par de guantes de látex de su bolsillo, se los pone y empieza a abrir cajones, todos los que hay. Se coloca de rodillas y puños, mira bajo el tocador, mira bajo la cama, algo le está diciendo que debe mirar por todas partes, aunque no sabe en busca de qué o por qué razón más allá de que, si alguien ha estado en el apartamento, a todas luces después de que lo limpiaran y pasaran el aspirador por última vez, ¿a qué se debió? Y ¿quién forzó la cerradura de la planta baja? ¿Vino alguien después de que Lamont estuviera a punto de ser asesinada? Y de ser así, ¿qué buscaba esa persona? Abre un armario ropero, abre armarios bajo el fregadero y el lavabo en la pequeña cocina y el cuarto de baño, se planta en medio de la sala y mira un poco más hasta que le llama la atención el horno. Va hasta allí y abre la puerta.

En la bandeja inferior hay un grueso sobre de color ocre con la dirección escrita a mano de la oficina de la fiscal de distrito y un remite de Knoxville; lleva un montón de sellos pegados de cualquier manera, torcidos, un franqueo superior al necesario.

—Dios santo —murmura.

El sobre ha sido abierto con un objeto afilado, y Win mira el abrecartas que hay encima de la mesa, el que le recuerda a un puñal. Saca un grueso expediente policial sujeto con gomas elásticas.

—¡Joder! —exclama.

Se oyen los pasos de Sammy en la escalera desplegable.

—El caso. Lo ha tenido aquí todo el tiempo —responde Win, y de pronto no está tan seguro—. O alguien lo ha tenido aquí.

—¿Cómo? —Sammy asoma la cabeza con expresión de desconcierto.

—El expediente del caso Finlay.

Sammy se sujeta a un pasamanos de cuerda pero no continúa subiendo sino que repite:

—¿Cómo?

Win levanta el expediente y dice:

—Lo ha tenido aquí durante tres meses, joder. Desde antes de que yo fuera a la Academia, desde antes de que me comentase siquiera que iba a ir. Maldita sea.

—Eso no tiene sentido. Si la Policía de Knoxville se lo envió, ¿qué razones podía tener para no mencionártelo cuando empezaste a buscarlo?

—No lleva nombre. —Win vuelve a leer la etiqueta—. Sólo una dirección que no me suena. El matasellos es del 10 de junio. El código postal, el 37921, el del área de Western Avenue-Middlebrook Pike… Espera.

Llama a Sykes, obtiene respuesta y nota que se tranquiliza como suele ocurrirle cuando todo empieza a desenmarañarse.

—Parece ser que la foca peleona de su esposa hurgó en el sótano mucho antes que tú —le comenta Win a Sykes—. Envió el expediente de Finlay aquí, donde ha estado escondido dentro de un horno.

—¿Qué? ¡Esa zorra me mintió!

—Eso depende. ¿Le dijiste exactamente qué estabas buscando? —pregunta Win.

Silencio.

—¿Sykes? ¿Sigues ahí? ¿Se lo dijiste?

—Bueno, no exactamente —reconoce ella.

A las dos y media, aparca el viejo Buick de Nana detrás de su casa. Los móviles de campanillas resultan visibles a la luz del día, sus largos tubos huecos oscilan bajo los árboles y de los aleros, ofreciendo un aspecto bastante menos mágico que por la noche.

Hay otro coche —un viejo Miata rojo— aparcado cerca de la canasta de baloncesto, casi entre los arbustos. Win necesita un teléfono fijo y en esos momentos su apartamento no se le antoja una buena idea. Tiene una corazonada al respecto y ha decidido hacerle caso, porque no sería descabellado pensar que los polis o alguien aficionado a forzar cerraduras podrían estar patrullando su vecindario. Llama con los nudillos a la puerta trasera y a continuación entra en la cocina, donde Nana está sentada frente a una joven con cara de aflicción que corta en tres la baraja de cartas del tarot. Nana ha preparado té caliente, una especialidad de la casa, con canela en rama y rajitas recién cortadas de piel de limón. Win observa que en la encimera hay un tarro de miel de Tennessee, y junto a él una cuchara.

—Adivina qué hemos probado, cariño —le dice Nana al tiempo que coge una carta—. Tu miel especial hecha por abejas felices. Ésta es Suzy. Nos estamos ocupando de ese marido suyo que cree que lo de la orden de alejamiento no va con él.

—¿Lo han detenido? —pregunta Win dirigiéndose a Suzy, de unos veintitantos, con aspecto delicado y la cara hinchada de llorar.

—Mi chico es detective —dice con orgullo Nana, que toma un sorbo de té en el momento en que se oye un repiqueteo de uñas y aparece Miss Perra.

Win se sienta en el suelo, empieza a acariciarla y ella se echa para que le rasque la barriga. Mientras, Suzy dice:

—En dos ocasiones, y no sirvió de nada. Matt paga su propia fianza, se presenta como anoche en casa de mi madre, escondido detrás del seto, y se me planta delante cuando me estoy bajando del coche. Acabará matándome. Lo sé. La gente no lo entiende.

—Eso ya lo veremos —le advierte Nana.

Win le pregunta dónde vive su madre mientras repara en que Miss Perra tiene mucho mejor aspecto. Sus ojos ciegos parecen rebosantes de luz, incluso da la impresión de que sonríe.

—Calle abajo —le responde Suzy con un deje de interrogación en la voz—. Ya deberías saberlo. —Mira a Miss Perra.

Él cae en la cuenta: la madre de Suzy es la dueña del animal.

Miss Perra no va a irse a ninguna parte —dice, y no hay más que hablar.

—A mí me trae sin cuidado, no pienso decir una palabra. Mi madre se porta fatal con ella, y Matt, peor. Llevo tiempo diciéndole lo mismo que tú, que algún día la va a pillar un coche.

Miss Perra está de maravilla —asegura Nana—. Ayer durmió en mi cama con los dos gatos.

—Así que tu madre no te protege de Matt. —Win se pone en pie.

—No puede hacer nada. Matt pasa con el coche por delante de su casa cada vez que le viene en gana, y si le apetece, entra. Ella no hace nada.

Win se marcha a la sala para llamar por teléfono. Se sienta entre las piezas de cristal y el desorden místico de su abuela y pregunta por el doctor Reid, un experto en genética que trabaja en el laboratorio de análisis de ADN de California encargado de analizar las prendas ensangrentadas del caso Finlay. Le informan de que el doctor Reid está en una reunión, que estará libre en media hora aproximadamente. Win sale de la casa y echa a andar camino de la antigua morada de Miss Perra. Ha visto alguna vez a Matt, está casi seguro, un tipo pequeño, gordo, con un montón de tatuajes y todo el aspecto de ser el típico matón.

Suena su móvil; es Sykes.

—No me molestes. Estoy a punto de meterme en una pelea —le advierte Win.

—Entonces me daré prisa.

—¿Qué pasa, hoy no tienes sentido del humor?

—Bueno, no quería decírtelo, pero si tú y yo no volvemos a clase para el lunes, nos van a expulsar de la Academia.

Supondría una mayor decepción para ella que para él. La Policía del Estado de Massachusetts tiene sus propios investigadores forenses, no necesita a Win sobre el terreno recogiendo las pruebas en persona, y ahora mismo a él le importa un carajo llegar a director del laboratorio criminalista o a cualquier otra cosa. Cree que quizás ha perdido el entusiasmo porque sospecha que la única razón de que lo enviaran a cursar estudios al sur era tenderle una trampa para que se ocupara del caso Finlay y ponerlo al servicio de unos objetivos egoístas, políticos, y, hasta el momento, desconocidos. Y ya no está seguro de quién anda detrás de qué.

—¿Win? —dice Sykes.

Ya tiene la casa a la vista, aproximadamente una manzana más allá, hacia la izquierda, y hay una furgoneta Chevy en el sendero de entrada.

—No te preocupes —dice Win—. Ya me encargaré de eso.

—¡No puedes encargarte de eso! Voy a meterme en tal lío con el Buró que probablemente me expulsen. ¡Ojalá dejaras de decir que te encargarás de arreglar asuntos que no puedes arreglar, Win!

—Ya te he dicho que me encargaré de ello —insiste él, acelerando el paso al ver que Matt, ese fracasado estúpido y desvergonzado, sale de la parte de atrás de la casa camino de la furgoneta…

—Tengo que decirte otra cosa —añade Sykes con desánimo—. Me he puesto en contacto con la colgada de la señora Barben. Estaba otra vez como una cuba, por cierto. Y tenías razón.

—¿Y bien? —Win echa a trotar.

—Envió el caso a la fiscalía hace unos dos meses. Dice que un tipo, que parecía joven y bastante maleducado, le llamó y le dio instrucciones. No me lo mencionó porque no se lo pregunté. Dice que le llama mucha gente por cosas así. Lo siento.

—Tengo que dejarte —dice Win sin dejar de correr.

Coge la puerta de la furgoneta cuando está a punto de cerrarse y el matoncillo seboso le mira, primero pasmado y después enfurecido.

—¡Aparta las malditas manos de mi furgoneta!

Es mezquino, estúpido, apesta a cerveza y tabaco, le hiede tanto el aliento que Win alcanza a olerlo al abrir la puerta de par en par y plantarse entre ésta y el asiento del conductor. Mira a los ojos pequeños y crueles del inútil del marido de Suzy, que probablemente ha estado merodeando por allí, a la espera de que apareciera ella o, al menos, a la espera de que pasara en coche por delante de la casa y, al verlo, saliera espantada.

—¿Quién eres y qué quieres? —le pregunta Matt a grito pelado.

Win se le queda mirando, un truco que aprendió hace mucho tiempo en el patio del colegio, después de echar cuerpo, cuando se hartó de que se metieran con él. Cuanto más rato miras fijamente a alguien sin decir nada, más se acojona el otro, y los ojos de Matt dan la impresión de batirse en retirada igual que cangrejos escarbando en la arena para ocultarse. Ya no se muestra tan duro. Win permanece allí, bloqueando la puerta sin quitarle ojo.

—Estás loco, tío —dice Matt, que empieza a sentir pánico.

Silencio.

—Venga ya, no le estoy haciendo nada a nadie. —Matt escupe al hablar, está tan asustado que podría cagarse en los pantalones.

Silencio.

Entonces Win dice:

—Tengo entendido que te encanta patear a los perros y maltratar a tu mujer.

—¡Eso es mentira!

Silencio.

—¡El que lo haya dicho, miente! —insiste Matt.

Silencio.

Y entonces:

—Sólo quiero que recuerdes mi cara —le dice Win en voz muy queda, mirándolo fijamente sin el menor atisbo de emoción—. Si vuelves a molestar a Suzy otra vez, si vuelves a hacer daño a un animal otra vez, esta cara será la última que veas.