10

Monique Lamont está sentada en una cocina ultramoderna en Mount Vernon Street, Beacon Hill, una de las zonas más caras y codiciadas de Boston. Se está tomando su primer martini del día en una copa que ha sacado del congelador.

Viste vaqueros y una camiseta holgada. El chándal que llevaba antes está en el contenedor, detrás de la urbanización de ladrillo visto del siglo XIX, donde el apartamento estaba perfectamente escondido y a salvo hasta esta mañana, cuando Sammy ha revelado la ubicación a las tropas, haciendo hincapié en que la policía patrulle el área e insistiendo en que no puede quedarse en su casa de Cambridge. Le resulta sencillamente imposible. Siempre verá esa puerta trasera, la caja para la llave de reserva, la lata de gasolina. Siempre lo verá en su dormitorio, el arma apuntándole a la cabeza mientras él hacía lo que le venía en gana, mientras la recreaba para que se ajustara a su propia imagen: una criaturilla inmunda, nada, nadie.

—Ojalá lo hubiera matado yo misma —dice.

Huber está sentado a la mesa, delante de ella, tomándose su segunda cerveza. Le está costando trabajo no apartar la vista, su mirada interrumpida como si los músculos de sus ojos sufrieran una repentina parálisis.

—Tienes que superarlo, Monique. Ya sé que resulta fácil decirlo, pero no ves las cosas con claridad, sería imposible en estas circunstancias.

—Cállate, Jessie. Si alguna vez te ocurre a ti, te encontrarás aullando a la maldita luna. Entonces sabrás lo que es identificarse con el prójimo.

—¿De qué te sirve arruinar todo lo demás en tu vida? No deberías haberles hablado de este lugar.

—¿Y qué iba a hacer? ¿Rechazar la protección policial cuando no sé quién está detrás de lo que ocurrió, quién le instó a hacerlo?

—No sabes a ciencia cierta que hubiera nadie más.

—¿Propones que vaya a un hotel? ¿Para entrar en el vestíbulo y encontrarme a los periodistas en manada esperando para hacerme trizas?

—Eres tú la que ha acudido a los medios —le recuerda él en tono pesimista, con esa expresión tan suya, fría y calculadora, en los ojos—. Ahora tienes que convertir toda esa porquería en auténtico caviar.

Utiliza las peores metáforas y comparaciones que Lamont haya oído en su vida.

—¿Por qué se lo permitiste? —dice la fiscal—. Podrías haberle dicho que andaban liados en el laboratorio de documentos, que no estaba Rachael, que estaba ocupada, cualquier cosa. Ha sido una enorme estupidez, Jessie.

—Win siempre ha tenido acceso privilegiado al Club del Laboratorio Criminalista. Es listo de cuidado. Si hubiera empezado a ponerle excusas, se habría olido de inmediato algo raro. Confía en mí como en un padre.

—Entonces no es tan listo como crees —señala ella, y vacía la copa de martini para a continuación comerse la aceituna.

—Y tú eres una esnob de Harvard.

Huber se levanta, abre la nevera, saca una botella de Grey Goose, una copa helada y le prepara otro martini, aunque olvida añadirle la aceituna.

Lamont se queda mirando el martini que Jessie deja encima de la mesa y lo sigue mirando el tiempo suficiente para que él se acuerde de la aceituna.

—¿Sabes qué coeficiente intelectual tiene? —dice Huber con la cabeza medio metida en la nevera—. Más alto que el tuyo y el mío juntos.

Ella vuelve a proyectar esa película implacable en la que Win la ve, le tiende su chaqueta y le dice que respire hondo. Lo ve viéndola desnuda, indefensa y humillada.

—Sencillamente es incapaz de aprobar un examen —continúa Huber mientras abre otra cerveza—. Acabó la secundaria con un expediente impecable, el mejor alumno de su promoción, votado como quien más posibilidades tenía de alcanzar el éxito, votado como el más atractivo, el mejor en todo salvo por un pequeño detalle. La cagó en los exámenes de acceso a la universidad. Luego, después de los estudios superiores, la cagó en las pruebas de acceso a un posgrado y en los exámenes de acceso a la Facultad de Derecho. Es incapaz de pasar los exámenes. Le ocurre algo en esas situaciones.

Win no se presentó en el Globe. La ha desafiado. Luego de verla ha dejado de respetarla…

—Tengo entendido que hay gente así. —Huber vuelve a tomar asiento—. Son brillantes, pero incapaces de hacer exámenes.

—No estoy interesada en sus problemas de aprendizaje —dice Lamont—. ¿Qué encontró exactamente en el laboratorio? —El vodka ha hecho que la lengua se le vuelva menos ágil y sus pensamientos vacilantes—. ¿O qué cree que encontró?

—Probablemente no sabe lo que significa. De todas maneras, no puede probar nada.

—¡Eso no es lo que he preguntado!

—Notas de una conversación por teléfono con mi corredor de bolsa.

—Dios santo.

—No te preocupes. No encontrarán huellas dactilares ni nada que me vincule con esa carta. Si de algo sé es de ciencia forense. —Huber sonríe—. Probablemente Win piense que eres tú. Si a eso vamos, probablemente sospeche que estás detrás de todo. Es posible que crea que fue Roy quien lo llamó «mestizo». —Se echa a reír—. Eso sí que le cabreó.

—Otra de tus arriesgadas e impulsivas decisiones.

No se lo preguntó a ella, sencillamente lo hizo. Después se lo contó porque cuanto más sepa ella más implicada estará; ésa ha sido su estrategia desde el principio.

—Tuvo exactamente el efecto que predije. —Huber toma un trago de cerveza—. Lo amenazas, lo insultas, intentas asustarle para que abandone un caso y él no hace más que apresarlo más fuerte entre sus mandíbulas igual que un pit bull.

Ella guarda silencio, toma el martini a sorbos, se siente atrapada.

—No era necesario —dice—. Es un pit bull de todas maneras.

—Es culpa tuya por empeñarte en hablar con él en persona en lugar de hacerlo por teléfono. Deberías haberlo dejado allí, en Knoxville. —Huber hace una pausa; tiene el rostro crispado—. Igual resulta que te gusta. Eso es lo que parece.

—Vete al infierno, Jessie.

—Claro que fue una bendición que estuviera aquí. La divina providencia, tu ángel de la guarda, una recompensa por seguir el camino recto, como quieras decirlo —continúa él, indiferente, sin el menor tacto—. Así que Win se cabreó y fue a verte. Resulta que mi pequeña estratagema nos hizo un gran favor a todos. Sigues viva, Monique.

—Pareces decepcionado.

—Monique…

—No bromeo. —Ella le sostiene la mirada, ni se inmuta, cae en la cuenta de que ha llegado a odiarlo, a desearle la muerte. Tras una pausa añade—: No quiero que vuelva Toby. No sirve para nada. Ya me he hartado de ese favor. Ya me he hartado de hacer favores.

—De todas maneras, no soporta trabajar para ti.

—Me tienes harta, Jessie. Desde hace mucho tiempo. —El vodka la está desinhibiendo. Ya se puede ir al carajo—. Te dije que no pienso seguir con este asunto. Lo digo en serio, joder. No merece la pena.

—Claro que sí. Has conseguido lo que querías, Monique. Lo que te mereces —asegura, y no cabe la menor duda de a qué se refiere.

Ella se le queda mirando, estupefacta.

—¿Lo que me merezco?

Él le sostiene la mirada.

—¿Me merezco eso? —dice Lamont—. ¡Estás diciendo que me merezco eso! ¡Hijo de puta!

—Me refería a que has trabajado duro y te mereces algo a cambio.

Esta vez él no desplaza la mirada de aquí para allá, sino que la mantiene fija en ella, aunque con expresión neutra.

Lamont se echa a llorar.

Ya ha oscurecido; hay luna nueva.

Win abre la puerta del lado del conductor del viejo Buick de Nana, detenido otra vez en medio de la carretera, y vuelve a ver a Miss Perra callejeando sin rumbo, con el brillo de los faros del coche en sus ojos ancianos y ciegos.

—Hasta aquí hemos llegado. Ya está bien —dice Win, furioso—. Ven aquí, guapa —intenta engatusarla entre silbidos—. ¿Qué haces de nuevo en la calle, eh? ¿Ha olvidado cerrar la puerta? ¿Te ha dejado salir y esa culo gordo es tan vaga que no ha ido a ver si habías regresado? ¿Te ha vuelto a echar el tarado de su yerno?

Miss Perra mete el rabo entre las patas, agacha la cabeza y pega la barriga al suelo como si hubiera hecho alguna trastada. Win la recoge con delicadeza y sigue hablando, se pregunta si puede oírle siquiera, la mete en el coche, arranca y le dice adónde van y qué va a pasar a continuación. Tal vez lo oye, tal vez no, pero lame la mano. Aparca detrás de la casa de Nana —los móviles se mecen tenuemente en la noche serena, el aire fresco apenas se mueve, las campanillas tintinean con suavidad como si revelaran secretos— y abre la puerta de atrás con Miss Perra apoyada en el hombro igual que un saco de patatas peludo.

—¿Nana?

Sigue el sonido de la televisión.

—¿Nana? Tenemos alguien nuevo en la familia.

Sykes lleva más de una hora al teléfono, pasando de un veterano a otro. Veintitrés años es una eternidad. Hasta el momento, en el Departamento de Policía de Asheville nadie recuerda al detective Mark Holland.

Marca otro número mientras conduce hacia el oeste en dirección a Knoxville. Los faros que se acercan en dirección contraria la confunden y le recuerdan la mala pasada que es envejecer. Ya no ve una mierda, no puede leer un menú sin recurrir a las gafas y su visión nocturna es horrenda. «Malditas líneas aéreas. Malditos retrasos y cancelaciones». El único coche de alquiler que quedaba, un cuatro cilindros, tiene la potencia de una foca.

—Intento localizar al detective Jones —le dice al hombre que contesta a la llamada.

—Hace tiempo que no me llamaban así —comenta la voz en tono agradable—. ¿Quién es usted?

Sykes se presenta y dice:

—Según tengo entendido, usted era detective de la policía de Asheville en los años ochenta, y me preguntaba si tal vez recuerda a otro detective llamado Mark Holland.

—No muy bien, porque Holland sólo llevaba dos meses de detective cuando murió.

—¿Qué recuerda al respecto?

—Sólo que había ido a Charlotte supuestamente para hablar con un testigo en un caso de robo. Si quiere saber mi opinión, no fue ningún accidente. Creo que sencillamente no quería quitarse la vida en un lugar donde alguno de nosotros tuviera que ocuparse de su caso.

—¿Tiene idea de por qué podría haber querido quitarse la vida?

—Por lo que oí, su mujer lo engañaba.

Nana está dormida en el sofá con su larga bata negra, su largo cabello blanco suelto y derramado sobre el cojín, Clint Eastwood en la tele, alegrándole el día a alguien con su imponente pistolón.

Win deja en el suelo a Miss Perra y ella apoya de inmediato la cabeza en el regazo de Nana. Los animales siempre reaccionan así con ella. Su abuela abre los ojos, mira a Win y le tiende las manos.

—Cariño. —Le besa la mejilla.

—Otra vez tenías desconectada la alarma. Así que no me dejas otra opción que darte un perro guardián. Ésta es Miss Perra.

—Bienvenida, amiga mía. —Nana la acaricia y le tira suavemente de las orejas—. No te preocupes, Miss Perra, aquí ésa no te encontrará. Vaya bruja, la veo con toda claridad, le vendría bien algún que otro diente, ¿verdad? —Sigue acariciando al animal—. No te preocupes, pequeña. —Hace una pausa y añade en tono de indignación—: Tengo mis métodos para encargarme de gente como ella.

Si quieres provocar la ira de Nana, maltrata a un animal, incítala a emprender una de sus misteriosas misiones a altas horas de la noche para lanzar 999 peniques al jardín de una mala persona como pago a Hécate, antigua diosa de la magia y los hechizos, que sabe cómo encargarse de la gente cruel.

Miss Perra no tarda en dormirse en el regazo de Nana.

—Le duelen las caderas —dice—. Artritis, problemas en las encías, dolor. Está deprimida. Esa mujerona desdichada le grita mucho, no es buena persona, la trata tal como se trata a sí misma. Es terrible; pobrecilla. —La sigue acariciando mientras ronca—. Ya me he enterado de todo —añade mirando a Win—. Lo cuentan una y otra vez en la tele, pero no te preocupes. —Le coge la mano—. ¿Recuerdas aquella vez que tu padre dio una paliza a aquel hombre que vivía tres calles más allá? —Señala—. No tenía otra opción.

Win no sabe a ciencia cierta de qué está hablando, lo que no es nada nuevo. Su mundo no resulta siempre evidente ni lógico.

—Tú tenías cuatro años y el hijo de ese hombre, que tenía ocho, te tiró al suelo y empezó a darte patadas, lanzándote insultos terribles, lanzando a tu padre insultos terribles, insultos racistas, y, claro, cuando tu padre se enteró, fue a su casa y se armó la gorda.

—¿Empezó papá?

—Tu padre no empezó, pero lo acabó. A veces ocurre. Y no te preocupes. Si regresas y echas un vistazo, encontrarás un cuchillo.

—No, Nana. Fue una pistola.

—Hay un cuchillo —insiste ella—. Ya sabes, de ésos con una empuñadora que tiene como una cosa. —Lo dibuja en el aire. Tal vez se refiere a un cuchillo con guarda, como un puñal—. Ve a mirar. El que mataste, y no debes culparte por ello, era muy malo, pero hay otro. Es peor; malvado. Esta mañana le he puesto miel a una magdalena. Tennessee es un lugar puro con mucha gente buena; la política no es necesariamente buena, pero la gente sí. A las abejas les trae sin cuidado la política, así que les gusta aquello, son felices haciendo su miel.

Win ríe y se pone en pie.

—Creo que emprenderé un viaje a Carolina del Norte, Nana.

—Aún no. Tienes asuntos pendientes aquí.

—¿Harás el favor de conectar la alarma antirrobos?

—Ya tengo mis móviles de campanillas, y a Miss Perra —dice—. Esta noche la luna está alineada con Venus; ha entrado en Escorpio. Abundan los malentendidos, cariño mío. Tus impresiones están cubiertas por un velo, pero todo eso está a punto de cambiar. Vuelve a casa de esa mujer y encontrarás lo que te digo y algo más. —Desvía la mirada hacia la lejanía y añade—: ¿Por qué veo una habitación pequeña con vigas en el techo? ¿Y una escalera estrecha, tal vez de madera contrachapada?

—Probablemente porque aún no has tenido ocasión de limpiar el desván —comenta él.