6

Monique está de pie en medio de la sala de reconocimiento con la manta blanca echada sobre los hombros.

—A ver si consigues sacarnos de aquí —le dice a Win.

—No se trata de nosotros —señala él—. Yo no puedo involucrarme.

—Quiero que te encargues de esto. Tienes que venir conmigo. —Lamont se muestra más tranquila ahora—. A ver si consigues sacarnos de aquí. Quédate conmigo hasta que esté segura de encontrarme a salvo. No sabemos quién anda detrás de esto. He de protegerme.

—De acuerdo, pero no puedo ser yo quien te proteja.

Ella lo mira fijamente.

—Tengo que dejarles que investiguen este asunto, Monique. No puedo verme implicado en un caso en el que se ha producido una muerte y seguir adelante como si nada hubiera ocurrido.

—Puedes y lo harás.

—No esperarás que sea tu guardaespaldas, imagino.

—Eso sería como una fantasía para ti, ¿verdad? —responde ella, sin apartar la vista de su rostro; hay algo en sus ojos que Win nunca ha visto, al menos en ella—. Sácame de aquí. Tiene que haber un sótano, una salida de emergencia, algo. ¿Es que este maldito hospital no tiene una plataforma de aterrizaje para helicópteros en la azotea?

Win llama a Sammy por el móvil y le dice:

—Haz venir uno de los helicópteros y sácala de aquí.

—¿Adónde? —quiere saber Sammy.

Win mira a Lamont y pregunta:

—¿Dispones de algún lugar seguro donde quedarte?

Ella vacila, y a continuación propone:

—Boston.

—¿Boston, dónde? Tengo que saberlo.

—Un apartamento.

—¿Tienes un apartamento en Boston?

¿Cómo es que tiene un apartamento a menos de quince kilómetros de su casa?, se pregunta Win, sorprendido.

Ella no contesta, no tiene por qué darle ninguna explicación acerca de su vida.

Win le dice a Sammy:

—Haz que la espere un agente cuando aterrice y la escolte hasta su apartamento.

Pone fin a la llamada, mira a Lamont y tiene una de sus corazonadas.

—Ya sé que las palabras no son suficiente, Monique, pero no sabes cuánto lamento…

—Tienes razón, las palabras no son suficiente. —Lamont le dirige la misma mirada desconcertante.

—A partir de este momento estoy fuera de servicio durante unos días —dice él—. Es lo más adecuado.

Lamont lo fulmina con la mirada mientras continúa de pie en la salita, con la manta blanca sobre los hombros.

—¿A qué te refieres con «lo más adecuado»? Yo creía que me tocaba a mí decidir qué es lo que más me conviene.

—Igual todo esto no gira exclusivamente en torno a ti.

La mirada amedrentadora de Lamont no se aparta de la de él.

—Monique, necesito unos días para ocuparme de todo.

—Ahora mismo, tu trabajo es ocuparte de mí. Tenemos que encargarnos de controlar los posibles perjuicios, de darle la vuelta al asunto para convertirlo en algo positivo. Eres tú quien me necesita a mí.

Lamont permanece inmóvil, mirando fijamente a Win. En la expresión de sus ojos hierven a fuego lento el odio y la ira.

—Soy el único testigo —afirma ella en un tono neutro.

—¿Me amenazas con mentir acerca de lo que ocurrió si no hago lo que dices?

—Yo no miento. De eso no le cabe la menor duda a nadie —replica ella.

—¿Me estás amenazando? —repite Win, y ya no es el hombre que le ha salvado la vida, sino un poli el que habla—. Porque hay testigos más importantes que tú: los testigos silenciosos de la ciencia forense. Sus fluidos corporales, por ejemplo. A menos que tengas intención de decir que fue consentido. Entonces supongo que su saliva y su fluido seminal carecen de importancia, y que yo interrumpí sin querer una cita, una escenita sexual de lo más creativa. Tal vez él creyó que te estaba protegiendo de mí, que el intruso era yo, en lugar de lo contrario. ¿Es eso lo que piensas decir, Monique?

—¿Cómo te atreves…?

—Se me dan bastante bien los guiones. ¿Quieres unos cuantos más?

—¡Cómo te atreves!

—No. Cómo te atreves tú. Acabo de salvarte la vida, maldita sea.

—Eres un cerdo sexista. Típico de los hombres: os creéis que a todas nos apetece…

—Ya está bien.

—Os creéis que todas tenemos la fantasía secreta de ser…

—¡Ya está bien! —exclama Win, y bajando la voz añade—: Te ayudaré cuanto pueda. Todo esto no es culpa mía. Ya sabes lo que ocurrió. Está muerto: recibió su merecido. La mejor venganza, si quieres enfocarlo así. Has ganado y le has hecho pagar el precio definitivo, es otra forma de verlo. Ahora vamos a enmendar lo que podamos, vamos a encarrilar el asunto como mejor podamos. Hay que controlar los perjuicios, como tú dices.

A Monique se le despeja la mirada, dejando sitio para nuevos pensamientos.

—Necesito unos días —prosigue Win—. Necesito que te abstengas de desquitarte conmigo por lo que ha ocurrido. Si no puedes, me temo que no tendré otra opción que…

—Hechos —le interrumpe ella—. Huellas en la lata de gasolina. ADN. La pistola, ¿es robada? Mi juego de llaves desaparecido, probablemente una coincidencia a menos que las tuviera esa persona, o que estén en su casa. De ser así, ¿por qué no estaba esperándome dentro?

—Tu alarma.

—Cierto. —Lamont empieza a caminar arriba y abajo, embozada en la manta blanca como un jefe indio—. ¿Cómo llegó a mi casa? ¿Tiene coche? ¿Lo llevó alguien? Su familia… ¿A quién conocía?

Su agresor está muerto y Monique Lamont ya piensa en él como en un cadáver. Win mira el reloj y llama a Sammy. El helicóptero estará listo en nueve minutos.

El Bell 430 despega del helipuerto de la azotea del hospital Mount Auburn, permanece unos instantes suspendido en el aire, vira y se eleva hacia el horizonte urbano de Boston. Es un pájaro de siete millones de dólares. Lamont ha tenido mucho que ver en que la Policía del Estado de Massachusetts disponga de tres unidades.

En esos momentos no se enorgullece mucho de ello; de hecho no se enorgullece mucho de nada, no está muy segura de cómo se siente, además de entumecida. Desde el lugar que ocupa en los asientos traseros del aparato alcanza a ver a los periodistas, frenéticos allá abajo, con las cámaras enfocadas en su dirección, de manera que cierra los ojos e intenta hacer caso omiso de las ganas desesperadas que tiene de darse una ducha y ponerse ropa limpia, intenta olvidarse de las zonas de su cuerpo que fueron invadidas y violadas, intenta desentenderse de los miedos persistentes a las enfermedades de transmisión sexual y al embarazo. Hace todo lo posible por concentrarse en quién es y en lo que es, y no en lo que ha ocurrido apenas unas horas antes.

Respira hondo, mira por la ventanilla, contempla las azoteas que se suceden a sus pies mientras el helicóptero se abre camino hacia el Hospital General de Massachusetts, donde los pilotos tienen previsto aterrizar para que algún agente pueda recogerla y llevarla a un apartamento del que supuestamente nadie tiene conocimiento. Lo más probable es que pague por el error, pero no sabe qué otra cosa podría haber hecho.

—¿Va bien ahí atrás? —Oye la voz de un piloto a través de los auriculares.

—Sí.

—Aterrizaremos en cuatro minutos.

Se está derrumbando. Mira sin parpadear la pantalla que separa a los pilotos de ella, y se siente cada vez más abotargada, cada vez más hundida. En cierta ocasión, cuando era estudiante en Harvard, se emborrachó, se puso como una cuba, y aunque nunca le habló de ello a nadie, llegó a la conclusión de que al menos uno de los hombres con los que se había ido de marcha mantuvo relaciones con ella mientras estaba inconsciente. Cuando recuperó el conocimiento, había salido el sol y los pájaros estaban armando bulla, ella estaba sola en un sofá y era evidente lo que había ocurrido, pero no acusó al sospechoso que tenía en mente, y desde luego ni se planteó pedir que la examinara una enfermera forense. Recuerda cómo se sintió aquel día: envenenada, aturdida. No, no sólo aturdida, quizá muerta. Eso era, recuerda mientras se adentra en el contorno del centro de la ciudad: se sintió muerta.

La muerte puede ser liberadora. Si estás muerto hay cosas de las que ya no tienes que preocuparte. La gente no puede dañar ni mutilar partes de uno que ya han muerto.

—¿Señora Lamont? —dice la voz de un piloto por los auriculares—. Cuando aterricemos, nos llevará un minuto apagar los motores, y quiero que entretanto permanezca sentada. Una persona se encargará de abrirle la portezuela y ayudarla a bajar.

Imagina al gobernador Crawley. Imagina la fea mueca de su sonrisa cuando se entere de la noticia. Es probable que ya esté al corriente; seguro que debe de estarlo. Se mostrará compasivo, desconsolado, y la humillará y destruirá en las elecciones.

—Y luego, ¿qué? —pregunta, acercándose el micro a los labios.

—El agente de la Policía del Estado en tierra ya le dirá… —responde uno de los pilotos.

—Usted es de la Policía del Estado —le interrumpe Lamont—. Le pregunto a usted cuál es el plan. ¿Hay medios de comunicación?

—Estoy seguro de que la informarán de todo, señora.

Ahora sobrevuelan el helipuerto de la azotea del hospital, una manga de viento de color naranja intenso aletea en la estela del rotor y una agente de la Policía del Estado con uniforme azul inclina la cabeza frente al viento. El helicóptero toma tierra y Lamont permanece sentada mientras se detiene el motor, contemplando a la agente, una desconocida de aspecto vulgar, alguien en los eslabones inferiores de la cadena alimenticia cuya misión consiste en llevar a la fiscal, traumatizada y asediada, a un refugio seguro. Una maldita escolta, una maldita guardaespaldas, una maldita mujer para recordar a Lamont que es una mujer a la que un hombre acaba de violar y, por lo tanto, lo más probable es que no quiera que sea justamente un hombre quien la proteja. Es una víctima. Imagina a Crawley, imagina lo que dirá, lo que ya está diciendo y pensando.

Los motores guardan silencio, las palas lanzan un tenue gemido al ir perdiendo velocidad y, al cabo, se detienen. Lamont se quita los auriculares y el cinturón de seguridad e imagina el rostro zalamero y santurrón de Crawley mirando a la cámara y compadeciéndose en nombre de los habitantes de Massachusetts de Monique Lamont, La Víctima.

«La Víctima gobernadora. Cualquier crimen en cualquier momento, incluido el mío».

Lamont abre la portezuela del helicóptero sin esperar a que llegue la agente y desciende por sus propios medios antes de que nadie tenga oportunidad de ayudarla.

«Lamont, la de cualquier crimen en cualquier momento, incluido el mío».

—Quiero que me localices a Win Garano, ahora mismo —le ordena a la agente—. Dile que deje todo lo que tenga entre manos y me llame sin pérdida de tiempo —le ordena.

—Sí, señora. Soy la sargento Small. —La mujer de uniforme le tiende la mano en un saludo que tiene muy poco de oficial.

—Qué apellido tan desafortunado —responde Lamont, camino ya de una puerta que conduce al interior del hospital.

—Se refiere al investigador, ¿verdad? Ése al que llaman Jerónimo. —La sargento Small se pone a su altura—. Si estuviera gorda sería un apellido de lo más desafortunado, señora. Bastante se cachondean ya. —Coge el micrófono de su voluminoso cinturón negro y abre la puerta—. Tengo el coche abajo, bien escondido. ¿Le importa bajar unas cuantas escaleras? ¿Adónde quiere que la lleve luego?

—Al Globe —responde Lamont.

El sótano de Jimmy Barber está cubierto de polvo y moho. Una bombilla desnuda de escasa potencia ilumina el centenar aproximado de cajas de cartón, algunas de ellas con etiquetas, apiladas hasta las vigas.

Sykes ha pasado cuatro horas apartando cajas con porquerías diversas: grabadoras antiguas, montones de cintas, varios jarrones vacíos, aparejos de pesca, gorras de béisbol, un chaleco antibalas de un modelo antiguo, trofeos de softball, un millar de fotografías, cartas y revistas, expedientes, libretas con una caligrafía horrenda. Porquería y más porquería. El tipo era demasiado vago para organizar sus recuerdos, así que los metió en cajas y lo guardó prácticamente todo salvo los envases de comida rápida y lo que tiraba a la papelera.

Hasta el momento, ha revisado un buen número de casos, casos que, probablemente, el tipo pensó que merecía la pena guardar: un fugitivo que se escondió en una chimenea y se quedó atascado, una agresión mortal con un bolo, un hombre alcanzado por un rayo cuando dormía en una cama de hierro, una mujer en estado de embriaguez que se paró en medio de la carretera a mear, olvidó poner el coche en punto muerto y se atropello a sí misma. Casos y más casos que Barber no debería haberse llevado a casa cuando se jubiló. Pero aún no ha localizado el KPD 893-85, ni siquiera en una caja que contenía cantidad de documentos, correspondencia y casos de 1985. Llama a Win al móvil por tercera vez, deja otro mensaje, sabe que está ocupado pero se lo toma como algo personal.

No puede por menos de pensar que si fuera alguien importante de veras, quizá como esa fiscal de distrito licenciada en Harvard de la que tanto se queja él, le devolvería la llamada de inmediato. Sykes fue a una diminuta universidad cristiana en Bristol, Tennessee, y lo dejó el segundo año porque detestaba el centro y no veía ninguna razón práctica por la que debiera aprender francés o cálculo o asistir a misa dos veces a la semana. No es del mismo calibre que Win y esa fiscal, ni que todas esas personas del Norte que forman parte de la vida de Win. Prácticamente tiene edad para ser su madre.

Sykes está sentada sobre un gran cubo de plástico vuelto del revés y mira los montones de cajas de cartón con los ojos irritados, picor de garganta y los riñones doloridos. Por un instante se siente abrumada, no sólo por la tarea que tiene ante sí sino por todo, más o menos como se sintió cuando acababa de entrar en la Academia y el segundo día llevaron a toda la clase a hacer una visita al famoso centro de investigación de la Universidad de Tennessee conocido como la Granja de Cuerpos, dos acres boscosos en los que había dispersos cadáveres hediondos en cualquier estado imaginable, restos humanos donados pudriéndose en el suelo o debajo de losas de mármol, en maleteros de coches, dentro de bolsas de plástico o fuera de ellas, vestidos o desnudos, a la vista de antropólogos y entomólogos que paseaban por allí un día tras otro para tomar notas.

—¿Quién podría hacer esto? Quiero decir, ¿qué clase de persona hace algo tan asqueroso para ganarse la vida, u obtener un título, o lo que sea? —le preguntó a Win mientras se ponían en cuclillas para observar los gusanos arracimados sobre un hombre ya medio esqueletizado cuyo cabello se había desprendido del cráneo, por lo visto víctima de un accidente de tráfico, a un metro escaso de ellos.

—«Más vale que te acostumbres —le contestó él como si el hedor y los insectos no lo molestaran en absoluto, como si ella no tuviera ni zorra idea de nada—. No es agradable trabajar con muertos; nunca te dan las gracias. Los gusanos están bien. No son más que criaturillas. ¿Lo ves?» Cogió uno, se lo puso en la yema del dedo, donde quedó encaramado igual que un grano de arroz, un grano de arroz capaz de moverse por sí mismo. «Son nuestros amiguitos. Nos dicen en qué momento se produce la muerte y nos dan toda clase de detalles».

—Puedo detestar los gusanos tanto como me venga en gana —respondió Sykes—. Y no hace falta que me trates como si me chupara el dedo.

Se pone en pie y echa un vistazo por encima a las cajas preguntándose cuáles contendrán más casos antiguos que salieron del despacho bajo el brazo del detective Barben. Vaya idiota egoísta. Levanta una caja que está en la cuarta hilera a partir del suelo y suelta un gruñido al notar lo mucho que pesa; confía en no hacerse daño. La mayor parte de las cajas están abiertas, probablemente porque el viejo gilipollas no se tomó la molestia de volver a cerrarlas con cinta adhesiva después de revolver en ellas a lo largo de los años, y empieza a hurgar entre recibos de tarjetas de crédito y facturas de teléfono y servicios domésticos que se remontan a mediados de la década de los ochenta. No es lo que está buscando, pero lo curioso de los recibos y las facturas es que a menudo revelan más acerca de una persona que las confesiones y los relatos de testigos presenciales, y le pica una cierta curiosidad al imaginar el 8 de agosto de veinte años atrás, el día en que asesinaron a Vivian Finlay.

Imagina al detective Barber yendo al trabajo aquel día, probablemente como si fuera otro día cualquiera, para luego recibir una llamada con la orden de que acudiera a la lujosa residencia de la señora Finlay a orillas del río en Sequoyah Hills. Sykes intenta recordar dónde estaba en agosto de hace veinte años. En pleno divorcio, allí estaba. Hace veinte años era una operadora de radio de la policía en Nashville y su marido trabajaba en una discográfica, descubriendo nuevos talentos femeninos que resultaron ser un tanto distintos de lo que Sykes consideraba aceptable.

Saca expedientes etiquetados por meses de manera bastante descuidada y vuelve a sentarse en el cubo de plástico a estudiar una serie de recibos y facturas de teléfono y servicios. La dirección que aparece en los sobres se corresponde con la de la casa donde está ese cuchitril de sótano, y mientras comprueba justificantes de MasterCard, empieza a sospechar que por aquel entonces Barber vivía solo, porque en la mayoría de las entradas figuran comercios como Home Depot, Wal-Mart, una bodega y un bar deportivo. Repara en que durante la primera mitad de 1985 hizo muy pocas llamadas de larga distancia, algunos meses apenas dos o tres. Luego, en agosto, esa tendencia cambió repentinamente.

Ilumina con la linterna una factura de teléfono y recuerda que hace veinte años eran unos trastos grandes e incómodos que tenían todo el aspecto de un contador Geiger. No los usaba nadie, y menos los polis. Cuando estaban lejos de sus mesas y tenían que hacer llamadas, pedían a la operadora que lo hiciera y les enviara la información por radio. Si la información que necesitaba el detective era confidencial o enrevesada, regresaba a comisaría, y si estaba fuera, cargaba las llamadas a la cuenta del departamento y luego tenía que cumplimentar formularios de reembolso.

Lo que no hacían los polis eran llamadas relacionadas con los casos desde sus propios domicilios ni cargarlas a sus números particulares, pero a partir del ocho de agosto por la noche, cuando la señora Finlay ya estaba muerta y en la cámara frigorífica del depósito de cadáveres, Barber empezó a hacer llamadas desde el teléfono de su casa, hasta siete entre las cinco de la tarde y medianoche.