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Win mira a la gente que camina con aspecto decidido por las aceras, los vehículos que pasan escupiendo agua, a Lamont, que se aleja en su coche.

Se dirige hacia la plaza, donde bares y cafés están repletos a pesar del mal tiempo, y se asoma a Peet’s; se mete con calzador entre la concurrencia, sobre todo estudiantes, los privilegiados y los ensimismados. Cuando pide un café con leche, la chica que hay detrás del mostrador lo mira fijamente y se pone roja, como si aguantara la risa. Él está acostumbrado y, por lo general, le divierte y hasta lo halaga, pero esta noche no. No puede dejar de pensar en Lamont y en cómo hace que se sienta consigo mismo.

Pasea su café con leche por Harvard Square, adonde llega el tren de la Línea Roja, la mayoría de cuyos pasajeros están matriculados en Harvard, algunos sin saber siquiera que Harvard no es sencillamente la universidad local. Se entretiene en la acera de John F. Kennedy Street mirando con los ojos entornados los faros que vienen en su dirección, y la lluvia que cae al sesgo sobre las luces le hace pensar en trazos de lápiz, dibujos infantiles de un aguacero, como los que solía dibujar él de niño, cuando concebía algo más que escenarios del crimen y conclusiones desagradables sobre la gente.

—A Tremont con Broadway —dice nada más subir al taxi, al tiempo que coloca con cuidado la bolsa de deporte sobre el asiento de vinilo, a su lado.

El conductor es la silueta de una cabeza que habla, sin volverse, con acento de Oriente Medio.

—¿Traimond con qué?

—Tremont con Broadway, me puede dejar en la esquina. Si no sabe cómo llegar hasta allí, más vale que pare y me deje bajar.

—Traymont. ¿De dónde queda cerca?

—De Inman Square —responde Win a voz en cuello—. Vaya por ahí. Si no la encuentra, yo voy a pie y usted no cobra.

El taxista pisa el freno y vuelve el rostro y los ojos oscuros para lanzarle una mirada furibunda.

—¡Si no paga, bájese!

—¿Ve esto? —Win saca la cartera y le planta delante de la cara su placa de la Policía del Estado de Massachusetts—. ¿Quiere multas para el resto de su vida? Su adhesivo de la inspección técnica de vehículos ha caducado, ¿se da cuenta? Tiene fundida una de las luces de freno, ¿se da cuenta? Lléveme a Broadway, venga. ¿Se ve capaz de encontrar el Anexo al Ayuntamiento? Pues a partir de allí ya le daré indicaciones.

Continúan en silencio. Win se retrepa en el asiento con los puños apretados porque acaba de cenar con Monique Lamont, que se presenta a gobernadora y curiosamente espera dejar en buen lugar al gobernador Crawley, candidato a la reelección, para quedar en buen lugar también ella, de manera que ambos hayan quedado en buen lugar cuando se disputen el puesto. «Joder con la política», piensa Win. Como si a alguno de los dos le importara lo más mínimo una vieja asesinada en lo más recóndito de Tennessee. Cada vez se nota más resentido conforme sigue allí sentado y el taxista conduce sin la menor idea de a dónde va a menos que Win se lo indique.

—Ahí está Tremont, gire a la derecha —dice Win, al cabo, y señala con el dedo—. Por ahí arriba a la izquierda. Muy bien, ya me puede dejar aquí.

No puede evitar sentir pena cada vez que ve la casa, con sus dos plantas, las paredes de madera con la pintura descascarillada y casi cubiertas de hiedra. Igual que la mujer que vive en ella, la familia de Win no ha tenido más que una larga mala racha durante los últimos cincuenta años. Se baja del taxi y oye el tenue tintineo de campanillas en el jardín trasero en penumbra. Posa el vaso de café con leche en el techo del taxi, hurga en un bolsillo y lanza un billete de diez dólares arrugado por la ventanilla del conductor.

—¡Eh, son doce dólares!

—¡Eh, a ver si te pillas un GPS! —le suelta Win con la música mágica y etérea de las campanillas como telón de fondo mientras el taxi se pone en marcha de pronto y el recipiente de café resbala del techo, revienta contra el suelo y derrama su contenido lechoso sobre el asfalto negro. Las campanillas repican con dulzura como si se alegraran de verle.

Sopla un aire denso y húmedo y se oyen tenues y dulces tintineos procedentes de las sombras y los árboles, de puertas y ventanas que no alcanza a ver, se oyen tintineos procedentes de todas partes porque su abuela está convencida de que las campanillas deben sonar en todo momento para mantener a raya a los malos espíritus, y él nunca le ha dicho: «Bueno, si de veras da resultado, ¿cómo explicas lo de nuestras vidas?» Saca una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura y abre la puerta.

—¿Nana? Soy yo —dice a voz en grito.

En el vestíbulo siguen las mismas fotografías de familia y cuadros de Jesucristo y crucifijos arracimados sobre el enyesado de crin de caballo, todos cubiertos de polvo. Cierra la puerta, echa la llave y deja el llavero encima de una vieja mesa de roble que lleva viendo la mayor parte de su vida.

—¿Nana?

La tele está en la sala, a todo volumen, resuenan las sirenas: Nana y sus series de polis. El volumen parece más alto que la última vez que estuvo allí, tal vez porque se ha acostumbrado al silencio. Empieza a acusar la ansiedad a medida que sigue el sonido hasta la sala donde nada ha cambiado desde que era un crío, salvo que Nana sigue acumulando cristales y piedras, estatuillas de gatos y dragones y del arcángel san Miguel, coronas mágicas y haces de hierbas e incienso, a cientos, por todas partes.

—¡Oh! —exclama ella cuando sus pasos la distraen de súbito de la reposición de algún capítulo de Canción triste de Hill Street.

—No quería asustarte. —Win sonríe, se acerca al sofá y le da un beso en la mejilla.

—Cariño mío —dice la anciana mientras le aprieta las manos.

Él coge el mando a distancia de una mesa cubierta con más piezas de vidrio y baratijas mágicas, piedras y una baraja de cartas del tarot, apaga la tele y hace su valoración habitual. Nana parece encontrarse bien, sus ojos oscuros se ven despiertos y brillantes en su rostro de rasgos afilados, un rostro muy terso para su edad, antaño hermoso, con el largo cabello canoso recogido en la coronilla. Lleva las joyas de plata de siempre, pulseras prácticamente hasta los codos, anillos y collares, y la sudadera naranja intenso del equipo de fútbol americano de la Universidad de Tennessee que le envió él hace escasas semanas. Nunca olvida ponerse algún regalo suyo cuando sabe que lo verá. Siempre parece saberlo; no es necesario que él se lo diga.

—No tenías la alarma conectada —le recuerda, y mientras, abre la bolsa de deporte y deja sobre la mesita de centro tarros de miel, salsa barbacoa y pepinillos en vinagre.

—Ya tengo mis campanillas, cariño.

Se le pasa por la cabeza que ha dejado la botella de bourbon en el guardarropa del Club de Profesores. No se ha acordado y Lamont no se ha dado cuenta de que no la llevaba cuando se han marchado. «No es de extrañar», piensa él.

—¿Qué me has traído? —pregunta Nana.

—No pago a la empresa de alarmas todo ese dinero por móviles de campanillas. Unas cosillas locales, hechas allí en Tennessee. Si prefieres licor de contrabando, ya te lo traeré la próxima vez —añade en tono burlón mientras se sienta en un viejo sillón cubierto con una funda de color púrpura que una de sus clientas tejió a ganchillo hace años.

Ella coge las cartas y pregunta:

—¿Qué es todo ese asunto de «money»?

—¿Money? —Win frunce el ceño—. No utilices conmigo tus artes de brujería, Nana.

—Algo relacionado con «money». Estabas haciendo algo que tenía que ver con «money».

Win piensa en Monique Lamont, alias Money.

—Esa jefa tuya, supongo. —Nana baraja lentamente las cartas, que es su manera de mantener una conversación, y deja una carta de la luna en el sofá, a su lado—. Ten cuidado con ésa. Ilusiones y locura o poesía y visiones. Tú eliges.

—¿Qué tal te encuentras? —pregunta él—. ¿Ya comes algo aparte de lo que te trae la gente?

La gente le trae comida a cambio de que les eche las cartas, le dan toda clase de cosas, lo que pueden permitirse.

Deja otra carta boca arriba en el sofá, ésta con un hombre vestido de túnica con un farol. La lluvia ha vuelto a arreciar, tanto es así que suena como un redoble; las ramas de los árboles golpean el cristal de la ventana y el viento provoca un estruendo lejano y frenético.

—¿Qué quería de ti? —pregunta su abuela—. Esta noche estabas con ella.

—Nada que deba preocuparte. Lo bueno es que así tengo oportunidad de verte.

—Guarda cosas ocultas tras una cortina, cosas muy penosas, esa suma sacerdotisa de tu vida.

La anciana vuelve boca arriba otra carta, ésta con una llamativa imagen de un hombre colgado de un árbol por un pie y al que le caen monedas de los bolsillos.

—Nana —dice él con un suspiro—. Es fiscal de distrito, se dedica a la política. No es una suma sacerdotisa y no creo que forme parte de mi vida.

—Ay, desde luego que forma parte de tu vida —replica su abuela dirigiéndole una mirada intensa—. También hay alguien más. Veo a un hombre vestido de escarlata. ¡Ah! ¡Ése se va al congelador ahora mismo!

La manera que tiene su abuela de librarse de las personas destructivas consiste en escribir sus nombres o descripciones en pedazos de papel y meter éstos en la nevera. Sus clientes le pagan sumas respetables para que encierre a sus enemigos en su viejo Frigidaire, y la última vez que Win echó un vistazo, su congelador parecía el interior de una trituradora de papel.

Win advierte que su móvil comienza a vibrar; se lo saca del bolsillo de la chaqueta y mira la pantalla: es un número particular.

—Perdona —dice, y se levanta para acercarse a la ventana.

La lluvia sigue golpeando el cristal.

—¿Winston Garano? —pregunta una voz de hombre, a todas luces impostada, con un acento sumamente falso que casi parece británico.

—¿Quién lo pregunta?

—Creo que le convendría tomarse un café conmigo, en Davis Square, el Café Diesel, donde van todos los bichos raros y los maricones. Abre hasta tarde.

—Empiece por decirme quién es usted.

Observa a su abuela barajar más cartas del tarot y colocarlas boca arriba en la mesa, con esmero y al mismo tiempo con absoluta tranquilidad, como si fuesen viejas amigas.

—Por teléfono, no —responde el individuo.

De pronto a Win le viene a la cabeza la anciana asesinada. Imagina su rostro hinchado y amoratado, los inmensos coágulos oscuros en la parte inferior de su cuero cabelludo y los agujeros abiertos en el cráneo, con astillas de hueso incrustadas en el cerebro. Imagina su cadáver lastimoso y maltratado sobre una mesa de autopsia de acero frío; no sabe por qué se acuerda de ella de repente, e intenta apartarla de sus pensamientos.

—No suelo ir a tomarme un café con desconocidos cuando no me dicen quiénes son o qué quieren —dice al auricular.

—¿Le suena de algo Vivían Finlay? Estoy seguro de que le conviene hablar conmigo.

—No veo ninguna razón para hablar con usted —insiste Win mientras su abuela permanece tranquilamente sentada en el sofá, pasando las cartas para luego colocar otra boca arriba, ésta roja y blanca con una estrella de cinco puntas y una espada.

—A medianoche. No falle. —El individuo pone fin a la llamada.

—Nana, tengo que salir un rato —anuncia Win al tiempo que se guarda el móvil, vacilante junto a la ventana contra la que repiquetea la lluvia.

Tiene una corazonada, el viento provoca un tañido discordante.

—Cuidado con ése —dice ella, y escoge otra carta.

—¿Va bien tu coche?

A veces se le olvida ponerle gasolina, y ni siquiera la intervención divina impide que el motor deje de funcionar.

—Iba bien la última vez que lo conduje. ¿Quién es el hombre de escarlata? Cuando lo averigües, házmelo saber. Y presta atención a los números.

—¿Qué números?

—Los que están en camino. Presta atención.

—Cierra las puertas, Nana —le aconseja—. Voy a conectar la alarma.

Su Buick de 1989 con raído techo de vinilo, pegatinas en el parachoques y un amuleto de plumas y cuentas para atrapar las pesadillas, colgado del espejo retrovisor, está aparcado detrás de la casa, bajo la canasta de baloncesto que lleva oxidándose en su poste desde que era niño. El motor se resiste, cede al cabo y Win sale marcha atrás hasta la carretera porque no hay sitio para dar media vuelta. Los faros relucen en los ojos de un perro que merodea por la cuneta.

—Por el amor de Dios… —dice Win en voz alta antes de detener el coche y bajarse.

Miss Perra, ¿qué haces aquí fuera? —le dice al pobre animal empapado—. Ven aquí. Soy yo, venga, venga, buena chica.

Miss Perra, medio sabueso, medio perro pastor, medio sorda, medio ciega, con un nombre tan estúpido como su dueña, avanza a paso inseguro, olisquea la mano de Win, lo recuerda y menea el rabo. Él le acaricia el pelaje sucio y mojado, la coge en brazos y la deja en el asiento delantero acariciándole el cuello mientras la acerca hasta una casa destartalada dos manzanas más allá. La lleva en brazos hasta la puerta y llama con los nudillos un buen rato.

Al cabo, se oye una voz de mujer al otro lado de la puerta:

—¿Quién es?

—¡Le traigo otra vez a Miss Perra! —contesta él en el mismo tono de voz.

Se abre la puerta y aparece una mujerona gorda y fea vestida con una bata rosa sin forma. Le faltan los dientes de abajo y apesta a tabaco. Enciende la luz del porche, parpadea deslumbrada y desvía la mirada hacia el Buick de Nana aparcado en la calle. Nunca parece acordarse del coche ni de él. Win deja suavemente a Miss Perra, que entra en la casa como una exhalación, huyendo de la desagradecida holgazana tan rápido como puede.

—Ya le he dicho más de una vez que acabará atropellándola un coche —le advierte Win—. ¿Qué le ocurre? ¿Sabe cuántas veces he tenido que traerla a casa porque la encuentro vagando por las calles?

—¿Qué voy a hacerle yo? La dejo salir a hacer sus necesidades y no vuelve. Además, él ha venido esta noche y ha dejado la puerta abierta, y eso que no debería acercarse por aquí. Échaselo en cara a él. La muele a patadas, más malo que una víbora, y deja la puerta abierta a propósito para que se marche, porque si esa estúpida perra se muere le partirá el corazón a Suzy.

—¿De quién habla?

—De mi maldito yerno, ese al que la policía detiene una y otra vez.

A Win le parece que ya sabe de quién está hablando; lo ha visto por el vecindario, al volante de una furgoneta blanca.

—¿Y le deja entrar en su casa? —le pregunta Win con tono severo.

—¿Cómo iba a impedírselo? No tiene miedo de nada ni de nadie. No soy yo la que pidió la orden de alejamiento.

—¿Ha llamado a la policía cuando ha venido?

—¿Para qué?

Por la puerta abierta, Win ve a Miss Perra tumbada en el suelo, encogida de miedo bajo una silla.

—¿Y si se la compro? —se ofrece.

—No hay dinero suficiente —responde ella—. Adoro a esa perra.

—Le doy cincuenta dólares.

—No se puede poner precio al amor —responde ella, no sin vacilar.

—Sesenta —insiste él, subiendo la oferta; es cuanto lleva encima; se ha dejado el talonario en Knoxville.

—No, señor —contesta ella, que se lo está planteando seriamente—. Mi amor por esa perra vale mucho más.