Una tormenta de otoño lleva azotando Cambridge todo el día y se prepara para un violento bis nocturno. Los relámpagos rasgan el cielo acompañados de terroríficos truenos mientras Winston Garano («Win» o «Jerónimo», como lo llama la mayoría de la gente) recorre a largas zancadas el margen oriental del Patio de Harvard bajo el crepúsculo.
No lleva paraguas ni abrigo. Tiene el traje de Hugo Boss y el cabello moreno empapados y pegados a la piel, y los zapatos de Prada calados y sucios a causa de un paso en falso en un charco al bajar del taxi. Como era de esperar, el maldito taxista se ha equivocado con la maldita dirección y no lo ha dejado en el 20 de Quincy Street delante del Club de Profesores de Harvard, sino en el Museo de Arte Fogg, y en realidad se ha debido a un error de cálculo de Win. Al subir al taxi en el Logan International Airport se le ocurrió decirle al taxista: «Al Club de Profesores de Harvard, cerca del Fogg», pensando que tal vez si hacía referencia a ambos pasaría por un antiguo alumno de Harvard o un coleccionista de obras de arte en lugar de lo que es, un investigador de la Policía del Estado de Massachusetts que intentó entrar en Harvard diecisiete años atrás y no lo consiguió.
Nota el repiqueteo de los goterones en la coronilla y se adueña de él la ansiedad al detenerse en el viejo sendero de ladrillos rojos en medio del viejo patio. Mira Quincy Street arriba y abajo y ve pasar a la gente en coches y bicicletas, algún que otro peatón, encorvado bajo el paraguas: gente privilegiada que avanza entre la lluvia y la neblina, que se siente allí como en su casa y sabe que está en el lugar que le corresponde y a dónde se dirige.
—Perdona —le dice Win a un tipo con chubasquero negro y unos vaqueros amplios y desgastados—. Te voy a hacer un pequeño test de inteligencia.
—¿Qué?
El tipo tiene el ceño fruncido después de haber cruzado la calle mojada de dirección única con una mochila empapada a la espalda.
—¿Dónde está el Club de Profesores?
—Ahí mismo —responde el otro con aspereza innecesaria, probablemente porque si Win fuera un miembro del profesorado o alguien verdaderamente importante sabría dónde está el Club de Profesores.
Se encamina hacia el bello edificio de estilo resurgimiento georgiano con un tejado de pizarra gris y el patio floreciente de paraguas blancos mojados. Las ventanas iluminadas resultan cálidas en la oscuridad en ciernes y el manso chapoteo de una fuente se confunde con el sonido de la lluvia, mientras Win sigue el sendero de adoquines lisos hasta la puerta principal al tiempo que se pasa los dedos por el pelo mojado. Una vez dentro, mira en derredor, como si acabara de entrar en el escenario de un crimen, asimilando el entorno y sopesando lo que debió de ser el salón de algún aristócrata acaudalado, algo más de un siglo atrás. Inspecciona el artesonado de caoba, las alfombras persas, las arañas de luces de latón, los carteles de obras de teatro de la época victoriana, los retratos al óleo y las viejas y lustrosas escaleras que llevan a alguna parte a la que él probablemente nunca accederá.
Toma asiento en un duro y antiguo sofá mientras un reloj de caja le recuerda que llega con puntualidad y que la fiscal de distrito Monique Lamont («Money Lamont», la llama él), la mujer que, en resumidas cuentas, dirige su vida, no está por ninguna parte. En Massachusetts, los fiscales de distrito tienen jurisdicción sobre todos los homicidios y se les asigna su propio servicio de investigación procedente de la Policía del Estado, lo que significa que Lamont puede poner a quien le venga en gana en su brigada personal, lo que a su vez significa que puede deshacerse de quien le apetezca. Él es propiedad suya, y ella siempre se las arregla para hacer que lo tenga bien presente.
Éste es el más reciente, y peor, de todos sus tejemanejes políticos impregnados, en algunos casos, de esa lógica suya carente de visión de futuro, o de lo que Win considera a veces sus fantasías, derivado todo ello de su necesidad de control y ambición insaciables. De pronto Lamont decide enviarlo hacia el Sur, nada menos que hasta Knoxville, Tennessee, para asistir a la Academia Forense Nacional, aduciendo que a su regreso pondrá al corriente a sus colegas de las últimas innovaciones en la investigación criminal y les enseñará a hacer las cosas como es debido, exactamente como es debido. Por ejemplo, les enseñará cómo asegurarse de que ninguna investigación criminal «se vea comprometida, jamás y en ninguna circunstancia, debido a los errores a la hora de recabar pruebas o a la ausencia de procedimientos y análisis que deberían haberse llevado a cabo», dijo la fiscal. Él no lo entiende. Si la Policía del Estado de Massachusetts tiene investigadores forenses, ¿por qué no envía a uno de ellos? Ella no se avino a razones ni quiso darle ninguna explicación.
Win se mira los zapatos mojados que compró por veintidós dólares en la tienda de ropa de segunda mano. Repara en las manchas que empieza a dejar el agua al secarse en el traje gris que consiguió por ciento veinte dólares en esa misma tienda donde ha adquirido cantidad de ropa de marca a unos precios de risa, porque todo es usado, desechado por gente de pasta que se aburre enseguida de las cosas, o que enferma o se muere. Espera y se preocupa mientras se pregunta qué será tan importante como para que Lamont lo haya hecho regresar desde Knoxville. Roy, su secretario de prensa, un individuo de aspecto ñoño y altanero, le ha llamado esa misma mañana, le ha sacado de clase por la fuerza y le ha dicho que tomara el siguiente vuelo a Boston.
—¿En este preciso instante? ¿Por qué? —se quejó Win.
—Porque lo dice ella —respondió Roy.
En el interior del edificio de hormigón en el que se encuentra el Tribunal Federal de primera instancia de Cambridge, Monique Lamont sale del tocador privado que hay en su despacho. A diferencia de muchos fiscales de distrito y demás personajes que vadean las aguas del mundo de la justicia criminal, no colecciona gorras e insignias de policía, ni uniformes y armas extranjeros, ni fotografías enmarcadas de famosos personajes de la administración de justicia. Quienes le ofrecen presentes semejantes sólo llegan a hacerlo una vez, porque no vacila en devolverlos o regalarlos de inmediato. Resulta que lo que le gusta es el vidrio.
Vidrio artesanal, vidrieras de colores, vidrio veneciano, vidrio nuevo, vidrio antiguo. Cuando la luz del sol se filtra en su despacho, lo convierte en una suerte de hoguera prismática que destella, centellea, reluce y chispea en un espectro de colores, lo que resulta tan entretenido como impresionante. Ella da la bienvenida a su arco iris a la gente entretenida e impresionada, y luego la inicia en la atroz tormenta que lo precedió.
—Claro que no, joder —dice, retomando la conversación donde la había dejado al tiempo que se sienta a su amplia mesa de vidrio, una mesa transparente que no la disuade de llevar faldas cortas—. De hacer otro vídeo educativo sobre los efectos perniciosos de conducir bebido, ni hablar. ¿Es que nadie aparte de mí piensa en otra cosa que no sea la puta tele?
—La semana pasada en Tewksbury, toda una familia murió por culpa de un conductor borracho —apunta Roy desde un sofá dispuesto en diagonal con respecto a la mesa, mirándole las piernas cuando supone que ella no se da cuenta—. Eso es mucho más importante para los ciudadanos que un antiguo caso de asesinato en una perdida ciudad sureña que aquí trae a todo el mundo sin cuidado…
—Roy. —Lamont cruza las piernas y observa cómo la mira—. ¿Tienes madre?
—Venga, Monique.
—Claro que tienes madre.
Se levanta y empieza a andar de aquí para allá mientras piensa que ojalá saliera el sol.
Detesta la lluvia.
—¿Qué te parecería, Roy, si tu anciana madre recibiera una brutal paliza en su propia casa y luego la dejaran morir sola?
—No se trata de eso, Monique. Deberíamos centrarnos en un homicidio sin resolver en Massachusetts, no en un pueblucho perdido. ¿Cuántas veces vamos a discutirlo?
—Eres tonto, Roy. Enviamos a uno de nuestros mejores investigadores, lo resolvemos y así conseguimos…
—Lo sé, lo sé; conseguimos que nos presten una enorme atención en todo el país.
—Tendemos una mano fuerte y segura para ayudar a los menos favorecidos, a los menos, bueno… a los menos de todo. Rescatamos viejas pruebas, las volvemos a examinar…
—Y hacemos que Huber quede en buen lugar. De alguna manera, serán él y el gobernador quienes se lleven el mérito. Te engañas si crees que no será así.
—El mérito me lo llevaré yo. Y tú vas a asegurarte de que así sea.
De pronto se interrumpe cuando se abre la puerta del despacho y casualmente, quizá demasiado casualmente, entra sin llamar su pasante, el hijo de Huber. Por un momento se le ocurre que estaba escuchando a hurtadillas, pero la puerta estaba cerrada, así que no es posible.
—¿Toby? —le advierte—. ¿Estoy loca de atar o acabas de entrar sin llamar otra vez?
—Lo siento. Joder, es que tengo muchas cosas en las que pensar. —Sorbe por la nariz, menea la cabeza; lleva el pelo cortado al rape y parece medio colocado—. Sólo quería recordarte que me largo.
«Al fin», piensa ella.
—Soy perfectamente consciente —dice.
—Volveré el lunes que viene. Pasaré unos días en Vineyard, a tomármelo con calma. Mi padre ya sabe dónde encontrarme si me necesitas.
—¿Te has ocupado de todos los asuntos pendientes?
Vuelve a sorber por la nariz. Lamont está casi segura de que le da a la coca.
—¿Eh? ¿Como qué?
—Eh…, como todo lo que he dejado encima de tu mesa —responde ella mientras tamborilea con una pluma dorada sobre un bloc de notas.
—Ah, sí, claro. Y he sido un buen chico, lo he limpiado todo, lo he ordenado para que no tengas que andar recogiendo lo que voy dejando por ahí.
Hace una mueca, dejando entrever en su desconcierto el resentimiento que alberga contra ella, se marcha y cierra la puerta.
—He ahí uno de mis mayores errores —reconoce ella—. Nunca hay que hacer un favor a un colega.
—Es evidente que ya has tomado tu decisión y es tan definitiva como la misma muerte —dice Roy, retomando la conversación donde la había dejado—. Y quiero hacer hincapié en que creo que estás cometiendo un error gravísimo, tal vez fatal.
—Déjate de comparaciones como ésa, Roy. No sabes lo mucho que me molestan. Ahora me vendría bien tomar un café.
El gobernador Miles Crawley va en el asiento de atrás de su limusina negra con el panel de separación levantado. Su guardaespaldas está al otro lado y no puede oírle hablar por teléfono.
—No des las cosas por sentadas hasta el punto de cometer un descuido —dice bajando la mirada por las largas piernas estiradas, que lleva enfundadas en unos pantalones de raya diplomática, para contemplar con expresión ausente sus lustrosos zapatos negros—. ¿Y si alguien se va de la lengua? Además, no deberíamos estar hablando de…
—Ese alguien implicado no hablará, eso está garantizado. Y yo nunca cometo descuidos.
—Nada está garantizado salvo la muerte y los impuestos —comenta enigmáticamente el gobernador.
—En ese caso, ya tienes tu garantía; no puedes salir mal parado. ¿Quién no sabía dónde estaba? ¿Quién lo perdió? ¿Quién lo escondió? En cualquier caso, ¿quién queda en mal lugar?
El gobernador contempla por la ventanilla la oscuridad, la lluvia, las luces de Cambridge que brillan a través de una y otra. No está tan seguro de haber hecho bien al seguir adelante con el asunto, pero decide:
—Bueno, ha trascendido a la prensa, de manera que ya no hay vuelta atrás. Más te vale que estés en lo cierto, porque a quien voy a echar la culpa es a ti. Fue idea tuya, maldita sea.
—Confía en mí, no recibirás más que buenas nuevas.
Al gobernador le vendría bien alguna buena nueva. De un tiempo a esta parte su esposa es un auténtico incordio, tiene las entrañas revueltas y va de camino a otra cena, ésta en el Museo de Arte Fogg, donde echará un vistazo a unos cuantos cuadros de Degas y después pronunciará unas palabras para asegurarse de que todos los elitistas de Harvard y los filántropos que se pirran por el arte recuerden lo culto que es.
—No quiero seguir hablando de esto —dice el gobernador.
—Miles…
Detesta que le llamen por su nombre de pila, por mucho que la persona lo conozca desde hace tiempo. Lo adecuado es «gobernador Crawley»; algún día «senador Crawley».
—… Me lo agradecerás, te lo aseguro…
—No me obligues a repetirme —le advierte el gobernador Crawley—. Es la última vez que mantenemos esta conversación. —Pone fin a la llamada y vuelve a meter el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.
La limusina se detiene delante del Fogg. Crawley aguarda a que su protección privada le permita salir y lo escolte hasta su siguiente representación política, solo. Maldita sea su mujer, siempre con sus dolores de cabeza provocados por la sinusitis. Le han informado brevemente sobre Degas hace apenas una hora, y al menos sabe pronunciar el nombre y que el tipo era francés.
Lamont se pone en pie y empieza a caminar arriba y abajo lentamente, mirando por la ventana un anochecer tan oscuro y húmedo que resulta deprimente, mientras toma sorbos de un café que sabe a hervido.
—Los medios ya han empezado a llamar —dice Roy a modo de advertencia.
—Creo que eso era lo que teníamos previsto —responde ella.
—Y nos hace falta un plan de control de daños…
—Roy. ¡Estoy a punto de hartarme de esto!
«Vaya cobarde está hecho, todo un prodigio sin agallas», piensa, vuelta de espaldas a él.
—Monique, sencillamente no me explico cómo puedes creer que al gobernador le resultará útil alguno de sus ardides.
—Si vamos a obtener cincuenta millones de dólares para construir un nuevo laboratorio criminalista —repite lentamente, como si Roy fuera estúpido—, debemos llamar la atención, demostrar a los ciudadanos y a los legisladores que está completamente justificado modernizar la tecnología, contratar a más científicos, comprar más material de laboratorio y elaborar la mayor base de datos sobre ADN del país, quizá del mundo. Si resolvemos un viejo caso que la buena gente del viejo Sur dejó abandonado en una caja de cartón hace veinte años, nos convertiremos en héroes y los contribuyentes nos respaldarán. Nada da tanto éxito como el éxito.
—Ya estamos con el lavado de cerebro de Huber. ¿A qué director de un laboratorio criminalista no le gustaría convencerte de algo así, por mucho que suponga un riesgo para ti?
—¿Por qué no quieres ver que es una idea excelente? —insiste, presa de la frustración, mientras contempla la lluvia, la lluvia monótona e incesante.
—Porque el gobernador Crawley te odia —responde Roy con rotundidad—. Pregúntate por qué iba a ponerte algo así en bandeja.
—Porque soy mujer y, por lo tanto, el fiscal de distrito más visible del estado, y así no queda como el intolerante de extrema derecha sexista y mezquino que es en realidad.
—Y si te enfrentas a él, cualquier revés caerá sobre tu cabeza, no sobre la suya. Serás tú, y no él, quien haga las veces de Robert E. Lee rindiendo la espada.
—Así que ahora él es Ulises S. Grant. Win se ocupará del asunto.
—Más bien acabará contigo.
Ella se vuelve lentamente hacia Roy y lo observa hojear un cuaderno.
—¿Qué sabes de él? —pregunta Roy.
—Es el mejor investigador de la unidad. Desde el punto de vista político, una opción perfecta.
—Vanidoso, obsesionado con la ropa —dice él leyendo sus notas—. Trajes de marca, un todoterreno Hummer, una Harley, lo que plantea dudas sobre su situación económica. —Hace una pausa y añade—: Un Rolex…
—Un Breitling, de titanio, es probable que «ligeramente usado», de una de sus muchas tiendas de segunda mano —apunta ella.
Roy, desconcertado, levanta la mirada.
—¿Cómo sabes dónde compra?
—Es que tengo buen ojo para todo lo refinado. Una mañana le pregunté cómo podía permitirse la corbata de Hermés que llevaba ese día.
—Llega sistemáticamente con retraso cuando se requiere su presencia en un escenario del crimen —continúa Roy.
—¿Según quién?
Él pasa varias páginas más y recorre una de ellas con el dedo en sentido descendente. Ella aguarda a que sus labios empiecen a moverse mientras lee en silencio. «Fíjate, se acaban de mover. Dios santo, el mundo está lleno de imbéciles».
—No parece que sea gay —continúa Roy—. Eso es bueno.
—En realidad, sería de una amplitud de miras inmensa por nuestra parte si el detective que vamos a utilizar como reclamo publicitario fuera gay. ¿Qué bebe?
—Bueno, no es gay, de eso no cabe duda —dice Roy—. Es un mujeriego.
—¿Según quién? ¿Qué le gusta beber?
Roy se interrumpe y, desconcertado, dice:
—¿Beber? No, no tiene ese problema, al menos…
—¿Vodka, ginebra, cerveza? —Ella está a punto de perder la paciencia por completo.
—No tengo ni zorra idea.
—Entonces llama a su colega Huber y pregúntaselo. Y hazlo antes de que yo llegue al Club de Profesores.
—A veces sencillamente no te entiendo, Monique. —Roy vuelve a sus notas—. Narcisista.
—¿Quién no sería narcisista con un aspecto como el suyo?
—Engreído, un chico mono dentro de un traje vacío. Deberías oír lo que dicen de él los otros polis.
—Me parece que acabo de oírlo —dice ella.
Le viene a la cabeza la imagen de Win Garano, el cabello oscuro y ondulado, la cara perfecta, un cuerpo que parece esculpido en piedra tersa y bronceada. Y sus ojos… Sus ojos poseen algo especial. Cuando la mira, tiene la extraña sensación de que la está analizando, de que la conoce, incluso de que sabe algo que ella ignora.
Quedará perfecto en televisión, perfecto en las sesiones de fotos.
—… Probablemente las dos únicas cosas favorables que puedo decir sobre él es que tiene buena imagen —comenta el inepto de Roy—, y que en cierta manera pertenece a una minoría. Morenillo pero sin pasarse, ni una cosa ni la otra.
—¿Cómo has dicho? —Lamont lo fulmina con la mirada—. Voy a fingir que no te he oído.
—Entonces, ¿cómo lo llamamos?
—No lo llamamos nada.
—¿Italoafricano? Bueno, supongo que algo así. —Roy responde a su propia pregunta mientras sigue hojeando el cuaderno—. Su padre era negro y su madre italiana. Por lo visto decidieron ponerle el nombre de su madre, Garano, por razones evidentes. Ambos están muertos por culpa de una estufa defectuosa en el antro donde vivían cuando él era un crío.
Lamont coge su abrigo de detrás de la puerta.
—Su educación es un misterio. No tengo ni idea de quién lo crió, no hay constancia de ningún pariente cercano, la persona de contacto en caso de emergencia es un tal Farouk, su casero, por lo visto.
Ella saca las llaves del bolso.
—Menos sobre él y más sobre mí —comenta—. Su historia no es importante, la mía sí. Mis logros, mi currículo, mi postura con respecto a los asuntos importantes, como el crimen, pero no sólo el crimen de hoy, no sólo el crimen de ayer. —Sale por la puerta—. Cualquier crimen en cualquier momento.
—Sí. —Roy la sigue—. Vaya eslogan para la campaña.