Prólogo
Año del Delfín (2308 a. C.)

El gran río Thon-Thalas fluía hacia el sur a través de los bosques de Silvanesti. En el punto donde alcanzaba las tres cuartas partes de su recorrido, la anchurosa corriente se bifurcaba y dos ríos gemelos fluían en torno a una isla llamada Fallan. En esta isla estaba la capital de la nación élfica, Silvanost.

Silvanost era una ciudad de torres, relucientes y blancas, que se elevaban hacia el cielo; algunas alcanzaban tal altura que incluso empequeñecían los inmensos robles de la región. A diferencia del continente, la isla Fallan apenas tenía árboles. La mayoría habían sido quitados para dejar sitio a la ciudad. Las formaciones geológicas de mármol y cuarzo de la isla habían sido entonces alteradas mágicamente y transformadas en casas y torres. Al acercarse a la isla desde el oeste, por la calzada del Rey, el viajero podía divisar la ciudad marmórea reluciendo con un brillo nacarado entre los árboles. Por la noche, la urbe absorbía el fulgor de las estrellas y las lunas, y la irradiaba suavemente hacia el firmamento.

En esta noche en particular, unas nubes ligeras, impulsadas por el viento, cubrían el cielo y dejaban caer una fría llovizna. Una brisa, cortante y arremolinada, soplaba sobre la isla. No obstante, las calles de Silvanost se hallaban abarrotadas.

A despecho del tiempo húmedo y frío, todos los elfos estaban fuera de sus casas y gritaban, aplaudían y cantaban gozosos. Muchos llevaban velas, tapadas para protegerlas contra la lluvia, y las titilantes llamas contribuían a crear el extraño ambiente festivo.

Algo maravilloso había ocurrido aquella noche en la capital. Sithel, Orador de las Estrellas, dirigente de todos los silvanestis, había sido padre. De hecho, el afortunado Orador Sithel había tenido dos hijos. Era padre de gemelos, un suceso poco corriente entre los elfos. Los silvanestis empezaban a llamar a Sithel «Dos Veces Bendecido», y lo celebraban en medio de la fría y lluviosa noche.

Sin embargo, el Orador de las Estrellas no estaba recibiendo a sus simpatizantes. Ni siquiera se encontraba en el Palacio de Quinari, donde su esposa, Nirakina, todavía yacía en el lecho donde había dado a luz, con sus hijos recién nacidos. Sithel había dejado a sus ayudantes y cruzaba a solas la plaza que separaba el palacio de la Torre de las Estrellas, la sede protocolaria del poder del Orador. Aunque al pueblo llano no le estaba permitida la entrada a la plaza por la noche, el Orador podía oír los ecos de su celebración. Caminó entre los oscuros contornos del jardín que rodeaba la torre, avanzando por los sinuosos senderos, entró en el edificio por una puerta reservada para la familia real.

Al rodear el gran trono esmeralda hacia la parte delantera, Sithel pudo ver la vasta Sala de Audiencias. No estaba completamente a oscuras. Ciento ochenta metros por encima de su cabeza, había un orificio en el techo de la torre que se abría al cielo. La luz lunar, fraccionada por las nubes, se filtraba por el orificio. Las paredes de la torre estaban perforadas por hileras en espiral de ventanas estrechas y alargadas, y jalonadas con incrustaciones de piedras preciosas de todo tipo. Estas gemas dividían la luz lunar en rayos iridiscentes que bañaban las paredes y el suelo con miles y miles de colores. Pero Sithel no tenía el ánimo para reparar ahora en esta belleza. Tomó asiento en el trono que había ocupado durante dos centurias y, apoyando las manos en los reposabrazos de esmeraldas, dejó que la frialdad de la piedra calmara su intranquilidad.

Una figura apareció en la monumental puerta principal.

—Adelante —dijo el Orador en un tono apenas más alto que un susurro, pero la perfecta acústica de la sala hizo que la voz llegara con claridad al visitante.

La figura se aproximó y se detuvo al pie de los escalones que conducían a la plataforma del trono; luego dejó un pequeño brasero en el suelo de mármol y, por último, hizo una reverencia.

—Me habéis llamado, gran Orador —dijo. Su voz era clara, con el deje norteño.

—Vedvedsica, servidor de Gilean, levántate —contestó Sithel.

Vedvedsica se irguió. A diferencia de los clérigos de Silvanost, que vestían ropajes blancos y un cíngulo con el color de la deidad a la que servían, Vedvedsica llevaba un tabardo de color gris, recogido con un cinturón. Su dios no tenía templo en la ciudad, porque los clérigos que servían a los dioses del Bien no toleraban oficialmente el culto a los dioses de la Neutralidad.

—¿Puedo felicitar a su alteza por el nacimiento de sus hijos?

Sithel aceptó con un cortés gesto de asentimiento las palabras de Vedvedsica.

—Es por ellos por lo que estás aquí —repuso—. ¿Te permite tu dios ver el futuro?

—Mi señor, Gilean, sostiene en sus manos el Tobril, el Libro de la Verdad. A veces me concede la gracia de vislumbrar ese libro. —A juzgar por la expresión del clérigo, daba la impresión de que tal práctica no era de su agrado.

—Te daré cien piezas de oro —dijo el Orador—. Pregúntale a tu dios, y dime el destino que les aguarda a mis hijos.

Vedvedsica hizo otra reverencia. Metió la mano en uno de los voluminosos bolsillos de su tabardo y sacó dos hojas secas, todavía verdes y brillantes, pero tiesas y quebradizas. Retiró la tapa cónica del brasero, dejando a la vista los carbones encendidos, y sostuvo las hojas por los pedúnculos sobre el amortiguado resplandor del fuego.

—¡Gilean el Libro! ¡Viajero Gris! ¡Sabio de la Verdad, Puerta de las Almas! ¡Por este fuego, abre mis ojos y permíteme leer el Libro de la Verdad! —La voz del clérigo era ahora más potente y resonaba en la vacía sala—. ¡Abre el Tobril! ¡Revela al Orador Sithel el destino de sus dos hijos, nacidos en este día!

Vedvedsica echó las hojas secas en los carbones. Se prendieron de inmediato, y las llamas las envolvieron con un sonoro chisporroteo. El humo se alzó sinuoso del brasero; un humo espeso y gris que se condensó a medida que se elevaba. Sithel se aferró a los brazos del trono y contempló cómo el humo se retorcía en espirales. Vedvedsica alzó las manos como si quisiera abrazarlo.

De manera gradual, el humo asumió la forma oscilante de un pergamino abierto, cuya cara posterior estaba frente a Sithel. La cara anterior estaba destinada únicamente a Vedvedsica. Los labios del clérigo se movieron mientras éste leía el libro que contenía toda la sabiduría de los dioses.

En menos de medio minuto, las hojas se consumieron totalmente. Una violenta llamarada se alzó casi un metro sobre el brasero, y disipó de manera instantánea el humo. El fogonazo hizo que el clérigo gritara de dolor y se apartara tambaleante. Sithel se levantó del trono con presteza mientras Vedvedsica se desplomaba en el suelo, hecho un ovillo.

Tras descender los escalones de la plataforma del trono, Sithel se arrodilló junto al clérigo y lo volvió con gran cuidado.

—¿Qué viste? —instó con tono urgente—. Dímelo… ¡te lo ordeno!

Vedvedsica apartó las manos de su rostro. Sus cejas estaban chamuscadas, su rostro ennegrecido.

—Cuatro palabras. Sólo vi cuatro palabras, alteza —repuso con voz quebrada.

—¿Cuáles eran? —Sithel estuvo a punto de sacudir al clérigo en su afán por saberlo.

—El Tobril decía: «Los dos llevarán coronas…».

Sithel frunció el entrecejo, de manera que sus cejas arqueadas se unieron sobre el puente de la nariz.

—¿Qué significa eso? ¿Dos coronas? —inquirió irritado—. ¿Cómo pueden llevar ambos corona?

—Significa lo que significa, Dos Veces Bendecido.

El Orador miró el brasero, en el que los carbones ardían todavía. Una breve vislumbre al gran libro casi le había costado la vista a Vedvedsica. ¿Qué le costaría al propio Sithel el conocimiento de la profecía de Gilean? ¿Qué le costaría a Silvanesti?