28
La pesada carga del mando
El cadáver de Sithel fue trasladado a la capital con precipitación. Sithas estaba convencido de que la dignidad era menos importante que la rapidez en estos momentos; quería hacer públicas las terribles nuevas lo antes posible. Los ergothianos podían ponerse en movimiento en cualquier momento, y la nación élfica no estaba preparada para hacerles frente.
Las espantosas noticias se difundieron como el rayo, precediendo a la comitiva. Para cuando el cadáver de Sithel era transportado a través del Thon-Thalas a bordo de un transbordador, la ciudad estaba ya de duelo. El río se hallaba tan plagado de embarcaciones que casi podía cruzarse a pie. Desde el más humilde pescador hasta el clérigo de mayor rango, todos los elfos acudieron para ver al Orador por última vez. Se apiñaban por miles a los lados de la calle que conducía a la Torre de las Estrellas, con la cabeza descubierta en señal de respeto. En la torre se encontraba lady Nirakina, aguardando al cortejo. La dama estaba tan afectada que tuvieron que transportarla en una silla de mano desde el palacio hasta la torre.
No se produjeron vítores al paso del Orador Sithas, que encabezaba el cortejo fúnebre. Su padre quedó de cuerpo presente en el templo de E’li mientras miles de súbditos le rendían un último homenaje. Luego, con un mínimo de ceremonia, Sithel fue enterrado junto a su padre, en el magnífico mausoleo conocido como la Tumba de Cristal.
Al día siguiente, Sithas redactó un ultimátum al emperador de Ergoth.
«Consideramos la muerte de nuestro padre Sithel un asesinato deliberado», escribió Sithas. «La nación élfica clama venganza por la muerte de su Orador. Si deseáis evitar la guerra, exigimos una indemnización de un millón de monedas de oro, la expulsión de todos los súbditos ergothianos de nuestros territorios occidentales, y que nos sean entregados todos los hombres presentes en el asesinato de nuestro padre, incluido Ulvissen».
Kith-Kanan había tenido que retrasar su partida de Sithelbec. Llegó a Silvanost dos días después del funeral de su padre, exasperado porque Sithas hubiese actuado tan precipitadamente con los últimos ritos y su ultimátum al emperador de Ergoth.
—¿Por qué no esperaste? —se quejó a su gemelo, en la Torre de las Estrellas—. ¡Tendría que haber estado aquí para asistir al funeral de padre!
Kith-Kanan acababa de pasar un largo rato con su madre; y el dolor de Nirakina y el suyo propio lo abrumaban sobremanera.
—No hay tiempo para ceremonias vanas —replicó Sithas—. La guerra puede estar próxima, y debemos actuar. He ordenado que se recen plegarias y se hagan ofrendas en memoria de nuestro padre en todos los templos durante treinta noches, pero ahora debemos pensar en el país, aunar a la gente.
—¿Atacarán los humanos? —preguntó Hermathya con un tono anhelante, desde su sitio, al lado de Sithas.
—No lo sé —repuso el Orador, sombrío—. Nos superan en diez a uno.
Kith-Kanan los miró a los dos. Le resultaba chocante verlos en los asientos ocupados tan a menudo por Sithel y Nirakina. Hermathya estaba hermosísima, acicalada perfectamente y vestida con un atuendo de tonos dorados, plateado y blanco. Aun así, resultaba fría, distante. Mientras que Nirakina podía inspirar respeto y amor con una sonrisa o un leve gesto de su cabeza, todo cuanto Hermathya parecía ser capaz de hacer era mostrar una apariencia escultural. Por supuesto, eludió la mirada de Kith-Kanan en todo momento.
En el trono esmeralda, Sithas se veía tenso y cansado. Estaba intentando tomar decisiones rápidas y difíciles, como consideraba que tenía que hacer un monarca en tiempos de crisis. La carga se reflejaba en su rostro y en su porte. En estos momentos, daba la impresión de ser mucho mayor que su gemelo.
La torre estaba vacía, salvo por ellos tres. Durante toda la mañana, Sithas había estado reunido con clérigos, nobles y jefes de gremios, diciéndoles lo que esperaba de ellos en caso de guerra. Se habían pronunciado algunas frases patrióticas, mayormente por parte de los clérigos, pero, en general, el tono de la asamblea había sido muy apagado. Ahora, el único que quedaba era Kith-Kanan, ya que Sithas tenía órdenes especiales para él.
—Quiero que integres a los Montaraces en un único ejército —ordenó.
—¿Con qué propósito? —preguntó su gemelo.
—Resistir al ejército ergothiano, en caso de que cruce la frontera y entre en los bosques.
—Sabes, Sith, que la totalidad de la milicia la forman veinte mil hombres —dijo Kith-Kanan mientras se frotaba la frente—, la mayoría de los cuales son campesinos armados con picas.
—Lo sé, pero no hay nadie más para detener a los humanos entre su frontera y la margen del Thon-Thalas. Necesitamos tiempo, Kith, tiempo para que Kencathedrus reúna un ejército con el que defender Silvanost.
—¡Por Astarin! Entonces, ¿por qué estás tan deseoso de iniciar una guerra con Ergoth? ¡Disponen de doscientos mil hombres en servicio activo! ¡Tú mismo lo has dicho!
Las manos de Sithas se crisparon sobre los antebrazos del trono, y el Orador se echó hacia adelante.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Perdonar a los humanos por asesinar a nuestro padre? Sabes que fue un asesinato. ¡Le tendieron una trampa y lo mataron! ¿No te parece demasiada coincidencia que Ulvissen se encontrara en la zona y que uno de sus supuestos guardabosques perpetrara el crimen?
—Es sospechoso, sí —admitió Kith-Kanan sin el acaloramiento de antes. Se puso el yelmo y abrochó la correa de la barbilla. Luego añadió—: Haré lo que pueda, Sith, pero tal vez haya quienes no estén dispuestos a luchar y morir por Silvanesti.
—Cualquiera que se niegue a cumplir las órdenes del Orador, es un traidor —intervino Hermathya.
—Es fácil hacer tales distinciones aquí, en la ciudad, pero en las planicies y en los bosques los vecinos tienen más importancia que unos monarcas que están muy lejos —argumentó Kith-Kanan.
—¿Estás diciendo que los kalanestis no lucharán por nosotros? —inquirió Sithas, iracundo.
—Algunos lo harán. Otros puede que no.
Sithas se recostó en el respaldo del trono y respiró hondo.
—Entiendo. Haz lo que puedas, Kith. Regresa a Sithelbec tan deprisa como te sea posible. —Vaciló antes de agregar—: Sé que harás cuanto esté en tu mano.
Los gemelos intercambiaron una breve mirada.
—Me llevaré a Arcuballis —dijo Kith-Kanan, y abandonó la sala rápidamente.
—¿Por qué le permites un trato tan familiar? —empezó a echar pestes Hermathya, una vez que Kith-Kanan hubo salido—. Eres el Orador. Debería inclinarse ante ti y llamarte alteza.
Sithas se volvió hacia su esposa. La expresión de su semblante era impasible.
—No tengo la menor duda acerca de la lealtad de Kith —replicó con voz grave—. Cosa que no puedo decir de la tuya, señora, a pesar de tus modales correctos y tu vana adulación.
—¿A qué te refieres? —inquirió, con gesto estirado.
—Sé que contrataste a criminales kalanestis para que asesinaran a Kith-Kanan porque no quiso deshonrarme convirtiéndose en tu amante. Lo sé todo, señora.
El semblante de Hermathya, normalmente pálido, se demudó.
—No es cierto —negó, temblándole la voz—. Es una sucia mentira… Te lo dijo Kith-Kanan, ¿verdad?
—No, señora. Kith ignora que contrataste a los elfos que mataron a su amigo. Cuando utilizaste los servicios de cierto hechicero de túnica gris para que actuara como intermediario con una banda de asesinos, no sabías que el mismo hechicero también trabaja para mí. Por oro, haría cualquier cosa… incluso contarme todo acerca de tu traición.
Hermathya temblaba violentamente de pies a cabeza. Se incorporó tambaleante de su trono y retrocedió por la plataforma, alejándose de Sithas. El repulgo dorado y plateado de su vestido se arrastró sobre el suelo de mármol.
—¿Qué vas a hacer? —jadeó.
Él la miró intensamente durante un minuto que pareció interminable.
—¿Contigo? Nada. No es el momento más indicado para que el Orador meta en prisión a su esposa. Tu complot ha fracasado, afortunadamente para ti, de manera que te permitiré conservar tu libertad por ahora. Pero escúchame bien, Hermathya… —Se levantó del trono y se plantó, imponente e intimidante, ante ella—, si se te ocurre siquiera mirar con ceño a mi hermano, o te pones de nuevo en contacto con Vedvedsica, te encerraré en un sitio donde no volverás a ver la luz del sol.
Sithas le dio la espalda y abandonó la torre con pasos firmes. Hermathya permaneció de pie un momento, tambaleándose. Por fin, las piernas le fallaron; se desplomó en el centro de la plataforma y rompió a llorar. Las hebras doradas y plateadas de su rico vestido brillaban con la luz que entraba por las ventanas de la torre.
Las alas del grifo batían a un ritmo vivo mientras Kith-Kanan y Arcuballis volaban hacia el oeste. El peso de la armadura y la colección de armas sobrecargaban al animal, pero la poderosa bestia no flaqueó en ningún momento. Al pasar sobre la vasta extensión boscosa meridional, Kith-Kanan no pudo evitar bajar la vista hacia el verde dosel mientras se hacía ciertas preguntas. Si Alaya no hubiese cambiado, ¿seguiría él todavía allí, en algún lugar, llevando la vida de un Elfo Salvaje? ¿Estaría aún vivo Mackeli? Estos pensamientos lo mortificaban. Los días más felices de su vida habían sido los compartidos con Alaya y Mackeli, vagando por el bosque, haciendo lo que quiera que requiriese el momento. Ningún deber. Nada de protocolo engorroso. La vida había sido una primavera perpetua, dichosa.
Y, de repente, Kith-Kanan se encontró desechando tales pensamientos. No siempre podía ser primavera, ni se podía ser siempre joven y despreocupado. Después de todo, él no era un elfo corriente, sino un príncipe de sangre real. Su vida había estado llena de placeres, y era poco lo que se le había exigido. Había llegado el momento de compensar cuanto había disfrutado. Kith-Kanan fijó la mirada en el distante horizonte azul y templó el ánimo para la guerra.