27
Pleno verano, Año del Carnero

Privado de Alaya y de Mackeli, Kith-Kanan se volcó en su deber con una dedicación que habría asombrado a los que lo habían conocido como un joven inmaduro y egocéntrico. Exigía a sus guerreros tanto como se exigía a sí mismo, y en cuestión de semanas los convirtió en una fuerza dinámica que pensaba y actuaba con rapidez.

Transcurrieron dos meses y, con la llegada de pleno verano, los días se volvieron muy calurosos en las planicies. Tormentas diarias descargaban sobre la llanura ardiente y los verdes bosques, saciando la tierra sedienta, rebosante de vida. La hierba creció en la planicie hasta alcanzar la altura del hombro de un elfo adulto; de hecho, estaba tan alta que los vaqueros y pastores tenían que abrir caminos en ella con las guadañas dos veces en semana. Enredaderas y helechos obstruían los senderos del bosque, dificultando los viajes, pero los Montaraces estaban demasiado ocupados para quejarse. Cúmulos enormes, como castillos de humo blanco, pasaban serenamente por el cielo mientras los Montaraces levantaban un campamento para construir un nuevo puesto de guardia con su correspondiente armería, al que Kith-Kanan ya había denominado Sithelbec.

Puestos avanzados de la milicia, como el que estaba ahora en construcción, se habían establecido a todo lo largo y ancho de la planicie durante las últimas ocho semanas, y los colonos de todas las razas se incorporaron a sus estandartes. Humanos, elfos, kenders, enanos…, todos estaban hartos de ser las víctimas, sometidos a los atropellos de los malhechores. Los capitanes y sargentos de los Montaraces los instruyeron en el uso de picas y escudos, y les enseñaron cómo hacer frente a asaltantes montados a caballo. Dondequiera que la fuerza de Kith-Kanan se detenía, se construía un nuevo puesto. Los Montaraces edificaron sólidas casas de piedra, en las que se almacenaban las armas. Al sonido de un gong, toda la gente de los alrededores que fuese apta para el servicio correría al arsenal y se armaría. En el caso de un ataque, los oficiales de los Montaraces, estacionados en las cercanías, dirigirían a los colonos para repeler a los asaltantes.

Pocas semanas antes de la mitad de verano, las planicies del sur y del centro habían sido pacificadas. En la mayoría de los casos, los bandidos no se habían quedado por los alrededores para luchar contra la nueva milicia. Habían desaparecido, simplemente. No obstante, Parnigar, el sargento de más edad, había manifestado su insatisfacción con el resultado de la campaña.

—¿Dónde ves el fallo? —preguntó Kith-Kanan a su ayudante de confianza, la persona con la que más había intimado desde la muerte de Mackeli—. Según mi punto de vista, las cosas nos están saliendo mejor de lo que cabía esperar.

—Sí, ése es el problema, señor. Los bandidos se han dado por vencidos con demasiada facilidad. Apenas han intentado medir nuestras fuerzas —argumentó Parnigar.

—Lo que demuestra que los ladrones no tienen arrestos para un combate justo.

El veterano soldado asintió con cortesía, pero resultaba evidente que no estaba convencido.

La construcción de Sithelbec se inició con una empalizada de troncos que rodearía la fortaleza de piedra interior. Aquí, en el linde del bosque occidental, Kith-Kanan planeaba implantar la ley y el orden.

Dentro del bosque, sin embargo, se opinaba de forma diferente. Había muchos elfos de la raza kalanesti viviendo en las frondas, pero eran rudos e independientes, y no les hacía ninguna gracia la presencia de soldados armados en su tierra. Estos elfos de los bosques se llevaban mucho mejor con sus vecinos humanos que con los kalanestis que estaban al mando de Kith-Kanan. Lo que es peor, los elfos de los bosques occidentales menospreciaron la oferta de protección hecha por el príncipe.

—¿Contra quién necesitamos protección? —preguntaron desdeñosos cuando se encontraron cara a cara—. Los únicos invasores que vemos sois vosotros.

Los elfos de los bosques escupieron a los representantes de Kith-Kanan o les arrojaron piedras, y después desaparecieron entre los árboles.

Los Montaraces, en su totalidad, eran partidarios de entrar en la espesura y persuadir a los testarudos elfos del bosque a punta de espada, pero Kith-Kanan no lo permitió. Su éxito se fomentaba en la confianza que la gente corriente tenía en ellos; si se volvían tiránicos, todo cuanto habían logrado no serviría para nada. Llevaría tiempo, pero el príncipe creía que acabaría por ganarse incluso a los kalanestis salvajes.

Cuando todavía se trabajaba en la construcción de Sithelbec, Kith-Kanan recibió un despacho de su padre. El Orador de las Estrellas aceptaba la invitación del príncipe para que visitara el puesto avanzado. Sithel venía en camino, acompañado por Sithas y un nutrido séquito de cortesanos y guardias.

Kith-Kanan estudió el despacho, escrito por su hermano. La comitiva del Orador era numerosa y avanzaba con lentitud; pasarían dos semanas antes de que llegaran a Sithelbec. Aun disponiendo de este plazo, el fuerte no estaría terminado a tiempo. El príncipe exhortó a sus guerreros a hacer cuanto estuviera en sus manos, pero reservando fuerzas para el combate… a pesar de que las cuadrillas de asaltantes se estaban convirtiendo en algo tan poco habitual como una fresca brisa en las calurosas y agobiantes noches estivales.

El trabajo no se había terminado cuando las banderas de la comitiva del Orador aparecieron en el horizonte. Kith-Kanan llamó a todas las patrullas e hizo formar a sus guerreros a las puertas de Sithelbec.

Los Montaraces contemplaron impresionados el séquito del Orador a medida que se aproximaba. Primero venían cuarenta guardias a caballo, armados con lanzas largas, en cuyas puntas ondeaban los estandartes. Tras ellos marchaba una guardia de honor de sesenta nobles, portando las banderas del clan de Silvanos, de la ciudad de Silvanost, de los grandes templos, de los principales gremios, y de las ciudades secundarias de Silvanesti; los nobles avanzaban en una formación cuadrada, siguiendo la fila de lanceros. A continuación venía Sithas y su séquito, todos vestidos de escarlata y blanco. Por último, apareció el Orador de las Estrellas, flanqueado por un centenar de cortesanos ataviados con los colores del Orador. El tramo final de la comitiva lo componían los restantes guardias y todos los carros de equipaje.

—Por Astarin —refunfuñó Kith-Kanan—. ¿Ha quedado alguien en Silvanost?

Los nobles rompieron filas, los lanceros se apartaron a un lado, y Sithas se adelantó con su caballo.

—Saludos, hermano. ¿Todo marcha bien? —preguntó el heredero del trono.

—No todo —repuso Kith-Kanan con una sonrisa—. Pero nos vamos arreglando bien.

El cabecilla de los Montaraces caminó entre los elfos montados a caballo en dirección a su padre. Soldados, nobles y cortesanos le abrían camino con precisión mecánica. Allí estaba Sithel, a lomos de un espléndido corcel blanco, con el manto dorado cubriendo la grupa del animal.

En su frente brillaba la corona de Silvanos. Kith-Kanan hizo una profunda reverencia.

—Saludos, hijo mío. —Sithel hizo un gesto con el cetro de marfil y esmeraldas de Silvanos, y Kith-Kanan se irguió—. ¿Qué tal te ha ido?

—En general, bien, padre. La milicia ha sido un éxito. Los incidentes con los merodeadores han cesado y, hasta hace poco, todos con los que nos hemos encontrado han estado de nuestra parte.

Sithel apoyó el cetro en su brazo doblado.

—¿Hasta hace poco? —preguntó ceñudo.

—Sí. Los habitantes del bosque no están muy deseosos de nuestra ayuda. No obstante, creo que al final conseguiremos que se pongan de nuestro lado.

El corcel del orador sacudió la cabeza y se dio media vuelta. Un palafrenero se acercó presuroso y sujetó al animal por la brida mientras Sithel palmeaba el níveo cuello del caballo.

—Quiero una información más detallada de este tema —dijo con solemnidad.

Kith-Kanan tomó la brida de las manos del palafrenero y condujo la montura de su padre hacia el fuerte inacabado.

La vasta formación de soldados y cortesanos se dispersó, y una ciudad regular de tiendas creció en la planicie, dentro y alrededor de la empalizada de Sithelbec. El Orador se instaló en el torreón incompleto, al igual que Sithas. Allí, sobre una burda mesa de tablones verdes de roble, Kith-Kanan les sirvió la cena y les contó los problemas que estaban teniendo para ganarse la confianza de los elfos del bosque.

—Qué insolencia —protestó, vehemente, Sithas—. Creo que deberías entrar allí y sacar a rastras a esos miserables.

Kith-Kanan no daba crédito a sus oídos.

—¿Y ganarnos unos enemigos irreconciliables para siempre, Sith? Conozco a los kalanestis. Valoran la libertad por encima de todo y no se someterían ni teniendo la punta de una espada en el cuello. A menos que estemos dispuestos a incendiar el bosque hasta que no quede un solo árbol, no conseguiremos desalojarlos de la fronda. En la espesura están en su terreno, la conocen palmo a palmo. Y, sobre todo, es su hogar.

Hubo un momento de silencio, que rompió Sithel.

—¿Qué tal la caza? —preguntó de manera agradable.

—Inmejorable —contestó Kith-Kanan, satisfecho de cambiar de tema—. Los bosques están atestados de animales, padre.

Charlaron un rato sobre la vida en Silvanost. Lady Nirakina y Tamanier Ambrodel seguían con sus esfuerzos en favor de los refugiados. El nuevo mercado estaba casi terminado. Dada la gran abundancia de la próxima cosecha, incluso el nuevo mercado, mucho más amplio, habría de gravarse con impuestos para distribuir el espacio disponible y el volumen de productos.

—¿Cómo está Hermathya? —inquirió Kith-Kanan cortésmente.

—Tan bien como siempre —dijo Sithas mientras se encogía de hombros—. Gasta demasiado y todavía ansía la adoración del pueblo llano.

Hicieron planes para una cacería de jabalíes que tendría lugar al día siguiente. Sólo participaría un grupo reducido: el Orador, Sithas, Kith-Kanan, Kencathedrus, otro guardia real, Parnigar y media docena de afortunados cortesanos. Se reunirían al amanecer y entrarían a caballo en el bosque, pertrechados con lanzas. No se utilizarían batidores ni jaurías. El Orador consideraba que tales prácticas no eran deportivas.

Aunque el sol todavía no había salido, se notaba un temprano calor en el aire, augurando que el día sería sofocante. Kith-Kanan se encontraba junto a una pequeña lumbre, acompañado por Parnigar, comiendo un trozo de pan y gachas de avena. Sithas y Sithel salieron del torreón a medio construir, vestidos con atuendos de caza de color marrón pardusco.

—Buenos días —saludó Kith-Kanan animoso.

—Creo que va a hacer calor —comentó Sithel.

Un sirviente apareció silencioso a su lado con una copa de sidra fresca. Un segundo criado ofreció a Sithas el mismo refresco.

Los cortesanos se acercaron; parecían incómodos con sus atuendos de caza prestados. Kencathedrus y Parnigar ofrecían un aspecto más letal. El comandante se apoyaba en su lanza con fácil soltura y estaba, al parecer, completamente despejado y alerta, una ventaja de estar acostumbrado a levantarse con el alba durante muchos años. La partida de caza desayunó en relativo silencio, masticando pan y queso, tomando cucharadas de gachas de avena rápidamente, pasándolo todo con sidra.

Sithel fue el primero en terminar; entregó la copa y el plato vacíos a un sirviente y cogió una lanza del montón de armas colocadas en pirámide en el recinto exterior del torreón.

—A caballo —anunció—. ¡La presa aguarda!

El Orador montó con agilidad e hizo girar la lanza de fresno sobre su cabeza en un amplio círculo. Kith-Kanan no pudo menos de sonreír a su padre, quien, a despecho de su edad y su rango, era más diestro con caballo y lanza que cualquiera de ellos, salvo, quizá, Kencathedrus y Parnigar.

Sithas era buen jinete, pero manejó con torpeza la lanza y la rienda. Los cortesanos, más acostumbrados a ropajes sueltos y al rígido protocolo, se bamboleaban sobre los caballos. Los nerviosos animales se excitaron aún más con el balanceo de las lanzas justo delante de sus hocicos.

Formando un triángulo, con Sithel a la cabeza, el grupo cabalgó hacia el bosque, distante a un kilómetro. La alta hierba se hallaba cubierta de rocío, y el canto de los grillos no cesaba hasta que los caballos estaban muy cerca. En el horizonte occidental podía verse el borde plateado de Solinari.

Sithas cabalgaba a la izquierda del Orador. Kith-Kanan lo hacía a la derecha de su padre, con el extremo romo de la lanza apoyado en el soporte del estribo, hecho para ese propósito. Avanzaban a un trote cómodo, pues no querían cansar a los animales demasiado pronto. Si levantaban un jabalí, necesitarían toda la velocidad que pudieran sacarles a sus corceles.

—Hace sesenta años que no salgo de caza —comentó Sithel, que respiró hondo el fresco aire matinal—. Cuando tenía vuestra edad, todos los jovencitos petimetres debían tener la cabeza de un jabalí en el salón de su clan para así demostrar lo viriles que eran. —Sithel sonrió—. Todavía recuerdo cómo cacé mi primer jabalí. Shenbarrus, el padre de Hermathya, y yo, solíamos ir a los marjales en la desembocadura del Thonïfhalas. Los jabalíes de las marismas tenían fama de ser los más fieros de su especie, y pensamos que nos convertiríamos en los cazadores más célebres de Silvanost si regresábamos con un trofeo. Shenbarrus estaba mucho más delgado por entonces, y también mucho más ágil. Él y yo descendimos por el río en barca; fondeamos en la isla Buen Progreso y de inmediato empezamos a seguir el rastro de una gran bestia.

—¿Ibais a pie? —preguntó Kith-Kanan con incredulidad.

—En la isla no se podía montar a caballo, hijo. Era demasiado pantanosa. Así pues, Shenbarrus y yo nos metimos en un soto de cañas espinas, armados con picas y broqueles de bronce. Nos separamos y, cuando quise darme cuenta, estaba solo en el marjal, en medio de roces y sonidos ominosos en los matorrales a mi alrededor. Grité: «¡Shenbarrus! ¿Eres tú?». Pero no hubo respuesta. Llamé de nuevo, pero sin resultado. Para entonces, estaba seguro de que el ruido que había oído era un jabalí. Alcé la pica y la arrojé al espeso matorral. Sonó un chillido como ningún otro oído por un elfo mortal, y Shenbarrus salió a toda carrera, jadeante, de entre las cañas espinas. Lo había alcanzado con mi pica en…, eh…, las posaderas de su túnica.

Kith-Kanan se echó a reír, coreado por Sithas.

—¿Así que no conseguiste tu jabalí de marisma? —inquirió este último.

—¡Oh, sí! Los gritos de Shenbarrus levantaron a un cerdo salvaje que era una monstruosidad. Estaba entre los matorrales y se lanzó directamente contra nosotros. A pesar de su dolorosa herida, Shenbarrus le clavó su pica en primer lugar. El jabalí salió a toda velocidad al claro, lanzando arremetidas y desgarrando cuanto encontraba a su paso. Recuperé mi pica y rematé a la bestia.

—¿Quién se quedó la cabeza? —quiso saber Sithas.

—Shenbarrus. Él fue el primero en herirlo, así que era lo justo —dijo su padre con tono afectuoso.

Kith-Kanan había estado en casa del padre de Hermathya muchas veces y había visto la fiera cabeza de jabalí colgada en la pared, sobre la chimenea del comedor. Pensó en el viejo Shenbarrus con la pica hincada en las «posaderas de su túnica» y prorrumpió de nuevo en carcajadas.

El cielo había adquirido una tonalidad rosa para cuando llegaron a los primeros árboles del bosque. Los componentes de la partida se desplegaron, separados entre sí lo bastante para tener libertad de movimientos, pero lo suficientemente cerca para no perderse de vista unos a otros. Las charlas cesaron.

El sol se levantó a sus espaldas, proyectando largas sombras entre los árboles. Kith-Kanan estaba sudando con su túnica de algodón y se limpió la cara con la manga. Su padre estaba un poco más adelantado, a su izquierda, y Parnigar ligeramente detrás, a su derecha.

Encontrarse de nuevo en el bosque trajo a su memoria, inevitablemente, el recuerdo de Alaya. Kith-Kanan volvió a verla, esbelta y rebosante de vida, deslizándose entre los árboles tan silenciosa como un fantasma. Recordó sus modales bruscos, su apacible reposo, el contacto de su cuerpo entre sus brazos. Esto último era lo que mejor recordaba.

Las fuertes lluvias de verano habían arrastrado la capa arenosa del suelo del bosque, dejando surcos, hoyos profundos y raíces salientes. Kith-Kanan dejó que su caballo escogiera el camino, pero el animal calculó mal y hundió una pata en un agujero. El caballo trastabilló y recuperó el equilibrio, pero Kith-Kanan salió despedido de la silla y cayó al suelo. El tocón de un arbolillo quebrado se le hincó en la espalda y el príncipe quedó tendido un momento, aturdido.

Por fin se le aclaró la vista y se encontró con Parnigar, inclinado sobre él.

—¿Estáis bien, señor? —preguntó el viejo sargento, preocupado.

—Sí, sólo un poco mareado. ¿Cómo está mi caballo?

El animal se encontraba a unos metros de distancia, paciendo musgo, con la pata delantera derecha levantada; al parecer le dolía y no podía apoyarla.

Parnigar ayudó a Kith-Kanan a levantarse mientras los últimos componentes de la partida de caza pasaban a su lado. Kencathedrus, que cerraba la marcha, preguntó si necesitaban ayuda.

—No —se apresuró a decir Kith-Kanan—. Sigue. Yo me ocuparé del caballo.

La parte inferior de la pata del animal estaba magullada, pero con un tratamiento adecuado el caballo no se quedaría cojo. Parnigar ofreció al príncipe su montura para que pudiera alcanzar a los otros.

—No, gracias, sargento. Ya están demasiado lejos. Si galopo para darles alcance, espantaré cualquier pieza que haya en la zona. —Se llevó la mano a la dolorida espalda.

—¿Queréis que me quede con vos, señor? —inquirió Parnigar.

—Sí, sería lo mejor. Puede que tenga que regresar caminando a Sithelbec desde aquí. —La espalda le dio otro fuerte pinchazo, y el rostro de Kith-Kanan se contrajo en un gesto de dolor.

La noticia de que Kith-Kanan había caído del caballo llegó a la cabeza del grupo. El Orador lamentó que su hijo se perdiera la cacería, pero éste era un día excepcional y la expedición debía continuar. La ruta de Sithel entre los árboles serpenteaba de acá para allá, tomando el camino más conveniente para su caballo. En más de un sitio hizo una pausa para examinar un rastro en el musgo o el barro; definitivamente, era un jabalí.

Hacía calor, pero era una circunstancia bien acogida por los elfos, ya que se trataba de un cambio agradable después del frío siempre presente en el Palacio de Quinari y la Torre de las Estrellas. En tanto que Silvanost estaba bañada constantemente por brisas frescas, el calor de la planicie hacía que el Orador sintiera sus miembros más sueltos y flexibles, y la cabeza más despejada. Gozaba de la sensación de libertad que sentía al aire libre, y azuzó a su caballo para que prosiguiera.

A lo lejos, Sithel oyó la llamada de un cuerno de caza. Tales cuernos significaban humanos, y eso implicaba perros. Efectivamente, el sonido distante de ladridos llegó apagado a sus oídos. Los elfos nunca utilizaban perros, pero los humanos rara vez iban a los bosques sin ellos. Sithel suponía que necesitaban los animales para encontrar las piezas a causa de la pobreza de su sentido de la vista y del oído.

Lo más probable era que los cuernos y los perros asustaran a cualquier jabalí que hubiese en el área. De hecho, los perros levantaban cualquier clase de pieza —jabalíes, ciervos, conejos, zorros— de sus escondrijos. Sithel apoyó de nuevo su lanza en el soporte del estribo e hizo un gesto desdeñoso. Qué poca deportividad tenían los humanos.

Sonó un ruido en el zumaque que había detrás de él, a su derecha. Sithel hizo dar la vuelta a su caballo, inclinó la punta de la lanza y hurgó con ella los matorrales. Un faisán irrumpió de las verdes hojas al tiempo que lanzaba agudos aullidos. Riendo, el Orador calmó a su caballo encabritado.

Sithas y un cortesano llamado Timonas estaban lo bastante cerca el uno del otro para verse cuando el cuerno de caza sonó. El príncipe también comprendió que eso significaba que había humanos en el bosque. La idea lo alarmó. Tensó las riendas e hizo que su caballo diera una vuelta completa sobre sí mismo a fin de buscar a otros miembros de la partida de caza. Al único que alcanzó a ver fue a Timonas.

—¿Ves a alguien más? —gritó Sithas. El cortesano, hablando también en voz alta, contestó que no.

La inquietud de Sithas se incrementó. Era inexplicable, pero tenía el presentimiento de un peligro inminente. A pesar del ambiente caluroso de la mañana, el príncipe se estremeció.

—¡Padre! —llamó—. ¿Dónde estás?

Un poco más adelante, el Orador había decidido volver grupas. Cualquier jabalí al que mereciera la pena dar caza había abandonado esta zona del bosque hacía mucho, espantado por los humanos. Desanduvo el camino y oyó la llamada de Sithas a corta distancia.

—Oh, deja de gritar —rezongó irritado—. Ya voy.

Avanzando en su dirección para alcanzarlo, Sithas se abrió paso entre una maraña de enredaderas y renuevos de olmo. Mientras el príncipe azuzaba a su montura, la sensación de peligro no lo había abandonado. Por el rabillo del ojo atisbó el brillo de metal en un grupo de cedros jóvenes.

Entonces vio la flecha volar.

Antes de que Sithas tuviera tiempo de articular el grito que subía a sus labios, la flecha alcanzó a Sithel en el costado izquierdo, debajo de las costillas. El Orador de las Estrellas dejó caer su lanza y se dobló hacia adelante, pero no cayó de la silla. Una mancha escarlata se extendía a partir del astil y resbalaba hasta la pernera del pantalón.

Timonas llegó cabalgando a la izquierda de Sithas.

—¡Atiende al Orador! —gritó el príncipe, que azotó la grupa de su caballo con las riendas y se precipitó hacia los cedros como una exhalación. Con la lanza baja, atravesó la oscura cortina de vegetación. Un fugaz vistazo de un rostro blanco, y descargó la guarda de la lanza en la cabeza del arquero, que se desplomó de bruces.

El guardia real que acompañaba a la partida de caza apareció.

—¡Ven aquí! ¡Vigila a este tipo! —le gritó Sithas, que, acto seguido, regresó a galope hacia donde estaba Timonas, sosteniendo al Orador en su caballo.

—Padre —jadeó Sithas, falto de aliento—. Padre…

El Orador lo miró, enmudecido por la conmoción. No pudo decir nada mientras tendía la mano ensangrentada hacia su hijo.

Sithas y Timonas bajaron al Orador del caballo con sumo cuidado y lo tendieron en el suelo. Los otros componentes de la partida de caza se arremolinaron presurosos a su alrededor. Los cortesanos discutían la conveniencia de extraer la flecha, pero Sithas los hizo callar en tanto que Kencathedrus examinaba la herida. La mirada que el soldado dirigió al príncipe era elocuente. Sithas comprendió.

—Padre —dijo, desesperado, Sithas—. ¿Puedes hablar?

Los labios de Sithel se entreabrieron, pero no emitieron sonido alguno. Sus ojos, de color avellana, expresaban una perplejidad absoluta. Finalmente, su mano tocó el rostro de su hijo y, un momento después, el Orador exhalaba su último aliento. La mano cayó al suelo, inerte.

Los elfos permanecieron de pie alrededor de su monarca muerto, atribulados, sin dar crédito a sus ojos. El que los había gobernado durante trescientos veintitrés años yacía muerto a sus pies. Kencathedrus se había acercado al arquero inconsciente que vigilaba el guardia. El comandante agarró al individuo por la parte posterior del cuello de la túnica y lo arrastró hasta donde yacía Sithel.

—Mi señor, mirad esto —indicó. Dio la vuelta a la figura inerte.

El arquero era humano; su cabello, del color de las zanahorias, era corto y tieso, y dejaba a la vista las orejas redondas. En sus mejillas había una incipiente barba anaranjada.

—Magnicidio —musitó uno de los cortesanos—. ¡Los humanos han asesinado a nuestro Orador!

—¡Silencio! —ordenó Sithas, colérico—. ¡Mostrad un respeto por el muerto! —Se volvió hacia Kencathedrus—. Cuando vuelva en sí, descubriremos quién es y por qué hizo esto.

—Quizá fue un accidente —insinuó Kencathedrus prudentemente mientras examinaba al hombre—. Su arco es de caza, no un arco de guerra.

—¡Apuntó antes de disparar! Lo vi —replicó Sithas acaloradamente—. ¡Mi padre montaba un caballo blanco! ¿Cómo pudo confundirlo?

El humano gimió. Los cortesanos lo rodearon y lo obligaron a ponerse en pie, sin miramientos. Para cuando acabaron de zarandearlo y aporrearlo, lo asombroso es que pudiera abrir siquiera los ojos.

—¡Has matado al Orador de las Estrellas! —dijo, enfurecido, Sithas—. ¿Por qué?

—No… —exclamó el hombre con un apagado grito de asombro.

Lo hicieron ponerse de rodillas.

—¡Te vi! —insistió Sithas—. ¿Cómo puedes negarlo? ¿Por qué lo hiciste?

—Os juro, señor…

Sithas era incapaz de pensar, de sentir; la muerte de su amado padre era como un mazazo.

—Preparadlo para viajar —ordenó sin salir de su aturdimiento—. Lo llevaremos al fuerte y allí lo interrogaremos como es debido.

—Sí, Orador —repuso Timonas.

Sithas se quedó paralizado. Era cierto. Mientras la sangre de su padre empapaba todavía el suelo, él era el legítimo Orador. Pudo sentir el peso del cargo caer sobre sus hombros. Tenía que ser fuerte ahora; fuerte y sabio, como su padre.

—¿Y vuestro padre? —preguntó Kencathedrus suavemente.

—Yo lo llevaré. —Sithas pasó los brazos por debajo del cuerpo sin vida de su progenitor, y lo levantó.

Salieron de la arboleda, el humano con los brazos atados a la espalda, los cortesanos conduciendo a sus caballos por las bridas, y Sithas llevando en brazos a su padre muerto. Cuando entraban en el claro, el sonido de los cuernos de caza se hizo más fuerte y los ladridos de los perros se oyeron tras ellos. Antes de que el grupo hubiese avanzado otros cuatrocientos metros, una banda de humanos montados a caballo y armados con arcos apareció. Eran al menos treinta y se desplegaron alrededor del grupo de elfos; los silvanestis se detuvieron.

Uno de los humanos se dirigió hacia Sithas. Llevaba un yelmo con visera, sin duda para protegerse el rostro de las ramas bajas. El hombre levantó la visera, y Sithas dejó escapar un respingo de sorpresa. Conocía ese rostro. Era Ulvissen, el humano que había actuado como senescal de la princesa Teralind.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó, sombrío, Ulvissen mientras abarcaba con la vista la escena.

—El Orador de las Estrellas ha sido asesinado —replicó Sithas con un tono incisivo—. Por ese humano.

La mirada de Ulvissen fue más allá de Sithas y vio al arquero, con los brazos atados.

—Debéis de estar equivocado. Ese hombre es mi guardabosque, Dremic —dijo con firmeza—. No es un asesino. Obviamente, ha sido un accidente.

—¿Accidente? Esa no es una explicación admisible. Ahora soy el Orador, y digo que este asesino arrostrará la justicia silvanesti.

Ulvissen se inclinó sobre la silla.

—No soy de la misma opinión, alteza. Dremic es uno de mis hombres y, si ha de ser castigado, yo me ocuparé de ello —manifestó con firmeza.

—No —rechazó Sithas.

Los elfos formaron una piña en torno al Orador. Algunos llevaban todavía sus lanzas; otros tenían espadas cortas colgadas al cinto. Kencathedrus puso el filo de su espada contra la garganta del arquero humano, Dremic. La situación era tensa en extremo.

Antes de que ninguno tuviese tiempo de actuar, sin embargo, un silbido penetrante hendió el aire. Sithas sintió un gran alivio al ver aparecer a Kith-Kanan al frente de una compañía de lanceros de la milicia. El príncipe cabalgó hasta donde se encontraba Sithas con su padre en brazos. El rostro de Kith-Kanan se crispó.

—¡Llego…, llego demasiado tarde! —gritó con angustia.

—Demasiado tarde para una tragedia, pero no para evitar otra —manifestó Sithas. En pocas palabras le contó a su gemelo lo que había ocurrido y lo que estaba a punto de suceder.

—Oí los cuernos de caza desde Sithelbec —explicó Kith-Kanan—. Temí que se produjera un enfrentamiento, de manera que reuní a la primera compañía…, pero esto… Si me hubiera quedado, si hubiese alcanzado a padre…

—Debéis entregarnos a nuestro hombre, alteza —insistió Ulvissen, mientras su grupo encajaba las flechas en los arcos.

Sithas movió la cabeza en un gesto negativo, y, en ese mismo momento, algunos de los humanos dispararon.

Kith-Kanan gritó una orden, y sus lanceros cargaron. Los humanos, sin tiempo para disparar de nuevo sus arcos, se dieron a la fuga y, en cuestión de segundos, todos habían desaparecido, aunque el galope de sus caballos se oía con claridad.

Kith-Kanan llamó a la milicia, y ordenó a los Montaraces que regresaran. Kencathedrus estaba herido en un muslo y el infortunado Dremic había sido alcanzado por los disparos de su propia gente y ahora yacía muerto en la hierba.

—Debemos regresar a Silvanost cuanto antes —decidió Sithas—. ¡No sólo para enterrar a mi padre, sino para anunciar al pueblo la guerra!

Antes de que el desconcertado Kith-Kanan pudiese intervenir o protestar, recibió la sorpresa de oír a sus propios Montaraces vitorear las exaltadas palabras de Sithas. La cobarde huida de los humanos les había inflamado la sangre. Algunos estaban dispuestos a dar caza a los humanos en el bosque, pero Kith-Kanan les recordó que se debían a su Orador muerto y a sus compañeros que estaban en el fuerte.

Salieron del bosque en un desfile solemne, con los cuerpos de los caídos sobre sus caballos. El humano muerto, Dremic, quedó abandonado donde había caído. Una guarnición conmocionada los recibió en Sithelbec. Sithel estaba muerto. Sithas era el Orador. Todos se preguntaban si la paz había muerto con el gran cabecilla.

Kith-Kanan distribuyó a sus guerreros en posiciones defensivas, en previsión de que se produjera un ataque. La vigilancia se mantuvo a lo largo de toda la noche, pero no ocurrió ningún incidente. Pasada la media noche, cuando hubo terminado con sus obligaciones diarias, Kith-Kanan se dirigió a la torre inacabada del fuerte, donde Sithas estaba de rodillas ante el cadáver de su padre.

—Los Montaraces están preparados por si se produce algún ataque —dijo en voz queda.

—Gracias —repuso Sithas sin levantar la cabeza.

Kith-Kanan bajó la vista al yerto semblante de su padre.

—¿Sufrió?

—No.

—¿Dijo algo?

—No pudo hablar.

—¡Esto es culpa mía! —sollozó Kith-Kanan con los puños apretados—. Su seguridad era mi responsabilidad. Lo insté a venir aquí, lo animé para que saliera de caza.

—Y no te hallabas presente cuando le tendieron la emboscada —añadió Sithas con calma.

Kith-Kanan reaccionó con un impulso ciego. Agarró a su gemelo por la parte trasera de la camisa, tiró violentamente de él, obligándolo a ponerse de pie, y le dio media vuelta.

—Tú estabas allí, ¿y de qué le sirvió?

Sithas aferró las crispadas manos de Kith-Kanan y tiró de ellas para que le soltara la camisa.

Soy el Orador —dijo con voz colérica—. Soy el cabecilla de la nación élfica, así que estás a mi servicio, hermano. Ya no puedes volar al bosque huyendo de todo. Y no se te ocurra volver a importunarme con los derechos de los kalanestis y de esa basura de los semihumanos.

Kith-Kanan respiró hondo y soltó el aire despacio. El gemelo a quien amaba estaba anegado en odio y dolor, se dijo para sus adentros mientras miraba los enardecidos ojos de Sithas.

—Eres mi Orador —respondió—. Eres mi señor y soberano, y te obedeceré aun a costa de mi vida.

Era el tradicional juramento de lealtad. Los gemelos lo habían pronunciado, palabra por palabra, ante su padre cuando habían alcanzado la madurez. Ahora Kith-Kanan lo pronunciaba ante su hermano, el primogénito por apenas tres minutos.