26
Principios de verano, Año del Carnero
La delegación de lord Dunbarth cargó todas sus posesiones en carretas y se puso en formación para partir. Sithas y su guardia de honor se encontraban allí para despedir al embajador enano.
—Un tiempo mucho mejor que cuando vine —comentó Dunbarth.
El enano sudaba bajo la capa de lana y el jubón. El verano había llegado a Silvanost, y un viento húmedo y cálido soplaba procedente del río.
—Lo es, en efecto —repuso Sithas amablemente. A despecho de las mañas profesionales de Dunbarth, a Sithas le gustaba el viejo enano, que, básicamente, era buena persona—. Encontraréis una caja con néctar ámbar en vuestro carruaje —indicó el príncipe—. Con los saludos de lady Nirakina y míos.
—¡Ah! —El enano parecía sinceramente conmovido—. Muchas gracias, noble príncipe. Estad seguro de que lo compartiré con mi soberano. Le gusta el néctar elfo casi tanto como la cerveza de Thorbardin.
La escolta del embajador, incrementada por una guardia de honor de veinte guerreros elfos, desfiló hasta situarse delante de los carros. Dunbarth y su secretario, Drollo, subieron a su carruaje cerrado de metal; una vez dentro, el embajador retiró las cortinillas de fina malla y tendió una mano llena de sortijas a Sithas.
—En Thorbardin, cuando se marcha un amigo, nos despedimos de él deseándole larga vida, pero sé que vos me sobreviviréis siglos —dijo Dunbarth, con un brillo risueño en los ojos—. ¿Qué decís los elfos cuando os despedís?
—Decimos; «Que Astarin te acompañe» y «Que tu camino sea verde y dorado» —contestó Sithas. Estrechó la gruesa y arrugada mano del embajador.
—Entonces, que vuestro camino sea verde y dorado, príncipe Sithas. Ah, y otra cosa: nuestra lady Teralind no es lo que pretende ser.
—¿No? —El príncipe arqueó una ceja.
—Es la hija mayor del emperador Ullves.
—¿De veras? —Sithas fingió que sentía sólo un ligero interés—. ¿Por qué me lo decís ahora, excelencia?
—Alcanzado el acuerdo no representa ventaja alguna para mí mantener en secreto su identidad —respondió Dunbarth, que intentaba ocultar una sonrisa—. La he visto antes, ¿comprendéis? En Daltigoth. Eh…, pensé que a vuestro noble padre le gustaría saberlo para poder…, eh…, darle una despedida real.
—Excelencia, vuestra sabiduría es grande para ser tan joven —dijo Sithas con una mueca.
—¡Joven! ¡Quién lo fuera! ¡Hasta siempre, príncipe!
—Dunbarth dio unos golpecitos en el costado del carruaje. —¡En marcha!
Cuando regresó a palacio, avisaron a Sithas que su presencia era requerida en los alojamientos ergothianos. Allí lo esperaban su padre, su madre y el joven cortesano, Tamanier Ambrodel. El príncipe se apresuró a ponerlos al corriente de la novedad revelada por el embajador enano.
Teralind estaba al otro extremo del cuarto, dando las instrucciones finales a sus sirvientes con un tono de voz enfadado y estridente. Vestidos de grueso terciopelo y delicados encajes se habían guardado en cajas, cuyas tapas se cerraban ahora con clavos. Artículos de tocador tintineaban en el interior de cuévanos de roten. El cofre que contenía las joyas de Teralind se cerró con un sólido candado y le fue entregado a un soldado para que lo custodiara personalmente.
Sithel se aproximó al escenario de esta agitada actividad, y se detuvo en el centro de la estancia, con las manos enlazadas a la espalda. Lady Teralind no tuvo más remedio que dejar de lado sus ocupaciones y atender al Orador. Se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la cara e hizo una reverencia a Sithel.
—¿A qué debo este honor? —preguntó con actitud atareada que dejaba claro que no lo consideraba un honor en absoluto.
—Acabo de enterarme de que he sido descuidado con mis obligaciones —afirmó Sithel con un tono cargado de ironía—. Os recibí a vos y a vuestro esposo como corresponde a unos embajadores, cuando debería haberlo hecho con más honores. No es corriente tener a una princesa imperial bajo mi techo.
Una leve crispación contrajo las facciones de Teralind.
—¿Cómo? —musitó.
—Sin duda no negaréis a vuestro padre, ¿verdad? Después de todo, es el emperador.
La tensión en los hombros de la mujer se relajó. Su espalda se irguió ligeramente y, de inmediato, su actitud se tornó más tranquila y regia.
—Ahora ya no importa. Tenéis mucha razón, alteza. Soy Xanille Teralind, primogénita de su majestad, Ullves décimo. —Se retiró de nuevo el mechón de cabello suelto—. ¿Cómo lo descubristeis?
—Lord Dunbarth os reconoció. Pero ¿por qué ocultasteis vuestra identidad? —preguntó, curioso, Sithel.
—Para protegerme —afirmó—. Mi esposo es un indefenso inválido. Hicimos un largo viaje desde Daltigoth, a través de regiones donde mi padre no es apreciado. ¿Podéis imaginar el peligro al que habríamos tenido que hacer frente si cada cabecilla de asaltantes o señor de la guerra hubiese sabido que era una princesa imperial? Habríamos necesitado una escolta cien veces más numerosa que la que trajimos. ¿Y cómo habría reaccionado vuestra alteza si nos hubiéramos presentado en Silvanost al frente de mil guerreros?
—Tenéis razón. Habría pensado que intentabais intimidarme —repuso Sithel con franqueza. Buscó con la mirada a Tamanier Ambrodel. A su señal, el cortesano tendió al Orador una tira enrollada de papel de vitela. Sithel la cogió, pero no la abrió.
El príncipe miró atentamente a su padre, a su madre y a Tamanier. ¿Qué se traían entre manos? Nadie lo había puesto al corriente de lo que pasaba, pero saltaba a la vista que algo estaba a punto de ocurrir.
—Mi señora, ¿dónde está vuestro senescal? —inquirió Sithel como al desgaire.
—¿Ulvissen? Ocupándose de cargar mi equipaje. ¿Por qué? —La pregunta pareció poner a Teralind a la defensiva.
—¿Os importaría llamarlo? Deseo hablar con él.
Poco después Ulvissen entró del patio donde los carros ergothianos estaban siendo cargados. El senescal sudaba copiosamente bajo su vestimenta de lana y cuero. Hizo una reverencia a Teralind y a Sithel.
—¿Querías hablar conmigo, alteza? —preguntó al Orador con cierta brusquedad.
—Sí. Puesto que éste es el día de las revelaciones, no veo razón para que no toméis parte en ellas. —Sithel abrió la mano, mostrando la hoja de vitela—. Aquí tengo un informe preparado por el príncipe Kith-Kanan antes de su partida hacia el oeste. En él, describe al bandido semihumano que conoció en las tierras salvajes, un tal Voltorno. Hace muchos meses, descubrió a Voltorno en compañía de una cuadrilla de humanos. Afirma que uno de esos hombres erais vos.
La mirada de Ulvissen fue de la hoja de papel al rostro del Orador, pero su semblante no denunciaba expresión alguna de culpabilidad.
—Sin ánimo de ofender, gran Orador, vuestro hijo está equivocado. Nunca había estado en Silvanesti con anterioridad a este viaje como senescal de mi señora —declaró con firmeza.
—Es posible cometer un error, incluso por parte de Kith-Kanan —dijo Sithel mientras cerraba los dedos en torno a la tira de vitela—. Razón por la cual hice que mis escribas revisaran los archivos del templo de Kiri Jolith. En ellos se guardan informes de todas las guerras y batallas habidas desde el principio de los tiempos. ¿Y sabéis qué nombre figura como primer almirante de la flota ergothiana? El de un tal Guldur Ul Vissen. Un nombre curiosamente parecido al vuestro, ¿no estáis de acuerdo? Puesto que vuestra princesa consideró oportuno venir a Silvanost bajo una identidad ficticia, no es descabellado pensar que vos podríais haber hecho otro tanto. —Sithel enlazó las manos a la espalda—. ¿Qué tenéis que decir a esto, maese Ulvissen?
El senescal miró al Orador de las Estrellas con absoluta frialdad.
—Vuestra alteza se equivoca —aseguró—. La similitud de unos nombres no prueba nada. Vissen es un patronímico corriente en Ergoth.
—¿Estáis de acuerdo con eso, señora?
Teralind dio un respingo.
—Sí. ¿A qué viene esto? Os expliqué por qué oculté mi identidad, pero mi senescal es quien dice ser.
Sithel guardó la hoja de papel debajo de su fajín.
—Como princesa imperial, id con mis mejores deseos de un viaje seguro y agradable. Pero no volváis a traer a vuestro «senescal» a Silvanost jamás. ¿Queda claro? —La dureza del tono del Orador era algo inusual en él—. Quienes expolian mi país y asesinan a mis súbditos no son bienvenidos ni en mi ciudad ni en mi casa. Cuando lleguéis a Daltigoth, señora, tened la bondad de transmitir este mensaje.
Sin más, el Orador giró sobre sus talones y salió de la estancia, seguido por Nirakina. Tamanier hizo una reverencia y fue tras ellos. Sithas, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, salió el último.
En la rotonda cubierta, fuera de los aposentos de los humanos, Sithel se volvió hacia su esposa exhibiendo una amplia sonrisa. Levantó un puño y lo agitó.
—¡Por fin! —exclamó, fieramente—. ¡Por fin me he tomado la revancha con esa mujer incordiante! —Se volvió hacia Tamanier—. Me has prestado un gran servicio. Serás recompensado.
—Sólo deseo servir a vuestra alteza y a lady Nirakina —repuso el joven cortesano mientras se inclinaba.
—Y así será. —Sithel reflexionó un instante mientras se acariciaba la puntiaguda barbilla—. Quiero nombrarte gran chambelán. La dirección de la vida cotidiana de la corte recaerá en ti. Serás conocido como lord Ambrodel, y tu clan tendrá el derecho de heredar el título. —El Orador se cruzó de brazos—. ¿Qué dices a esto, lord Ambrodel?
Tamanier se había quedado boquiabierto, como un niño sorprendido. Cuando recobró la compostura, se agachó sobre una rodilla.
—Gracias, alteza —dijo humildemente—. ¡Os serviré hasta el final de mis días!
—Creo que mis días llegarán a su fin antes que los tuyos —replicó, socarrón, Sithel—. Pero después podrás servir a mi hijo.
Riendo, la familia real y su nuevo chambelán abandonaron la rotonda. Sithas puso una mano en el brazo de Ambrodel.
—Una cosa, mi nuevo lord —dijo Sithas en un susurro confidencial mientras tiraba de él para hacer un aparte.
—¿Sí? —respondió Tamanier con un tono igualmente discreto.
—Vayamos a un lugar más reservado.
Salieron de palacio. Fuera, el aire estaba cargado con el aroma dulce de las flores, y los paseos de mármol aparecían alfombrados con los capullos caídos de los árboles. Sithas guardó silencio hasta que se encontraron a cierta distancia de cualquier observador.
—Sabrás que alguien de palacio ha estado pasando información a los ergothianos —comenzó Sithas con actitud conspiradora mientras dirigía la vista hacia las elegantes mansiones de la nobleza—. Te estaría muy agradecido si me ayudaras a descubrir al traidor.
—Haré cuanto esté en mi mano, noble príncipe —contestó, anhelante, Tamanier.
—Bien. Como chambelán, tendrás acceso a todas las dependencias de palacio. Quiero que hagas uso de tu autoridad para desenmascarar al espía y darme su nombre. —Miró directamente a Ambrodel—. Pero sé prudente. No quiero que se acuse a la persona equivocada. Y tampoco deseo alertar al culpable.
—¿Sospecháis de alguien? —preguntó Tamanier.
—Oficialmente, no. Personalmente, sí —repuso Sithas con expresión sombría—. Sospecho de mi propia esposa, lady Hermathya.
—¡Vuestra esposa! —Tamanier estaba tan conmocionado que no daba crédito a sus oídos—. Sin duda, noble príncipe, vuestra esposa os ama. ¡No os traicionaría con los humanos!
—Sólo son sospechas —manifestó Sithas mientras se frotaba las manos lentamente—. Lo único que se me ocurre sobre los motivos de Hermathya es que desea tanto la atención y los halagos de la gente, que gasta ingentes sumas de dinero para conservar su favor. Yo no le doy monedas para que las arroje en las calles, y, sin embargo, parece que nunca le falta dinero.
Tamanier estaba perturbado y, al mismo tiempo, sentía pena por el príncipe.
—¿Sospecháis de alguien más? —inquirió.
—Sí, y, quizá, sea el candidato más probable. Se llama Vedvedsica y es un hechicero y clérigo, según él, de Gilean, el Viajero Gris. Mi padre recurre en ocasiones a sus dotes clarividentes, pero Vedvedsica es un codicioso intrigante que haría cualquier cosa por dinero o poder.
—El emperador de Ergoth tiene oro en abundancia —comentó Tamanier sagazmente.
Hablaron varios minutos más. Tamanier juró descubrir al traidor, y Sithas lo escuchó con actitud aprobadora, asintió en silencio y luego se alejó. El recién nombrado chambelán se quedó solo en el jardín oriental, rodeado de pétalos caídos y cantos de pájaros.
Los campesinos se atemorizaron al ver pasar la columna de guerreros armados, pero, cuando repararon en quiénes eran los Montaraces, salieron a recibir a los recién llegados. A lo largo del recorrido, Kith-Kanan destacó a varios soldados para ayudar a un granjero a derribar un árbol; a otro para sacar a un buey atascado en una zanja cenagosa; y a un tercero para arreglar un cercado. La noticia de estos favores se propagó por delante de la marcha de los Montaraces e incrementó el número de elfos entusiastas —silvanestis y kalanestis— que salía a recibir a Kith-Kanan y sus tropas.
En los días siguientes, el camino de la marcha estaba flanqueado por agradecidos granjeros y sus familias que traían de regalo néctar nuevo, carne ahumada y fruta. Colgaron guirnaldas de flores al cuello de los Montaraces; a Kijo, el corcel de Kith-Kanan, lo cubrieron con un florón de rosas blancas. En cierto momento, el príncipe ordenó a los flautistas que tocaran una alegre tonada, y los Montaraces recorrieron los campos en medio de un torbellino de música, flores y sonrientes colonos. Parecía más una celebración que una expedición militar. Algunos de los guerreros más veteranos estaban pasmados.
Ahora, diez días después de salir de Silvanost, sentados alrededor de la hoguera de campamento, los guerreros preguntaron a Kith-Kanan por qué ponía tanto empeño en ayudar a los granjeros y ganaderos con los que se encontraban.
—Bueno, si queremos que la idea de esta milicia tenga éxito, la gente debe consideramos amigos, no sólo sus protectores. Veréis, nuestras filas se nutrirán con esos mismos granjeros, leñadores y ganaderos que hemos ayudado en el camino. Serán las tropas, y todos vosotros seréis sus cabecillas.
—¿Es verdad que habremos de aceptar en las filas a enanos y humanos? —preguntó un capitán con cierto desagrado.
—Lo es —repuso Kith-Kanan.
—¿Podemos confiar en esos combatientes? Quiero decir, que todos sabemos que los humanos saben luchar y que los enanos son unos tipos intrépidos, pero ¿obedecerán la orden de atacar y matar a congéneres humanos o enanos si tal orden la reciben de un elfo? —preguntó uno de los sargentos de más edad.
—Lo harán, o serán expulsados de la milicia, con lo que perderán su protección —contestó el príncipe—. Preguntas si los humanos combatirán a nuestro lado en contra de otros humanos. Algunos lo harán; otros, no. Lucharemos también contra elfos, supongo. He oído hablar acerca de bandas de saqueadores compuestas por humanos, kalanestis e incluso mestizos. Si roban, si matan, entonces los llevaremos ante la justicia. Aquí no habrá distinciones.
Tras la cena, los soldados se fueron a dormir, y se apostaron centinelas. Los caballos se encerraron en un corral improvisado, en el centro del campamento, y, una por una, las lámparas se fueron apagando en las tiendas de los Montaraces.
Mackeli solía dormir junto a Kith-Kanan, y esta noche no fue una excepción. Aunque el muchacho dormía profundamente, los meses pasados fuera del bosque no habían atrofiado por completo sus sentidos; de hecho, fue el primero en notar que pasaba algo. Se sentó en la oscura tienda y se frotó los ojos, sin saber muy bien qué lo había despertado. No oyó nada, pero vio algo muy extraño.
Unas sombras rosas ondeaban dentro de la tienda; Mackeli vio su propia mano teñida de rosa por una fuente de luz desconocida. Alzó despacio la cabeza y vio un círculo de luz roja aparecer a través del techo de lona de la tienda. El muchacho sentía en la cara el calor emitido por el fulgor; no tenía idea de qué era ni qué presagiaba, pero estaba seguro de que no era nada bueno. Sacudió a Kith-Kanan para despertarlo.
—¿Qué…, qué pasa? —balbució el príncipe.
—¡Mira! —siseó Mackeli.
Kith-Kanan miró el fulgor rojizo y parpadeó desconcertado. Se apartó el largo cabello caído sobre los ojos y retiró la manta con la que se cubría. En sustitución de la espada que había roto en el bosque, ahora llevaba una nueva arma de excelente fabricación. Mackeli desenvainó su propia espada en tanto que Kith-Kanan, cauteloso, levantaba la solapa de la entrada con la punta de su acero.
Flotando sobre el campamento, a unos seis metros del suelo, había una ardiente bola de fuego, del tamaño de la rueda de un carro. La crepitante luz roja cubría el campamento; de inmediato, Kith-Kanan sintió un hormigueo en la piel cuando el fulgor rojo lo tocó.
—¿Qué es eso? —preguntó Mackeli, pasmado.
—No lo sé…
El príncipe elfo miró al otro lado del campamento; los centinelas estaban petrificados, un pie levantado a mitad de dar un paso, las bocas abiertas en el acto de dar la alarma. Sus ojos miraban al frente, sin parpadear. Incluso los caballos estaban paralizados, algunos con las patas levantadas y los cuellos curvados en posturas extrañas.
—Están todos paralizados —dijo Kith-Kanan, sobrecogido—. ¡Esto es magia negra!
—¿Y por qué no estamos paralizados nosotros? —inquirió Mackeli, pero el príncipe no tenía respuesta a eso.
Entre las filas de tiendas se movían figuras oscuras. La luz sanguinolenta alumbraba las hojas desnudas de espadas. Kith-Kanan y Mackeli se agazaparon detrás de una tienda. Las figuras oscuras se fueron acercando; eran cinco. A juzgar por sus ropas, sus rasgos y color de piel, Kith-Kanan comprendió que eran kalanestis salvajes. Se llevó un dedo a los labios, advirtiendo a Mackeli que guardara silencio.
Los kalanestis se aproximaron a la tienda donde el príncipe y Mackeli dormían minutos antes.
—¿Es ésta la tienda? —siseó uno de ellos.
—Sí —contestó el elfo que estaba al mando. Tenía la cara llena de cicatrices y un garfio metálico de aspecto cruel ocupaba el lugar de su mano izquierda.
—Acabemos de una vez y larguémonos de aquí —dijo un tercer kalanesti. «Mano de Garfio» soltó un quedo ruñido.
—No te precipites —advirtió—. Hay tiempo de sobra para el asesinato y también para llenarnos los bolsillos.
Mediante señas, Kith-Kanan indicó a Mackeli que diera un rodeo por detrás de la banda de asesinos practicantes de magia. El muchacho desapareció como un fantasma; iba descalzo y sólo llevaba puestos los pantalones. Kith-Kanan se incorporó.
«Mano de Garfio» acababa de ordenar a sus hombres que rodearan la tienda del príncipe. Los asesinos cortaron las cuerdas que mantenían la tienda en pie y, en el mismo momento en que se vino abajo, los cinco kalanestis se abalanzaron sobre ella y acuchillaron y arremetieron a través de la lona.
De repente, en completo silencio, Mackeli irrumpió desde su escondrijo y atacó con bravura al grupo. Atravesó al primero de ellos en el instante en que el elfo se volvía hacia él. Kith-Kanan apretó los dientes; el muchacho había atacado con demasiada precipitación, por lo que el príncipe se vio obligado a apresurar su propio ataque. Con un grito, Kith-Kanan se lanzó a la refriega; derribó a uno de los asesinos, armado con una maza, en la primera arremetida. «Mano de Garfio» apartó a patadas la lona de la tienda caída y salió a terreno firme.
—¡Es él, muchachos! —gritó mientras retrocedía—. ¡Acabad con ellos!
De cinco, los asesinos se habían reducido a tres. Dos de los kalanestis se dirigieron hacia Mackeli, dejando a «Mano de Garfio» para enfrentarse a Kith-Kanan. El elfo de rostro lleno de cicatrices arremetió con mortífera eficiencia. Sujetando un trozo de cuerda con el garfio, lo utilizó como un látigo contra el príncipe. El extremo anudado de la soga alcanzó con fuerza la mejilla de Kith-Kanan.
A Mackeli no le iban muy bien las cosas con sus dos oponentes. Ya lo habían herido en la rodilla izquierda y en el brazo derecho. El sudor brillaba en su cuerpo bajo el fantasmal fulgor carmesí. Cuando el asesino situado a su izquierda lanzó una estocada contra él, Mackeli detuvo el golpe con su espada y contraatacó con un golpe que alcanzó el pecho de su adversario. Su momento de triunfo fue breve; el otro asesino hundió su arma en Mackeli antes de que el muchacho pudiera sacar su espada del cuerpo del kalanesti herido. El frío hierro tocó su corazón, y cayó al suelo.
—¡Lo maté! —gritó el criminal, victorioso.
—Estúpido, ése no es el príncipe…, ¡es éste! ¡Ayúdame a acabar con él! —gritó «Mano de Garfio», falto de aliento.
Sin embargo, Mackeli consiguió incorporarse con gran esfuerzo y logró herir a su enemigo en una pierna. El kalanesti lanzó un aullido y se fue de bruces, tropezando en su caída con la espalda de «Mano de Garfio», quien perdió el equilibrio. Era todo cuanto necesitaba Kith-Kanan; haciendo caso omiso de la cuerda que lo golpeaba, se acercó y atravesó a su adversario con la espada. «Mano de Garfio» dejó escapar un gemido ahogado, lento, y murió antes de caer al suelo.
Mackeli estaba desplomado boca abajo; tenía el brazo derecho extendido, aferrando todavía la espada. Kith-Kanan se agachó precipitadamente junto al muchacho, le dio la vuelta despacio, y se le cayó el alma a los pies. El desnudo pecho de Mackeli estaba ensangrentado.
—¡Dime algo, Keli! —suplicó—. ¡No te mueras!
Mackeli abrió los ojos, miró a Kith-Kanan y sus labios se curvaron con un rictus tenso.
—Esta vez… no puedo obedecerte, Kith —musitó débilmente. La vida abandonó su cuerpo con un suspiro estremecido. Sus ojos continuaron prendidos en su amigo, sin verlo.
Un sollozo angustiado sacudió a Kith-Kanan, que apretó a Mackeli contra su pecho mientras lloraba desconsolado. ¿Qué maldición había caído sobre él? ¿Qué había hecho para incurrir en la ira de los dioses? Ahora había perdido a toda su familia de los bosques salvajes. A todos.
Sus lágrimas se mezclaron con la sangre de Mackeli. En medio de su dolor escuchó un ruido; el bárbaro que Mackeli había herido en la pierna gemía. Kith-Kanan soltó el cuerpo de su amigo en el suelo y le cerró los ojos con suavidad. Luego, lanzó un aullido, agarró al mercenario herido por la túnica y lo levantó en vilo del suelo.
—¿Quién os ha enviado? —lo apremió, apretando los dientes—. ¿Quién os mandó para asesinarme?
—No lo sé —jadeó el elfo, que era incapaz de sostenerse sobre la pierna herida—. ¡Piedad, gran señor! ¡Sólo soy un asalariado!
Kith-Kanan lo sacudió por la pechera; su semblante se crispaba en una horrenda máscara de furia.
—¿Quieres piedad? Muy bien. Dime quién te pagó, y te cortaré el cuello. No me lo digas, ¡y te aseguro que tendrás una muerte muy, muy lenta!
—¡Lo diré, lo diré! —farfulló el aterrorizado elfo.
Kith-Kanan lo arrojó al suelo. De repente, la luz de la bola de fuego se intensificó; el kalanesti lanzó un grito y se cubrió el rostro con el brazo. Kith-Kanan se volvió justo a tiempo de ver que la bola ardiente se precipitaba sobre ellos. En el mismo momento en que saltaba hacia un lado, el proyectil mágico se estrelló contra el elfo herido. Retumbó un trueno, y la bola estalló.
Lentamente, Kith-Kanan recuperó la vista y el oído; la oscuridad volvió al campamento. El príncipe levantó la cabeza y comprobó que tenía el brazo y la pierna derechos quemados por el impacto de la bola de fuego. El kalanesti herido había desaparecido, volatilizado.
Mackeli fue enterrado en una simple fosa, a orillas del río Khalkist. Los Montaraces colocaron su espada sobre su pecho, como era la costumbre con los guerreros elfos. A la cabecera de la sepultura, en vez de una estela, Kith-Kanan plantó el vástago de roble que había cortado del árbol de Alaya, el cual había permanecido verde durante todo este tiempo. El príncipe estaba seguro de que el retoño crecería hasta convertirse en un espléndido árbol, y que, de algún modo, Mackeli y Alaya volverían a estar juntos en una vida renacida.
Mientras se levantaba el campamento, Kith-Kanan manoseaba el pequeño anillo que ahora llevaba en el dedo meñique izquierdo. Era el que Silvanos había dado a su gran general Balif durante la Segunda Guerra de los Dragones. Sithel había entregado el anillo a su hijo como regalo de despedida, envuelto en el pañuelo de seda roja que el Orador le había dado durante la ceremonia. Kith-Kanan se lo había puesto sintiéndose orgulloso, pero ahora se preguntaba si no sería un augurio de tragedia involuntario. Después de todo, Balif había sido asesinado por sus rivales, ciertos elfos de alto rango que estaban resentidos por el favor que gozaba el kender con Silvanos. Ahora, una traición similar había alcanzado a Kith-Kanan y lo había privado de su joven amigo.
Con sombría prontitud, los Montaraces recogieron las tiendas; una vez que hubieron acabado, el capitán superior, un kalanesti llamado Piradon, se acercó al príncipe.
—Alteza, todo está dispuesto —anunció.
Kith-Kanan estudió el semblante del capitán; como todos los kalanestis que servían en la guardia real, Piradon no llevaba la piel pintada, y ello hacía que su rostro pareciese desnudo.
—Muy bien —repuso con una voz sin inflexiones—. Las columnas habituales de a cuatro, y quiero batidores al frente, en la retaguardia y en ambos flancos. Nadie va a sorprendernos otra vez.
El príncipe puso el pie en el estribo y pasó la pierna sobre el lomo de su caballo. Azuzó con las riendas la grupa del animal y partió a medio galope, calzada adelante. El anillo dorado de Balif le apretaba el dedo, de manera que la punta le palpitaba. Kith-Kanan decidió que esa sensación le serviría como un recordatorio constante de la muerte de Mackeli y su propia vulnerabilidad.