25
A la madrugada siguiente
En lo referente a la difusión de una noticia importante, la gran urbe de Silvanost era exactamente como una pequeña aldea.
Al día siguiente, a primera hora, el proyecto de acuerdo entre el Orador y los representantes de Ergoth y Thorbardin se conocía hasta en el último rincón de la capital. La ciudad, y la misma nación élfica, pareció soltar un gran suspiro de alivio. El miedo a la guerra había sido la principal preocupación en las mentes de todos, seguida de cerca por el temor a que un mayor número de refugiados acudiera a la ciudad huyendo de las incursiones de los bandidos.
Cuando el nuevo día amaneció, cubierto de nubes bajas y frío con la amenaza de lluvia, los habitantes de Silvanost se comportaron como si hiciera un día claro y soleado. La nobleza, el clero y los jefes de gremios oyeron vítores mientras sus sillas de mano recorrían las calles.
Kith-Kanan paseó por la ciudad esa mañana montado a caballo, junto a lord Dunbarth. Era la primera oportunidad que tenía el príncipe de ver Silvanost desde su regreso. Le habían entrado ganas de recorrerla cuando el enano y él habían ido a cenar en el mesón La Bellota Dorada. Allí, con buena comida y bebida, y conmovido por los compases de la lira de un bardo, Kith-Kanan había redescubierto su amor por la ciudad, aletargado durante los meses pasados en los bosques agrestes.
Dunbarth y él cabalgaban por las calles abarrotadas de la barriada de casas familiares, donde vivía casi toda la población de Silvanost. Aquí los edificios no eran tan grandiosos como las casas de los gremios o los enclaves del clero, pero imitaban el estilo de las viviendas importantes. Los edificios eran torres bellamente esculpidas, pero con sólo tres o cuatro pisos. Delante de las casas, los pequeños terrenos estaban modelados por la magia elfa a fin de sustentar deslumbrantes jardines de flores rojas, amarillas y violetas; los arbustos se hallaban moldeados con formas de ondas, a semejanza del río; y los arboles se entrelazaban unos con otros como las trenzas de una doncella elfa. Casi todas las casas, por pequeñas que fueran, habían sido construidas a imitación de las de los nobles, alrededor de un atrio central en el que estaba el jardín privado de la familia.
—No me había dado cuenta de lo mucho que la echaba de menos —dijo Kith-Kanan mientras tiraba de las riendas de su caballo para sortear un carro de mano cargado de melones.
—¿Qué echabais de menos, noble príncipe? —preguntó Dunbarth.
—La ciudad. Aunque el bosque se convirtió en mi hogar, una parte de mí sigue viviendo aquí. ¡Es como si viera Silvanost por vez primera!
Ambos, elfo y enano, vestían ropas sencillas, carentes de bordados, joyas, o cualquier otro signo de su rango. Incluso el atalaje de sus monturas era del estilo más sencillo. Kith-Kanan se cubría con un sombrero de ala ancha, como un pescador, a fin de que sus principescos rasgos no fueran tan evidentes. Querían ver la ciudad, no encontrarse rodeados por la multitud.
La pareja abandonó la calle del Fénix y entró en un estrecho callejón. Kith-Kanan percibió el olor del río aún más penetrante. Cuando salieron al antiguo distrito comercial, destruido durante la revuelta y ahora en fase de reconstrucción, Kith-Kanan tiró de las riendas y recorrió el entorno con la mirada. Todo el mercado, desde donde se había detenido su caballo hasta la orilla del Thon-Thalas, había sido arrasado. Cuadrillas de elfos kalanestis se movían como un enjambre por el lugar, cortando tablones, cargando piedras, mezclando mortero. Aquí y allí aparecía un clérigo de E’li dirigiendo los trabajos.
Para una construcción grande, como una torre alta, se recurría a la magia para dar forma y levantar los muros de piedra y unir los bloques entre sí sin necesidad de mortero. Pero en los edificios corrientes del mercado se utilizaban técnicas más comunes.
—¿De dónde han salido tantos trabajadores? —se preguntó en voz alta el príncipe.
—Según tengo entendido, son esclavos de las haciendas del norte y del oeste pertenecientes a los clérigos de E’li —dijo Dunbarth con una voz carente de inflexiones.
—¿Esclavos? ¡Pero si el Orador impone limitaciones severas al número de esclavos que cada persona puede poseer!
—Sé que esto puede ser una desagradable sorpresa para vuestra alteza —comentó Dunbarth mientras se atusaba la rizosa barba—, pero fuera de Silvanost las leyes del Orador no siempre se cumplen. Se adaptan a los intereses de los ricos y poderosos.
—Estoy seguro de que mi padre no está enterado de esto —manifestó con firmeza Kith-Kanan.
—Disculpadme, alteza, pero creo que sí lo sabe. —Dunbarth añadió en tono confidencial—: Vuestra madre, lady Nirakina, ha suplicado muchas veces al Orador que libere a los esclavos de Silvanesti y ha sido en vano.
—¿Cómo sabéis estas cosas? ¿No son asuntos privados de palacio?
—El cometido de un diplomático es escuchar tanto como hablar —repuso el enano con una sonrisa benigna—. En una estancia de cinco semanas en el Palacio de Quinari se oyen toda clase de chismes y habladurías. Conozco la vida amorosa de vuestros sirvientes, y quiénes, entre la nobleza, tienen el hábito de beber más de la cuenta. Por no mencionar la triste situación de los esclavos en vuestra misma capital. —Dicho esto, la sonrisa de Dunbarth se borró.
—¡Es intolerable! —El caballo de Kith-Kanan notó la agitación de su jinete y cabrioleó, dándose media vuelta—. ¡Pondré fin a esto ahora mismo!
Tiró de las riendas obligando al caballo a girar, pero, antes de que pudiera cabalgar hacia los clérigos supervisores para enfrentarse a ellos, Dunbarth agarró las bridas de su montura y lo frenó.
—No actuéis con precipitación, mi príncipe. El clero es muy poderoso. Tienen amigos en la corte que hablarían en contra vuestra.
—¿A quién os referís? —inquirió, indignado, Kith-Kanan.
—Me refiero a vuestro hermano, el noble Sithas —repuso el enano manteniéndole la mirada con firmeza.
Kith-Kanan estrechó los ojos.
—Mi gemelo no es partidario a ultranza de la esclavitud. ¿Por qué me decís esto, excelencia?
—Sólo digo lo que es verdad, alteza. Conocéis la corte; sabéis cómo se fraguan alianzas. El príncipe Sithas se ha convertido en el defensor de los templos, y los clérigos, a cambio, lo respaldan.
—¿Contra quién?
—Contra cualquiera que se le oponga. La sacerdotisa Miritelisina, del templo de Quenesti Pah, por ejemplo. Intentó defender a quienes huyeron de las matanzas en las planicies. ¿Estáis enterado de la revuelta? —Kith-Kanan conocía la versión de Sithas sobre el episodio e hizo un gesto a Dunbarth para que continuara—: La revuelta se inició porque el príncipe Sithas y los clérigos, junto con los jefes de gremios, querían expulsar a los pobres colonos de la ciudad. Miritelisina los puso sobre aviso, y ellos la entendieron mal y creyeron que iban a enviarlos de regreso a las planicies. Se amotinaron. Por ello se encarceló a la sacerdotisa. El Orador la ha puesto ya en libertad, pero ella continúa su trabajo en favor de esos pobres desheredados.
Kith-Kanan guardó silencio, pero observó a tres kalanestis que pasaban a su lado con un tronco cargado sobre los hombros. En cada uno de ellos vio a Alaya: los mismos ojos y cabello oscuros, la misma pasión por la libertad.
—Debo denunciar esto, oponerme —declaró por último—. Es indigno que un miembro de la primera raza nacida posea a otro.
—No os escucharán, alteza —afirmó Dunbarth entristecido.
Kith-Kanan hizo que su caballo volviera grupas para regresar a palacio.
—Me escucharán, y, si no me hacen caso, gritaré hasta que me oigan.
Hicieron el camino de vuelta a medio galope, evitando las calles adoquinadas del centro de la ciudad y manteniéndose en las callejas adyacentes al río. Para cuando llegaron a la plaza frente a palacio, empezaba a caer una fina llovizna. Mackeli se encontraba en el patio, con su nuevo atuendo de escudero, un jubón de cuero adornado con tachones y un yelmo. Al entrar Kith-Kanan en el patio, Mackeli corrió a su encuentro y sujetó al caballo mientras el príncipe desmontaba.
—Tienes un aspecto espléndido —dijo Kith-Kanan al verlo con el nuevo atavío.
—¿Estás seguro de que esto es lo que lleva un escudero? —preguntó el muchacho. Se metió un dedo por el ajustado cuello de la prenda de rígido cuero—. Me siento como si un novillo me hubiese tragado de un bocado.
Kith-Kanan se echó a reír.
—Pues espera a ponerte una armadura de verdad —comentó divertido—. ¡Entonces vas a sentirte como si una de nuestras tortugas gigantes te hubiese tragado!
Dejaron los caballos a cargo de sirvientes para que los llevaran a las cuadras, y los tres entraron en palacio. Dos doncellas aparecieron con toallas. Kith-Kanan y Dunbarth se secaron someramente la cara; Mackeli, por su parte, lo hizo con minuciosidad, observando durante todo el tiempo a las jóvenes con franco interés. Las doncellas, que eran aproximadamente de su misma edad, se ruborizaron bajo su intensa mirada.
—Vamos —lo reprendió el príncipe, al tiempo que le tiraba de la manga. Dunbarth le quitó la toalla de las manos y se la entregó a las criadas.
—No había terminado —protestó Mackeli.
—Si hubieras seguido secándote, te habrías arrancado la piel y el pelo —comentó el enano con sorna.
—Estaba mirando a las chicas —dijo Mackeli francamente.
—Sí, igual que un lobo mira su cena —recalcó Kith-Kanan—. Si quieres impresionar al sexo débil, más te vale que aprendas a ser un poco discreto.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere decir que no mires fijamente —aconsejó Dunbarth—. Sonríeles y diles algo agradable.
—¿Como qué? —preguntó Mackeli, desconcertado.
Kith-Kanan se puso la mano en la mejilla y lo pensó.
—Echarles un piropo, por ejemplo: ¡qué ojos tan bonitos tienes! O preguntarles cómo se llaman y decir: ¡qué nombre tan hermoso!
—¿Puedo tocarlas? —inquirió Mackeli inocentemente.
—¡No! —exclamaron elfo y enano al unísono.
Vieron a Ulvissen en el corredor, acompañado por uno de los soldados humanos. El senescal ergothiano entregaba al soldado un tubo largo de bronce, que el hombre guardó con gesto furtivo en una bolsa colgada de su hombro.
Ulvissen se irguió al reparar en Kith-Kanan, en tanto que el soldado saludaba y se marchaba.
—¿Cómo os va, maese Ulvissen? —preguntó el príncipe con tono afable.
—Muy bien, alteza. He enviado una copia del acuerdo preliminar a su majestad imperial.
—¿Ahora mismo?
Ulvissen asintió con un cabeceo; bajo la barba y el cabello canoso, su semblante estaba demacrado. Kith-Kanan supuso que lady Teralind lo había tenido despierto hasta muy tarde, preparando el comunicado.
—¿Sabéis dónde están mi padre y mi hermano Sithas?
—Los vi en la sala de recepción, donde se sellaron las copias del acuerdo —repuso Ulvissen cortésmente, haciendo una inclinación.
—Gracias.
Kith-Kanan y Dunbarth echaron a andar. Mackeli, al pasar ante el humano alto y maduro, se paró y lo miró con curiosidad.
—¿Qué edad tienes? —inquirió de sopetón.
—Cuarenta y nueve años —repuso el senescal, perplejo.
—Yo tengo sesenta y uno. ¿Por qué pareces mucho más viejo que yo?
Kith-Kanan se dio media vuelta y agarró a Mackeli.
—Disculpadlo, excelencia —pidió el príncipe—. El muchacho ha pasado toda su vida en el bosque y no sabe mucho de modales.
—No tiene importancia —contestó Ulvissen. Sin embargo, su mirada intensa siguió al príncipe y al embajador enano mientras se alejaban corredor adelante llevándose a Mackeli casi a empujones.
La sala de recepción de palacio estaba en la planta baja de la torre central, debajo de la Sala de Balif. Cuando llegaron ante las puertas, Dunbarth se disculpó con Kith-Kanan.
—Mis viejos huesos necesitan un descanso —argumentó.
Mackeli quiso seguir al príncipe, quien le ordenó que se quedara atrás. El muchacho protestó, pero Kith-Kanan dijo con brusquedad:
—Busca alguna otra forma de ser útil. No tardaré en volver.
Cuando Kith-Kanan entró, la vasta sala redonda estaba llena de mesas y banquetas, ocupadas por escribas que trabajaban frenéticos. La totalidad de la transcripción de la conferencia se estaba pasando a limpio y copiando tan rápidamente como el maestro de escribas era capaz de terminar una página.
Sithel y Sithas estaban en medio de este caos organizado, dando su aprobación a las hojas de pergamino cubiertas con escritura menuda. Unos muchachitos corrían de mesa en mesa, rellenando tinteros, afilando estilos y apilando montones de papel de vitela en blanco. Cuando Sithel vio a su hijo, apartó a un lado el pergamino que leía e hizo un gesto a su ayudante para que se marchara.
—Padre, necesito hablar contigo. Y contigo también, hermano —dijo Kith-Kanan, al tiempo que señalaba un rincón tranquilo de la sala. Una vez que se encontraron allí, el príncipe fue directo al grano—: ¿Sabéis que hay cuadrillas de esclavos trabajando en la ciudad, en la reconstrucción del mercado?
—Es de dominio público —repuso Sithas con presteza.
Hoy estaba especialmente elegante, habiendo cambiado su habitual túnica por un atuendo de dos piezas: un faldellín y una toga corta de un tejido acolchado de color dorado. La diadema era de oro.
—¿Y qué pasa con la ley? —preguntó Kith-Kanan, levantando el tono de voz—. Se supone que ninguna casa o institución puede tener más de dos esclavos a la vez y, sin embargo, he visto doscientos o más trabajando, vigilados por los clérigos del templo de E’li.
—Esa ley es sólo aplicable a quienes viven en Silvanost —repuso Sithas, adelantándose de nuevo a su padre. Sithel guardó silencio y dejó que sus hijos discutieran. Sentía curiosidad por ver cuál de los dos acababa imponiéndose—. Los esclavos que viste proceden de las fincas que el templo tiene en el río Em-Bali, al norte de la ciudad —añadió el primogénito del Orador.
—Eso es un subterfugio —replicó, acalorado, Kith-Kanan—. ¡No sabía que existiese una ley que se aplique sólo en Silvanost y no en toda la nación!
—¿A qué viene tanto interés por los esclavos? —demandó Sithas.
—No es justo. —Kith-Kanan apretó los puños—. Son elfos, como nosotros. No está bien que un elfo sea el dueño de otro elfo.
—No son como nosotros —espetó Sithas—. Son kalanestis.
—¿Y eso los condena de manera automática?
Sithel decidió que había llegado el momento de intervenir.
—Los trabajadores que viste fueron vendidos como esclavos porque eran convictos de crímenes contra el pueblo silvanesti —explicó con voz queda—. El que sean kalanestis no ha influido en su suerte. Tu preocupación por ellos está fuera de lugar, Kith.
—No pienso lo mismo, padre —arguyó el príncipe seriamente—. Todos estamos orgullosos de nuestra estirpe silvanesti, y eso es positivo. Pero el orgullo no debe conducirnos a explotar a nuestros súbditos.
—Has pasado en los bosques demasiado tiempo —declaró Sithas fríamente—. Se te ha olvidado cómo funciona el mundo.
—Cállate —intervino Sithel con aspereza—. Y tú también, Kith. —El Orador de las Estrellas parecía taciturno—. Me alegra saber que mis dos hijos sienten tanto apasionamiento acerca de lo que es justo o injusto. Veo que la sangre de Silvanos no ha degenerado, pero este debate no viene al caso. Si los esclavos del mercado reciben buen trato y hacen su trabajo asignado, no hay razón para darle más vueltas a la situación.
—Pero, padre…
—Escúchame, Kith. Has regresado hace sólo cuatro días. Sé que te acostumbraste a tener mucha libertad en el bosque, pero una ciudad y una nación no pueden funcionar como un campamento en un territorio salvaje. Alguien debe mandar, y otros deben obedecer. Así es como un Orador puede proteger a los débiles y gobernar con justicia.
—Sí, padre. —Cuando Sithel lo planteaba de ese modo, casi parecía tener sentido. Con todo, Kith-Kanan sabía que ningún argumento legal, por mucha lógica que tuviera, jamás lo convencería de que la esclavitud no era inmoral.
Sithas escuchaba las palabras de su padre con los brazos cruzados y un gesto de satisfacción. Kith no era tan infalible como parecía, pensó el primogénito. Rebatir las divagaciones sentimentales de Kith-Kanan había afianzado su posición, haciéndolo sentirse como el próximo Orador de las Estrellas.
—Y ahora, hijo, tengo una tarea para ti —dijo Sithel a Kith-Kanan—. Quiero que dirijas la nueva milicia.
Se hizo un silencio absoluto. Kith-Kanan intentó asimilar esta noticia. Acababa de volver a casa y lo mandaban partir de nuevo. Miró a Sithas, que apartó los ojos, y luego al Orador.
—¿Yo, padre? —preguntó, aturdido.
—Con tu experiencia como guerrero y explorador, ¿quién mejor? Lo he hablado con lady Teralind y lord Dunbarth, y ambos están de acuerdo. Hijo del Orador, explorador y amigo de los kalanestis; eres la mejor opción.
—¿Esto es idea tuya, Sith? —inquirió Kith-Kanan mirando a su hermano.
—Tu elección es de sentido común —repuso Sithas encogiéndose de hombros.
Kith-Kanan se pasó la mano por el cabello despeinado.
El viejo zorro de Dunbarth lo sabía ya esta mañana, cuando habían paseado a caballo, y no le había dicho una palabra. De hecho, ¿no había sido él quien se las había ingeniado para conducirlo al mercado y que viera a los esclavos trabajando? ¿Acaso estaba preparándolo para esto?
—Puedes negarte, si quieres —declaró el Orador. Saltaba a la vista que no esperaba tal reacción por parte de su leal hijo.
Una avalancha de imágenes y pensamientos fluyó en la mente de Kith-Kanan. En una rápida sucesión, vio el pueblo destruido que Mackeli y él habían encontrado; a Voltorno, saqueando y robando a su antojo por todo Silvanesti; a Alaya, mortalmente herida, luchando contra arcos y espadas con un cuchillo de pedernal; a esclavos kalanestis, despojados de todo.
El príncipe también oyó sus propias palabras: «Si los aldeanos hubiesen dispuesto de unas cuantas lanzas y hubiesen sabido cómo luchar, es muy probable que se hubiesen salvado».
La mirada de Kith-Kanan se detuvo largamente en su gemelo; luego se volvió hacia el Orador.
—Acepto —dijo en un tono quedo, sosegado.
Acompañado por Mackeli, Kith-Kanan dedicó los días siguientes a entrevistar a miembros de la guardia real que se habían presentado voluntarios para la milicia. Como había predicho, el aliciente de tierras gratuitas actuó como un poderoso estímulo en soldados que poseían poco más que las ropas que llevaban puestas. Kith-Kanan pudo seleccionar a los mejores como sus sargentos.
Se proclamó una gran festividad pública para conmemorar el nuevo acuerdo con Ergoth y Thorbardin y para celebrar el ascenso de Kith-Kanan a comandante de la nueva milicia de la Protectoría. El cuerpo era ya conocido como los Montaraces, en recuerdo al antiguo nombre dado a los grupos armados de kalanestis que habían luchado al lado de Silvanos durante las guerras elfas de unificación.
—Sigo sin entender por qué no nos limitamos a largarnos de aquí montados a lomos de Arcuballis —dijo Mackeli, que luchaba con el peso de una armadura real y del yelmo.
—Los grifos están reservados como monturas de la Casa Real —explicó Kith-Kanan—. Además, no hay un número suficiente para toda la compañía. —Tensó una cuerda alrededor del último paquete de sus bártulos personales.
Su corcel castaño, Kijo, aguantaba bien la carga del petate y la armadura. A Kith-Kanan lo complació ver que su antigua montura seguía tan briosa como siempre.
—¿Seguro que estas bestias están domesticadas? —preguntó el muchacho, que miraba escéptico a los caballos.
—Has volado a trescientos metros de altura montado en Arcuballis ¿y ahora te preocupa cabalgar a lomos de un caballo?
—A Arcuballis lo conozco —replicó Mackeli, aprensivo—. A estos animales, no.
—Todo irá bien. —Kith-Kanan fue hacia la fila de caballos y guerreros. Se habían atado los últimos bultos y se estaban dando los adioses de despedida.
La calzada Procesional estaba repleta de elfos y caballos. Doscientos cincuenta guerreros y un número igual de monturas se arremolinaban por los alrededores. A diferencia de la expedición anterior enviada por Sithel, que tan mal fin había tenido, la compañía de Kith-Kanan estaba equipada para ser autosuficiente. Era la fuerza más numerosa que partía de Silvanost desde los tiempos de las guerras de unificación.
Era un espectáculo espléndido, y los laterales de la calle estaban llenos de ciudadanos. Los guerreros habían descartado sus armaduras de gala en favor de un equipo más práctico. Cada elfo llevaba un peto metálico forjado a martillo y un yelmo sencillo, sin visera. En la perilla de cada silla de montar colgaba un escudo de bronce con forma de reloj de arena. Cada guerrero llevaba un arco, veinte flechas, una espada, una daga y una pesada jabalina que podía utilizarse para arremeter o arrojar. Los caballos llevaban los arreos mínimos, ya que la movilidad era más importante que la protección.
Kith-Kanan sujetó bajo el brazo los guanteletes mientras remontaba la escalinata de la Torre de las Estrellas. Allí estaban su padre y su madre, Sithas y Hermathya, lady Teralind, el pretor Ulwen en su silla, y Ulvissen. Lord Dunbarth se había disculpado por no asistir a la ceremonia de despedida. Según su fiel secretario, Drollo, estaba aquejado por un cólico. Kith-Kanan sabía que el viejo pícaro había estado dándose la gran vida en los mesones y las tabernas de la orilla del río desde que el tratado había sido aprobado por el emperador de Ergoth y el rey de Thorbardin.
El príncipe subió los escalones con pasos regulares, mesurados, y la mirada prendida en su padre. Sithel lucía la Corona de las Estrellas, una magnífica diadema de oro, en cuyo centro iba incrustada la famosa gema el Ojo de Astarin, la esmeralda más grande de todo Krynn. La piedra preciosa captaba los rayos del sol y lanzaba destellos verdes a través de la calle y los jardines.
Al lado de Sithel se encontraba lady Nirakina. Llevaba un vestido de un color azul muy pálido, y una torques de filigrana de plata le adornaba el cuello. El cabello, dorado como la miel, estaba sujeto por una cofia de tejido plateado. En su expresión había algo de remoto, un atisbo de tristeza; ello se debía, sin duda, a la certeza de que perdía de nuevo a su hijo menor cuando hacía apenas un mes que lo había recuperado.
Kith-Kanan llegó al escalón inmediatamente inferior a la plataforma donde la familia real estaba reunida. Se quitó el yelmo y se inclinó ante el Orador.
—Noble padre, gentil madre —saludó con dignidad.
—Acércate —dijo Sithel afectuosamente. Kith-Kanan subió el último peldaño y se detuvo ante su padre—. Tu madre y yo tenemos una cosa para ti —anunció el Orador en tono bajo, confidencial—. Ábrelo cuando estés a solas.
Nirakina tendió a su esposo un pañuelo de seda roja, atado por los picos. Sithel lo puso en la mano de Kith-Kanan.
—Y, ahora, empecemos con las frases oficiales —susurró el Orador con un leve atisbo de sonrisa. Miró a la multitud reunida y levantó una mano—. ¡Pueblo de Silvanost! Aquí tenéis a mi hijo, Kith-Kanan, a cuyo cargo confío la paz y la seguridad del reino —declamó. Se volvió hacia Kith-Kanan y le preguntó en voz alta—: ¿Cumplirás con lealtad y honor tus deberes como condestable en todas las regiones de nuestro país y cualquier otra provincia en la que debas actuar?
—Juro por E’li que así lo haré —contestó Kith-Kanan con voz clara y alta.
La multitud prorrumpió en un clamor aprobador. A la izquierda de Sithel, un poco apartados, estaban Sithas y Hermathya. La dama, que estaba radiantemente hermosa con su vestido de un tono blanco cremoso y dorado, tenía una expresión serena en su semblante, de rasgos delicados. Por su parte, el gemelo de Kith-Kanan le sonrió cuando éste se aproximó para despedirse.
—Buena caza, Kith —le deseó Sithas con cariño—. ¡Muestra a los humanos lo que es la bizarría elfa!
—Lo haré, Sith. —De manera impulsiva, Kith-Kanan abrazó a su hermano, gesto que fue correspondido por Sithas con fervor.
—Cuídate, hermano —le dijo Sithas en voz queda, y acto seguido se apartó.
Kith-Kanan se volvió hacia Hermathya.
—Hasta la vista, señora.
—Adiós —contestó ella fríamente.
El príncipe bajó los escalones. Mackeli sujetaba la brida de Kijo.
—¿Qué te dijo la dama? —preguntó, mirando a Hermathya embelesado.
—Has reparado en ella, ¿eh?
—¡Oh, sí! Es como una flor en medio de un seto de espinos…
—¡Por Astarin! —exclamó Kith-Kanan mientras subía a la silla—. ¡Empiezas a hablar como un bardo! Es una suerte que te saquemos de la ciudad. ¡Alaya no te reconocería si te oyera hablar así!
Los guerreros siguieron a Kith-Kanan y Mackeli en filas de a cinco, girando en perfecta formación a medida que el príncipe los conducía a lo largo del arqueado trazado de la calzada Procesional. Los silvanestis reunidos lanzaron un clamor de aprobación, que pronto dio paso a un soniquete reiterado:
—Kith-Kanan, Kith-Kanan, Kith-Kanan…