24
El día siguiente
La entrada de Kith-Kanan en la Torre de las Estrellas al día siguiente causó conmoción. En lugar de las harapientas ropas de ante verde, vestía túnica blanca, y una diadema de oro le ceñía la frente. Se lo presentaron a lord Dunbarth con gran ceremonia.
—Es un gran honor conoceros, príncipe —dijo el enano, quitándose el sombrero—. He oído hablar mucho de vos.
—Quizá podamos ser amigos de todas formas —fue la irónica respuesta de Kith-Kanan.
El encuentro con la delegación humana resultó más forzado. El pretor Ulwen estaba sentado en su silla transportable, como una figura de cera. Sólo un ligero movimiento de la manta que le cubría el pecho ponía de manifiesto que estaba vivo. Lady Teralind aceptó la mano que le tendía Kith-Kanan y la mantuvo agarrada durante un largo minuto mientras evaluaba esta nueva incorporación a la conferencia. El príncipe reparó en las oscuras ojeras de la mujer; la dama no había dormido muy bien la noche anterior.
Ulvissen lo saludó al estilo humano, y Kith-Kanan imitó su gesto.
—¿Nos hemos conocido antes? —preguntó el príncipe elfo en tanto observaba atentamente el rostro barbudo.
—No lo creo, noble príncipe —repuso Ulvissen fríamente—. He prestado servicios en barcos la mayor parte de mi carrera militar. Quizá vuestra alteza haya conocido a otro humano parecido a mí. Tengo entendido que a los elfos les cuesta distinguir a un hombre con barba de otro.
—Hay mucho de cierto en lo que decís. —Kith-Kanan se apartó del hombre, pero la idea de que había visto a Ulvissen antes seguía incomodándolo. Se detuvo frente a su padre, hizo una reverencia, y se situó en su antiguo puesto, a la derecha del Orador. Un humano con espesa barba castaño rojiza… ¿dónde lo había visto?
—La decimoquinta sesión de la Conferencia de las Tres Naciones da comienzo —dijo Sithas, actuando como heraldo de su padre—. Se incorpora el príncipe Kith-Kanan en representación de Silvanesti.
Los escribas, sentados a sus mesas, tomaban nota afanosamente. Dunbarth se levantó, lo que tuvo por resultado hacerlo parecer más bajo, ya que las patas de su silla eran más largas que sus piernas.
—Gran Orador, nobles príncipes, lord pretor, lady Teralind —comenzó—. Nos hemos reunido aquí muchos días, y el obstáculo principal en el camino hacia la paz es esta pregunta: ¿quién gobierna las planicies occidentales y los bosques? El noble Orador y su heredero presentan como prueba de su reclamación unos documentos y tratados antiguos. Lady Teralind, en nombre del emperador de Ergoth, basa su reclamación en la presencia mayoritaria de humanos, afirmando que la mayor parte de la gente que vive en los territorios en litigio son ergothianos. —Dunbarth respiró hondo. —He resumido estas posturas y se las he presentado a mi soberano, y en el día de hoy he recibido su respuesta.
Se levantaron murmullos de interés. Dunbarth desdobló una gruesa hoja de pergamino; el dorado sello de cera del rey de Thorbardin resultaba visible.
—Ejem —carraspeó el enano, y los murmullos cesaron—. «A mi leal y bien amado primo, Dunbarth de Dunbarth, saludos: Espero que los elfos te estén alimentando bien, primo; sabes lo frugales que son sus hábitos alimenticios…». —El emisario echó una ojeada por encima del pergamino y guiñó un ojo al Orador. Kith-Kanan se tapó la boca con la mano para ocultar una sonrisa. Dunbarth prosiguió—; «Te encomiendo, Dunbarth de Dunbarth, que presentes esta propuesta al Orador de las Estrellas y al pretor de Ergoth: que los territorios situados a ambos lados de las montañas Kharolis, ciento veinte kilómetros al este y al oeste, le sean confiados al reino de Thorbardin para que sean gobernados y administrados por nosotros como una zona neutral entre los imperios de Ergoth y Silvanesti».
Se produjo un momento de silencio tenso mientras todos los presentes asimilaban el mensaje.
—¡Totalmente absurdo! —explotó Teralind.
—Una propuesta inaceptable —declaró Sithas, aunque con más calma.
—Sólo es una idea preliminar —protestó Dunbarth—. Su majestad ofrece concesiones, aquí…
—¡Absolutamente inaceptable! —Teralind se había puesto de pie—. Pregunto al Orador: ¿qué opináis de esta extravagante idea?
Todos los ojos se volvieron hacia Sithel. Este se recostó en su trono; su semblante era una máscara perfecta de serenidad y dominio.
—La idea tiene cierto mérito —dijo lentamente—. Podemos estudiarla y cambiar opiniones sobre ella.
El rostro de Dunbarth se iluminó, en tanto Teralind se ponía muy pálida. Ulvissen se situó rápidamente a su lado, y le aconsejó que mantuviese la calma.
En ese momento, un recuerdo acudió a la mente de Kith-Kanan como un fogonazo; se acordaba dónde había visto a Ulvissen antes. Había sido el día en que había rescatado a Mackeli de Voltorno. Cuando el semihumano había caído tras su duelo, una multitud de humanos de su barco había subido corriendo la cuesta. El humano más alto tenía una espesa barba castaño rojiza, como la de Ulvissen, y, puesto que éste ya había admitido haber prestado servicio en barcos la mayor parte del tiempo… El príncipe se sobresaltó cuando la voz de su gemelo interrumpió sus reflexiones. Sithas preguntaba al Orador qué mérito encontraba en la propuesta del enano.
Sithel hizo una pausa antes de contestar, midiendo con cuidado sus palabras:
—No es la oferta del rey Voldrin de gobernar una región conflictiva lo que apruebo. Es la idea de un estado neutral, independiente no sólo de nuestro país y del imperio de Ergoth, sino también de Thorbardin.
—¿Estáis proponiendo crear una nación nueva? —preguntó Teralind.
—No un estado soberano, sino un estado neutral —repuso el Orador.
Ulvissen tiró de la manga de su señora con gesto apremiante. Sintiéndose hostigada, Teralind dio la espalda a Sithel un momento para hablar con su senescal. Luego pidió a la asamblea un breve aplazamiento de la sesión. Dunbarth tomó asiento y guardó con todo cuidado la hoja de pergamino con la carta de su soberano en un bolsillo de su chaleco de brocado. A pesar de la oposición a la propuesta de su rey, se sentía bastante satisfecho de sí mismo.
Kith-Kanan presenciaba todo esto con una agitación contenida a duras penas. Difícilmente podía denunciar a Ulvissen durante una reunión diplomática, sobre todo cuando con tal acusación violaría la ley de guardar buenos modales en la Torre de las Estrellas, ¡y en el primer día tras su regreso a Silvanost! Lo que es más: ¿estaba seguro de que Ulvissen era el hombre que había visto con Voltorno? Los humanos con barba se parecían mucho entre sí. En cualquier caso, los modales artificiosos y las conversaciones sinuosas de los embajadores le parecían absurdos y una pérdida de tiempo.
—Mi soberano sugiere una división de derechos entre las tres naciones —resumió Dunbarth una vez que Teralind anunció que estaba preparada para continuar—. Ergoth tendrá la prerrogativa de pastoreo, Silvanesti la de cultivos, y Thorbardin la de extracción de minerales…
—Cualquier propuesta que ponga el territorio bajo el dominio de cualquier nación es inaceptable —manifestó Teralind con tono estridente. Un mechón del oscuro cabello se había soltado del prendedor de pelo y la mujer se lo puso tras la oreja distraídamente—. A menos que los derechos ergothianos queden garantizados —añadió escueta.
Las delegaciones, cuyos miembros estaban mezclados detrás de los asientos de sus respectivos cabecillas, empezaron a discutir entre sí las ventajas de una administración conjunta del territorio en litigio. Las voces subieron de tono progresivamente; transcurrido un tiempo, Kith-Kanan no lo pudo soportar más y se levantó de su asiento con brusquedad.
Sithel levantó una mano pidiendo silencio.
—Mi hijo Kith-Kanan tiene la palabra —anunció. Un fugaz atisbo de sonrisa asomó a sus labios.
—Como sabéis, acabo de regresar a Silvanost —dijo el príncipe, hablando rápidamente y con nerviosismo—. Durante un tiempo he vivido en las agrestes tierras boscosas del lejano sur, donde conocí toda clase de gente. Algunos, como mi amigo Mackeli, llamaban hogar a los bosques. Otros los veían como un territorio propicio para los saqueos. Barcos de Ergoth han estado anclando en la costa mientras que sus tripulaciones penetraban furtivamente tierra adentro para cortar árboles…
—¡Esto es ultrajante! —explotó Teralind—. ¿Qué tiene eso que ver con el tema que estamos tratando? ¡Lo que es peor, estos cargos no están respaldados con pruebas!
Por una vez, Sithel dejó de lado su aparente postura de imparcialidad.
—Lo que os dice mi hijo es cierto —afirmó con un tono gélido—. Creedlo.
La firmeza de sus palabras acalló la réplica de Teralind, y el Orador pidió a Kith-Kanan que prosiguiera.
—El meollo del asunto es que, mientras reyes y emperadores luchan por problemas de orgullo nacional y prestigio, ente inocente, tanto elfos como humanos, está muriendo. Sólo los dioses saben quién es realmente el culpable de ello, pero ahora tenemos la oportunidad de poner fin a ese sufrimiento.
—¡Decidnos cómo! —instó, sarcástica, Teralind.
—En primer lugar, admitiendo que la paz es lo que todos deseamos. No necesito ser adivino para saber que hay muchos en Daltigoth y Silvanost que creen que la guerra es inevitable. Por tanto, os pregunto: ¿es la guerra la solución? —Se volvió hacia Dunbarth—. Y vos, excelencia, ¿pensáis que la guerra es la solución?
—Esa no es una pregunta diplomática apropiada —replicó el enano con desasosiego.
Kith-Kanan no estaba dispuesto a que soslayara su pregunta con una evasiva.
—¿Sí o no? —insistió.
Toda la asamblea miraba a Dunbarth, que rebulló inquieto en su silla.
—La guerra nunca es la solución cuando gente de buena voluntad…
—¡Limitaos a responder a la pregunta! —espetó Teralind.
Dunbarth arqueó una tupida ceja.
—No —dijo con firmeza—. La guerra no es la solución.
Kith-Kanan se volvió hacia el silencioso e impedido pretor y su esposa.
—¿Cree Ergoth que la guerra es la solución?
La cabeza del pretor se levantó ligeramente. Como era habitual, su esposa respondió por él:
—No. No, cuando la paz es menos costosa.
Por último, el príncipe se volvió hacia su padre.
—¿Qué decís vos, gran Orador?
—Estás siendo insolente —lo reconvino Sithas.
—No —contestó simplemente su padre—, es justo que nos pregunte a todos. No quiero la guerra. Nunca la he querido.
Kith-Kanan asintió con un cabeceo y recorrió el grupo con la mirada.
—Entonces, ¿no puede encontrarse algún modo de gobernar el territorio conjuntamente, elfos, humanos y enanos?
—No veo qué tienen que ver en esto los enanos —adujo Teralind, malhumorada—. Pocos o ninguno de ellos viven en los territorios en cuestión.
—Sí, pero estamos hablando de toda nuestra frontera territorial —le recordó Dunbarth—. Naturalmente, nos interesa quién está al otro lado de ella.
La luz del sol entró en la sala a través de cientos de ventanas abiertas en los muros de la torre; una suave brisa penetró por las puertas. El día invitaba a abandonar la cargada atmósfera de la sala y el debate. Sithas se frotó las manos y anunció:
—Es un buen momento para hacer una pausa, no sólo para reflexionar acerca de la paz planteada, sino también para reponer fuerzas con una comida, y pasear un rato al sol.
—Como siempre, vuestra alteza es el más sabio de todos nosotros —manifestó Dunbarth con una sonrisa cansada.
Teralind iba a protestar, pero el Orador declaró aplazada la reunión para comer. La sala se vació con rapidez, dejando solos a Teralind, Ulvissen y al pretor Ulwen. Sin pronunciar una palabra, el senescal cogió en sus fuertes brazos al débil pretor y lo sacó del recinto. Teralind luchó para dominar la cólera haciendo jirones uno de sus pañuelos de encaje.
Hacía un día agradable, y las delegaciones salieron por las grandes puertas a los jardines que rodeaban la torre. Llegaron sirvientes de palacio con mesas cargadas al hombro. Poco después, el paseo procesional que finalizaba en la entrada principal de la torre estaba lleno de mesas vestidas con blancos manteles de lino, y un apetitoso surtido de frutas y carnes quedó dispuesto para los invitados del Orador. Un barril de néctar rosado se trajo rodando al lugar; las duelas retumbaban como un trueno de verano a medida que el tonel giraba.
Los embajadores y sus delegaciones se apiñaron en torno a las mesas. Dunbarth cogió una copa rebosante de néctar, cató el caldo, lo halló de su agrado, y deambuló mientras inspeccionaba la comida. Desde allí divisó a Kith-Kanan, de pie al borde del jardín, a solas. Con la comida en la mano, el enano se acercó paseando hacia él.
—¿Os importa si me quedo con vos, noble príncipe? —preguntó.
—Como invitado, podéis estar donde gustéis —repuso Kith-Kanan con cordialidad.
—Una sesión interesante la de esta mañana, ¿no creéis? —Dunbarth troceó un capón y tomó un bocado de una pata. —Éste ha sido el mayor progreso que hemos hecho desde la primera reunión.
Kith-Kanan dio un buen mordisco a una pera y miró al enano un poco sorprendido.
—¿Progreso? Todo cuanto he oído ha sido un montón de enfrentamientos verbales y polémica.
Dunbarth dobló hacia arriba el ala de su sombrero a fin de empinar bien la copa dorada. Apuró el néctar y se limpió el bigote.
—¡Reorx me asista, alteza! La diplomacia no es como una cacería. No rastreamos la presa, le echamos el lazo y la llevamos a casa para comérnosla. No, noble príncipe. La diplomacia es como un viejo enano que se peina: ¡cada cabello que queda en el peine es una derrota, y cada uno que permanece en su cabeza, una victoria!
Kith-Kanan rió divertido y recorrió con la mirada el jardín. Echaba de menos el peso de su espada en la cadera; y, aún más, echaba en falta las vistas y los aromas del bosque. La ciudad le parecía demasiado reluciente, el aire velado con demasiado humo. Era extraño que antes no hubiese notado estas cosas.
—¿En qué estáis pensando, alteza? —preguntó Dunbarth.
¿En qué estaba pensando? Volvió los ojos hacia el enano.
—La esposa del pretor tiene un genio pronto, y el propio pretor no habla nunca. Habría sido de esperar que el emperador tuviera unos representantes más capacitados —comentó Kith-Kanan—. No creo que lady Teralind esté beneficiando mucho a su causa.
Dunbarth buscó un sitio donde tirar el hueso de la pata de capón, ahora limpio de carne. Un sirviente apareció como por arte de magia y le retiró el desperdicio.
—Sí, bien, no es sutil ni delicada, pero también puede conseguirse mucho a fuerza de tozudez. El príncipe Sithas… —Dunbarth recordó de pronto con quién estaba hablando y pensó mejor lo que había estado a punto de decir.
—¿Sí? —instó Kith-Kanan.
—No tiene importancia, alteza.
—Hablad, excelencia. No hay que tener miedo a la verdad.
—¡Ojalá tuviera el optimismo de vuestra alteza! —Un sirviente que pasaba junto a ellos llenó de nuevo la copa del enano—. Iba a decir que el príncipe Sithas, vuestro noble hermano, iguala en tozudez a lady Teralind.
—Muy cierto —admitió Kith-Kanan mientras asentía con la cabeza—. Son muy parecidos. Ambos creen que la razón está siempre de su lado.
El enano y él intercambiaron algunas chanzas más, tras lo cual Dunbarth se despidió con cierto apresuramiento, alegando que quería charlar un poco con los demás y dar una vuelta. Sin embargo, Kith-Kanan advirtió un propósito en su forma de caminar. Sacudió la cabeza. Se suponía que los enanos eran francos y campechanos, pero Dunbarth tenía más astucia que un mercader de Balifor.
El príncipe empezó a pasear a solas, entre los setos de madreselva florida, tan altos como una persona, y los cedros y bojes moldeados artísticamente. La pujante primavera parecía haberlo seguido desde las frondas salvajes hasta Silvanost. El jardín era un despliegue exuberante de florecimiento.
Evocó el claro donde él y su pequeña familia habían vivido. ¿Habrían construido ya las abejas sus colmenas en el tronco hueco del roble? ¿Los árboles en flor estarían tirando sus capullos en el estanque que era la entrada a la cueva secreta de Alaya? En medio de todo el esplendor y la majestuosidad que era Silvanost, Kith-Kanan recordó con añoranza la vida sencilla que había compartido con Alaya.
Su ensueño se desvaneció cuando giró en una esquina de los setos y se encontró a Hermathya sentada en un banco de piedra, a solas. El príncipe consideró un instante la posibilidad de darse media vuelta y evitar a su antigua amante, pero finalmente decidió que no podía estar esquivándola toda la vida. Por consiguiente, en lugar de marcharse, se dirigió hacia ella y la saludó.
Hermathya no alzó la vista hacia él, sino que miró las flores y las plantas.
—Me desperté esta mañana pensando que había soñado que habías regresado. Entonces le pregunté a mi doncella y me dijo que era verdad. —Hablaba en voz baja, controlada, y su cabello brillaba a la luz del sol. Lo llevaba recogido hacia atrás, sujeto con el prendedor, como correspondía a una elfa de alta cuna y casada. Sus pálidos brazos estaban al aire, dejando a la vista su piel tersa y sin mácula. Él pensó que estaba aún más hermosa que cuando se había marchado de Silvanost.
Hermathya le pidió que se sentara, pero él rehusó.
—¿Tienes miedo de sentarte a mi lado? —inquirió la elfa, mirándolo a la cara por primera vez—. Hubo un tiempo en que era el sitio donde preferías estar.
—No saquemos a colación el pasado —pidió Kith-Kanan, manteniendo las distancias—. Todo eso terminó definitivamente.
—¿Tú crees? —Sus ojos, como tantas otras veces, se clavaron en los de él, coercitivos.
Era intensamente consciente de ella, al tenerla tan cerca, y notó la excitación que le producía. ¿Qué hombre podía estar tan próximo a su ardiente belleza sin inmutarse? No obstante, Kith-Kanan ya no la amaba; de eso estaba seguro.
—He estado casado —dijo intencionadamente.
—Sí, ya lo oí anoche. Tu esposa ha muerto, ¿no?
«No, sólo ha cambiado», pensó.
—Sí, en efecto —respondió en cambio.
—He pensado mucho en ti, Kith —manifestó Hermathya suavemente—. Cuanto más tiempo llevabas ausente, tanto más te echaba de menos.
—Olvidas, Thya, que te pedí que huyeras conmigo y tú rehusaste.
—¡Fui una estúpida! —Le cogió la mano—. No amo a Sithas. Tienes que saberlo —exclamó.
La mano de Hermathya era suave y cálida, pero Kith-Kanan tiró para librar la suya.
—Es tu esposo y mi hermano —le recordó.
Ella no advirtió la advertencia implícita en sus palabras, y recostó la cabeza en él.
—Es una pálida sombra tuya, como príncipe… y como amante.
Kith-Kanan se apartó del banco.
—No tengo intención de traicionarlo, Thya. Y tú debes aceptar el hecho de que ya no te amo.
—¡Pero yo te quiero! —Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—Si eso es cierto, entonces te compadezco. He entrado en una nueva etapa de mi vida desde que tú y yo nos amamos, hace años. Ya no soy el jovencito atolondrado y necio de antaño.
—¿Es que ya no sientes nada por mí? —preguntó, el semblante angustiado.
—No —repuso con sinceridad—. Ya no siento nada por ti.
Uno de los sirvientes enanos de Dunbarth llegó corriendo por el laberinto de setos.
—¡Gran príncipe! —dijo, falto de aliento—. El Orador está llamando para reanudar la asamblea.
Kith-Kanan echó a andar sin volver a mirar a Hermathya, aunque pudo oír su llanto hasta que alcanzó las puertas de la Torre de las Estrellas.
Cuando perdió de vista al príncipe, Hermathya apretó los ojos para detener las lágrimas.
—Que así sea —siseó para sí misma—. ¡Que así sea!
Recogió la copa dorada que Kith-Kanan había dejado y golpeó el blando metal contra el banco de mármol. Pronto, la copa no era más que una masa informe y retorcida.
La sesión de la tarde se hizo interminable mientras las tres partes intentaban decidir quién gobernaría el propuesto estado neutral. Era una cuestión espinosa, y cada sugerencia que se planteaba era debatida y rehusada. Clérigos y jefes de gremios de la ciudad se cansaron de las interminables discusiones y abandonaron la asamblea, de manera que la multitud reunida en la Sala de Audiencias se redujo notablemente. Pasado un tiempo, la cabeza del pretor Ulwen se inclinó sobre el pecho y, a juzgar por su aspecto, su esposa también necesitaba un buen sueño.
—No puedo aceptar entregar los derechos de explotación de minerales y cultivos —repitió Teralind por tercera vez, malhumorada—. ¿Cómo esperáis que viva nuestra gente? Todos no pueden criar ganado.
—Bien, vuestra idea de tener enclaves pertenecientes a diferentes naciones no es una solución —adujo Sithas mientras daba golpecitos en el reposabrazos de su sillón para recalcar cada palabra—. ¡En lugar de un extenso territorio en litigio, tendríamos muchos pequeños!
—Unas comunidades separadas podría ser la respuesta —caviló Dunbarth—, si son capaces de comerciar entre ellas…
—Lo que harían sería luchar por las tierras con mejores recursos —afirmó el Orador. Se frotó las sienes—. Esto no nos está llevando a ninguna parte. Por fuerza, alguno de nosotros puede dar con una solución justa y adecuada.
Nadie dijo una palabra. Kith-Kanan rebulló con nerviosismo en su asiento. Casi no había hablado durante la sesión de la tarde. Algo que Alaya le había dicho acudía a su mente con machacona insistencia: «No me inmiscuyo en los asuntos del bosque. Me limito a protegerlo». Quizás ésta fuera la solución…
El príncipe se incorporó de improviso, y su movimiento repentino sobresaltó a todos; prácticamente, habían olvidado su presencia. Sithel miró interrogante a su hijo, y Kith-Kanan, cohibido, se alisó los pliegues de su blanca túnica.
—A mi entender —comenzó con actitud digna—, todo el problema con las provincias occidentales radica en que nuevos colonos están desplazando a la fuerza a los antiguos. Ninguno de los presentes en la sala, creo, defendería este tipo de acción.
Sithas y Dunbarth volvieron la mirada hacia Teralind, que irguió la cabeza y se encogió de hombros. Kith-Kanan avanzó hacia el centro de la sala; Sithas rebulló inquieto mientras todas las miradas se prendían en su hermano.
—Si todos estamos de acuerdo con el principio de que cualquier persona, sea de la raza que sea, tiene el derecho a establecerse en un territorio deshabitado, entonces el problema se reduce a algo muy simple: ¿cómo proteger a los colonos legítimos de aquellos que buscan expulsarlos de sus tierras?
—Envié soldados en una ocasión —manifestó el Orador conciso—. Fueron traicionados y asesinados.
—Discúlpame, padre —dijo Kith-Kanan—, pero, por lo que he oído sobre ese incidente, eran pocos hombres y no la clase de soldados más adecuada. Si se va a compartir la riqueza de esas tierras, entonces la responsabilidad de protegerlas también debe compartirse. Los soldados de la ciudad no tienen interés en la región; se limitan a obedecer las órdenes del Orador. —El príncipe recorrió con la mirada la asamblea—. ¿No os dais cuenta?, lo que hace falta es una fuerza local, una milicia en la que el granjero tenga su propio escudo y lanza con los que proteger sus tierras y las de su vecino.
—¿Una milicia? —repitió Teralind con interés. De inmediato, Ulvissen estaba a su lado intentando decirle algo.
—¿Armar a los granjeros? —preguntó Dunbarth. El ala de su sombrero había perdido rigidez y le caía sobre los ojos. La dobló hacia atrás.
—Unos campesinos armados con lanzas nunca podrán hacer frente a malhechores que montan a caballo —argumentó Sithas.
—Lo harían si estuviesen entrenados y dirigidos por soldados expertos —replicó Kith-Kanan. Hablaba con firmeza, pensando en términos prácticos—. Un sargento por cada tropa de veinte; un capitán por cada compañía de doscientos.
—¿Habláis de armar a todos los colonos del territorio en litigio? —inquirió Dunbarth—. ¿Incluso a los que no son de raza elfa?
—Desde luego. Armar a un grupo y a otro no sería una invitación a la guerra. Una milicia mixta uniría a la gente, al servir codo con codo con miembros de otras razas.
—Yo opino que unos granjeros y ganaderos jamás darían alcance a un grupo de asaltantes que se desplaza con rapidez —afirmó Sithas con actitud tensa.
El entusiasmo de Kith-Kanan lo impulsó a acercarse a la silla de su hermano.
—¿Es que no te das cuenta, Sith? No tienen que dar alcance a los asaltantes. Sólo tienen que ser capaces de repelerlos. ¡Diantre, pero si el pueblo destruido que Mackeli y yo vimos tenía un muro de tepe de dos metros y medio de alto que lo rodeaba! Si los aldeanos hubiesen dispuesto de unas cuantas lanzas y hubiesen sabido cómo luchar, es muy probable que se hubieran salvado.
—Creo que es una excelente idea —afirmó Sithel.
—También me lo parece a mí.
Kith-Kanan giró sobre sus talones para comprobar que lo que acababa de oír era cierto. Teralind estaba sentada muy erguida, con las manos cruzadas sobre el regazo.
—Sí, me gusta —repitió la mujer firmemente—. Deja la responsabilidad en manos de la gente que vive allí. —Tras ella, Ulvissen estaba pálido por la ira contenida a duras penas—. No será preciso destacar un ejército, vuestro o nuestro. El emperador se ahorrará mucho dinero.
—Tengo ciertas dudas sobre la eficacia de tal milicia —intervino el embajador enano—. Pero que no se diga que Dunbarth de Dunbarth no estaba dispuesto a intentarlo —declaró, al tiempo que se quitaba el incordiante sombrero y lo arrojaba al suelo de mármol—. ¡Huelo a paz!
—No os precipitéis —advirtió Sithas. Su voz impasible enfrió el creciente entusiasmo de la sala—. El plan de mi hermano tiene su mérito, pero no soluciona el problema de la soberanía. Yo digo que se cree una milicia, sí, pero que sólo los elfos que formen parte de ella puedan ir armados.
Kith-Kanan se había quedado estupefacto, y la expresión serena de Teralind desapareció al instante.
—¡No, eso es imposible! —objetó—. ¡Ergoth no permitirá que los humanos vivan como rehenes en medio de un ejército de elfos!
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Dunbarth mientras recogía su sombrero y lo sacudía contra una pierna para limpiarle el polvo.
—¡No podemos renunciar a nuestro derecho ancestral sobre esas tierras! —insistió Sithas.
—Basta —dijo Sithel con el entrecejo fruncido. Ahora fue Sithas el que parecía ofendido—. Estamos tratando un planteamiento práctico. Si a Ergoth y Thorbardin les gusta la propuesta de Kith-Kanan, no puedo, en conciencia, desperdiciar la mejor oportunidad que tenemos de llegar a un acuerdo pacífico.
Sithas abrió la boca para hablar, pero Sithel lo atajó con una mirada. El príncipe apartó la vista, los labios prietos en una fina línea.
Poco tiempo después, una vez que quedaron resueltos detalles más específicos, se llegó a un acuerdo básico. Cada una de las tres naciones debía proporcionar un cuerpo de ejército compuesto por guerreros experimentados, que actuarían como organizadores de la nueva milicia. Se instalarían armerías en puestos militares donde los oficiales residirían. Y, en tiempos de conflicto, todos los colonos aptos para el servicio que vivieran en un radio de treinta kilómetros deberían presentarse en el puesto militar correspondiente para coger las armas y ponerse al mando de los oficiales. Ninguna de las tres naciones tendría autoridad absoluta sobre la milicia.
—¿Y esperáis que unos guerreros profesionales vivan en territorios agrestes guiando a una chusma variopinta de granjeros? —preguntó Sithas, con una irritación apenas disimulada—. ¿Qué los hará mantenerse en sus puestos?
—Tierras —declaró Kith-Kanan mientras se cruzaba de brazos—. Dadles un aliciente para que deseen la paz en la región.
—Dadles lo suficiente para que merezca la pena esforzarse en ello —abundó Dunbarth, captando el fondo de la idea de Kith-Kanan.
—¡Exactamente! Un par de hectáreas para cada sargento, y nueve o diez para cada capitán. Surgirá una nueva clase de sociedad, leal a la tierra y a sus vecinos —predijo Kith-Kanan.
El Orador ordenó a los escribas que redactaran el borrador del decreto. Luego, puesto que faltaba poco para anochecer, levantó la sesión. Todo el mundo se puso de pie mientras Sithel abandonaba la torre, con aspecto cansado pero satisfecho. Teralind, encorvados los hombros, tuvo que apoyarse en el brazo de Ulvissen, quien no parecía sentirse muy feliz con el giro tomado por los acontecimientos. Tampoco Sithas parecía muy contento cuando salió de la sala. Kith-Kanan iba a ir tras su hermano cuando Dunbarth lo llamó.
—Mi príncipe, ¡os felicito por vuestro golpe maestro! —dijo con entusiasmo.
Kith-Kanan vio desaparecer a su gemelo por el acceso privado que conducía a palacio.
—Sí, gracias —contestó distraído.
—Doy gracias a los dioses porque os trajeran de vuelta —continuó el enano mientras entrelazaba las manos sobre su rotundo vientre—. Esto es lo que necesitaba el conflicto: una perspectiva nueva, distinta. —Dunbarth carraspeó.
—Oh, disculpadme, excelencia. Estoy siendo descortés —se excusó Kith-Kanan, volviendo su atención al embajador de Thorbardin.
—No os preocupéis. —Dunbarth echó una ojeada a la salida posterior y comentó—: Vuestro hermano es orgulloso, y todavía no ha aprendido que la flexibilidad puede ser beneficiosa. Vuestro padre es inteligente; él lo entiende.
—Supongo que sí —repuso con incertidumbre Kith-Kanan, que tenía el entrecejo fruncido en un gesto pensativo.
Los guardias abrieron las enormes puertas dobles de la torre. Al otro lado del umbral, los rojos rayos del sol poniente pintaban el mundo con un tono escarlata. Sólo la reducida escolta de Dunbarth —dos escribas y su secretario, Drollo, seguía en la sala, aguardando pacientemente a su señor. A Dunbarth le brillaban los ojos mientras se ponía el sombrero.
—Noble príncipe, ¿querríais cenar conmigo? Siento la imperiosa necesidad de visitar un mesón de vuestra ciudad esta noche… Con ello no quiero decir que se cena mal en palacio. ¡Todo lo contrario! Pero me apetece mucho una comida sencilla, normal.
—Conozco un sitio, junto al río. —Kith-Kanan sonrió—. Barbo frito, rollitos de col, pudín de manteca…
—¿Y cerveza? —preguntó, esperanzado, el enano. Los elfos no bebían cerveza, por tanto el embajador no la había probado desde su llegada a Silvanost.
—Creo que el mesonero podría sacar un poco de algún sitio —le aseguró Kith-Kanan.
El príncipe elfo y el embajador enano cruzaron las grandes puertas y salieron al rojizo crepúsculo.
Después de abandonar la Torre de las Estrellas, Sithas paseó por las calles iluminadas por la luz de las estrellas. Quería estar solo para pensar. La rabia impulsaba sus pasos, y la fuerza de la costumbre lo condujo hacia el templo de Matheri, donde había pasado una gran parte de su vida. La bóveda de cristal del santuario del dios se alzaba por encima de los árboles esculpidos, como una luna saliente, emitiendo un fulgor dorado procedente de su interior. Sithas remontó los peldaños de dos en dos; en la puerta, metió las manos en el cuenco instalado sobre un trípode, lleno de pétalos de rosa, y esparció un puñado por el suelo, delante de él.
—Sabio Matheri, permíteme la entrada para que pueda postrarme ante ti y orar —musitó precipitadamente, en un tono apenas audible. Las puertas de madera se abrieron en silencio, sin la mediación de mano alguna, y Sithas entró.
En el centro del suelo, justamente debajo de la gran bóveda, ardía la lámpara votiva de Matheri. La llama, silenciosa y sin humo, proyectaba sombras angulosas alrededor del recinto circular. A lo largo del borde exterior del templo estaban las capillas de meditación de los monjes. Sithas las conocía bien. Aquí había vivido treinta años de su vida.
Se dirigió hacia su antiguo cubículo; estaba vacío, así que entró en él. Se sentó con las piernas cruzadas en el duro suelo e intentó meditar, hallar la razón de su resentimiento por el éxito de Kith-Kanan. Como los clérigos le habían enseñado, imaginó un diálogo consigo mismo.
—Estás irritado, ¿por qué? —preguntó en voz alta.
En su mente, formó una respuesta:
«La propuesta de Kith es peligrosa para el país».
—¿Lo es? ¿Por qué?
«Permite a los humanos quedarse en una tierra que nos pertenece por derecho».
—Llevan allí años. ¿Su presencia es intrínsecamente perjudicial?
«Las tierras pertenecen a la nación élfica. A nadie más».
—Una actitud inflexible. ¿Es ésa la razón por la que estas furioso?
Sithas hizo una pausa para recapacitar. Cerró los ojos y examinó atentamente el hervidero de sentimientos que llenaban su corazón.
«No. He trabajado junto a padre durante semanas, discutiendo, planeando, pensando y volviendo a pensar, y, aun así, no se logró nada. Debió habérseme ocurrido lo de la milicia. He fracasado».
—Estas celoso de Kith-Kanan.
«No tengo razón para estarlo. Soy el heredero del Orador. Y, sin embargo, hace un rato deseé no haberlo llamado para que regresara».
—¿Por qué lo hiciste?
«Es mi hermano. Lo echaba de menos. Pensé que padre podía morir…».
Antes de que tuviera tiempo de profundizar más en sus sentimientos, la puerta tallada de palo de rosa de la celda se abrió. Sithas alzó la vista, dispuesto a lanzar invectivas contra quienquiera que fuera el que lo había interrumpido. Era Hermathya.
—¿Qué haces aquí? —inquirió con aspereza.
Ella entró en el pequeño cuarto. Iba cubierta de la cabeza a los pies con una capa negra como la noche; se retiró la capucha. El tenue fulgor de unos diamantes brillaba en sus orejas.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo en voz baja—. Siempre vienes cuando estás alterado.
Sithas notó que su rostro asumía una máscara de firmeza, ocultando sus dolorosas emociones.
—No estoy alterado —repuso fríamente.
—Tonterías. Te oí disparatando contigo mismo tan pronto como entré en el templo.
Sithas se puso de pie y se limpió el polvo de las rodillas.
—¿Qué es lo que quieres? —instó de nuevo.
—Me enteré de lo ocurrido en la torre hoy. No parece muy favorable para ti, ¿verdad? Todas estas semanas de negociaciones en vano, y viene Kith y lo soluciona todo en un día.
La mujer sólo estaba repitiendo lo que su corazón resentido había estado diciendo. Sithas avanzó hasta estar a escasos centímetros de su esposa. Podía oler el agua de rosas en la que se había bañado.
—¿Estás intentado provocarme? —preguntó mientras la miraba fijamente a los ojos.
—Sí. —El elfo sintió el aliento de la mujer en su cara cuando añadió—: ¡Estoy intentando provocarte para que actúes como un príncipe y no como un monje de familia noble!
—Sigues siendo tan discreta como siempre, señora. —Se apartó de ella—. Déjame a solas para que recupere la serenidad y la compostura. Tu consejo no es necesario ni oportuno.
Hermathya no se movió ni hizo intención de marcharse.
—Me necesitas —insistió—. Siempre me has necesitado, pero eres demasiado testarudo para darte cuenta.
Sithas agitó la mano sobre la única vela que ardía en el cubículo y la oscuridad, salvo por un rayo de luz aislado que se colaba alrededor de la puerta cerrada, se adueñó del cuarto. Podía ver la aureola de calor que perfilaba el cuerpo de Hermathya, de espaldas a la puerta, y ella podía oír su respiración alterada.
—Cuando era un niño, me enviaron a este templo para que aprendiera a ser paciente y sabio. Los tres primeros días que pasé aquí, lloré todo el tiempo porque me habían separado de Kith. Podía vivir sin mi madre y sin mi padre, pero apartarme de Kith… Me sentí como si me hubiesen rajado de arriba abajo y me hubiesen arrancado parte de mí.
Hermathya no dijo nada. Los diamantes que le adornaban las orejas brillaban como estrellas en la exigua luz.
—Después, pasados unos años, se me permitió ir de visita a casa unos pocos días cada mes. Kith siempre estaba haciendo algo interesante: aprender a montar, practicar la esgrima, disparar el arco. Siempre era mejor que yo —dijo Sithas, en cuya voz se advertía un deje de resignación.
—Tienes algo que él no tiene —manifestó Hermathya con dulzura en tanto su mano buscaba la de él en la oscuridad.
—¿Qué?
—A mí.
Sithas soltó una risa breve, sarcástica.
—¡Intuyo que podría tenerte si quisiera!
Hermathya retiró su mano de la de él con brusquedad y abofeteó a Sithas. El golpe le enrojeció la mejilla. Olvidando su adiestramiento, el príncipe agarró a su esposa con rudeza y tiró de ella hasta que sus rostros casi se rozaron. A pesar de la penumbra del cubículo, podía ver sus pálidas facciones claramente, y ella las suyas.
—¡Soy tu esposa! —exclamó con desesperación.
—¿Sigues amando a Kith-Kanan? —A despecho de la frialdad de su matrimonio, Sithas se preparó temiendo la respuesta.
—No —susurró ferozmente—. Lo odio. Odio todo lo que te exaspera.
—Tu preocupación por mí es conmovedora. Y toda una novedad —declaró escéptico.
—Admito que pensé que quizás aún lo amaba —musitó—, pero, desde que lo vi, supe que no era así. —Se estremeció de pies a cabeza, y añadió con apasionamiento—: Eres mi esposo. ¡Ojalá Kith-Kanan se marchara otra vez, y así no te haría sentir inferior!
—Él nunca ha intentado hacerme sentir inferior —replicó.
—¿Y qué pasará si se gana el favor de tu padre por completo? —esgrimió—. El Orador podría declararlo su heredero si piensa que sería un gobernante mejor que tú.
—¡Padre jamás haría algo así!
Hermathya acercó los labios a su oído, y apretó la mejilla contra la de él; sintió que la presión de sus dedos se aflojaba.
—La milicia debe tener un comandante supremo —se apresuró a decir—. ¿Quién mejor que Kith-Kanan? Tiene la preparación y la experiencia para ello. Con todos esos kilómetros cuadrados para patrullar, podría estar ausente décadas.
Sithas apartó la cara, y Hermathya supo que estaba pensándolo. Una sonrisa leve, triunfal, curvo sus labios.
—Para entonces —musitó—, tendríamos un hijo, y Kith-Kanan nunca se interpondría entre tú y el trono.
El príncipe guardó silencio, pero Hermathya era paciente. En lugar de apremiarlo más, recostó la cabeza en su pecho. El latido de su corazón sonaba con fuerza en su oído. Al cabo de un rato Sithas alzó lentamente la mano y acarició su rojizo cabello.