23
Noche de reencuentros
Recién bañados, vestidos y comidos, Kith-Kanan y Mackeli siguieron a Sithas a la Sala de Balif. Allí, el Orador, lady Nirakina y lady Hermathya tomaban una cena tardía, en la intimidad.
—Esperad aquí —dijo Sithas, deteniendo a su gemelo y a Mackeli justo ante las puertas de la sala—. Dame un poco de tiempo para que los prepare, Kith.
Mackeli centraba casi toda su atención en el entorno; desde que entró en palacio, había tocado las paredes y el suelo de piedra, examinado los accesorios de bronce y hierro, y mirado con ojos desorbitados a los cortesanos y sirvientes con los que se habían cruzado. Iba vestido con uno de los antiguos atuendos de Kith-Kanan; las mangas le estaban cortas, y, a pesar de llevar peinado lo mejor posible el desaliñado cabello, parecía un espantapájaros bien vestido.
Los criados que reconocieron a Kith-Kanan se quedaron boquiabiertos por la sorpresa. El príncipe les sonrió, pero los reprendió en voz baja ordenándoles que se ocuparan de sus asuntos mientras él se acercaba a las puertas y escuchaba. Oír la voz de su padre, a pesar de llegarle tan imprecisa, le puso un nudo en la garganta. Kith-Kanan se asomó por la puerta entreabierta; Sithas alzó la mano en su dirección. Recto como una flecha, avanzó con orgullo por la ahora silenciosa sala. Sonó un respingo, y una cuchara de plata tintineó en el suelo de mármol; Hermathya se agachó para recuperar el cubierto que había dejado caer.
Sithas paró a Mackeli para que Kith-Kanan se aproximara solo a la mesa. El díscolo príncipe de los silvanestis se encontró frente a sus padres y su antigua amante.
Nirakina empezó a levantarse, pero Sithel le ordenó con tono tajante que se sentara. La dama obedeció; las lágrimas brillaban en sus mejillas. Kith-Kanan hizo una profunda reverencia.
—Gran Orador —empezó, y luego—: Padre, gracias por permitir a Sithas que me llamara de vuelta. —Las dos mujeres giraron bruscamente la cabeza hacia Sithas y lo miraron sorprendidas, pues no estaban enteradas de la clemencia otorgada por el Orador.
—He estado enfadado contigo mucho tiempo —repuso Sithel severamente—. Ningún miembro de la Casa Real nos había avergonzado tanto como tú lo hiciste. ¿Qué tienes que decir al respecto?
Kith-Kanan se agachó sobre una rodilla.
—Soy el necio más grande que jamás haya existido —manifestó con la vista clavada en el suelo—. Sé que os deshonré a vosotros y a mí mismo. He hecho las paces conmigo mismo y con los dioses, y ahora deseo hacer otro tanto con mi familia.
Sithel retiró su silla y se puso de pie; su blanco cabello brillaba dorado con la luz de las velas. Había recuperado algo del peso perdido durante su enfermedad, y el antiguo fuego de sus ojos había reaparecido. Rodeó la mesa con pasos firmes, pausados, y fue hacia donde su hijo permanecía arrodillado.
—Levántate —dijo, todavía con el tono autoritario de Orador.
Mientras Kith-Kanan obedecía, su expresión severa se dulcificó.
—Hijo —musitó, cuando estuvieron frente a frente.
Se aferraron por los antebrazos, al estilo militar; pero esto no era suficiente para Kith-Kanan, y el príncipe abrazó a su padre con fervor, un fervor correspondido por Sithel. Por encima del hombro de su padre, Kith-Kanan atisbó a su madre; aún lloraba, pero ahora las lágrimas se mezclaban con una sonrisa radiante.
Hermathya intentaba mantener una actitud circunspecta, pero la palidez de su semblante y el temblor de sus dedos la delataban. Puso las manos en el regazo y apartó la vista, mirando hacia la pared, al techo, a cualquier parte, menos a Kith-Kanan.
Sithel retiró al príncipe unos palmos y examinó sus bronceados rasgos.
—No puedo renegar de ti —manifestó con la voz quebrada por la emoción—. Eres mi hijo, ¡y me alegro de tenerte aquí de nuevo!
Nirakina se acercó y lo besó; Kith-Kanan le limpió las lágrimas y la dejó que lo condujera de vuelta a sus asientos. Llegaron junto a Hermathya, que seguía sentada.
—Tienes buen aspecto, señora —dijo, azorado por la situación embarazosa.
Ella alzó la vista hacia él y parpadeó con nerviosismo.
—Estoy bien —contestó vacilante—. Te agradezco que lo hayas notado.
Viendo que Kith-Kanan no sabía qué decir a continuación, Sithas se adelantó para intervenir. Dio un suave empujón a Mackeli y lo presentó. Sithel y Nirakina encontraron los rústicos modales del muchacho encantadores y graciosos por igual.
Ahora que la noticia se había difundido, los sirvientes dejaron sus quehaceres, y algunos abandonaron sus lechos, y entraron a montones en la sala para presentar sus respetos al príncipe. Kith-Kanan había sido siempre muy popular entre los miembros de la Casa de la Servidumbre por su talante alegre y su buen corazón.
—¡Callaos todos! ¡Silencio! —gritó Sithel, y la multitud enmudeció. El Orador pidió que trajeran un ánfora de fino néctar y hubo una pausa mientras se repartían las copas del dulce brebaje entre los reunidos. Cuando todos estuvieron servidos, el Orador levantó su copa y brindó por el hijo que acababa de recuperar.
—Por el príncipe Kith-Kanan —exclamó—. ¡Bienvenido a casa!
—¡Por Kith-Kanan! —respondieron los reunidos. Todos bebieron.
Es decir, todos menos una persona. Hermathya apretó la copa entre sus dedos hasta que los nudillos se le pusieron tan blancos como su semblante.
Por fin los sirvientes se marcharon, pero la familia permaneció junta en la sala, rodeando a Kith-Kanan y hablando durante horas, contándole lo que había ocurrido durante su ausencia. Él, por su parte, les relató sus aventuras en las tierras agrestes.
—Y aquí me tenéis ahora, viudo —dijo Kith-Kanan embargado por la pena, con la mirada prendida en los posos del néctar de su copa—. El bosque, al que tanto tiempo había servido, reclamó a Alaya.
—¿Era de noble cuna la tal Alaya? —preguntó delicadamente Nirakina.
—Su nacimiento era un misterio, incluso para ella misma. Sospecho que le fue robada a su familia por la guardiana que la precedió, igual que ella tomó a Mackeli de sus padres.
—No lamento que lo hiciera —manifestó Mackeli con lealtad—. Alaya fue muy buena conmigo.
Kith-Kanan dejó que su familia diese por sentado que Alaya era silvanesti, como Mackeli. Tampoco les reveló lo de su hijo no nacido. La pérdida era demasiado reciente, y quería guardar ciertos recuerdos para sí mismo. Sithas rompió el breve silencio en el que se había sumido la familia haciendo un comentario sobre el semihumano, Voltorno.
—Encaja con lo que ya sospechábamos —aventuró—. El emperador de Ergoth está detrás del terror desatado en nuestras provincias occidentales. No sólo codicia nuestras tierras, sino también nuestra madera.
Era de todos conocido el hecho de que Ergoth tenía una flota numerosa y necesitaba madera para sus barcos. En su país los árboles eran relativamente escasos; además, a diferencia de los elfos, los humanos tendían a construir sus casas con madera.
—De todas formas —apuntó el Orador—, los emisarios llevan aquí casi cinco semanas y no se ha obtenido ningún resultado. Estuve enfermo unos cuantos días, pero desde mi recuperación no hemos hecho progreso alguno.
—Estaré encantado de hablar con los embajadores de las cosas que vi y oí en los bosques —se ofreció Kith-Kanan—. Hombres de Ergoth han estado desembarcando en nuestra costa meridional para expoliar la floresta. Y, de haber podido, se habrían llevado a Mackeli a Daltigoth como esclavo. Eso es un hecho.
—Probablemente sea lo que han hecho con los otros cautivos —dijo Sithas sombrío—. Con las esposas y los hijos de los colonos silvanestis.
Kith-Kanan les contó lo del pueblo saqueado que él y Mackeli habían visto en su viaje a Silvanost. Sithel se preocupó al oír que un asentamiento tan cercano a la capital había sido atacado.
—Vendrás a la torre mañana —decidió el Orador—. ¡Quiero que los ergothianos sepan lo que has visto! —Se levantó—. Es muy tarde, y la sesión empieza temprano, así que será mejor que vayamos a descansar.
De hecho, Mackeli estaba roncando. También Hermathya dormitaba en su silla, hecha un ovillo.
Kith-Kanan sacudió al muchacho por el hombro, y Mackeli se despertó.
—Qué sueño tan raro he tenido, Kith. Iba a una ciudad enorme, y la gente vivía dentro de pináculos de piedra…
—No tan raro —repuso Kith-Kanan sonriendo—. Vamos, Keli, te instalarás en el antiguo dormitorio de Sithas. ¿Te parece bien, hermano?
Sithas hizo un gesto de asentimiento. Kith-Kanan besó a su madre en la mejilla y le dio las buenas noches. El rostro de la dama rebosaba alegría y parecía haber rejuvenecido décadas.
—Buenas noches, hijo —respondió con cariño.
Un sirviente, que llevaba un candelabro, vino para acompañar a Mackeli a su cuarto. Sithel y Nirakina abandonaron la sala. Por último, los hermanos llegaron a las puertas y se detuvieron.
—Te dejo con tu esposa —dijo Kith-Kanan mientras señalaba con un gesto a la dormida Hermathya. Muy azorado, añadió—: Siento no haber estado en tu boda, Sith. Espero que los dos seáis felices.
Sithas contempló fijamente la figura dormida de su esposa unos segundos.
—No ha sido un camino de rosas estar casado con ella, Kith.
Kith-Kanan no pudo disimular su sorpresa; preguntó a su hermano en un susurro qué iba mal.
—Bueno, ya sabes lo voluntariosa que es. Aprovecha todas las oportunidades que se le presentan para hacerse notar. Arroja chucherías por la ventanilla de la silla de mano cuando sale a la calle. La gente va tras ella, coreando su nombre. —Los labios de Sithas se apretaron en una fina línea—. ¿Sabes cómo nos llaman los chistosos de la ciudad? «La Sombra y la Flor». Supongo que no necesito aclararte quién es quién, ¿verdad?
—Thya ha sido siempre un torbellino arrollador —comentó Kith-Kanan, reprimiendo una sonrisa sesgada.
—Hay algo más que eso. Creo que… —Sithas se interrumpió al aparecer un sirviente por el corredor con un candelabro, en dirección a las puertas abiertas. El fulgor dorado de las velas flotaba ante él como un amanecer furtivo—. Buenas noches, Kith —se despidió de repente Sithas. Llamó al sirviente y le ordenó que acompañara al príncipe a su cuarto para alumbrarle la oscura escalera.
Kith-Kanan miró a su gemelo con curiosidad.
—Te veré por la mañana —repuso.
Sithas asintió con la cabeza y mantuvo abierta la puerta de la sala. Tan pronto como Kith-Kanan salió al pasillo, Sithas cerró la puerta tras él y se volvió hacia su esposa.
—Es una actitud muy infantil disimular que estás dormida —dijo con voz cortante.
Hermathya se sentó y bostezó.
—Eso es todo un cumplido, viniendo de un maestro del disimulo —replicó.
—Señora, ¿no tienes el menor respeto por nosotros o nuestra posición?
—Oh, sí. De hecho, es lo único que tengo —contestó calmadamente—. Un respeto fatigoso, agobiante y rígido.
El Palacio de Quinari dormía, casi todos sus moradores exhaustos por la agitación causada con el regreso de Kith-Kanan. Sin embargo, en la alegría que partía de la torre central, dos figuras se encontraron en la oscuridad y rompieron el silencio con sus susurros.
—Ha vuelto —dijo una voz femenina.
—Eso he oído decir —repuso un hombre—. No es ningún problema.
—¡Pero el príncipe Kith-Kanan es un factor con el que no habíamos contado! —En su preocupación, la mujer habló más alto de lo que era necesario… o prudente.
—Yo sí lo tuve en cuenta —contestó la voz masculina—. En todo caso, su regreso redundará en nuestro favor.
—¿Cómo?
—Kith-Kanan goza de cierta popularidad entre aquellos que consideran a su hermano frío, inabordable; gentes como, por ejemplo, los componentes de la guardia real. Lo que es más, mi evaluación del príncipe trotamundos me descubre que es una persona mucho más abierta y confiada que su padre o su hermano. Y una persona confiada es siempre más conveniente que otra suspicaz.
—Eres listo. Mi padre estuvo acertado al elegirte. —La voz femenina sonaba de nuevo tranquila y reposada. Se oyó el roce de ropas al ser estrujadas, seguido de un beso—. Ojalá no tuviéramos que encontrarnos a escondidas.
—¿No te parece romántico? —musitó la voz masculina.
—Sí… pero me molesta que tantos te consideren inofensivo.
—Esa es mi mejor arma. ¿Me privarías de ella?
—Oh, no, nunca…
Reinó un breve silencio, que rompió la voz de la mujer:
—¿Cuánto falta para que amanezca?
—Una hora, más o menos.
—Estoy preocupada.
—¿Por qué motivo?
—Todo este asunto se está volviendo muy complicado. A veces, cuando estoy sentada en la Sala de Audiencias, la tensión es tan grande que me entran ganas de gritar.
—Lo sé. —La voz masculina tenía un deje tranquilizador—. Pero nuestra tarea es muy simple. Sólo hemos de actuar con doblez, y hacer que los elfos sigan perdiendo el tiempo hablando. El número de los nuestros aumenta día a día, cariño. Da tiempo al tiempo, y la poderosa nación élfica caerá.
Los pies, enfundados en suave calzado, sólo levantaron un leve susurro sobre el frío suelo de mármol cuando los conspiradores abandonaron la galería en dirección a la escalera. Tenían que regresar a sus aposentos antes de que el palacio despertara. Nadie debía verlos juntos, ni siquiera los miembros de su propia delegación.