22
Primavera, Año del Carnero

Los días parecían vacíos. Cada mañana Kith~Kanan iba a sentarse junto al joven roble. Era esbelto y alto, con sus ramas entrelazadas alzándose hacia el cielo. Aparecieron pimpollos de hojas en él, al igual que ocurrió en todos los árboles del bosque. Pero estos brotes parecían un símbolo, un aviso de que las frondas estaban de nuevo pujantes, gozosamente vivas. Incluso el claro se cuajó de florecillas silvestres y vibrante vegetación. El sendero al estanque se cubrió en un día con hierba nueva y flexibles cardos.

—Nunca ha habido una primavera como ésta —exclamó Mackeli—. ¡Ves crecer las plantas mientras las estás mirando! —Había recobrado el ánimo mucho más deprisa que Kith-Kanan. Mackeli aceptó con facilidad que el cambio operado en Alaya era inevitable, y había intentado sacar a su amigo de su estado de postración.

En este maravilloso día, él y Kith-Kanan estaban sentados en una rama baja del roble. Mackeli tenía las piernas colgando y las balanceaba atrás y adelante mientras masticaba el tallo dulce de una hierba y recorría el claro con la mirada.

—Es como si estuviéramos asediados —añadió. La hierba había crecido a la altura de la cintura en poco más de una semana. La franja de tierra alrededor del roble, pelada de pisarla a diario, se reducía de manera gradual ante el avance de las plantas.

»Tiene que haber buena caza —se entusiasmó Mackeli. Su recién descubierto apetito por la carne era tremendo. Comía el doble que Kith-Kanan y no paraba de crecer. Y, como el grifo había cobrado gran destreza en la cacería, tenían alimento en abundancia.

Con la explosión de crecimiento de árboles y plantas había llegado una avalancha de insectos; no los Furtivos Nocturnos relacionados con Alaya, sino abejas, moscas y mariposas. El aire estaba repleto de ellos. Kith-Kanan y Mackeli tenían que mantener encendida la lumbre en el hogar a todas horas a fin de disuadir a las abejas para que no hicieran una colmena en el tronco hueco.

Puesto que Arcuballis traía a diario un jabalí o un ciervo, los dos elfos apenas tenían nada que hacer. Todavía con la esperanza de hacer olvidar a Kith-Kanan su pesar, Mackeli empezó a preguntar cosas sobre Silvanost otra vez. Hablaron acerca de las gentes, de las ropas, de las costumbres alimenticias, de la rutina del trabajo, etc. Poco a poco, el muchacho consiguió persuadir a Kith-Kanan para que compartiera sus recuerdos. Para su propia sorpresa, el príncipe descubrió que sentía añoranza de su hogar.

—¿Y qué me dices de…? —Mackeli se mordisqueó el labio inferior—. ¿Hay chicas?

—Sí, hay chicas —repuso Kith-Kanan esbozando una sonrisa.

—¿Cómo son?

—Las jóvenes de Silvanost son renombradas por su gracia y su belleza —afirmó, sin pecar de exagerado—. La mayoría son agradables, gentiles y muy inteligentes, y ha habido algunas, amazonas consumadas, que se dedicaron a las armas. Pero son una minoría. Las hay pelirrojas, rubias, trigueñas, y he visto a algunas con el cabello tan negro como el azabache.

Mackeli dobló las piernas y se sentó sobre los talones.

—¡Me gustaría conocerlas! ¡A todas ellas!

—Estoy seguro de que lo harías, Keli —dijo el príncipe con solemnidad—. Pero no puedo llevarte allí.

Mackeli conocía la historia de la huida de Kith-Kanan de Silvanost.

—Cada vez que Lay se enfadaba conmigo, dejaba pasar unos cuantos días y entonces iba y le decía que lo sentía —sugirió el muchacho—. ¿No podrías decirle a tu padre que lo sientes?

—No es tan sencillo —contestó Kith-Kanan a la defensiva.

—¿Por qué?

El príncipe abrió la boca para responder, pero no pronunció las palabras. Sí, ¿por qué? Seguramente, después del tiempo transcurrido, la cólera de su padre se habría enfriado. Los dioses sabían que su propia ira por haber perdido a Hermathya se había debilitado hasta desaparecer, como si nunca hubiese existido. Ahora mismo, mientras evocaba su nombre, su recuerdo no despertaba emoción alguna en él. Su corazón pertenecería siempre a Alaya. Ahora que ella no estaba, ¿por qué no regresar a casa?

Sin embargo, al final, Kith-Kanan decidió, como siempre, que no podía volver.

—Mi padre es el Orador de las Estrellas. Está obligado por unas tradiciones de las que no puede desentenderse. Si sólo fuera cuestión de que mi padre se hubiese enfadado conmigo, quizá regresaría y le pediría perdón. Pero hay muchos otros a su alrededor que no querrían que volviera.

—Enemigos —dijo Mackeli, asintiendo con gesto de entendido.

—No enemigos personales. Sólo aquellos clérigos y jefes de gremios que tienen intereses creados en conservar las tradiciones inalterables. Mi padre necesita su respaldo, que es la razón por la que unió en matrimonio a Sithas y Hermathya, para empezar. Estoy seguro de que mi vuelta causaría un gran escándalo en la ciudad.

Mackeli estiró de nuevo las piernas y empezó a balancearlas atrás y adelante otra vez.

—Qué complicado —opinó—. Creo que el bosque es mejor.

Incluso con el dolor de la pérdida de Alaya, Kith-Kanan no pudo menos de estar de acuerdo mientras su mirada recorría el soleado claro alfombrado de flores.

La Llamada lo sacudió como un golpe físico.

Era por la tarde, a última hora, cuatro días después de la conversación con Mackeli acerca de Silvanost, y los dos se dedicaban a desollar un alce. Ni Kith-Kanan ni el muchacho se explicaban por qué el grifo había volado más de trescientos kilómetros hasta las montañas Khalkist para cazar un alce, pero era la zona más próxima donde habitaban estos animales. Estaban terminando de desollarlo cuando llegó la Llamada.

Kith-Kanan dejó caer el cuchillo de sílex en la tierra y se incorporó de un brinco, con las manos extendidas como si se hubiese quedado ciego.

—¡Kith! Kith, ¿qué te pasa? —gritó Mackeli.

El príncipe ya no veía el bosque. En cambio, tuvo la vaga impresión de estar mirando paredes, suelo y techo de mármol blanco. Era como si lo hubiesen sacado de su cuerpo y lo hubiesen trasladado a Silvanost. Alzó una mano ante sí y, en lugar de ver la túnica de cuero y su encallecida palma, vio una mano suave y una túnica de seda blanca. El anillo que adornaba su dedo lo reconoció como el de Sithas.

Una avalancha de sensaciones irrumpió en su mente: tristeza, preocupación, soledad. Sithas clamaba su nombre. Había problemas en la ciudad. Discusiones y enfrentamientos. Humanos en la corte. Kith-Kanan se tambaleó ante el ímpetu de las emociones.

—¡Sithas! —gritó. Al hablar, la Llamada cesó bruscamente.

Mackeli lo sacudía por la túnica. Kith-Kanan retiró las manos del muchacho y lo apartó de un empellón.

—¿Qué ocurre? —preguntó, asustado, Mackeli.

—Mi hermano. Era mi hermano, allí, en Silvanost…

—¿Lo viste? ¿Te habló?

—No con palabras. El país está en peligro… —Kith-Kanan se llevó las manos a la cara; el corazón le latía desbocado—. Tengo que regresar. Debo volver a Silvanost.

Giró sobre sus talones y fue hacia el árbol hueco.

—¡Espera! ¿Tienes que partir ahora?

—He de marcharme. Tengo que marcharme ahora mismo —insistió Kith-Kanan con actitud tensa.

—¡Entonces, llévame contigo!

Kith-Kanan se asomó por la puerta.

—¿Qué has dicho?

—Que me lleves contigo —repitió Mackeli con tono esperanzado—. Seré tu sirviente. Haré cualquier cosa. Limpiarte las botas, preparar tu comida…, cualquier cosa. No quiero quedarme solo aquí, Kith. ¡Deseo ver la ciudad de mi gente!

Kith-Kanan se acercó a donde el muchacho seguía de pie con su cuchillo de desollar aferrado todavía entre los dedos.

Despejada ya la mente del aturdimiento provocado por el tropel de sensaciones, el príncipe comprendió que se alegraba de que Mackeli quisiera acompañarlo. Estaba más unido al muchacho de lo que nunca lo había estado con nadie, salvo Alaya… y Sithas. Si iba a volver para enfrentarse a quién sabe qué en Silvanost, no quería perder esa amistad y apoyo ahora. Dio unas palmadas al muchacho en el hombro.

—Vendrás conmigo, pero no como mi sirviente —declaró—. Puedes ser mi escudero y entrenarte para convertirte en guerrero. ¿Qué te parece esa idea?

Mackeli estaba demasiado conmovido para hablar. Abrazó al príncipe con todas sus fuerzas.

—¿Cuándo partiremos? —quiso saber el muchacho.

Kith-Kanan sentía el poderoso tirón de la Llamada: ahora, ahora, ahora. Recorría su cuerpo como un segundo latido del corazón. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para resistirse al apremiante impulso. La hora era muy avanzada y había que hacer preparativos antes de partir.

—Mañana temprano —decidió.

El día llegó como un cascarón de huevo al romperse. Primero todo era un manto nocturno homogéneo, ininterrumpido; entonces, un minúsculo resquicio de sol apareció por el este. Fue suficiente para despertar al impaciente Mackeli, que se echó un poco de agua a la cara y anunció que estaba listo para partir.

—¿No hay nada que quieras llevarte? —se asombró Kith-Kanan.

Mackeli recorrió con la mirada el interior del árbol. Las herramientas de pedernal, los recipientes hechos con calabazas, los cestos embadurnados con arcilla; no merecía la pena llevarse ninguna de estas cosas, dijo. Con todo, necesitaban comida y agua; en consecuencia, llenaron un par de cestos de mimbre con carne, frutos secos, bayas y agua, equilibrando el peso a fin de que Arcuballis pudiera transportarlo todo. El grifo era el único que seguía dormido profundamente. Cuando Kith-Kanan lanzó un silbido entre los dientes, Arcuballis levantó su aguileña cabeza, que tenía metida bajo una de las alas, y se incorporó sobre sus dispares patas. El príncipe dio agua a la bestia mientras Mackeli ataba los cestos de provisiones en la parte trasera de la silla de montar.

Una sensación de urgencia los acuciaba a todos. Mackeli charlaba sin parar sobre las cosas que quería hacer y ver. Se limpió los restos de pintura que tenía en la cara, manifestando que no quería que los habitantes de la ciudad creyeran que era un salvaje. Kith-Kanan comprobó los ajustes del arnés debajo del cuello y el pecho del grifo, y Mackeli se subió a la albarda. Sin embargo, en el último momento, Kith-Kanan vaciló.

—¿Qué pasa? —preguntó el muchacho.

—Hay algo que debo hacer. —Atravesó el claro abarrotado de flores, en dirección al esbelto roble que había sido Alaya. Se detuvo a dos metros del árbol y alzó la vista a las ramas tendidas hacia el cielo. Todavía le costaba aceptar que la mujer que había amado se encontraba aquí, fuera de la forma que fuera—. Parte de mi corazón se queda aquí contigo, amor mío. He de regresar ahora; espero que lo entiendas. —Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras sacaba su daga y susurraba—: Perdóname.

Con un movimiento rápido, cortó un vástago verde de diez centímetros de largo, cargado de frescos brotes. Luego hizo una pequeña raja en la piel de venado de su túnica, justo encima de su corazón, y metió en ella el vástago.

Alzó los ojos hacia el joven árbol, y después recorrió con la mirada el claro donde habían sido tan felices.

—Te, amo, Alaya —musitó—. Hasta siempre.

Giró sobre sus talones y camino deprisa a donde esperaba el grifo. Subió a la espalda de Arcuballis y se acomodó en la silla. Lanzó un silbido, al tiempo que tocaba los flancos del animal con los talones, instándolo a partir. A medida que el grifo cruzaba el claro a saltos, arrancando las nuevas plantas con sus fuertes patas, un torrente de pétalos y polen se levantó en el aire. Por fin el animal extendió las alas y, con un salto impresionante, remontó el vuelo. Mackeli gritó entusiasmado.

Sobrevolaron el claro en círculos, ganando altura en cada giro. Kith-Kanan miró abajo unos pocos segundos y después levantó la cabeza y observó las nubes; tiró de las riendas, dirigiendo al grifo en dirección nordeste. Se pusieron en trayectoria horizontal al alcanzar los trescientos metros de altitud; el aire era cálido y un viento constante sustentaba a Arcuballis permitiéndole planear largos trechos sin apenas tener que batir las alas. Mackeli se echó hacia adelante.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —gritó al oído de Kith-Kanan.

—Un día, tal vez dos.

Volaban por encima de un mundo reverdecido. La vida parecía brotar pujante del suelo mientras pasaban sobre ella. Las capas bajas del aire estaban llenas de aves, desde las pequeñas golondrinas hasta enormes bandadas de gansos salvajes. Lejos, allá abajo, el bosque empezó a clarear, y poco después dio paso a la planicie. Cuando el sol llegaba a su cenit, Kith-Kanan y Mackeli divisaron las primeras señales de civilización desde que habían salido de las agrestes zonas boscosas. Bajo ellos había un pueblo construido en círculo, con un muro de tepe rodeándolo para su protección. Una cortina de humo flotaba sobre el poblado.

—¿Es eso una ciudad? —preguntó, excitado, Mackeli.

—No, es sólo una aldea. Parece que ha sido atacada. —La preocupación y un leve temor hicieron que el corazón de Kith-Kanan latiera más deprisa. El príncipe tiró de las riendas, y Arcuballis viró al tiempo que hacía un suave picado; volaron a través del humo. Tosiendo, el príncipe elfo condujo al grifo en un giro lento alrededor del pueblo saqueado. No se movía nada. Podía ver los cuerpos de los caídos tirados sobre el muro y entre las chozas.

—Es terrible —dijo Kith-Kanan ceñudo—. Voy a aterrizar y a echar un vistazo. Manténte alerta, Keli.

Arcuballis aterrizó suavemente al otro lado del muro, cerca de una de las brechas abiertas en él. Kith-Kanan y Mackeli desmontaron; el muchacho sostenía una ballesta, arrebatada a la banda de Voltorno, y Kith-Kanan tenía su arco combinado; la vaina de la espada pendía vacía a su costado.

—¿Ves lo que hicieron? —señaló el príncipe a la brecha abierta en el muro de tepe—. Los atacantes utilizaron ganchos para derribar la muralla.

Pasaron por encima de los escombros de tepe seco y entraron en el pueblo. El silencio era espeluznante. El humo giraba y se arremolinaba con las ráfagas de viento cambiantes. Donde antaño la gente había charlado, discutido y reído, ahora sólo había calles desiertas. Piezas de loza rotas y telas desgarradas aparecían esparcidas aquí y allí.

Kith-Kanan dio la vuelta al primer cadáver que encontraron: un kalanesti, aniquilado de una cuchillada. El príncipe comprendió que el elfo no llevaba muerto mucho tiempo; un día o dos a lo sumo. Soltó el cuerpo, que quedó tendido boca abajo de nuevo, y sacudió la cabeza. Horrible. Durante la Llamada había sentido a través de Sithas que el país tenía problemas, pero ¿esto? Esto era asesinato y rapiña.

En su recorrido por el silencioso pueblo, todos los muertos que encontraron eran varones kalanestis o silvanestis. Ninguna mujer, ningún niño. Todos los animales de granja habían desaparecido, al igual que cualquier otra cosa de valor.

—¿Quién ha podido hacer algo así? —preguntó Mackeli con actitud solemne.

—No lo sé. Quienes quiera que fueran, no querían que se conociera su identidad. ¿Has notado que se llevaron sus muertos?

—¿Cómo lo sabes?

—Estas gentes han muerto luchando —dijo Kith-Kanan, señalando los cuerpos esparcidos de los aldeanos—. Lo que significa que debieron llevarse por delante a unos cuantos adversarios.

En el extremo occidental del pueblo encontraron multitud de huellas: de caballos, ganado y personas. Los asaltantes habían capturado elfos y animales y los habían conducido hacia la extensa planicie. Mackeli preguntó qué había en aquella dirección.

—La ciudad de Xak Tsaroth. Seguramente los asaltantes intentarán vender su botín en los mercados de esa urbe —repuso Kith-Kanan con gesto ceñudo. Contempló fijamente el llano horizonte, como si pudiese atisbar alguna señal de los malhechores que habían cometido tamaña atrocidad—. Más allá de Xak Tsaroth está la tierra de los kalanestis. Es boscosa, muy parecida a las frondas salvajes de donde venimos.

—¿Gobierna tu padre todo este territorio? —inquirió, curioso, Mackeli.

—Lo gobierna oficialmente, pero aquí quien manda de verdad es la mano que blande la espada. —El príncipe dio una patada a la seca tierra de la planicie, y una nube de polvo se alzó en el aire—. Vamos, Keli. Marchémonos.

Volvieron hacia donde estaba el grifo, siguiendo la curva exterior de la muralla del pueblo. Mackeli caminaba arrastrando los pies, con la cabeza gacha. Kith-Kanan quiso saber qué lo preocupaba.

—Este mundo fuera del bosque es un lugar tenebroso —dijo el muchacho—. Estas personas murieron porque alguien quiso robarles.

—Nunca te dije que en el mundo exterior todo eran ciudades de mármol y chicas bonitas —replicó Kith-Kanan mientras echaba el brazo sobre los hombros del joven—. Pero no te desanimes demasiado. Esta clase de cosas no pasan todos los días. Cuando le hable de ello a mi padre, pondrá fin a estos desmanes.

—¿Qué puede hacer él? Vive en una ciudad que está muy lejos de aquí.

—No subestimes el poder del Orador de las Estrellas.

Al anochecer del segundo día divisaron los blancos pináculos de las torres de la ciudad. Arcuballis percibió que el final del viaje estaba próximo; sin necesidad de que Kith-Kanan lo azuzara, el animal aceleró el batir de sus alas. El suelo pasaba raudo bajo ellos. A no mucho tardar, el ancho cauce del Thon-Thalas, que reflejaba el profundo azul oscuro del cielo vespertino, apareció en el horizonte, se aproximó veloz, y después pasó rápidamente bajo las patas plegadas del grifo.

—¡Hola! ¡Los de ahí abajo, hola! —gritó Mackeli a los barqueros y pescadores del río. Kith-Kanan le chistó para que se callara.

—Puede que no se acoja mi vuelta con la más cálida de las bienvenidas —advirtió—. No es necesario anunciar nuestra llegada, ¿vale?

El muchacho guardó silencio de mala gana. Kith-Kanan, por su parte, experimentaba una gran duda y no poco nerviosismo. ¿Cómo lo recibirían? ¿Podría su padre perdonar su ultraje? De una cosa sí estaba seguro: ya no era el mismo elfo que cuando se había marchado de aquí. Le habían ocurrido muchas cosas, y se encontró deseando que llegara el momento de compartirlo con su gemelo.

Kith-Kanan reparó en las obras que estaban iniciándose en la orilla occidental. A juzgar por el trazado, parecía que se estuviera construyendo una villa junto al río, al otro lado de los muelles y embarcaderos de Silvanost. Entonces, a medida que se acercaban a la ciudad desde el sur, vio que una gran parte del mercado no era más que un montón de ruinas ennegrecidas. Esto lo alarmó, pues, si la ciudad había sido atacada, cabía la posibilidad de que no fueran su padre y su gemelo quienes lo estuviesen esperando cuando aterrizara. La inquietud del príncipe se calmó en parte cuando vio que el aspecto del resto de la ciudad era normal.

Por su parte, Mackeli se inclinaba hacia un lado, contemplando con franco asombro las maravillas de allí abajo. La ciudad relucía con la luz del sol. Edificios de mármol, verdes jardines y centelleantes estanques colmaban sus ojos. Un millar de torres, cada una de ellas una maravilla para el muchacho criado en el bosque, se alzaban sobre las copas de los árboles, artísticamente modeladas; y, sobrepasándolas a todas, estaba la Torre de las Estrellas. Kith-Kanan giró alrededor del gran pináculo y recordó con una punzada de dolor la última vez que había hecho esto mismo. El número de días transcurridos era pequeño comparado con la duración de la vida de un elfo, pero lo que representaba ese intervalo hacía que parecieran mil años.

Mackeli se aferró fuertemente a la cintura del príncipe a medida que el ángulo de descenso se hizo más pronunciado. Una figura solitaria, vestida de blanco, se encontraba de pie junto a la hilera de antorchas.

El grifo levantó la cabeza y agitó rápidamente las alas. La velocidad de vuelo disminuyó, y las garras traseras del animal tocaron en el tejado. Cuando las patas posteriores estuvieron bien afianzadas, Arcuballis plegó las alas.

La figura de blanco, situada a una docena de metros de distancia, cogió una antorcha del hachero y caminó hacia el grifo. Mackeli contuvo el aliento.

—Hermano —dijo, simplemente, Kith-Kanan al desmontar.

Sithas levantó la antorcha.

—Sabía que vendrías. He esperado aquí todas las noches desde que te llamé —manifestó su gemelo con cálido afecto.

—¡Me alegro de verte! —Los hermanos se abrazaron. Mackeli pasó la pierna sobre el lomo de Arcuballis y bajó del grifo. Sithas y Kith-Kanan se apartaron un poco y se palmearon los hombros.

—¡Pareces un bandido harapiento! —exclamó Sithas—. ¿De dónde has sacado esa ropa?

—Es una historia muy larga —contestó Kith-Kanan con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja; la expresión de Sithas era un reflejo de la suya—. Y tú, ¿cuándo dejaste de ser un clérigo para convertirte en un príncipe? —exclamó mientras palmeaba la espalda de su hermano.

Sithas seguía sonriendo.

—Bueno, han ocurrido muchas cosas desde que te marchaste. Yo… —Se interrumpió al ver aparecer a Mackeli detrás de Kith-Kanan.

—Este es mi buen amigo y compañero, Mackeli —explicó Kith-Kanan—. Keli, éste es mi hermano, Sithas.

—Hola —dijo el muchacho sin ceremonia alguna.

—No —lo reprendió Kith-Kanan—. Saluda con una reverencia, como te dije.

Mackeli se inclinó torpemente, casi doblándose por la mitad.

—¡Lo siento, Kith! Quería decir, hola, príncipe Sithas —saludó ingenuamente.

Sithas sonrió al muchacho.

—Tienes tiempo de sobra para aprender modales cortesanos —declaró—. Pero, ahora mismo, apostaría a que a los dos os gustaría tomar un baño caliente y algo de cena.

—¡Ah! Con eso, podría morir feliz —repuso Kith-Kanan, al tiempo que se llevaba la mano al corazón.

Riendo, los dos hermanos se encaminaron hacia la escalera, seguidos de cerca por Mackeli. Kith-Kanan se paró de repente.

—¿Y padre? —preguntó aprensivo—. ¿Sabe que me llamaste?

—Sí. Estuvo enfermo varios días, y le pedí permiso para usar la Llamada. Accedió. Un sanador lo atendió y ahora se encuentra bien. También hemos estado manteniendo reuniones con los embajadores de Ergoth y Thorbardin, así que las cosas han estado muy movidas. Iremos a verlo a él y a madre cuando estés presentable.

—¿Embajadores? ¿Por qué están aquí? —se extrañó Kith-Kanan—. ¿Y qué ha pasado en el mercado, Sithas? ¡Parece como si lo hubieran saqueado!

—Después te contaré todo.

Al llegar a la escalera, Kith-Kanan miró atrás. Las estrellas empezaban a brillar en el firmamento progresivamente oscuro. Arcuballis, agotado, se había tumbado para dormir. La mirada de Kith-Kanan fue del cielo estrellado a la cercana mole de la Torre de las Estrellas; sin reparar en lo que hacía, su mano fue hacia el vástago de roble que había cortado del árbol de Alaya y lo sacó. Había cambiado. Lo que antes eran botones, se habían convertido ahora en hojas verdes, perfectas; a pesar de que llevaba cortado tres días, el renuevo continuaba verde y creciendo.

—¿Qué es eso? —inquirió, curioso, Sithas.

Kith-Kanan suspiró hondo y compartió una mirada cómplice con Mackeli.

—Esto es lo mejor de mi historia, hermano. —Con ternura, colocó de nuevo el vástago de roble sobre su corazón.