21
Silvanost, Año del Carnero
Hacía un mes que los embajadores se reunían con el Orador de las Estrellas, pero no se había llegado a nada. A nada, salvo que el Orador había caído enfermo. Su salud se había ido deteriorando en las semanas precedentes, y la tensión de la conferencia acabó de debilitarlo hasta tal punto que, en la mañana del vigésimo noveno día, ni siquiera pudo levantarse de la cama. El que el Orador estuviese enfermo era algo tan inusitado que un cierto temor se apoderó de palacio. Los sirvientes corrían de un lado para otro y conversaban en susurros. Nirakina pidió a Sithas y a Hermathya que acudieran junto al lecho del Orador; su tono era tan grave que Sithas casi esperaba encontrar a su padre al borde de la muerte.
Ahora, al pie de la cama de su padre, el príncipe advirtió que Sithel estaba pálido y decaído; Nirakina se hallaba sentada junto a su esposo enfermo, sosteniendo un paño húmedo sobre su frente. Hermathya se mantuvo apartada, obviamente incómoda en presencia de la enfermedad.
—Deja que llame a un sanador —insistió Nirakina.
—No es preciso —repuso Sithel malhumorado—. Sólo necesito descansar.
—¡Tienes fiebre!
—¡No, no la tengo! Y, aunque así fuera, ¿crees que quiero que se sepa que el Orador de las Estrellas está tan débil que necesita un sanador para recuperarse? ¿Qué conclusión crees que sacaría de ello nuestro pueblo? ¿Y los embajadores extranjeros? —La corta alocución lo había dejado tan agotado que respiraba de manera entrecortada y su semblante estaba tan pálido que resaltaba en contraste con el tono cremoso de las almohadas.
—Ya que mencionas a los embajadores, ¿qué voy a decirles? —preguntó Sithas—. Si no puedes asistir a la conferencia de hoy…
—Di a ese enano taimado y a esa discrepante mujer que se tiren de cabeza al río —rezongó Sithel entre dientes.
—Vamos, vamos, esposo, ésa no es forma de hablar —dijo Nirakina, animosa—. No es una deshonra caer enfermo, ¿sabes? Te pondrías mejor mucho antes si te atendiera un sanador.
—Me curaré yo mismo, gracias.
—Podrías pasarte aquí semanas enteras, con fiebre, de mal humor…
—¡No estoy de mal humor! —gritó Sithel.
Nirakina se levantó del asiento con aire decidido, y dirigió sus preguntas a Sithas:
—¿A quién podríamos traer? ¿Quién es el mejor sanador de Silvanost?
Desde el fondo de la habitación, Hermathya pronunció una sola palabra:
—Miritelisina.
—Imposible —se opuso Sithas apresuradamente, al tiempo que lanzaba una mirada de reproche a su mujer—. Está en prisión, como muy bien sabes, señora.
—Bobadas —replicó su madre—. Si el Orador requiere el mejor sanador, puede ordenarse que se la ponga en libertad. —Ni padre ni hijo hablaron ni dieron señal de aceptar el consejo de Nirakina—. Miritelisina es suma sacerdotisa de Quenesti Pah. No existe nadie en Silvanost que tenga, ni de lejos, su experiencia en las artes curativas. —Apeló a Sithas—. Ha estado en prisión más de seis meses. Sin duda ha sido suficiente castigo para una momentánea actitud imprudente, ¿no?
Sithel sufrió un fuerte golpe de tos que casi lo hizo doblarse en dos.
—Es la antigua fiebre del delta —jadeó, cuando remitió el ataque—. Se sabe que puede reproducirse.
—¿La fiebre del delta? —preguntó Sithas.
—Una secuela de una juventud malgastada —dijo el Orador débilmente. Se sentó en la cama, y Nirakina le dio un vaso de agua fresca para que bebiera un poco—. Solía cazar en los marjales de la desembocadura del Thon-Thalas cuando era joven. Cogí la fiebre del delta.
—Eso fue más de doscientos años antes de que tú nacieras —explicó Nirakina a Sithas con tono tranquilizador—. Ha tenido otros ataques más leves.
—Padre, manda llamar a la sacerdotisa —decidió el príncipe con actitud grave. Sithel arqueó las cejas en un gesto interrogante—. Las negociaciones con los enanos y los humanos deben proseguir, y sólo un Orador fuerte y sano puede ocuparse de que se haga justicia.
—Sithas tiene razón —se mostró de acuerdo Nirakina. Puso su mano en la ardorosa mejilla de su esposo—. Manda llamar a Miritelisina.
El Orador suspiró; sonó el matraqueo seco del aire al salir de su garganta irritada por la fiebre.
—De acuerdo —aceptó con voz queda—. Lo haré.
Más tarde, esa misma mañana, sonó una llamada en la puerta. Nirakina dio permiso para entrar. Tamanier apareció en el vano, con aire abatido.
—Gran Orador, hablé con Miritelisina —dijo apesadumbrado.
—¿Dónde está? —inquirió Sithas ásperamente.
—Se…, se niega a venir, mi príncipe.
—¿Qué? —exclamó Sithas.
—¿Qué? —repitió Nirakina como un eco.
—No vendrá, alteza, ni aceptará el indulto de su sentencia a prisión —anunció Tamanier al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Es que se ha vuelto loca? —demandó el príncipe.
—No, mi señor. Miritelisina cree que su permanencia en la cárcel conseguirá atraer la atención de todos hacia la apurada situación de los refugiados.
A despecho de su debilidad, el Orador empezó a reír suavemente.
—¡Qué carácter! —dijo. La risa amenazaba en convertirse en un ataque de tos, así que se obligó a contenerla.
—Esto es chantaje —manifestó, iracundo, Sithas—. ¡Su intención es imponer sus propias condiciones!
—No importa, hijo. Tamanier, que se deje abierta la puerta de la celda de Miritelisina. Di a los carceleros que no le lleven comida ni agua. Cuando esté hambrienta, se marchará.
—¿Qué harás si no viene? —preguntó Nirakina desconcertada.
—Sobreviviré —repuso él—. Y, ahora, marchaos todos. Quiero descansar.
Tamanier fue a cumplir el encargo. Sithas y Nirakina salieron de la habitación, volviéndose a mirar al Orador repetidamente. Sithas se sorprendió de lo pequeño y débil que parecía su padre en el enorme lecho.
Ya a solas, Sithel se sentó despacio. La cabeza le palpitó dolorosamente, pero al cabo de un momento se le pasó. Puso los pies en el suelo, y el frescor del mármol lo alivió. Se incorporó y fue lentamente hacia la ventana. Toda Silvanost se extendía ante él, allá abajo. ¡Cuánto la amaba! No a la ciudad en sí, que sólo era un conjunto de edificios, sino a sus gentes, al ritmo cotidiano de la vida que hacía de ella un lugar habitable.
El día anterior había remitido un temporal de lluvia, dejando la atmósfera cristalina, fría. En lo alto, el fino encaje de unas nubes se extendía desde el horizonte hasta la mitad del cielo, como unos delicados dedos tendidos para alcanzar la morada de los dioses.
De repente, Sithel se estremeció de la cabeza a los pies. Las nubes blancas y las brillantes torres parecían girar ante él. Se agarró a las cortinas en busca de apoyo, pero la fuerza había abandonado sus manos y éstas se aflojaron inermes sobre la tela. Se le doblaron las rodillas, y se deslizó al suelo. Estaba solo y nadie lo vio caer. Sithel yació inmóvil en el suelo de mármol, caldeado por un rayo de sol.
Sithas recorría las estancias de palacio, buscando a Hermathya. Había visto que no se había quedado con el Orador, temerosa de que le contagiara su enfermedad. Una especie de intuición lo condujo hacia la escalera de la torre, al piso donde estaba su antiguo cuarto de soltero. Para su sorpresa, el príncipe encontró la vela votiva encendida y una rosa roja fresca, símbolo sagrado de Matheri, sobre la mesa contigua a su lecho de soltero. No tenía ni idea de quién la había dejado. Hermathya no tenía razón para venir aquí.
La presencia de la vela encendida y la rosa calmó un tanto su desasosiego. Se arrodilló ante la mesa y empezó a rezar. Terminó sus oraciones pidiendo a Matheri el restablecimiento de su padre y más armonía y comprensión en su relación con Hermathya.
El tiempo pasó; ignoraba cuánto. Una especie de repiqueteo sonó en la pequeña habitación. Sithas hizo caso omiso. El sonido se hizo más intenso. El príncipe levantó la cabeza y miró en derredor para ver qué producía el importuno ruido. Reparó en su espada, que rara vez llevaba puesta, la gemela del arma de Kith-Kanan, colgada en la vaina de una percha en la pared. La espada vibraba dentro de su funda de bronce, y era lo que producía el repiqueteo.
Sithas se incorporó y fue hacia la percha. Contempló, perplejo, cómo el arma se estremecía como un perro tembloroso. Alargó la mano y la cerró sobre la empuñadura con intención de detener las vibraciones. El temblor recorrió el brazo de Sithas, penetró en su cuerpo y le causó un hormigueo en los músculos. Tomó la espada con las dos manos…
Como en un fogonazo, el heredero del Orador recibió una sensación, clara y repentina, de su hermano gemelo. Una gran rabia, una gran angustia, pena, un golpe mortal…
Un fuerte crujido atronó sus oídos, y la espada dejó de vibrar. Algo mareado, Sithas desenvainó el arma. La hoja estaba rota, limpiamente, a unos diez centímetros de la empuñadura.
El miedo se apoderó de él. Miedo por Kith-Kanan. No tenía ni idea de cómo lo sabía, pero, mientras sostenía la espada quebrada, Sithas tuvo la certeza de que Kith se encontraba en un grave peligro, quizás incluso cerca de la muerte. Tenía que decírselo a alguien…, a su padre, a su madre. El príncipe corrió hacia la puerta de oscuro roble de su antiguo cuarto y la abrió de un tirón. Sufrió un sobresalto al encontrarse con una persona parada justo al otro lado, oculta en la sombra proyectada por el macizo saliente de piedra del arco superior del vano.
—¿Quién eres? —demandó Sithas, al tiempo que presentaba el arma partida. Había algo de siniestro en la figura.
—Vuestra espada está rota —dijo el forastero con tono apaciguador—. Tranquilizaos, noble príncipe. No quiero haceros daño.
El extraño adelantó un paso hacia la débil luz que arrojaba la vela, todavía encendida en la mesa. Vestía una túnica gris vulgar y corriente, con la capucha echada sobre la cabeza. El aire a su alrededor vibraba con un halo de poder. Sithas lo percibió, como el calor en la cara cuando se está cerca del fuego.
—¿Quién eres? —repitió el príncipe con gran lentitud.
La figura, extrañamente amenazadora, alzó los dedos, finos y sonrosados, para retirar la capucha. Debajo del tejido gris, su rostro era redondo y agradable. Estaba casi calvo; sólo unos mechones de pelo castaño pardo cubrían los laterales de su cabeza. Tenía las orejas pequeñas y puntiagudas.
—¿Te conozco? —preguntó Sithas. Se tranquilizó un poco, pues el extraño tenía toda la apariencia de un clérigo menesteroso.
—En una cena real, hace algún tiempo, conocisteis a un elfo de largo cabello rubio que se presentó a sí mismo como Kamin Oluvai, segundo clérigo del Fénix Azul. Era yo.
—El extraño elfo parecía complacido con la evidente sorpresa de Sithas.
—¿Eres Kamin Oluvai? No te pareces en nada a él —comentó, perplejo, el príncipe.
—Esta apariencia es un simple disfraz. —Se encogió de hombros—. Aunque, a decir verdad, Kamin Oluvai es otra de mis máscaras. Mi verdadero nombre es Vedvedsica, y estoy al servicio de vuestra alteza. —Hizo una profunda reverencia.
Era un nombre norteño, de los usados por silvanestis en las regiones colindantes con Istar. Dichos elfos tenían fama de estar muy involucrados en la hechicería. Sithas observó a Kamin Oluvai —¿o era Vedvedsica?— con recelo.
—Estoy muy ocupado —dijo el príncipe bruscamente—. ¿Qué quieres?
—He venido respondiendo a una llamada, gran príncipe. Durante algunos años he sido de utilidad a vuestro noble padre, ayudándolo en ciertos asuntos que requerían discreción. El Orador está enfermo, ¿no es verdad?
—Un resfriado propio de la estación —repuso Sithas con aire estirado—. Habla sin rodeos y dime qué quieres, o apártate de mi camino.
—El Orador necesita que un sanador le cure la fiebre del delta. —Sithas no pudo disimular la sorpresa que le causó el que Vedvedsica conociera la naturaleza de la enfermedad que aquejaba a su padre—. He tratado al Orador con anterioridad, logrando que le desapareciera la fiebre. Puedo hacerlo otra vez.
—No eres un clérigo de Quenesti Pah. ¿A quién sirves?
Vedvedsica sonrió y se adentró un poco más en el cuarto. De manera automática, Sithas retrocedió, manteniendo la distancia entre los dos.
—Vuestra alteza es una persona muy culta y educada. Conocéis la injusticia de la ley de Silvanesti que sólo permite el culto de…
—¿A quién sirves? —repitió el príncipe con aspereza.
El elfo de la túnica gris abandonó su actitud reticente.
—Mi señor es Gilean, el Viajero Gris.
Sithas arrojó el extremo de la espada rota sobre la mesa, apaciguada su preocupación. Gilean era un dios de la Neutralidad, no del Mal. Su culto no estaba reconocido oficialmente en Silvanost, pero tampoco estaba explícitamente abolido.
—¿Dices que mi padre te ha consultado? —preguntó escéptico.
—Con frecuencia. —El semblante de Vedvedsica adoptó una expresión astuta, como si el clérigo estuviera al tanto de cosas que ni siquiera el heredero del Orador sabía.
—Si puedes curar a mi padre, ¿por qué te has dirigido a mí? —se extrañó Sithas.
—El Orador es ya mayor, noble príncipe. Hoy está enfermo. Algún día, cuando se haya ido, vos seréis el Orador. Deseo mantener mis relaciones con la Casa Real —explicó, eligiendo las palabras con cuidado.
La cólera tiñó de rojo las mejillas de Sithas. Cogió de nuevo la espada rota y apoyó el filo partido en la garganta del hechicero. ¡Conque sus relaciones con la Casa Real!
Vedvedsica se mantuvo firme, si bien ladeó la redonda cabeza, apartándose de la cuchilla.
—Lo que dices es traición —manifestó Sithas fríamente—. Me insultas a mí y a mi familia. ¡Me encargaré de que te metan en el calabozo más profundo de las mazmorras de palacio cargado de cadenas, clérigo gris!
Los ojos de Vedvedsica, de un color gris claro, se clavaron con intensidad en el enfurecido semblante del príncipe.
—Deseáis tener a vuestro gemelo de nuevo en casa, ¿no es cierto? —preguntó el clérigo con un tono insinuante.
La espada rota continuó apoyada en la garganta de Vedvedsica, pero el hechicero había conseguido despertar el interés de Sithas, que frunció el entrecejo. El clérigo percibió su vacilación.
—Puedo encontrarlo, noble príncipe —afirmó Vedvedsica con firmeza—. Puedo ayudaros.
Sithas recordó las terribles sensaciones que lo habían asaltado al agarrar la vibrante espada. Cuánto dolor y cuánta rabia. Donde quiera que estuviese Kith, pasaba por graves dificultades.
—¿Cómo lo harías? —inquirió el príncipe en un tono de voz tan bajo que apenas fue audible.
—De modo muy simple —contestó el clérigo, que echó una fugaz ojeada a la hoja del arma.
—No quebrantaré la ley. No habrá invocaciones a Gilean —declaró Sithas con severidad.
—Por supuesto que no, alteza. Vos mismo haréis todo cuanto es necesario que se haga.
Sithas le ordenó que se explicara, pero los ojos de Vedvedsica bajaron de nuevo hacia la hoja rota apoyada en su garganta.
—Si sois tan amable, alteza… —El príncipe apartó el arma, y el hechicero tragó saliva de manera sonora. Luego prosiguió—: Todos los que compartimos la sangre de Astarin tenemos la habilidad de llegar a aquellos a quienes amamos, a través de grandes distancias, y llamarlos a nuestro lado…
—Sé de lo que hablas —lo interrumpió Sithas—. Pero la Llamada le ha sido prohibida a Kith-Kanan. No puedo infringir el edicto del Orador.
—Ah, pero el Orador precisa de mis servicios para curar su fiebre —replicó el hechicero con una sonrisa irónica—. Tal vez consiga hacer un trato.
Sithas empezaba a estar harto de la insolencia de este individuo. ¡Hacer tratos con el Orador, nada menos! Sin embargo, si existía la más leve esperanza de conseguir que Kith volviera… y que su padre se pusiera bien…
Vedvedsica guardaba silencio, adivinando que la mejor táctica para conseguir lo que se proponía era dejar que Sithas tomara una decisión motu proprio.
—¿Qué tengo que hacer para llamar a Kith-Kanan de vuelta a casa? —preguntó por fin Sithas.
—Si disponéis de algún objeto que esté estrechamente ligado con vuestro hermano, eso os ayudará a concentraros. Puede ser el punto de enfoque de vuestra mente.
Tras un silencio, largo y tenso, Sithas habló:
—Te llevaré ante mi padre —dijo. Volvió a apoyar la espada rota en la garganta del clérigo—. Pero, si algo de lo que me has dicho resulta ser falso, te entregaré al Tribunal Clerical para que te juzguen por embaucador. ¿Sabes lo que les hacen a los que practican ilícitamente la hechicería? —Vedvedsica hizo un ademan despreocupado, como desestimando el comentario—. Muy bien. Sígueme.
Sithas iba a abrir la puerta cuando Vedvedsica lo cogió del brazo. El príncipe miró enfurecido la mano del clérigo hasta que Vedvedsica se dignó retirarla.
—No puedo recorrer las estancias de palacio a plena vista, noble príncipe —dijo el clérigo misteriosamente—. La discreción es algo necesario para alguien como yo. —Sacó una botellita de debajo de su ceñidor y quitó el corcho. Un olor acre inundó la pequeña habitación—. Si me permitís, utilizaré este ungüento. Al calentarse con la temperatura de la piel, crea una bruma de imprecisión en torno a quien lo lleva. Ninguna persona con la que nos crucemos estará seguro de habernos visto u oído.
Sithas comprendió que no tenía opción. Vedvedsica aplicó el rojizo óleo a sus dedos y trazó un símbolo mágico en la frente de Sithas; a continuación, hizo otro tanto consigo mismo. El ungüento dejó una sensación ardiente en la piel del príncipe. Tuvo un intenso deseo de quitarse el maloliente potingue, pero, al ver que el clérigo de túnica gris no mostraba señal alguna de incomodidad, el príncipe controló el impulso.
—Seguidme —aconsejó Vedvedsica. Al menos, eso es lo que Sithas creyó entenderle. Las palabras llegaron a sus oídos muy lejanas, fluctuantes, como si el clérigo hablara desde el fondo de un pozo.
Subieron la escalera y en el camino se cruzaron con tres criadas. Las formas de las chicas elfas le resultaban imprecisas a Sithas, aunque el fondo de paredes y escalones era sólido y claro. Los ojos de las doncellas pasaron fugaces sobre el príncipe y su compañero, pero no hubo señal de reconocimiento en sus semblantes; siguieron ascendiendo la escalera. La «bruma de imprecisión» estaba funcionando exactamente como el clérigo había dicho.
En el piso penúltimo de la torre se detuvieron ante las puertas de los aposentos privados del Orador. Fuera había sirvientes, aguardando ociosos; hicieron caso omiso del príncipe y el clérigo.
—Qué extraño —musitó Sithas, y las palabras cayeron de sus labios como gotas de agua fría. Su propia voz le sonaba amortiguada—. ¿Por qué no están dentro, con el Orador?
Abrieron la puerta y entraron presurosos.
—¿Padre? —llamó. Sithas cruzó la antecámara, con Vedvedsica pisándole los talones. Tras echar un vistazo en torno a la estancia, descubrió la figura de su padre desplomada en el suelo, junto a la ventana. Gritó pidiendo ayuda.
—No pueden oíros —dijo Vedvedsica, apareciendo en la línea visual del príncipe como una sombra flotante.
Desesperado, el príncipe se arrodilló y levantó a su padre en brazos. ¡Qué ligero parecía el gran elfo que regía la nación élfica! Sithas tumbaba a su padre en el lecho cuando Sithel parpadeó y abrió los ojos. Estaba aturdido.
—¿Kith? ¿Eres tú? —preguntó, con una voz que sonó extraña, distante.
—No, padre, soy Sithas —repuso el príncipe, lleno de angustia.
—Eres un buen chico, Kith… pero un tonto testarudo. ¿Por qué sacaste un arma en la torre? Sabes que es un lugar sagrado.
Sithas se volvió hacia Vedvedsica, que esperaba un poco alejado.
—¡Anula el encantamiento! —demandó furiosamente.
El clérigo inclinó la cabeza y mojó un paño en la palangana; luego limpió con él la frente del príncipe. De inmediato, Sithas notó que la bruma se disipaba de sus sentidos. Instantes después, el clérigo se materializaba, aparentemente de la nada.
Con gestos apresurados, Vedvedsica cogió algunas hierbas secas de la bolsa que llevaba colgada al hombro y las desmenuzó en una copa de peltre que había en la mesita cercana al lecho del Orador. Preocupado, Sithas siguió los movimientos del clérigo. A continuación, Vedvedsica empapó las hojas desmenuzadas en el néctar de color carmesí, agitó la copa para mezclar los ingredientes, y se la tendió al príncipe.
—Que beba esto —dijo con tono seguro—. Le despejará la mente.
Sithas llevó la copa a los labios de su padre. Tan pronto como las primeras gotas pasaron por la garganta de Sithel, el velo febril de sus ojos desapareció. Aferró con fuerza la muñeca de Sithas.
—Hijo, ¿qué es esto? —Su mirada fue más allá del príncipe y vio al hechicero. Al hablar, lo hizo con aspereza—: ¿Qué haces tú aquí? ¡No te he mandado llamar!
—Sí que lo hicisteis, Orador. —Vedvedsica hizo una profunda reverencia—. Vuestra mente febril me llamó pidiendo ayuda hace unas horas, y he venido.
—¿Lo conoces, padre? —preguntó Sithas.
—Demasiado bien. —Sithel se dejó caer en los almohadones, y el príncipe dejó la copa a un lado—. Siento que hayas tenido que conocerlo en semejantes circunstancias, hijo. Debí haberte advertido.
Sithas miró a Vedvedsica con una expresión mezcla de gratitud y desconfianza.
—¿Está curado?
—Todavía, no, mi príncipe. Hay otras pócimas que he de preparar. Sanarán al Orador.
—Entonces, ponte a ello —ordenó Sithas.
—Aún está pendiente el asunto de nuestro trato.
Sithel tosió.
—¿Qué trato has hecho con esta vieja araña? —demandó el Orador.
—Te curará la fiebre si me permites que llame a Kith-Kanan de vuelta a casa —respondió Sithas con sinceridad.
El Orador arqueó las blancas cejas en un gesto sorprendido, y el príncipe apartó los ojos de la intensa mirada de su padre.
—¿Llamar a Kith? —repitió escéptico—. Vedvedsica, tú no eres altruista. ¿Qué beneficio sacarás de todo esto?
El clérigo volvió a hacer una reverencia.
—Sólo pido que el heredero del Orador me pague la suma que crea apropiada.
Sithel sacudió la cabeza, desconcertado.
—No veo por qué habría de interesarte Kith-Kanan, pero no me opongo —dijo con un hondo suspiro. Luego se volvió hacia su heredero—. ¿Qué le pagarás, Sithas?
El príncipe pensó una vez más en la espada rota y en la terrible sensación de sufrimiento que le había llegado de su gemelo.
—Cincuenta piezas de oro —repuso tajante.
Los ojos de Vedvedsica se abrieron como platos.
—Una suma muy generosa, noble príncipe.
Padre e hijo observaron en silencio mientras el clérigo preparaba su pócima curativa. Cuando, por fin, la tuvo hecha, llenó una licorera alta de plata con el turbio fluido verdoso. Con gran sorpresa de Sithas, Vedvedsica tomó un buen trago del brebaje en primer lugar y pareció satisfecho. Luego se lo ofreció al postrado Orador.
—Debéis bebéroslo todo —insistió.
Sithas cogió el recipiente y se lo acercó a su padre. Sithel se incorporó sobre los codos y se tomó toda la pócima de tres tragos. Miró expectante a su hijo, quien, a su vez, se volvió hacia Vedvedsica.
—¿Y bien?
—Los efectos son sutiles, noble príncipe, pero tened por seguro que el Orador estará curado de la fiebre muy pronto.
De hecho, la frente de Sithel estaba más fresca. Soltó un sonoro suspiro y se sentó más derecho. Sus pálidas mejillas empezaban a tomar un leve tinte sonrosado. Vedvedsica asintió con aire importante.
—Déjanos a solas, hechicero —instó Sithel lacónico—. Recibirás tu paga más tarde.
—Como ordenéis, Orador. —Otra nueva reverencia. Vedvedsica sacó la pequeña botella del ungüento y empezó a aplicársela como había hecho un rato antes.
El príncipe lo detuvo levantando una mano.
—Sal primero, clérigo —dijo con acritud.
Mientras se marchaba, Vedvedsica sonreía ampliamente.
Cuando Sithas se marchó, el aspecto de su padre era mucho mejor que el que había tenido hacía un mes. Recorrió el palacio para difundir la noticia de su recuperación; no se hizo mención a Vedvedsica. La mejoría del Orador se presentó como algo natural, una señal del favor de los dioses.
Finalmente, Sithas bajó la escalera hasta el antiguo cuarto de Kith. No había nadie por los alrededores. Dentro de la habitación, una gruesa capa de polvo lo cubría todo, ya que nadie había entrado en ella desde que su hermano había partido deshonrado. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dos años?
En el cuarto había todo tipo de objetos personales de Kith. Su peine de plata. Su segundo arco favorito, ahora combado y agrietado a causa del aire seco de la habitación. Todas sus ropas cortesanas colgaban en el armario.
Sithas tocó cada prenda, intentando concentrar sus pensamientos en su hermano perdido. Todo cuanto sintió fueron recuerdos. Algunos agradables, y muchos tristes.
Una extraña sensación se apoderó del príncipe. Tuvo la impresión de estar flotando en el aire, a pesar de que su cuerpo no se había movido ni un centímetro. El olor de una hoguera de campamento llegó a su nariz. El sonido del viento en el bosque inundó sus oídos. Sithas bajó la vista hacia sus manos. Estaban tostadas por el sol, y encallecidas por el trabajo y el combate. Estas no eran sus manos, sino las de Kith-Kanan. El príncipe comprendió entonces que debía intentar comunicarse con su gemelo, pero, cuando abrió la boca para hablar, notó la garganta contraída. Le costaba articular las palabras. En lugar de ello, se concentró para formarlas en su mente.
Sithas obligó a sus labios a moverse.
—¡Kith! —gritó.
Pronunciar el nombre de su gemelo puso un brusco final a la experiencia. Sithas retrocedió trastabillando, desorientado, y se sentó en el antiguo lecho de su hermano.
El polvo se levantó a su alrededor. Los finos haces de sol, que penetraban hasta la pared opuesta del cuarto cuando había entrado en él, ahora se habían retirado justo bajo el alféizar de la ventana. Habían transcurrido varias horas.
Sithas sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento y el mareo, y luego se encaminó hacia la puerta. Era indiscutible que había entrado en contacto con Kith, pero ignoraba si había efectuado la legendaria Llamada. Se había hecho tarde, y necesitaba ver cómo se encontraba su padre.
El príncipe salió del cuarto con tanta premura que no cerró del todo la puerta tras él. Y, mientras subía los escalones hacia el piso alto de la torre de palacio, Sithas no reparó en que la puerta del cuarto de Kith-Kanan se abría lentamente y se quedaba así.