20
El día de la metamorfosis
Los humanos levantaban el campamento y se preparaban para regresar a su barco. Trabajaban con premura, y era evidente para Kith-Kanan que lo único que deseaban era marcharse cuanto antes de un lugar tan infausto. Voltorno se acercó al príncipe elfo; hizo que sus hombres sacaran la estaca clavada en el suelo y después agarró a Kith-Kanan por los grilletes y lo arrastró hacia el borde del claro.
—¡Eh, los de ahí fuera! ¡Tengo a vuestro amigo! Si cualquiera de mis hombres sufre siquiera un rasguño, haré que vuestro regio amigo pague las consecuencias. Sufrirá algo más que un arañazo en la mejilla. ¿Qué aspecto creéis que tendría con un brazo o una pierna menos? ¿Me habéis oído?
Por toda respuesta tuvo el suave susurro del viento entre las inmóviles ramas desnudas de los árboles.
—Estamos listos para partir, jefe —anunció uno de los humanos.
—Entonces, poneos en marcha, imbécil. —Voltorno estaba perdiendo su aire de seguridad. A despecho de los miembros doloridos y del lacerante corte de la mejilla, Kith-Kanan se sentía complacido. Cuanto más iracundo estuviese Voltorno, más ventaja tendrían Alaya y Mackeli.
Los asaltantes marcharon en fila por el sendero, con Kith-Kanan al frente. Voltorno dejó al príncipe al cuidado de uno de sus hombres y se adelantó cuando la banda salió del sendero y se metió en la fronda.
Avanzaban silenciosos por el bosque; pese a las afirmaciones de su jefe, los hombres caminaban agazapados, apuntando a uno y otro lado con sus ballestas cargadas. Su temor era palpable, podía olerse.
A medida que se internaban en la antigua floresta, los árboles se volvieron más grandes, más separados entre sí. Los merodeadores apresuraron la marcha, siguiendo la trocha que habían abierto en su viaje de ida al claro. De vez en cuando, Voltorno escudriñaba las ramas altas de los árboles, alerta a cualquier emboscada procedente de arriba. Ello aumentó considerablemente la inquietud de sus hombres, que empezaron a lanzar miradas frecuentes a lo alto, tropezando y cayendo unos sobre otros.
Voltorno se volvió hacia ellos.
—¡Hacéis más ruido que un hato de cerdos gruñones! —espetó con desprecio.
—Y tú tampoco respiras de manera adecuada —intervino Kith-Kanan.
Voltorno le lanzó una mirada venenosa y le dio la espalda para reemprender la marcha. Justo entonces, un fuerte crujido resonó en el aire. Los hombres se frenaron, paralizados, intentando localizar la procedencia del ruido. La rama de un roble cercano se rompió y cayó al suelo, un poco más adelante. Los hombres empezaron a reír, aliviados. Tras ellos, una figura salió de debajo de la capa de hojas y apuntó una ballesta a la espalda del hombre que cerraba la fila. Disparado el dardo, la oscura figura se deslizó de nuevo, sigilosa, bajo la cubierta vegetal. El hombre herido emitió un gorgoteo, trastabilló unos cuantos pasos, y se desplomó.
—¡Es Favius! ¡Le han disparado!
—¡Atentos al frente! ¡Localizad el blanco antes de disparar! —bramó Voltorno.
Los seis hombres restantes formaron un círculo, con Kith-Kanan en el centro. El semihumano caminó despacio en torno al círculo, escudriñando atentamente la floresta. No se veía a nadie. Voltorno se detuvo al reparar en que uno de sus hombres sostenía una ballesta descargada.
—Meldren —dijo con tono gélido— ¿por qué no está cargada tu ballesta?
El llamado Meldren bajó la vista hacia su arma, sorprendido.
—Debo de haberla disparado —farfulló.
—¡Sí, en la espalda de Favius!
—¡No, jefe! ¡Favius iba detrás de mí!
—¡No me mientas! —Encolerizado, Voltorno golpeó al hombre con la parte plana de su espada. Meldren soltó la ballesta y cayó al suelo. Ninguno de los otros le ofreció ayuda ni respaldó su historia.
El semihumano recogió la ballesta que el hombre había dejado caer y se la entregó a otro de sus hombres.
—Meldren cerrará la marcha —ordenó—. Con suerte, será el siguiente que mate esa bruja.
Los merodeadores despojaron al muerto de sus armas y equipo y reemprendieron la marcha. El desdichado Meldren, con sólo una espada corta para defenderse, se situó en la retaguardia.
La trocha que seguían los condujo a una cárcava, entre dos robles gigantescos. Voltorno se agachó sobre una rodilla y levantó una mano para que el grupo se detuviera. Examinó el terreno y luego miró al frente.
—Esto tiene todo el aspecto de una trampa —concluyó con actitud avisada—. Iremos bordeando la cárcava. Cuatro de vosotros, id por el margen de la derecha. El resto, seguidme por el de la izquierda.
La cárcava tenía forma de «V», con seis metros de anchura y dos y medio de profundidad en el punto más bajo.
Cuatro hombres avanzaron sigilosos por el costado derecho de la hondonada, en tanto que Voltorno, Kith-Kanan y otros dos lo hacían por el izquierdo. Mientras el semihumano rodeaba la depresión del terreno, chasqueó la lengua con aire triunfal.
—¿Veis? —dijo. Apoyado en el roble de la izquierda, había un grueso tronco, colocado de manera que caería rodando en la cárcava si alguien tropezaba con la maraña de enredaderas atadas a él. Las plantas rastreras descendían hasta el lecho de la rambla. Los hombres de la derecha rodearon el roble de su lado. Voltorno les hizo una seña; ellos respondieron del mismo modo… y el suelo cedió bajo sus pies.
El «suelo» sobre el que se encontraban no era más que un tronco grande, cubierto con tierra y hojas. Sostenido mediante finas ramas de leña muerta, el tronco se desplomó bajo el peso de los hombres. En medio de chillidos y gritos de socorro, los cuatro cayeron rodando a la cárcava.
—¡No! —exclamó Voltorno.
Los hombres sólo sufrieron magulladuras y cortes al bajar a tumbos los dos metros y medio que había hasta el fondo de la hondonada, pero tropezaron con la maraña de enredaderas que era el dispositivo que soltaba el tronco cernido en la orilla izquierda. Las plantas rastreras se tensaron, el tronco cayó rodando, y aplastó a los hombres.
Voltorno, Kith-Kanan y los dos humanos restantes no pudieron hacer otra cosa que presenciar lo que pasaba.
De repente, sonó un zumbido y un golpe seco, y uno de los dos humanos se desplomó, con un dardo clavado en la espalda. El último humano soltó un chillido, arrojó su arma y echó a correr por el bosque sin parar de gritar.
Voltorno lo llamó a voces instándolo a que volviera, pero el merodeador, fuera de sí, desapareció entre los árboles.
—Al parecer te has quedado solo, Voltorno —comentó Kith-Kanan con tono triunfante.
El semihumano agarró al príncipe y lo mantuvo ante su cuerpo, como un escudo.
—¡Lo mataré, bruja! —gritó a los árboles, en tanto se volvía a uno y otro lado buscando enloquecido a Alaya o a Mackeli—. ¡Juro que lo matare!
—No vivirás el tiempo suficiente para hacerlo —afirmó una voz a sus espaldas.
Sobrecogido, el semihumano giró sobre sí mismo. Alaya, todavía pintada de negro, estaba ante él, impasible, fuera del alcance de su espada. Mackeli se encontraba tras ella, apuntándole con la ballesta. Aprovechando la evidente conmoción del semihumano al ver a sus dos enemigos tan cerca, Kith-Kanan se soltó de un tirón de Voltorno y se apartó de él de un salto.
—¡Disparadle! —gritó, aturdido, el semihumano—. ¡Disparadle, maldita sea!
Recordando demasiado tarde que ya no le quedaban hombres a los que dar órdenes, Voltorno arremetió contra Alaya. Mackeli iba a disparar, pero lo detuvo el grito de la guardiana:
—¡No, es mío!
Haciendo caso omiso de la exigencia de su esposa, Kith-Kanan se lanzó trabajosamente hacia adelante, entorpecido por las cadenas. El príncipe estaba seguro de que Alaya no tenía la menor opción frente a un espadachín tan diestro como Voltorno. La agilidad de la elfa se había reducido de manera drástica, y la única arma que llevaba era su cuchillo de sílex.
El semihumano arremetió con la espada una, dos veces, y después una tercera. Ella esquivó las estocadas de manera adecuada, pero sin la prodigiosa gracilidad de antaño. Él acuchilló y hendió el aire y, cuando Alaya se escabulló a un lado para eludir su arremetida, la hoja ergothiana golpeó en un árbol. La elfa hizo una finta, se abalanzó hacia adelante, e intentó clavarle el cuchillo en el estómago. El semihumano la golpeó en la cabeza con la empuñadura de su espada. Con un gemido ahogado, Alaya cayó de bruces al suelo.
—¡Dispara! —gritó Kith-Kanan a Mackeli; pero, al mismo tiempo que el dedo del muchacho se cerraba sobre el disparador, Alaya rodó sobre sí misma, hurtando el cuerpo al golpe asesino de Voltorno, y repitió su advertencia a sus compañeros:
—¡Sólo yo puedo derramar su sangre!
En respuesta, Voltorno se echó a reír; pero era una risa estridente por la desesperación.
Alaya se incorporó torpemente y trastabilló en la gruesa capa de hojas y ramas muertas. Esquivó de un salto, lo mejor que pudo, la silbante cuchillada del semihumano, pero no consiguió eludir la estocada que vino a continuación. Los verdes ojos de Mackeli se desorbitaron por la impresión y emitió un grito estrangulado cuando la hoja atravesó la túnica marrón de Alaya.
Aunque vio lo que había pasado, Kith-Kanan estaba más conmocionado por lo que escuchó: un fragor en sus oídos. Por un instante no supo qué estaba oyendo; después cayó en la cuenta de que el sonido era el pulso de Alaya. Martilleaba en el príncipe con estruendo, y era tan doloroso que Kith-Kanan creyó que iba a desmayarse. El tiempo pareció detenerse mientras miraba a Alaya. El rostro de su amada no denotaba dolor; sólo una determinación inquebrantable.
Los labios de Voltorno se curvaron en una sonrisa. Aunque no le cabía duda de que iba a morir, al menos habría matado a la bruja. La sonrisa se le heló en los labios cuando Alaya aferró la espada hincada en su estómago y la hundió más profundamente. Al tener agarrada la empuñadura, el semihumano fue arrastrado hacia la elfa. Su expresión perpleja se tornó en otra de terror cuando Alaya levantó la mano libre y hundió el cuchillo en su corazón.
Voltorno se desplomó; tenía aferrada la espada con tanta fuerza que, al caer hacia atrás, sacó la hoja del cuerpo de Alaya. Estaba muerto antes de llegar al suelo.
Kith-Kanan corrió hacia su esposa y la cogió en el momento en que se desplomaba.
—Alaya —musitó desesperado. La parte delantera de la túnica estaba empapada de sangre—. Alaya, por favor…
—Llévame a casa —pidió antes de desmayarse.
Mackeli encontró la llave de los grilletes de Kith-Kanan en una bolsita atada al cinturón de Voltorno. Libre de las cadenas, el príncipe levantó a Alaya en sus brazos. Mackeli se ofreció a ayudarlo.
—No, ya la tengo —repuso Kith-Kanan con voz quebrada—. No pesa nada.
Se alejó de la cárcava y dejó atrás los lugares donde los hombres de Voltorno habían muerto, concentrado en el sonido y la sensación del latido del corazón de Alaya. Lo percibió; lento, trabajoso, pero seguía latiendo. Aceleró el paso. En casa había medicinas; Mackeli tenía algunos conocimientos, sabía de raíces y emplastos.
—Tienes que vivir —le dijo a Alaya, mirando fijamente al frente—. ¡Por Astarin, tienes que vivir! ¡Apenas hemos tenido tiempo para nosotros!
El sol parpadeaba entre las ramas desnudas de los árboles mientras avanzaban presurosos de vuelta al claro. Para entonces, Kith-Kanan iba casi corriendo. Alaya era fuerte, se repetía una y otra vez para sus adentros. Mackeli podría salvarla.
Ya en el claro, Arcuballis acogió su llegada levantándose sobre las patas traseras y extendiendo las alas. El animal había vuelto de la cacería para encontrarse con que todos se habían marchado. Kith-Kanan hizo caso omiso de él y se dirigió presuroso al hogar de Alaya…, a su hogar.
El príncipe corrió hacia el tronco hueco y acostó a Alaya sobre la piel de un lobo plateado que Mackeli había sacado fuera. La elfa tenía los ojos cerrados, y su piel estaba fría como el hielo. Kith-Kanan le buscó el pulso; no lo encontró.
—¡Haz algo! —le gritó a Mackeli. El muchacho miraba fijamente a Alaya, boquiabierto. El príncipe lo agarró por la pechera de la túnica y lo sacudió—. ¡He dicho que hagas algo!
—¡No sé qué hacer!
—¡Conoces las propiedades de raíces y plantas! —suplicó.
—Lay está muerta, Kith. No puedo resucitarla. ¡Ojalá pudiera, pero no me es posible!
Al ver las lágrimas en los ojos de Mackeli, el príncipe supo que el muchacho decía la verdad. Kith-Kanan soltó la túnica del chico y se meció sobre los talones, con la mirada prendida en el cuerpo inmóvil de Alaya. Alaya.
La rabia y la angustia se apoderaron de él. Su espada estaba tirada en el suelo, junto al roble, donde Voltorno la había encontrado y desdeñado. Kith-Kanan levantó el arma y la contempló de hito en hito. El semihumano había asesinado a su esposa, y él no había hecho nada para impedírselo. Había permitido que Voltorno matara a su esposa y al hijo que crecía en sus entrañas.
Kith-Kanan gritó —un grito horrible, profundo, desgarrador—, y luego golpeó la parte plana de la hoja contra el roble. El metal se quebró a diez centímetros de la empuñadura, que el príncipe, enfurecido, arrojó tan lejos como le fue posible.
Era de noche. Mackeli y Kith-Kanan estaban sentados en el interior del árbol hueco, sin moverse, sin hablar. Habían tapado a Alaya con su manta preferida, la que estaba hecha con las pieles de una docena de conejos, y ahora se encontraban inmóviles en la oscuridad. La hoja rota de su espada yacía en el regazo del príncipe.
Estaba maldito. Lo sabía en lo más hondo de su ser. El amor lo eludía siempre. Primero le habían arrebatado a Hermathya. Bien. Había encontrado una vida mejor y una esposa mucho mejor de lo que Hermathya habría sido nunca. Su vida acababa de empezar otra vez. Y ahora había terminado. Alaya estaba muerta. Y su hijo, aun antes de nacer. Estaba maldito.
Una ráfaga de viento entró por la puerta abierta, arrastrando hojas y polvo que se arremolinaron a los pies de Mackeli. El muchacho estaba sentado con la barbilla apoyada en las rodillas, contemplando fijamente el suelo. Las hojas marchitas de roble se levantaron y giraron arremolinadas; Mackeli siguió sus movimientos, hacia la puerta, y sus ojos se abrieron de par en par.
Un fulgor verde entraba por la abertura del árbol hueco y bañaba el rostro y el cabello plateado del muchacho.
—Kith —musitó—. Mira.
—¿Qué pasa? —preguntó, apático, el príncipe. Miró hacia la puerta y frunció el entrecejo. Se despojó del manto echado sobre los hombros y se levantó. Con una mano apoyada en el borde de la puerta, Kith-Kanan se asomó al exterior. El blando montículo que era el cuerpo de Alaya cubierto por la manta era la fuente del extraño fulgor verde.
El príncipe silvanesti salió fuera, seguido por Mackeli. La luz era fría, notó Kith-Kanan al arrodillarse junto al cuerpo de Alaya; levantó despacio la manta de pieles de conejo. Era la propia Alaya la que emitía el fulgor.
Sus ojos esmeraldas se abrieron bruscamente.
Kith-Kanan retrocedió al tiempo que lanzaba un grito ahogado. La elfa se sentó. La luz perdió intensidad hasta reducirse a una suave aureola glauca que envolvía a la mujer. Toda ella era verde, de la cabeza a los pies.
—¡Es… estás viva! —balbuceó el príncipe.
—No —dijo Alaya tristemente. Se puso de pie y él hizo otro tanto—. Esto forma parte del cambio. Era irremediable que ocurriera. Toda vida animal me ha abandonado, y ahora, Kith, me estoy convirtiendo en parte del bosque, fundiéndome con él.
—No lo entiendo. —Hablar con su esposa, cuando ya no le quedaba otra cosa que resignarse a no volver a verla, llenaba de gozo a Kith-Kanan. Pero la actitud de ella, el tono de sus palabras, lo asustaban más que su muerte.
No comprendía qué estaba pasando.
La verde Alaya le tocó la mejilla; su tacto era fresco y su caricia, tierna. Le sonrió, y Kith-Kanan sintió un nudo en la garganta.
—Esto mismo les ocurrió a las otras guardianas. Cuando sus días terminaron, también se hicieron un todo con el bosque. Estoy muerta, querido Kith, pero estaré aquí miles de años. Estoy uniéndome a las frondas salvajes.
Kith-Kanan a tomo en sus brazos.
—¿Y qué pasa con nosotros? ¿Es esto lo que quieres? —preguntó, enronquecida la voz por el miedo.
—Te amo, Kith —repuso Alaya apasionadamente—. Pero me siento satisfecha ahora. Éste es mi destino. Me alegra haber podido explicártelo. —Se libró de su abrazo y se alejó unos cuantos metros. Luego dijo con satisfacción—: Siempre me ha gustado este punto del claro. Es un buen sitio.
—¡Adiós, Lay! —gritó Mackeli, que lloraba—. ¡Fuiste una buena hermana!
—Adiós, Keli. Vive bien.
Kith-Kanan corrió a su lado; no podía aceptarlo. ¡Era todo demasiado extraño, estaba sucediendo demasiado deprisa! Intentó tomarla de nuevo en sus brazos, pero los pies de la elfa estaban aferrados al suelo. Ella le dirigió una suave mirada de reproche.
—No te resistas, Kith —quiso consolarlo. La voz de la guardiana sonó mucho más debilitada al añadir—: Es lo justo.
—¿Y nuestro hijo? —inquirió desesperado.
Alaya se llevó una mano al vientre.
—Aún sigue aquí. No era parte del plan. Dentro de mucho, mucho tiempo, nacerá… —La luz de sus ojos se fue apagando—. Hasta siempre, amor mío.
Kith-Kanan tomó entre sus manos el rostro de Alaya y la besó. Durante un breve instante, sus labios tuvieron la morbidez de la carne. Luego adquirieron una consistencia rígida. El príncipe se apartó y, mientras le acariciaba el rostro por última vez, los rasgos de Alaya se desdibujaron lentamente hasta desaparecer por completo. Lo que había sido piel se endureció hasta convertirse en corteza. Para cuando Kith-Kanan volvió a pronunciar su nombre, Alaya había encontrado su destino. El príncipe de Silvanesti se encontraba al borde del claro, abrazando a un joven y esbelto roble.