19
De vuelta a Silvanost

Con la llegada del nuevo día los humanos empezaron a despertar de mala gana en las distintas dependencias de la enorme tienda del embajador. Sithas oyó sus voces enronquecidas por el sueño, hablando en el pasillo, al otro lado del receptáculo de tela que era su cuarto. Se levantó y adecentó un poco sus arrugadas ropas.

Ulvissen saludó al príncipe cuando éste entró en la estancia principal de la tienda. El senescal le ofreció desayunar, pero Sithas sólo tomó una pera de un frutero y prescindió de lo demás. Sabía que los humanos tenían la costumbre de tomar comidas copiosas en exceso, lo que, probablemente, justificaba sus robustos físicos.

Había dejado de llover durante la noche, y ahora el viento soplaba del sur, desgarrando el prieto manto de nubes grises en esponjosos jirones. Desde su ventajosa posición en lo alto del cerro, desde donde se dominaba el río, daba la impresión de que las nubes pasaran veloces a la altura de los ojos. El sol del amanecer iluminaba a ráfagas el paisaje cuando asomaba entre los jirones de nubes.

—Qué tiempo tan extraño —comentó Ulvissen a Sithas, que contemplaba el panorama.

—Aquí rara vez tenemos nieve o hielos, pero estas tormentas que vienen desde el océano meridional son frecuentes cada invierno —explicó el príncipe silvanesti.

El río bullía con la actividad de pequeñas embarcaciones que aprovechaban la calma pasajera del temporal. Ulvissen se abrió la gruesa capa de lana mientras preguntaba a Sithas si el tráfico fluvial se interrumpía habitualmente durante una tormenta.

—Oh, no. Los pescadores y los encargados de las barcazas están acostumbrados al mal tiempo. Sólo los ventarrones más fuertes los mantienen amarrados a los muelles.

La escolta del príncipe y los guardias del embajador formaron filas cuando Ulwen y Teralind salieron de la tienda. El viejo embajador tenía aún peor aspecto a la luz del día. La piel se veía de un tono amarillento, con las líneas azules de las venas muy marcadas. Se movía tan poco que Sithas podría haberlo tomado por un cadáver de no ser porque parpadeaba de vez en cuando.

La cuadrilla de sirvientes se puso a desmontar la tienda. En tanto que el aire resonaba con el golpeteo de mazos y el ruido sordo de la lona al desplomarse, Sithas se dirigió al lanchón. La tortuga gigante había escondido la cabeza y las patas dentro de la concha durante la noche, y todavía estaba dormida. El príncipe dio unos golpecitos en el casco de la barcaza.

—¡Jefe del transbordador! —llamó—. ¿Estás ahí?

El anciano elfo asomó la cabeza por el baluarte.

—¡Desde luego, alteza! —Subió de un salto a su puesto de mando, con una agilidad que desmentía su avanzada edad. Una larga palanca reposaba sobre su hombro, y la hizo girar levemente mientras se dirigía a donde las cadenas que enganchaban la tortuga a la barcaza estaban enrolladas en torno a unos enormes ganchos de hierro clavados en la proa del lanchón. Colocó el extremo plano de la palanca debajo de los eslabones de la cadena y gritó—: ¡Dejad paso libre, todo el mundo!

Los soldados de ambas razas alzaron las cabezas, sorprendidos. Sithas, que regresaba hacia donde aguardaba Ulvissen, se detuvo y giró sobre sus talones. El jefe del transbordador se apoyaba en la palanca, y la primera cadena se deslizó del gancho. Repitió el grito de advertencia y soltó la otra cadena.

El príncipe elfo vio que los humanos observaban con profundo interés. Confiaba en que el jefe del transbordador supiera lo que estaba haciendo.

Los enormes eslabones cayeron sobre el caparazón de la tortuga. Esto despertó a la bestia, ya que la articulación delantera de la concha se abrió y la inmensa cabeza verde del animal asomó lentamente.

El jefe del transbordador se llevó el cuerno a los labios y tocó una única nota. Las patas de la tortuga salieron del caparazón y la bestia se puso de pie. La parte trasera de la concha empujó la barcaza, que empezó a moverse.

—¡Rápido! —gritó el jefe del transbordador.

A una velocidad creciente, el lanchón de quince metros de longitud se deslizó cuesta abajo por la embarrada ladera del cerro. Ya tenía un surco natural por el que seguir: el que había hecho al subir el montículo la noche anterior. Levantando una ola de barro por delante, la barcaza aceleró el descenso. El jefe del transbordador tocó con el cuerno una nota marcial, la de carga de caballería.

—¡Qué disparate! —exclamó Teralind—. Ese loco se hará pedazos.

Sithas miró atrás y vio que la mujer humana se había adelantado, dejando a su imposibilitado marido con Ulvissen. Como dictaba la cortesía, calmó los temores de la dama lo mejor que pudo.

—Es una maniobra corriente. No temáis, señora, la embarcación está construida con solidez. —Rogó a Matheri para que tal cosa fuera cierta.

La achatada proa de la barcaza chocó contra el agua y levantó una ola tremenda. Luego se deslizó y entró en el río completamente, dejando turbia el agua a su alrededor a causa del lodo removido.

La tortuga dio media vuelta pesadamente. Los humanos que habían estado desmontando la tienda se dispersaron cuando la bestia giró en su dirección. Con una apacibilidad absoluta, el gigante se volvió y empezó a descender el cerro. La inclinada y resbaladiza cuesta no representó problema alguno para el animal. El jefe del transbordador lo dirigió con toques de cuerno; la tortuga se deslizó silenciosamente en el río y dejó que engancharan de nuevo las cadenas a la barcaza.

Al cabo de una hora, el séquito del embajador estaba listo para embarcar. Cuando descendían por el camino pavimentado con mármol que llevaba al borde del agua, el viento se había calmado por completo.

El capitán de los soldados elfos sacudió la cabeza.

—El recalmón ha terminado —manifestó; en su voz se advertía un tono resignado.

—¿Más lluvia? —preguntó Ulvissen.

—Y más viento —contestó Sithas.

El séquito del embajador llegó a la isla sin incidente. Había tres sillas de mano y dos carros tirados por caballos aguardándolos. El oleaje, al romper contra el muelle, levantó rociadas que empaparon a los pobres porteadores parados junto a las sillas de mano. Sin apenas protocolo, metieron al embajador en una de las sillas; lady Teralind ocupó otra y Sithas la tercera. Los carros eran para el equipaje. Todos los demás tuvieron que caminar.

Sithas se sorprendió al entrar en sus aposentos privados de palacio. Los postigos de las ventanas estaban echados y, en la penumbra del cuarto, lo esperaba Hermathya.

—Así que has vuelto a casa —le dijo con irritación—. ¿Mereció la pena?

Su tono era malicioso, rayano en la cólera. Aunque no tenía razón para ello, Sithas sintió que sus propias emociones se endurecían, y ello lo sorprendió.

—Tenía que hacerse —repuso suavemente—. Considerando la situación, las cosas salieron bastante bien. Les demostramos a los humanos de qué pasta estamos hechos los elfos.

Ella tembló y pasó junto al príncipe hacia la ventana cerrada. La lluvia se colaba a través de las tablillas y se acumulaba en el frío suelo de mármol.

—Y tú, ¿de qué pasta estás hecho? —demandó furiosa.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué pasa?

—¡Arriesgaste la vida por la etiqueta! ¿Te paraste a pensar en tu esposa? ¿Qué habría sido de mí si hubieses muerto?

Sithas suspiró y tomó asiento en una silla hecha con arces jóvenes entretejidos.

—¿Es eso lo que te preocupa? No es digno de ti, Thya. Después de todo, no corrí verdadero peligro.

—¡No seas tan condenadamente lógico! ¡No tienes ni idea de a qué me refiero! —Hermathya se volvió hacia el heredero del Orador—. He tenido mi primer período fértil. ¡Se ha pasado, y hemos perdido la oportunidad!

Por fin lo entendía Sithas. A pesar de que una pareja elfa podía vivir como marido y mujer mil años, eran fértiles sólo dos o tres veces durante toda su vida. Estos períodos eran muy irregulares; ni siquiera los clérigos sanadores de Quenesti Pah podrían predecir cuándo sobrevendría uno con más de un día o dos de antelación.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó el príncipe, cuya voz se había suavizado.

—No estabas conmigo. Dormías solo.

—¿Tan inabordable soy?

Ella manoseó los bordados del cuello del vestido.

—Sí, lo eres.

—Pues no tienes problemas a la hora de conseguir lo que quieres de otros —prosiguió Sithas irreflexivamente—. Coleccionas regalos y cumplidos como un niño recoge flores en un campo. ¿Por qué no puedes hablar conmigo? Soy tu esposo.

—Eres el elfo con quien me casé —lo corrigió—, no el elfo a quien amaba.

Sithas se puso de pie bruscamente.

—Ya he oído suficiente. En el futuro, te…

Hermathya se acercó a él.

—¿Escucharás lo que te estoy diciendo por una vez en tu vida? Si insistes en arriesgar la vida en comisiones absurdas, entonces debes darme un hijo. Sólo así nuestro matrimonio tendría algún significado. Un heredero necesita un heredero. Tú quieres un hijo; yo necesito una criatura.

El príncipe se cruzó de brazos, molesto por su tono suplicante. Esa emoción lo hacía sentirse incómodo. ¿Por qué lo irritaba su actitud implorante?

—Quizá los dioses, en su sabiduría, dispusieron que ocurriera esto —dijo—. No es el mejor momento para iniciar una familia.

—¿Cómo puedes decir algo así?

—Es el propio dogma de Matheri. Mi vida no me pertenece. Tengo que vivir para el país. Con todos estos conflictos en el oeste, puede que incluso tenga que tomar las armas en defensa de la causa del Orador.

—¿Tú, un guerrero? —Hermathya soltó una risa hiriente—. Te has equivocado de gemelo. Kith-Kanan es el guerrero. Tú eres un clérigo.

—Kith-Kanan no está aquí —contestó Sithas fríamente.

—¡Por Astarin, ojalá estuviera! ¡Él no me habría dejado sola anoche! —replicó con aspereza.

—¡Basta! —El príncipe se encaminó hacia la puerta. Luego, con exagerada cortesía, añadió—: Señora, lamento profundamente haber dejado pasar la ocasión, pero lo hecho, hecho está, y darle vueltas a lo que pudo o no pudo haber sido no conduce a nada.

Salió del cuarto. Al otro lado de la puerta, Hermathya descargó su cólera prorrumpiendo en llanto.

Sithas descendió la escalera; la expresión plasmada en su rostro era tan dura, que sus rasgos parecían tallados en granito. Los sirvientes y cortesanos se apartaban a su paso. Todos le hacían una reverencia, como era costumbre, pero nadie osó pronunciar una palabra.

Dos elegantes sillas habían sido dispuestas en la Sala de Audiencias de la Torre de las Estrellas. Una de ellas, de patas cortas y tapizada con felpilla, era para Dunbarth, embajador de Thorbardin. La segunda era un mueble alto, trabajado con elegantes curvas, y dorado. En ella se hallaba sentada Teralind. Su esposo, el embajador titular, había sido instalado en su sillón especial, a su lado. El pretor Ulwen no habló y, después de un rato, resultó fácil olvidarse incluso de su presencia.

Sithel estaba en su trono, por supuesto, y Sithas de pie, a su izquierda. El resto de la estancia la ocupaban cortesanos y sirvientes. Ulvissen, siempre cerca de Teralind y del embajador, se encontraba detrás de la silla dorada ocupada por la dama, prestando mucha atención a lo que se hablaba e interviniendo poco.

—El territorio en cuestión —estaba diciendo Sithel— limita al sur con la curvatura del río Kharolis, al oeste con la ciudad de Xak Tsaroth, al este con las montañas Khalkist, y al norte con la región donde nace el río Vingaard, en las grandes llanuras. En tiempos de mi padre, esta región estaba dividida en tres áreas. La más septentrional se llamaba Vingaardin; la central se conocía como Kalanesti; y la más meridional era Tsarothelm.

Dunbarth agitó al aire la mano ensortijada.

—Los conocimientos geográficos de su alteza son considerables —comentó con exagerada cortesía—, pero ¿cuál es el propósito de esta disertación?

—Me disponía a decir que, en tiempos de mi padre, Silvanos, la soberanía de estas tres provincias no estaba reivindicada por ninguna de nuestras naciones. Estaban regidas, y mal, por señores locales que imponían tributos al pueblo mediante la fuerza, y que guerreaban continuamente entre sí.

—Tal no es el caso en la actualidad —intervino Teralind.

—Existe todavía una violencia considerable en esa área —repuso Sithel—, como lo prueba la exterminación de cincuenta de mis guardias por una gran fuerza de humanos a caballo.

Sobrevino un silencio. Los escribas elfos, que habían estado anotando todo cuanto se decía, sostuvieron sus estilos cernidos sobre las páginas. Dunbarth miró con curiosidad a Teralind.

—¿No ponéis objeción, señora, a la descripción del Orador refiriéndose a los merodeadores como «humanos»? —preguntó intencionadamente, al tiempo que se echaba hacia adelante, apoyado en un codo.

La mujer se encogió de hombros, y Ulvissen se aproximó un poco más al respaldo de su silla.

—El emperador no tiene dominio sobre toda la raza humana —admitió. Sithas casi pudo escuchar un «todavía» no pronunciado al final de la frase de Teralind—, del mismo modo que el rey de Thorbardin no es el regente de todos los enanos. Ignoro quiénes son esos bandidos; pero, si son humanos, no son súbditos de Ergoth.

—Por supuesto que no —continuó Sithel suavemente—. No negaréis, sin embargo, que el emperador no ha hecho nada para frenar la riada de colonos humanos que cruza la llanura y desciende por los ríos en botes y balsas. Están desplazando tanto a los kalanestis como a los silvanestis que se habían instalado en el oeste. Esto debe terminar.

—No hay espacio suficiente en Ergoth para que todos vivan y trabajen, ni hay tierras suficientes para cultivar los alimentos precisos para alimentarlos a todos —replicó Teralind—. ¿Qué hay de extraño en que colonizadores humanos traspasen las fronteras del imperio y viajen al este, a un territorio reclamado por los silvanestis, cuando esa región está tan escasamente poblada?

—Nadie ha intentado establecerse en Thorbardin —manifestó Dunbarth vanamente.

El príncipe Sithas hizo un gesto a un escriba, que le llevó un rollo de pergamino cubierto de escritura menuda y precisa. Dos grandes sellos de cera estaban estampados al pie del documento.

—Esta es nuestra copia del acuerdo establecido entre el Orador Sithel y el emperador Tion, fechado hace trescientos años. Prohíbe específicamente que Ergoth colonice Vingaardin sin la aprobación del Orador de las Estrellas.

—El emperador Tion era un hombre anciano. Muchas de las cosas que hizo al final de su vida pueden tacharse de equivocaciones —declaró Teralind sin el menor tacto.

Ulvissen, que había estado acariciándose la barba castaño-rojiza con gesto pensativo, se inclinó hacia la mujer y le susurró algo al oído. Ella asintió en silencio y continuó: —Al menos seis de los tratados de Tion han sido cancelados tras su muerte con el paso de los años. La vigencia del tratado que el príncipe Sithas sostiene en su mano es, en consecuencia, dudosa.

A su lado, el anciano pretor rebulló débilmente. Teralind hizo caso omiso de él. Dunbarth se deslizó adelante en su silla y se bajó. Estiró de la túnica para alisarla sobre su prominente estómago.

—Según recuerdo —dijo—, Tion planeaba la invasión y conquista de Sancrist, pero temía que la nación élfica tomara represalias en sus fronteras orientales. Por esa razón estableció un acuerdo con el Orador Sithel.

El príncipe, entretanto, había devuelto el pergamino al escriba. Y preguntó, interesado:

—¿Y por qué no se llevó a cabo la invasión de Sancrist?

Dunbarth rió de buena gana.

—Los generales ergothianos hicieron hincapié en lo difícil que sería gobernar una isla llena de gnomos. ¡Las pérdidas en la tesorería del imperio habrían sido enormes!

Algunas risas aisladas sonaron en la sala. Sithel golpeó el suelo repetidamente con la punta del cetro, de metro y medio de longitud, y la algazara cesó.

—Os creo, lady Teralind —comentó Sithel con voz reposada—. Su majestad Tion tuvo que haber estado ofuscado para imaginar que podría conquistar y gobernar a los gnomos, aunque, a decir verdad, a mí no me dio esa impresión cuando nos conocimos. —Un suave sonrojo tiñó los pómulos de Teralind ante esta alusión a la gran longevidad del Orador—. Pero eso no cambia el hecho de que colonos humanos y malhechores humanos han arrebatado vida y hacienda a mis súbditos.

—Si se me permite decir algo… —interrumpió Dunbarth mientras rodeaba su silla por un costado—. Mucha gente viene a Thorbardin para comprar nuestros metales, y hemos oído hablar mucho sobre los conflictos en las planicies. Creo, vuestra alteza, que es injusto afirmar que es meramente una cuestión de humanos que expulsan elfos. Tengo entendido que muchos de esos bandidos son también elfos, de la raza kalanesti. —Frotó la ancha punta de la bota izquierda contra la pernera derecha del pantalón para quitar una manchita que deslucía su brillantez—. Y que algunos otros son semielfos.

Aunque este alegato no sorprendió a Sithel ni a Sithas, fue una revelación que levantó rumores en la multitud de sirvientes y ayudantes. El príncipe dio la espalda a la sala y habló con su padre en tono cauteloso:

—¿Qué le pasa a ese tipo? ¡Actúa como si fuera el defensor de Ergoth! —rezongó Sithas.

—No culpes a Dunbarth. Sabe que su país saldrá ganando si nosotros y los humanos no nos ponemos de acuerdo. Ha arrojado esa porquería sobre los semihumanos para enturbiar las aguas. No significa nada —comentó, juiciosamente, Sithel.

El príncipe se apartó a un lado del trono, y el Orador golpeó de nuevo el suelo con el cetro para imponer silencio.

—No compliquemos las cosas con comentarios sobre bandidos y mestizos —dijo Sithel con sagacidad—. Hay una sola cuestión importante: ¿quién regenta estas tres provincias?

—Sí, ¿quién las regenta de hecho, o quién las rige basándose en un sello estampado sobre un poco de cera caliente? —preguntó Teralind malhumorada.

—Debemos tener ley y orden, señora, o también seríamos unos forajidos —asesoró Dunbarth. Esbozó una sonrisa tras la barba, rizosa y plateada—. Unos forajidos acaudalados y bien vestidos, pero forajidos, al fin y al cabo.

Sonaron más risas. En esta ocasión, Sithel permitió la algazara, pues aliviaba la tensión del ambiente.

—No cabe duda de que el Orador de las Estrellas tiene una antigua reivindicación sobre esas tierras —continuó Dunbarth—, y que Ergoth posee ciertos derechos en una zona donde muchos de sus súbditos tienen intereses.

Sithas arqueó las cejas al oír este comentario.

—¿Súbditos? —inquirió rápidamente—. ¿Son los humanos que viven en las tres provincias, por lo tanto, súbditos del emperador de Ergoth?

—Bueno, naturalmente —admitió Teralind. Ulvissen se agachó otra vez para hablar con ella, pero la mujer hizo que se retirara con un ademán. Parecía perpleja al caer en la cuenta, tardíamente, de que había contradicho su comentario anterior de que los bandidos no eran ergothianos—. Lo que quiero decir, es que… —Ulvissen le dio unos golpecitos urgentes en el hombro. Teralind se volvió con brusquedad hacia él y barbotó—: ¡Apartaos, señor! ¡No me interrumpáis!

De inmediato, el senescal se retiró un paso hacia atrás y se puso firme, en una postura tensa. Sithas intercambió una mirada con su padre, y los murmullos se alzaron en la sala. Teralind lanzó ojeadas rápidas y penetrantes a su alrededor, pues sabía que había hecho una admisión peligrosa. Intentó salvar la situación diciendo:

—No hay hombre, mujer o niño humanos en todo el continente de Ansalon que no deba lealtad a su majestad imperial.

Sithel no intentó hablar hasta que los murmullos se hubieron apagado.

—¿Vuestra intención es anexionaros nuestras tierras? —preguntó por fin con tono mesurado.

Teralind se echó atrás en la silla y frunció el entrecejo. Junto a ella, la débil figura del pretor Ulwen se movió. Se inclinó ligeramente hacia adelante y empezó a temblar. Su frágil cuerpo se sacudía con los temblores, y Ulvissen se acercó presuroso a su lado. El senescal chasqueó los dedos llamando al contingente de sirvientes humanos que estaba agrupado junto a las grandes puertas.

—Alteza, nobles embajadores, os pido disculpas, pero el pretor sufre un ataque —anunció, la ansiedad patente en su voz—. Debemos retirarnos.

Dunbarth hizo un ademán cortés. Sithas se levantó.

—Tenéis mi permiso para marcharos —repuso el Orador—. ¿Deseáis que envíe a uno de nuestros sanadores a los aposentos del pretor?

Teralind alzó la cabeza con aire regio.

—Tenemos nuestro propio galeno, gracias, noble Orador.

Los porteadores agarraron las barras adosadas al sillón de Ulwen y levantaron éste en vilo. La delegación ergothiana abandonó la sala en pos del pretor. Cuando hubieron salido todos, Dunbarth hizo una reverencia y condujo a sus enanos fuera de la sala. Sithel despidió a sus ayudantes y por fin se encontró a solas con su hijo en la torre.

—Qué agotadora es la diplomacia —dijo el Orador con aire cansado. Se puso de pie y dejó el cetro de plata en el trono—. Dame el brazo, Sith. Creo que necesito descansar un rato.

Tamanier Ambrodel caminaba al lado de lady Nirakina a través del palacio. Acababan de llegar de la casa gremial de los artesanos de la construcción, donde lady Nirakina había examinado los planos para el nuevo mercado. Era un lugar de diseño bello y ordenado, pero su emplazamiento y su propósito la deprimían.

—Es una equivocación, sencillamente —le dijo a Tamanier—. Somos la primera raza surgida en el mundo y la favorecida de los dioses. Como tal, lo justo sería compartir nuestros privilegios con otras gentes, no considerarlas como seres inferiores.

—No puedo estar más de acuerdo con vos, señora —coincidió Tamanier—. Cuando vivía en las tierras agrestes, conocí gente de todo tipo: silvanestis, kalanestis, humanos, enanos, gnomos, kenders… Y nadie vivía mejor que su vecino por otra razón que no fuera el fruto de su trabajo. La tierra no tiene en cuenta si la labra un elfo o un humano. La lluvia cae en todas las granjas, sin distinción.

Llegaron a la puerta de los aposentos privados de Nirakina. Antes de marcharse, Tamanier le informó:

—Fui a visitar a Miritelisina, como me pedisteis.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con ansiedad—. Una sacerdotisa de tan avanzada edad y sabiduría no debería estar retenida en una mazmorra.

—Se encuentra bien —repuso Tamanier—. Aunque se muestra contumaz. Sigue sin admitir su crimen.

—No creo que cometiese un crimen —dijo Nirakina con fervor—. Miritelisina actuó movida por la compasión. Sólo buscaba advertir a los pobres refugiados del plan de trasladarlos. Estoy segura de que no se le ocurrió que reaccionarían amotinándose.

—No le deseo mal alguno a la venerable dama —comentó Tamanier, al tiempo que hacía una leve inclinación—. Os diré, sin embargo, que jamás se mostrará arrepentida… ni siquiera para lograr la libertad. Miritelisina cree que, permaneciendo en prisión, servirá de ejemplo a otros que desean ayudar a los refugiados.

Nirakina dio un suave apretón al brazo del joven cortesano.

—¿Y cuál es tu opinión, Tam? ¿De parte de quién estás?

—¿De verdad tenéis que preguntarlo? No hace mucho, yo era uno de esos pobres desdichados: sin hogar, sin dinero, despreciado por la sociedad. Merecen la protección del Orador.

—Tendremos que ver qué podemos hacer para lograrla —contestó, afectuosa, Nirakina.

Entró en sus aposentos, y Tamanier se alejó caminando animoso. Con el apoyo de la esposa del Orador, los colonos notarían pronto la influencia del favor de Sithel. Y, ¿quién sabe?, quizá Miritelisina sería puesta en libertad para reemprender sus buenas obras con los pobres.

Abandonó la torre central de palacio y recorrió a buen paso la galería del ala este. De improviso oyó unas voces. Voces extranjeras. Había vivido entre humanos el tiempo suficiente para entender su lengua.

—… continuar este estúpido juego? —protestaba una voz de mujer, tensa por la emoción.

—Tanto como sea necesario. Es deseo del emperador —respondió una voz varonil.

—¡Lo que tengo que hacer por mi padre! ¡Espero que sepa apreciarlo!

—Está pagando tus deudas de juego, ¿no? —replicó el hombre secamente.

Tamanier sabía que no debía escuchar a escondidas, pero se sentía intrigado. Se quedó muy quieto. Puesto que los humanos estaban en la galería inferior, sus voces llegaban hasta él sin obstáculos por el atrio central.

—No confío en ese Dunbarth —manifestó la mujer—. Cambia de lado como un camaleón cambia de color.

—No está del lado de nadie, salvo el suyo propio. En estos momentos, Thorbardin no está preparada para la guerra, así que intenta enfrentarnos con los elfos, pero he visto su juego.

—Me irrita. Y también el príncipe Sithas. ¡Qué manera de mirar! Se dice que los elfos tienen clarividencia. —La voz de la mujer subió de tono—. ¿Crees que pueda estar leyéndome la mente?

—Cálmate —dijo el hombre—. No creo que pueda hacer eso, pero, si te inquieta, hablaré de ello con nuestro contacto.

Sonaron unos pasos en la galería, al otro lado de donde estaba Tamanier. Este se puso tenso, esperando ser descubierto en cualquier momento. Las voces de abajo interrumpieron su furtiva conversación.

Saliendo de las sombras, en el extremo opuesto de la galería, Tamanier vio al joven clérigo del Fénix Azul, Kamin Oluvai. Ambrodel estaba sorprendido; ¿por qué se encontraba aquí el clérigo? No obstante, Kamin no lo vio a él, por lo que Tamanier aprovechó para retirarse de la barandilla. Los humanos a los que había oído eran, sin lugar a dudas, lady Teralind y Ulvissen, pero ¿qué significaba su extraña conversación?

Las intrigas de la corte eran desconocidas para él. ¿Quién era realmente Teralind? ¿Qué ocultaba? ¿Quién era el «contacto» al que se había referido Ulvissen? ¿Sería el traidor del que el Orador había hablado en la cena de la otra noche?

Tamanier se alejó presuroso; tenía que decírselo a alguien y la habitación de Sithas estaba cerca. Una vez tomada esta decisión, el joven cortesano se sintió aliviado; sin duda, el príncipe sabría qué hacer.