18
En el bosque, Año del Carnero (2215 a. C.)

Se siguieron produciendo cambios en Alaya. Los dedos de los pies y de las manos, y después las puntas de los codos, adquirieron un tono verde claro. No sentía dolor ni perdió movilidad, pero sí parecía sufrir una merma gradual en su percepción. Su oído, antes tan aguzado, se volvió más y más obtuso. Otro tanto ocurrió con su insólita capacidad visual. Su andar sigiloso se tornó lento y torpe.

Al principio se mostraba irascible con los cambios, pero se apaciguó de manera gradual. Las cosas que el Señor del Bosque le había dicho durante su larga ausencia, lejos de Kith-Kanan, tenían más sentido ahora, según ella. Alaya creía que estos cambios eran el precio que había que pagar por su vida en común con el príncipe. Y, aunque lamentaba la pérdida de su prodigiosa agilidad y su destreza en la caza, su nueva vida la colmaba de felicidad.

El invierno era largo y, como el bosque ya no estaba bajo el dominio de Alaya, muy duro. Ella y Kith-Kanan salían a cazar diariamente, salvo si nevaba. A veces tenían éxito; había conejos y faisanes y algún que otro ciervo. Pero más a menudo habían de recurrir a las reservas de frutos secos y bayas recogidos por Mackeli. A medida que sus estómagos encogían y sus cinturones estaban más apretados, la conversación disminuyó también. Cuando el viento aullaba fuera y la nieve se amontonaba tanto que costaba trabajo abrir la puerta, los tres se sentaban en el interior del tronco hueco, cada uno de ellos encerrado en sus propios pensamientos. Pasaban días sin que ninguno pronunciara una sola palabra.

También Mackeli estaba cambiando, aunque su metamorfosis era más comprensible. Había llegado a una época en la vida de un elfo joven en que las limitaciones físicas de la infancia daban paso a las formas de adulto. Comparados con la gran longevidad de un elfo, estos cambios se producían con bastante rapidez. Incluso sin abundancia de comida, creció en estatura y en fortaleza, se volvió más inquieto… y a menudo descortés también. La impaciencia del muchacho era tal que Kith-Kanan le prohibió acompañarlos cuando salían de caza; su ajetreo espantaba la ya escasa caza.

Mientras su esposa y su amigo sufrían cambios externos, tangibles, Kith-Kanan también lo hizo, pero interiormente, adquiriendo madurez. Sus valores morales habían variado desde su llegada al bosque, indudablemente, y ahora su actitud con respecto a la vida estaba atravesando un cambio fundamental. Toda su vida había jugado a ser príncipe. Puesto que su hermano Sithas era el heredero, Kith-Kanan no tenía verdaderas responsabilidades ni obligaciones serias. Había tomado el entrenamiento militar y la caza como aficiones entretenidas. Había enseñado a Arcuballis algunos trucos y practicado maniobras aéreas. Estas actividades habían acaparado su tiempo y su dedicación.

Pero ahora era diferente. Podía deslizarse por el bosque tan silencioso como un espíritu. Ya no dependía de las habilidades de Mackeli para recolectar ni de la destreza para cazar de Alaya. De hecho, eran ellos quienes dependían de Kith-Kanan más y más. Esta clase de vida era positiva, buena, decidió el príncipe, que ahora bendecía el día en que su padre lo había apartado de Hermathya. Aunque se había sentido atraído por ella, Hermathya tenía mucho más en común con su gemelo: los dos tan correctos, tan en su sitio, tan cumplidores con su deber. Y, con el olvido del resentimiento hacia su padre, surgió una sensación de pérdida. Comprendió que echaba de menos a su familia. Aun así, sabía que su vida estaba en el bosque, no en la ciudad.

Alaya sufrió otro cambio, aunque éste más natural. Estaba embarazada. Los dos contemplaban perezosamente el fuego una noche cuando ella se lo dijo. Al principio, Kith-Kanan se quedó atónito. Su estupefacción dio paso a una alegría desbordante, nacida en el corazón. La abrazó con tanta fuerza que ella lanzó un chillido de protesta. La idea de una nueva vida, que él había contribuido a crear, crecía dentro de su esposa, hacia a Alaya más inestimable para el príncipe. Daba a sus vidas un mayor sentido, más riqueza. La llenó de besos y repitió que la amaba una y otra vez hasta que Mackeli, refunfuñando, les dijo que se callaran y lo dejaran dormir.

Llegó el día, no mucho después, en que los primeros carámbanos empezaron a derretirse en las ramas desnudas del roble. Salió el sol, y lució durante una semana, y todo el hielo que cubría el árbol se licuó. La nieve retrocedió a las zonas sombrías que bordeaban el claro.

Salieron del roble, parpadeando por la resplandeciente luz del sol. Era como si éste fuera el primer día soleado que vieran en sus vidas. Alaya se movía envarada y se frotaba los brazos y los muslos. Para entonces, sus manos y sus pies, en su totalidad, tenían un tinte verde.

Kith-Kanan se paró en el centro del claro, con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia el cielo. Mackeli, que ahora era casi tan alto como el príncipe, brincaba de un lado a otro como un ciervo, aunque sin la gracilidad del animal, desde luego.

—Nunca habíamos tenido un invierno así —comentó Alaya mientras contemplaba la nieve que todavía rodeaba la base de los árboles.

—Si el buen tiempo aguanta, la caza será buena —afirmó Kith-Kanan con seguridad—. Todos los animales que han hibernado saldrán de sus madrigueras.

—¡Libres! ¡Ja, ja, libres! —gritaba alegre Mackeli.

El muchacho cogió a Alaya de las manos e intentó bailar y dar vueltas con ella. La elfa se resistió y retiró las manos con un gesto de dolor.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupado, Kith-Kanan.

—Estoy entumecida y tengo dolores —se quejó. Dejó de frotarse los brazos y adoptó una postura más erguida¬—. Me libraré del frío que se me ha metido en los huesos, no te preocupes.

La novedad, aunque no el deleite, de este primer día primaveral pasó, y el trío regresó al roble para comer. Para celebrar la benignidad del día, Kith-Kanan descolgó la última pierna de venado. El príncipe había estado enseñando a Arcuballis a cazar y volver con lo que hubiese conseguido. El grifo podía cubrir mucho más terreno que ellos, y le había cogido gusto con cada cacería. La última vez, había traído el ciervo que Kith-Kanan estaba preparando ahora.

El príncipe sacó a Arcuballis de su cobertizo de cuero y, mediante silbidos y palabras de ánimo, envió al animal a una nueva expedición. Cuando el grifo se perdió de vista, Kith-Kanan preparó un fuego en el exterior, cosa nada fácil ya que la leña estaba húmeda. Cortó un buen trozo de la pata ahumada, dura. Mientras se cocinaba, Mackeli salió con sus viandas acostumbradas: raíz de maranta machacada, nueces, arándanos secos y arroz silvestre. Bajó la vista al surtido pardusco de su cesto, y luego miró el trozo de venado, cuya grasa siseaba al caer sobre el fuego. Se acuclilló al lado de Kith-Kanan, que daba vueltas a la carne pinchada en un burdo espetón.

—¿Puedo comer un poco? —preguntó Mackeli titubeante. Kith-Kanan lo miró sorprendido—. Huele estupendamente. Aunque sea un pedacito pequeño, ¿eh? —suplicó el muchacho.

Kith-Kanan cortó una fina lonja de carne, la pinchó con la daga y la echó al cesto de Mackeli. El muchacho elfo la cogió con los dedos, anhelante…, y la dejó caer con presteza. Estaba muy caliente. Kith-Kanan le dio una rama afilada, con la que Mackeli enganchó la lonja de carne y la acercó a su boca. Una expresión de profunda concentración asomó a su semblante mientras masticaba.

—¿Te gusta? —inquirió el príncipe.

—Bueno, sabe diferente. —La lonja había desaparecido—. ¿Puedo comer otro poco?

Kith-Kanan se echó a reír y cortó un trozo más grande. Alaya salió del árbol, arrastrando las pieles y las ropas de cama para ponerlas al sol. Las líneas rojas y amarillas que se había pintado en la cara resaltaban el verde de sus ojos, ya de por sí llamativo. La mujer miró a los dos elfos agachados junto al fuego y vio que Mackeli estaba comiendo un trozo de venado. Corrió hacia allí y le hizo soltar la carne de un manotazo.

—¡Te está prohibido comer carne! —exclamó acalorada.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién me lo prohíbe? ¿Tú? —demandó, desafiante, Mackeli.

Kith-Kanan se levantó para separarlos, pero tanto el muchacho como Alaya lo apartaron de un empellón, y cayó despatarrado en el césped, sin salir de su asombro.

—¡Tú no cazaste el animal, Keli, así que no tienes derecho a comerlo! —dijo Alaya enfurecida.

—¡Tampoco lo cazaste tú! ¡Fue Kith! —replicó el muchacho.

—Eso es diferente. Kith es un cazador, y tú sólo eres un crío. Sigue con tus frutos secos y tus bayas. —El «crío» al que Alaya reprendía colérica le sacaba ahora casi dos palmos de altura.

—¿Es que estás ciega? —argumentó Mackeli—. Nada es igual a como era antes. Los espíritus del bosque te han dado la espalda. Ya no sabes moverte con sigilo ni agilidad, y has perdido la agudeza de tus sentidos. ¡Te has puesto verde! Yo he crecido y soy más fuerte. Puedo disparar un arco. Tú… —Mackeli estaba tan rabioso que escupía al hablar—, ¡tú ya no perteneces al bosque!

Entre las líneas pintadas que los bordeaban, los ojos de Alaya se desorbitaron. Levantó la mano y propinó un violento puñetazo a Mackeli en la cara. El muchacho cayó cuan largo era. Kith-Kanan decidió que las cosas habían llegado demasiado lejos.

—¡Vosotros dos, basta ya! —bramó.

Alaya se había adelantado con la intención de golpear a Mackeli otra vez, pero Kith-Kanan la empujó a un lado. Ella se puso tensa y, por un instante, el príncipe pensó que iba a golpearlo a él. Al cabo de un momento, la cólera la abandonó y se retiró unos pasos.

Kith-Kanan ayudó al muchacho a levantarse; un hilillo de sangre escurría de la nariz de Mackeli.

—Sé que hemos estado encerrados demasiado tiempo en un espacio muy reducido, pero no hay razón para pelearse —dijo Kith-Kanan con severidad—. Mackeli se está haciendo adulto, Lay, y no puedes coartarlo. —Se volvió hacia el muchacho, que se limpiaba la sangre de la nariz con la manga—. Y tú no tienes derecho a decirle esas cosas. Ni siquiera el Señor del Bosque ha dicho que Alaya ya no pertenece a las frondas. De manera que contén la lengua, Keli. Si deseas ser guerrero, debes aprender a controlarte.

De improviso, se oyeron unas manos que aplaudían a sus espaldas, y una voz exclamó:

—¡Bien dicho!

Kith-Kanan, Alaya y Mackeli se volvieron bruscamente. Una veintena de hombres, armados con espadas y ballestas, flanqueaba el roble hueco. De pie junto a la puerta, vestido con ropas elegantes pero de un color carmesí poco práctico en el bosque, se encontraba el semihumano, Voltorno…, tan sano y fuerte como nunca, a juzgar por las apariencias.

—¡Tú! —siseó Alaya.

—No mováis ni un solo dedo —advirtió con voz susurrante Voltorno—. Detestaría tener que atravesaros después de una representación tan conmovedora. Merecía haberse interpretado en la mejor sala de espectáculos de Daltigoth. —Hizo un gesto con la cabeza, y los humanos se desplegaron cautelosos, rodeando al trío.

—Así que sobreviviste a la herida —dijo Kith-Kanan desabrido—. Qué pena.

—Si —repuso el semihumano con tranquila seguridad—. Teníamos un sanador de primera fila en el barco. Regresamos a Ergoth, donde informé de vuestra intromisión en nuestro trabajo. Se me encomendó que regresara y me encargara de vosotros.

Voltorno se echó atrás la capa corta, dejando a la vista la empuñadura de una espada finamente trabajada. Se acercó a Alaya y la miró de arriba abajo.

—Un poco agreste, ¿no? —le dijo a Kith-Kanan con mordacidad. Luego se volvió hacia Mackeli—. ¿Es posible que éste sea aquel niño salvaje? Vaya, has crecido, ¿eh? —Mackeli mantenía las manos pegadas a los costados, pero su respiración era agitada. Voltorno le dio un suave empujón con la mano enguantada—. Fuiste tú quien me disparó —dijo, sin perder la sonrisa placentera—. Tienes una cuenta pendiente conmigo por eso. —Volvió a empujar a Mackeli.

Kith-Kanan se dispuso a saltar sobre Voltorno pero, como si hubiese leído el pensamiento del príncipe, el semihumano ordenó a sus hombres: —Si alguno de los dos se mueve, matadlos a ambos.

Voltorno aferró la empuñadura dorada de su espada y desenvainó la fina hoja de la funda. Sostuvo el arma por la hoja; el pomo de la empuñadura se balanceó arriba y abajo, a escasos centímetros del pecho de Mackeli. El muchacho miraba fijamente el arma mientras retrocedía; sus talones se hundieron en los restos de nieve, y por fin su espalda chocó en un árbol al borde del claro.

—¿Adónde irás ahora? —preguntó Voltorno, con los grises ojos centelleándole.

Kith-Kanan aprovechó que la atención de los arqueros estaba puesta en el semihumano para sacar su daga del cinturón. El príncipe elfo reparó en que a sus espaldas había sólo un hombre, a unos dos metros y medio de distancia. Dio un leve codazo a Alaya. Ella no lo miró, pero también le dio con el codo.

Kith-Kanan giró sobre sus talones y arrojó la daga al arquero. La templada hoja elfa atravesó la chaqueta de cuero del hombre, quien, sin articular sonido alguno, cayó de espaldas, muerto. Kith-Kanan echó a correr hacia la izquierda, en tanto que Alaya lo hacía hacia la derecha. Los humanos empezaron a gritar y a disparar. Los que estaban a la izquierda tiraron contra Alaya, y los de la derecha, contra Kith-Kanan. El resultado fue que los proyectiles de unos alcanzaron a los otros.

Aproximadamente la mitad del grupo estaba fuera de combate, derribada por sus propios compañeros. Kith-Kanan se zambulló de cabeza al suelo embarrado y rodó sobre sí mismo hacia donde estaba tendido el hombre que había matado con su daga. La ballesta del humano se había descargado al golpearse contra el suelo. Kith-Kanan sacó un dardo de la aljaba del hombre muerto y se afanó en amartillar la ballesta.

Alaya también se echó al suelo y, mientras caía, sacó su cuchillo de sílex. Estaba por lo menos a diez metros de Mackeli y los arqueros, que recargaban sus armas. El muchacho reaccionó al tumulto intentando arrebatar la espada a Voltorno, pero el semihumano era demasiado rápido para él. En menos que se tarda en contarlo, Voltorno había agarrado el arma por la empuñadura y arremetía contra Mackeli. El muchacho se agachó, y la afilada hoja se hincó en el árbol.

—¡Cogedlos! ¡Matadlos! —gritó Voltorno.

Mackeli corrió a lo largo del borde del claro escudándose en los árboles. Los dardos pasaban silbando muy cerca de él.

Al otro lado del calvero, Alaya se escabullía por el húmedo césped gateando sobre los codos y las puntas de los pies. Aprovechando que los arqueros concentraban sus disparos en Mackeli, se incorporó y saltó sobre la espalda del hombre que estaba más cerca. Sus movimientos no eran tan ágiles como tiempo atrás, pero su cuchillo de sílex seguía siendo tan letal como siempre. Uno de los hombres, herido por un dardo, se las arregló para sentarse y apuntar con la ballesta a la espalda de Alaya. Por fortuna, Kith-Kanan fue más rápido y lo alcanzó antes de que pudiera disparar.

Mackeli se había zambullido en el bosque. Varios de los humanos supervivientes corrieron tras él, pero Voltorno les ordenó que regresaran.

Alaya también buscó refugio en la fronda. Corrió sólo una docena de metros, más o menos, antes de echarse al suelo. En cuestión de segundos, estaba enterrada bajo las hojas. Dos humanos pasaron justo por delante de su escondrijo, sin verla.

Kith-Kanan intentó amartillar la ballesta por segunda vez. Sin embargo, al estar sentado, no le resultó fácil; el arma era demasiado rígida. Antes de que consiguiera enganchar la cuerda en el seguro de la nuez, Voltorno se plantó a su lado y le apuntó con noventa centímetros de acero ergothiano.

—Suéltala —ordenó el semihumano. Al ver que Kith-Kanan vacilaba, apretó la punta de la espada contra la mandíbula del príncipe. Este sintió fluir la sangre mientras tiraba la ballesta—. Tus amigos han vuelto a sus antiguas costumbres —dijo Voltorno con desprecio—. Han huido dejándote atrás.

—Estupendo —repitió Kith-Kanan—. Al menos, estarán a salvo.

—Tal vez. Pero tú, amigo mío, no has salido del apuro.

Los ocho humanos supervivientes se apiñaron a su alrededor. Voltorno les hizo una seña con la cabeza, y ellos obligaron a Kith-Kanan a levantarse, en tanto le propinaban patadas y puñetazos. Lo llevaron hasta el extremo del claro por donde habían llegado; allí habían dejado sus pertrechos. Voltorno sacó un juego de grilletes para las muñecas y los tobillos, y encadenó a Kith-Kanan de pies y manos.

Alaya se alejó del claro, abriéndose paso bajo las hojas como una serpiente. Anteriormente, lo habría hecho sin alterar ni una sola hoja en la superficie; ahora, al oírse a sí misma avanzando, se comparó a una horda de humanos. Por fortuna, Voltorno y sus hombres estaban ocupados al otro lado del calvero.

Cuando estaba a bastante distancia, apartó las hojas y salió; el suelo estaba frío y húmedo, y la elfa tiritó.

Deseaba regresar de inmediato y liberar a Kith-Kanan, pero sabía que no conseguiría sorprender a los humanos otra vez. Sola, no. Tendría que esperar a que se hiciera de noche.

Una ramita chascó detrás de ella, a su derecha. Apartó a patadas las hojas que le cubrían las piernas y se volvió hacia el sonido. Mackeli estaba apretado contra un árbol, a cinco metros de distancia.

—Haces mucho ruido —criticó Alaya.

—Y tú estás sorda. Pisé otras cuatro ramas antes de ésta —repuso el muchacho fríamente.

Fueron al encuentro uno del otro. La hostilidad existente entre ellos por la mañana había desaparecido, y se abrazaron.

—¡Nunca te había visto correr así! —reconoció la elfa.

—Hasta yo me sorprendí —admitió Mackeli—. Haber crecido parece tener ciertas ventajas. —Bajó la mirada hacia su hermana y añadió de corazón—: Lamento lo que te dije.

—Sólo repetiste lo que yo misma he pensado cientos de veces —confesó—. Ahora hemos de pensar en Kith. Podemos acercarnos después de oscurecer y rescatarlo…

Mackeli la cogió por los hombros y, dejándose caer en el suelo, tiró de ella para que se sentara a su lado.

—¡Chist! ¡No hables tan alto! Lay, tenemos que actuar con astucia en este asunto. Hace un año podríamos habernos aproximado a hurtadillas y liberar a Kith, pero ahora somos demasiado lentos y ruidosos. Tenemos que pensar, utilizar más la cabeza.

—No necesito pensar para saber que mataré a ese Voltorno —insistió la elfa con gesto ceñudo.

—Lo sé, pero es un tipo peligroso. Utilizó magia cuando combatió con Kith-Kanan, y es muy listo y muy cruel.

—Está bien, ¿qué vamos a hacer entonces?

Mackeli echó un rápido vistazo a su alrededor.

—Esto es lo que he pensado…

Una vez que hubo registrado y saqueado el tronco hueco del roble, Voltorno hizo que sus hombres instalaran trampas alrededor del claro, supervisando él mismo el trabajo. En el sendero marcado en la hierba esparcieron abrojos, unas piezas de hierro con varias puntas, una de las cuales siempre queda hacia arriba, utilizadas para detener caballos lanzados a la carga. Con el calzado y las polainas de cuero que Alaya y Mackeli llevaban, resultarían mortíferos.

En la hierba que crecía alrededor del roble, colocaron cepos de dientes aserrados y cargados con un muelle tenso, del tipo que los humanos utilizaban a veces para cazar lobos. También instalaron cordeles tensados que, al topar con ellos, disparaban dardos de ballestas. Incluso con la última luz de la tarde, las trampas eran difíciles de ver. Kith-Kanan se estremeció al presenciar estos diabólicos preparativos, y oró fervientemente para que Alaya no hubiese perdido por completo su capacidad para oler el metal.

Cayó la noche, y el frío regresó lo bastante intenso para recordar a los asaltantes que el verano no estaba a la vuelta de la esquina. Kith-Kanan tiritaba con el relente; vio que los hombres de Voltorno se arropaban en las cálidas pieles de Alaya.

El semihumano se acercó con un plato de latón lleno de guisado y tomó asiento en un tronco, frente al príncipe.

—Me sorprendió un poco encontrarte todavía aquí —dijo. Bebió un trago de cerveza de una taza de latón. A pesar de estar sediento, Kith-Kanan encogió la nariz en un gesto de asco; era una bebida que ningún elfo de verdad probaría siquiera—. Cuando regresé a Daltigoth, hice averiguaciones sobre ti: un silvanesti que vivía en los bosques como uno de esos salvajes pintarrajeados. Escuché una historia muy rara en los salones del palacio imperial.

—No te creo —replicó Kith-Kanan, con la vista prendida en la hoguera que ardía a cierta distancia del roble hueco—. No creo que los humanos te permitan entrar en el palacio imperial. Incluso la realeza humana tiene bastante sentido común para impedir que la basura callejera ensucie sus casas.

Con el semblante contraído por la cólera, Voltorno arrojó una cucharada de estofado caliente a la ya maltratada cara de Kith-Kanan. El príncipe elfo dio un respingo de dolor y, a despecho de tener las manos atadas, consiguió limpiarse el ardiente líquido con el hombro de la túnica.

—No me interrumpas —advirtió Voltorno con actitud malévola—. Como iba diciendo, escuché una historia muy rara. Al parecer, un príncipe de Silvanesti, el hermano del actual heredero del trono, abandonó la ciudad, desacreditado. Desenvainó un arma en la sacrosanta Torre de las Estrellas o alguna estupidez por el estilo. —Voltorno se echó a reír y añadió—: Parece ser que el padre casó a la amada del príncipe con su hermano.

—Qué historia tan triste —comentó Kith-Kanan procurando no acusar ninguna emoción. Le dolían los hombros por la postura forzada, encorvado hacia adelante. Movió un poco los pies, haciendo que las cadenas tintinearan.

—Tiene un cierto toque épico —se mostró de acuerdo Voltorno, en tanto removía el guisado—. Y pensé para mis adentros: qué trofeo tan valioso sería ese príncipe. ¡Imagina la recompensa que pagaría su familia por él!

—Estás muy equivocado si crees que puedes hacerme pasar por un príncipe —declaró Kith-Kanan, sacudiendo la cabeza—. Soy silvanesti, sí… Un guerrero al que las quejas incesantes de su esposa empujaron al bosque en busca de paz y tranquilidad.

Voltorno rió de buena gana.

—Oh, ¿sí? No te esfuerces, mi regio amigo —dijo—. He visto retratos de la familia real de Silvanesti, Tú eres ese hijo trotamundos.

Un chillido estridente hendió el aire de la noche. Los humanos echaron mano de sus armas, y Voltorno se volvió presuroso hacia sus hombres para tranquilizarlos.

—Mantened los ojos bien abiertos —les advirtió—. Puede ser una maniobra para distraer nuestra atención.

Una tea ardiente llegó volando por el aire, girando sobre sí misma y soltando a su paso chispas y ascuas. Cayó en la hierba, a seis metros del roble, tocó una de las cuerdas tensadas y una ballesta se disparó con un golpe sordo.

—¡Aaaauuuu! —llegó un penetrante lamento desde los oscuros árboles. Los humanos empezaron a cuchichear entre ellos.

Otra tea encendida entró volando en el claro, procedente del extremo opuesto del bosque. La siguió una tercera, a varios metros de la anterior. Y una cuarta, a otros cuantos metros de ésta.

—¡Nos tienen rodeados! —gritó uno de los hombres.

—¡Silencio! —ordenó Voltorno.

Pisando con cuidado para eludir los abrojos, el semihumano entró en el sendero central. Los hombres se apiñaron cerca de él, en un cerrado círculo, de cara al perímetro del claro. Desde su posición, inmovilizado por las cadenas, Kith-Kanan esbozó una lúgubre sonrisa.

Una figura apareció al final del sendero, enarbolando una rama ardiente. Voltorno desenvainó la espada. La figura se detuvo donde empezaban los abrojos, a unos cuatro metros de distancia del semihumano. La antorcha que llevaba Voltorno iluminó el semblante de Alaya. Su rostro y sus manos estaban pintados de negro, y una única línea roja se extendía verticalmente desde su frente, a lo largo de la nariz y sobre la barbilla, hasta la base del cuello.

Voltorno se volvió hacia sus hombres.

—¿Veis? Sólo es la chica —dijo jactancioso. Giró de nuevo hacia Alaya—. ¿Dónde está el muchacho? ¿Escondido? —preguntó con sorna.

—Habéis entrado en las frondas agrestes por segunda vez consecutiva. Es más que de sobra —manifestó Alaya—. Ninguno de vosotros saldrá vivo de aquí.

—Que alguien le dispare —ordenó Voltorno con tono aburrido, pero los humanos parecían hipnotizados y ninguno se movió. El semihumano dio un paso hacia la mujer y afirmó—: Serás tú quien muera, chica.

—Entonces, entrad en el bosque y encontradme —repuso Alaya—. Disponéis de ballestas y espadas. Yo sólo tengo un cuchillo de sílex.

—Sí, sí, muy tedioso. Te gustaría que deambuláramos por el bosque de noche, ¿verdad? —comentó Voltorno mientras daba otro paso hacia ella.

—Ya es demasiado tarde —advirtió la elfa—. Moriréis todos vosotros, uno tras otro.

Sin más, Alaya desapareció en la noche.

—Qué melodramática —rezongó el semihumano, en tanto regresaba hacia la hoguera—. Supongo que no podemos esperar otra cosa de un par de salvajes.

—¿Por qué no utilizaste tu gran magia, Voltorno? —preguntó, sarcástico, Kith-Kanan.

—Nuestro jefe tiene que estar muy cerca del que… —empezó a explicar uno de los aterrados humanos, pero su servicial aclaración se cortó bruscamente cuando Voltorno lo abofeteó. El humano cayó despatarrado al suelo, sangrando por la boca.

Ahora lo entendía Kith-Kanan. El repertorio mágico de Voltorno era, probablemente, muy limitado. Quizá disponía sólo del hechizo de aturdimiento que había utilizado en el duelo con él. Y, además, tenía que estar muy cerca del que quería hechizar, motivo por el que había intentado aproximarse a Alaya.

A la mañana siguiente, Kith-Kanan se despertó entumecido y atontado. El frío le había penetrado en los huesos, y las cadenas, sujetas a una estaca, no le permitían descansar con comodidad. Intentaba aliviar los calambres que le agarrotaban las piernas cuando un chillido de puro terror resonó en el claro. El príncipe se volvió sobresaltado hacia el sonido.

Uno de los guardias humanos miraba fijamente el petate de uno de sus compañeros; tenía la faz muy pálida, y estaba boquiabierto. Habría lanzado otro chillido, pero Voltorno llegó a su lado y lo apartó de un empellón.

El semblante del semihumano también reflejó una gran impresión cuando bajó la vista hacia el petate.

—¡Jefe! ¡Le han cortado el cuello a Gernian! ¿Cómo? —balbuceó el humano que había chillado.

El semihumano se volvió bruscamente hacia su frenético subordinado y le ordenó que se callara. Todos los humanos rodeaban ahora a su camarada muerto. Todos se hacían las mismas preguntas: ¿cómo Alaya y Mackeli habían matado al hombre sin ser vistos por los centinelas? ¿Cómo habían pasado entre las trampas? Voltorno se había puesto nervioso, y los humanos estaban al borde del pánico.