17
Alojado con un caballero
La lluvia, que caía de costado con el empuje del viento, azotaba a los elfos que se encontraban en el muelle, en la margen del río. La orilla opuesta del Thon-Thalas no se veía, y el propio río se agitaba con las tumultuosas olas levantadas por la tormenta. A través de este caos, la gran barcaza se zarandeaba, arrastrada, como antes, por una tortuga gigante.
Cuanto más lo pensaba Sithas, más convencido estaba de que el temporal no era natural. Sus sospechas recaían en los humanos de Ergoth, que aguardaban al otro lado del río. Se sabía que su emperador tenía a su servicio un cuerpo militar compuesto por poderosos hechiceros. ¿Esta violenta tormenta prematura era consecuencia de alguna terrible magia humana?
—¡Alteza, no deberíais correr el riesgo de hacer esta travesía! —advirtió el comandante de la escolta que aguardaba junto a Sithas.
El príncipe se arrebujó en la empapada capa, ciñéndola al cuello.
—El embajador de Ergoth me espera, capitán —repuso. La tortuga giró en contra de las olas, que rompieron en verdes torrentes por encima de la enorme concha abovedada—. Es importante que demostremos a estos humanos que somos los dueños de nuestro propio destino —continuó Sithas con tono impávido—. El pretor Ulwen no espera que nos aventuremos a salir con esta tormenta para recibirlo. Si no lo hacemos, cuando el temporal amaine podrá explayarse a gusto criticando la pusilanimidad de los elfos. —Sithas se enjugó la lluvia del rostro con la capa húmeda—. No les cederé esa ventaja a los humanos, capitán.
El moreno kalanesti no parecía muy convencido.
La barcaza ya estaba muy cerca. El sólido casco de madera levantó una ola entre él y el muelle. Dicha ola, de unos tres metros de altura, rompió sobre Sithas y su escolta y los empapó más aún. Los guardias maldijeron y rezongaron, moviéndose a un lado y a otro del muelle. Sithas permaneció imperturbable, con el pálido cabello chorreando sobre su capa esmeralda.
—¡No puedo atracar con este oleaje, alteza! —gritó el jefe del transbordador desde cubierta.
Sithas se volvió hacia el capitán de su escolta.
—Seguidme —ordenó. Sithas se echó atrás la capa y recogió el repulgo, como para no enredarse las piernas con la prenda. Retrocedió unos pasos, tomó impulso con una corta carrera, y saltó sobre el hueco que había entre el muelle y la oscilante barcaza. El príncipe alcanzó la cubierta del lanchón, rodó sobre sí mismo, y se puso de pie. Los soldados lo miraban boquiabiertos por el asombro.
—¡Vamos! ¿Qué sois, guerreros o granjeros? —los increpó Sithas.
El capitán cuadró los hombros. Si el heredero del trono iba a provocar su propia muerte, entonces él también moriría. Una vez que el capitán hubo saltado, él y Sithas tomaron posiciones para agarrar a los soldados a medida que iban aterrizando en la barcaza.
La cubierta del transbordador subía y bajaba como el pecho de una enorme bestia. Cuando todos estuvieron a bordo sanos y salvos, el jefe del transbordador hizo sonar el cuerno. La impasible tortuga gigante empezó a nadar alejándose de la orilla.
La lluvia azotaba inclemente a los viajeros. Los embornales rebosaban agua, y toda clase de desperdicios eran arrastrados atrás y adelante sobre la cubierta del transbordador. Los violentos embates se atenuaron a medida que el lanchón alcanzaba aguas más profundas, en el centro del río. Aquí, el peligro eran las corrientes y los remolinos, ya que el viento soplaba en dirección contraria al curso natural del río. Las gruesas cadenas que aseguraban la barcaza a la tortuga de arrastre chasqueaban con fuerza, primero a babor y después a estribor. El gigantesco reptil se bamboleaba con estos golpes, que a veces le levantaban alguna de las verdes patas por encima de la superficie. Como respondiendo a este desafío con todas sus fuerzas, la tortuga agachó la cabeza y tiró con más vigor en dirección a la orilla occidental. El capitán de la escolta avanzó con denuedo hacia Sithas para informarle.
—Mi señor, está entrando mucha agua en la embarcación. Las olas rompen por encima de los costados.
Imperturbable, el príncipe preguntó al jefe del transbordador qué podían hacer.
—Achicad —fue la lacónica respuesta.
Los soldados se pusieron de rodillas y formaron una cadena, en la que un yelmo lleno pasaba de elfo en elfo hacia el lado de sotavento, volviendo ya vacío al primero en la línea de achique.
—¡Ahí está la orilla! —anunció el jefe del transbordador.
Sithas escudriñó a lo lejos, a través de la lluvia, y distinguió una borrosa mancha gris al frente. Lentamente, la línea de la ribera se hizo más nítida. Sobre el pequeño cerro desde el que se dominaba el embarcadero se levantaba una gran tienda. Un estandarte ondeaba en el remate central.
Sithas escupió el agua de la lluvia y se arrebujó de nuevo en la capa. A despecho de su exigencia de ser recibidos y conducidos a la ciudad de inmediato, los humanos habían acampado para pasar allí la noche. Ya habían conseguido que el hijo del Orador fuera de acá para allá, a su antojo, como si fuera una marioneta. Semejante arrogancia hizo que a Sithas le hirviera la sangre, pero era consciente de que no ganaría nada irrumpiendo en la tienda del embajador en un arrebato de cólera.
Contempló fijamente la tortuga y luego un poco más al frente, al suave declive de la ribera. Tras hacer un firme gesto de asentimiento con la cabeza para sí mismo, Sithas avanzó tambaleándose sobre la inestable cubierta hacia donde los soldados seguían arrodillados, achicando agua con los yelmos. Les advirtió que se agarraran bien cuando la barcaza llegara a la orilla y que estuvieran preparados para una sorpresa. Cuando Sithas comunicó al jefe del transbordador su idea, éste, a pesar del cansancio de bregar con la tormenta, sonrió.
—¡Lo haremos así, mi señor! —repuso y se llevó el cuerno a los labios. En el primer intento, en lugar de un resonante trompetazo, por la boca del instrumento salió un chorro de agua. Maldiciendo, golpeó el cuerno contra el refuerzo de proa, y probó de nuevo. La nota exhortadora resonó sobre el fragor de la tormenta. La tortuga nadó recto, arrastrando la barcaza hacia un lado del muelle que había al frente. El cuerno sonó una vez más, y la tortuga levantó la enorme cabeza verde. Sus ojos, de un tono amarillo apagado, parpadearon rápidamente para librarse de la lluvia.
Había media docena de figuras encapuchadas en el muelle, aguardando. Sithas dedujo que eran los desafortunados guardias del embajador ergothiano, a quienes habían ordenado esperar bajo la lluvia por si acaso los elfos se dignaban aparecer. Cuando la barcaza se desvió hacia un lado, se movieron en fila e intentaron situarse frente al transbordador que se aproximaba. El vientre de la tortuga rozó contra el fango, y su concha, de seis metros de altura, salió del agua. Los humanos se dispersaron en todas direcciones ante la aterradora aparición de la tortuga. Los guerreros elfos prorrumpieron en estruendosos vítores.
El jefe del transbordador lanzó un toque vibrante con el cuerno, y la tortuga hundió las macizas patas en la cenagosa orilla. La ribera era ancha y el ángulo del declive muy suave, de manera que la gigantesca bestia no tuvo problemas para salir del agua. El aguacero arrastró enseguida el barro que la cubría, y la tortuga empezó a remontar el declive.
La proa de la barcaza tocó suelo firme, y todo el mundo a bordo fue arrojado sobre la cubierta. El jefe del transbordador se incorporó de un brinco y repitió el toque de cuerno. Ahora, las cuatro patas de la tortuga estaban fuera del agua, y el reptil siguió ascendiendo la cuesta. Mientras se levantaba del suelo, Sithas tuvo que contenerse para no soltar una risa triunfal. Desde su posición aventajada, veía a los humanos corriendo espantados ante la aparición de la tortuga.
—¡Deteneos! —gritó tajante—. ¡Soy el príncipe Sithas de Silvanesti! ¡He venido a dar la bienvenida a vuestro embajador!
Algunas de las figuras, cubiertas con capas grises, se frenaron. Otras siguieron corriendo. Un humano, que lucía un penacho de oficial en su alto yelmo de forma cónica, se acercó cauteloso hacia el lanchón desembarcado en la playa.
—Me llamo Endrac, y soy el capitán de la escolta del embajador. Mi señor se ha retirado ya a descansar —contestó gritando a Sithas.
—¡Entonces ve y despiértalo! La tormenta puede durar un día más, así que ésta es la mejor oportunidad que tiene tu señor de llegar a la ciudad sin sufrir un evitable, pero importante, retraso.
Endrac alzó las manos y empezó a remontar el declive. No iba mucho más deprisa que la tortuga, obstaculizado con el peso de la armadura. El gigantesco reptil avanzaba cuesta arriba, inexorable, arrastrando tras de sí la barcaza. Los guerreros estaban realmente impresionados por la hazaña de la bestia, pues el transbordador pesaba muchas toneladas.
Brillaron unas antorchas en lo alto del cerro, alrededor de la ostentosa tienda del embajador ergothiano. Para Sithas fue una gran satisfacción ver toda aquella actividad frenética. Se volvió hacia el jefe del transbordador y le dijo que azuzara a la bestia para que siguiera adelante. El elfo se llevó el cuerno a los labios una vez más y lo hizo sonar.
Era todo un espectáculo, subiendo la ladera del cerro. Las patas de la tortuga, cada una de ellas más grande que cuatro elfos, se hundían en el blando suelo y echaban grumos de barro contra la proa de la barcaza. Las cadenas que sujetaban la bestia a la embarcación rechinaban y tintineaban rítmicamente. El gigante respiraba con profundos jadeos, ya que el esfuerzo empezaba a producir efecto en él.
El terreno se niveló, y el jefe del transbordador dio una señal a la tortuga para que aminorara la marcha. El lanchón se inclinó hacia adelante sobre su fondo plano, y zarandeó a los guerreros elfos. Estos se echaron a reír y, de muy buen humor, instaron al jefe del transbordador a que acelerara otra vez la marcha.
La tienda del embajador se encontraba ya a pocos metros. Un cordón de soldados humanos formaban a su alrededor, con las capas agitadas por el viento. Estaban en posición de firmes, con las picas al hombro. La tortuga se acercó a ellos, imponente. Endrac apareció.
—¡Eh, Endrac! —gritó Sithas—. Más vale que disperses a tus guerreros. Nuestra tortuga no ha comido recientemente y, si la provocáis, podría devorar a tus hombres.
Endrac cedió a la sugerencia, y sus soldados, con gran alivio por su parte, se quitaron rápidamente del camino de la tortuga.
—Bien, jefe del transbordador, mejor será que la refrenes —gritó Sithas.
Un toque de cuerno, breve e imperativo, hizo que la jadeante tortuga se detuviera. En la puerta de la tienda apareció un humano con ropas de civil.
—¿Qué significa todo esto? —demandó.
—Soy Sithas, hijo de Sithel, Orador de las Estrellas. Vuestro embajador dio aviso de que deseaba que se le diera la bienvenida, y aquí estoy. Sería un grave insulto si el embajador no me recibe ahora.
El humano se envolvió en la capa con un gesto brusco, irritado.
—Mil perdones, noble príncipe —repuso, vejado—. Esperad un momento. Hablaré con el embajador.
El humano entró en la tienda.
Sithas puso un pie en el juego de cadenas de babor que iba desde el transbordador a la brida que rodeaba la concha de la tortuga. Los eslabones eran tan gruesos como la muñeca del príncipe. Nadie que no fuera elfo podría haber caminado a lo largo de los cuatro metros y medio de cadena, que se mecía y estaba mojada por la lluvia, pero Sithas lo hizo con facilidad. Una vez que llegó a la parte posterior de la tortuga, le fue posible avanzar con paso rápido sobre el caparazón del animal hasta la cabeza. La tortuga, apacible como todas las de su especie, pasó por alto que el príncipe elfo se encaramara con cautela sobre su cabeza.
El humano reapareció. Así, de cerca, Sithas pudo ver que se trataba de un hombre maduro; su cabello y su barba, de color castaño rojizo, estaban salpicados de canas. Iba ricamente ataviado, al vulgar estilo ergothiano, lo que significaba que sus ropas eran de fuertes tonalidades oscuras, granate y negro, con una torques dorada al cuello, y una capa forrada con pieles.
—¿Bien? —lo apremió Sithas desde su posición aventajada, en lo alto de la cabeza de la tortuga.
—El embajador pregunta si no tenéis inconveniente en entrar a resguardo de la lluvia mientras se realizan los preparativos para partir —dijo el humano en un tono mucho más cortés.
Utilizando los profundos pliegues de la piel del cuello del animal como asideros, Sithas descendió los tres metros y medio que había hasta el suelo. Una vez abajo, alzó la vista hacia la tortuga; un ojo enorme lo observaba benignamente.
La talla del humano superaba la media de su raza. En sus ojos, de color gris, había una expresión de dureza mientras se inclinaba.
—Soy Ulvissen, senescal de Ulwen, pretor del imperio —se presentó con dignidad.
Con un ademán, Ulvissen indicó a Sithas que lo precediera. El príncipe entró en la tienda.
Tenía el tamaño de una casa amplia. La primera habitación a la que entró Sithas representaba el estandarte imperial de Ergoth: un hacha dorada cruzada por una maza, sobre un campo carmesí oscuro. La segunda habitación era más grande y mucho más suntuosa. El suelo estaba cubierto con gruesas alfombras. En el centro de la estancia ardía un fuego sobre un hogar portátil de hierro negro. El humo salía al exterior por una chimenea de metal, fabricada con secciones de tubo de bronce, encajados entre sí. Distribuidos por toda la habitación había sofás y sillas tapizados con terciopelo púrpura. Un arcón grande, rebosante de mapas enrollados, aparecía abierto a la izquierda de Sithas, y a la derecha una mesa cargada con licoreras y botellas. Lámparas de aceite, con globos de cristal, iluminaban la habitación como si fuera de día. El viento aullaba en el exterior, y la lluvia repiqueteaba sobre el techo de seda impermeabilizado.
Una solapa se abrió al fondo de la estancia y por ella entraron cuatro sirvientes musculosos que transportaban una silla suspendida por unas barras, que pasaban a través de los reposabrazos. Sentado en la silla había un humano, mucho mayor que Ulvissen. Su cabeza calva estaba muy hundida entre los hombros; su piel tenía el color de la yema de huevo, y sus ojos, velados por una telilla acuosa, no tenían un color definido. Sithas no necesitaba saber mucho sobre la salud humana para darse cuenta de que era un hombre enfermo.
El príncipe estaba a punto de hablar a este hombre venerable cuando otra persona, una mujer, hizo acto de presencia. Era completamente distinta de la frágil figura sentada en la silla. Alta, ataviada con un vestido de terciopelo de un tono rojo fuerte, tenía el cabello castaño oscuro y le llegaba un poco más abajo de los hombros. Mucho más voluptuosa que cualquier doncella elfa, la mujer humana parecía tener menos de la mitad de años que el hombre de la silla. Cuando habló, lo hizo con voz aterciopelada.
—Bienvenido, príncipe Sithas. En nombre de mi esposo, el pretor Ulwen, os saludo. —Apoyó las manos en el respaldo de la silla del anciano—. Me llamo Teralind denCaer —añadió.
Sithas hizo una leve inclinación de cabeza.
—En nombre de mi padre, el Orador de las Estrellas, os doy la bienvenida, pretor Ulwen y lady Teralind —dijo respetuosamente.
Apartándose de la silla, la mujer fue hacia la mesa donde estaban las licoreras y escanció un líquido blanquecino en una copa alta de cristal.
—No esperábamos que nadie viniera a recibimos hasta que la tormenta hubiese amainado —comentó con un atisbo de sonrisa.
—Recibí al embajador de Thorbardin esta mañana —repuso Sithas—. Lo pertinente es que hiciera lo mismo con el enviado del emperador.
El anciano de la silla aún no había dicho nada, y mantuvo el mutismo mientras Teralind bebía. Luego, la mujer pasó ante Sithas, y el susurro de los pliegues del vestido acompañó su avance. A la luz de las lámparas, sus ojos tenían una exótica tonalidad marrón, oscura como su cabello. Teralind tomó asiento y pidió a Sithas que hiciera otro tanto.
—Disculpadme, señora, pero ¿el pretor se encuentra bien? —inquirió el príncipe con cautela. El anciano había cerrado los ojos.
—Ulwen es muy mayor —contestó ella con un dejo de tristeza—. Y la hora es muy avanzada.
—No puedo evitar preguntarme por qué el emperador no eligió a un hombre más joven para esta misión —aventuró Sithas suavemente.
—Mi esposo es el pretor más antiguo del imperio. Asimismo, es el único miembro del consejo regente que ha tratado con Silvanesti con anterioridad.
—¿Sí? ¿Cuándo fue eso?
—Hace cuarenta y seis años. Antes de que yo naciera, de hecho. Creo que trabajó en lo que se llamó el Tratado de Thelgaard —repuso con aire distraído.
Sithas intentó hacer memoria del oscuro tratado, y sólo consiguió recordar que tenía algo que ver con el comercio de tejidos.
—Lamento no haber tenido el placer de conocer al pretor entonces. Debía de estar ausente —dijo. Teralind miró al elfo de una forma rara. A los humanos les costaba adaptarse a la longevidad de los elfos. Sithas añadió—: Por respeto a la edad del embajador, estaría dispuesto a pasar la noche aquí y escoltaros mañana hasta la ciudad.
—Una sugerencia muy razonable. Ulvissen encontrará un lugar conveniente para que podáis descansar —se mostró de acuerdo Teralind, que se puso de pie—. Buenas noches, alteza —deseó cortésmente, y a continuación chasqueó los dedos.
Los sirvientes levantaron la silla de Ulwen, la hicieron girar con esfuerzo y sacaron al embajador de la estancia.
A Sithas le proporcionaron una cama instalada en un rincón privado de la enorme tienda. El lecho era lo bastante amplio para que durmieran en él cuatro elfos adultos, aunque demasiado blando para el gusto del príncipe. Le parecía extraño que los humanos valoraran la comodidad de un modo tan excesivo.
La lluvia repicaba en el techo de la tienda con un golpeteo rítmico, pero esa circunstancia no ayudó a que el príncipe conciliara el sueño. En cambio, empezó a darle vueltas a su situación con Hermathya. Tendría que esforzarse más para reconciliar sus diferencias, decidió. Sin embargo, el rostro de su esposa no ocupó sus pensamientos mucho rato. Kith-Kanan la desplazó enseguida. Su gemelo habría disfrutado con la pequeña maniobra de Sithas de llevar tortuga y lanchón hasta la misma puerta del embajador.
Kith llevaba mucho tiempo ausente, pensó Sithas. Los separaban muchos kilómetros y muchos meses. Mientras cerraba los ojos, el príncipe sintió el vínculo, débil pero persistente, que siempre había existido entre él y Kith-Kanan, pero ahora se concentró en él. El repiqueteo de la lluvia se hizo más intenso en sus oídos. Era como el latido de un corazón vivo. Empezó a percibir sensaciones: el aroma del bosque, los sonidos de animales nocturnos que ya no poblaban las zonas más civilizadas de Silvanesti. Abrió más su mente, y una avalancha de sensaciones lo invadió.
Vio, como envuelta en sombras, una mujer elfa morena. Era fuerte y estaba profundamente vinculada con el Poder, tanto como se decía que lo estaban los clérigos mayores y el Orador de las Estrellas. Pero la mujer morena formaba parte de un grupo antiguo, diferente de los dioses, pero de grandeza casi equiparable. Sithas tuvo una sensación de hojas verdes, de árboles gigantescos, de estanques de aguas transparentes y remansadas. Y en el interior de esta mujer se libraba una batalla. Estaba intentando separarse del Poder, pero éste no quería soltarla. La razón por la que la mujer deseaba apartarse era también evidente: amaba a Kith, y él la correspondía. Sithas notó ese sentimiento con mucha fuerza.
Una palabra acudió a su mente. Un nombre.
—Alaya —pronunció en voz alta.
El vínculo se rompió al hablar. Sithas se sentó; la cabeza le daba vueltas en un agitado torbellino de impresiones inexplicables, extrañas. Había una pugna encarnizada por la posesión de la elfa morena. La batalla era entre Kith-Kanan y los arcaicos poderes de la naturaleza. La tormenta… La tormenta no era obra de hechiceros humanos, o de ningún otro mago. Era una manifestación de la contienda.
Mientras Sithas se tumbaba de nuevo en el lecho, ridículamente grande, una dolorosa punzada de tristeza conmovió su corazón. La breve conexión había servido para subrayar la enorme distancia que separaba a su gemelo de su hogar.
Sithas comprendió que no debía revelar a nadie lo que había descubierto.