16
Mientras la tormenta se desataba con furia
Qué época tan maravillosa», pensó Kith-Kanan. No sólo tenía su amor por Alaya, cada vez más intenso, y que era lo más dulce que jamás había conocido, sino también su amistad con Mackeli. Se habían convertido en su familia: Alaya, su esposa, y Mackeli, su hijo.
No era, de ninguna manera, una vida ociosa. Siempre había trabajo que hacer, pero también había tiempo para reír, nadar en el estanque, hacer cortas excursiones con Arcuballis, contar historias alrededor de la lumbre por las noches. Kith-Kanan empezaba a comprender a los silvanestis que habían abandonado Silvanost para iniciar una nueva vida en las comarcas desiertas. Los días seguían su propio curso en el bosque. No había calendarios ni relojes. Tampoco había jerarquía social; no había ni ricos ni pobres. Cazabas para ti mismo, proveías a tus propias necesidades. Y no había mediadores interpuestos entre un elfo y los dioses. Contemplando un claro del bosque, o arrodillado junto a un arroyo, Kith-Kanan sentía más cercanos a los dioses de lo que jamás los había sentido en los fríos recintos de mármol de los templos de Silvanost.
Ni clérigos, ni cargas, ni protocolo. Durante mucho tiempo, Kith-Kanan había creído que su vida había acabado el día en que partió de Silvanost. Ahora sabía que había sido un nuevo comienzo.
Con el transcurso de las semanas, la caza empezó a ser más y más escasa. Alaya se marchaba y estaba ausente dos o tres días en ocasiones, y regresaba sólo con un puñado de conejos, ardillas u otras piezas pequeñas. En una ocasión lo único que pudo cazar fueron palomas, una pobre recompensa a los días pasados en el bosque. Nunca había ocurrido algo semejante, según Mackeli. Por lo general, Alaya salía y colocaba alguna trampa, y la supuesta pieza caía prácticamente en ella. Ahora, no se veían animales por ninguna parte. Con la esperanza de aumentar la escasa cacería, Kith-Kanan se esforzó al máximo en desarrollar sus aptitudes en los bosques. Salía de caza a menudo, pero hasta el momento no había traído nada.
Este día, un ciervo solitario se movía lentamente por la espesura, hundiendo profundamente sus pequeñas pezuñas en las hojas secas amontonadas. Movió con nerviosismo su negro hocico cuando el aire trajo olores distantes.
Kith-Kanan, encaramado en la horquilla de un tilo a tres metros sobre el suelo, permanecía inmóvil. Deseaba con todas sus fuerzas que el ciervo no lo oliera ni lo viera. Después, tan despacio como le era posible, el príncipe tensó la cuerda del arco y disparó. Acertó en el blanco. El ciervo huyó dando saltos, pero sólo recorrió unos cuantos metros antes de desplomarse en las hoyas.
Kith-Kanan soltó un grito de triunfo. Ocho meses en el bosque, y ésta era la primera vez que lograba derribar una pieza. Descendió presuroso del árbol y corrió hacia el venado caído. ¡Sí! La flecha había alcanzado al animal justo en el corazón.
Vació las vísceras del animal. Mientras se lo cargaba al hombro, el príncipe cayó en la cuenta de que la sonrisa no se borraba de su rostro. ¡Qué sorpresa se llevaría Alaya!
Soplaba un aire frío y, con la carga de la presa, Kith-Kanan jadeaba lanzando bocanadas de vaho por la boca y la nariz. Caminaba deprisa, haciendo un montón de ruido, pero ahora no importaba. ¡Había cobrado una pieza! Llevaba caminando un rato cuando los primeros copos de nieve empezaron a caer. Una especie de siseo continuo saturaba el bosque, y los leves copos se filtraban entre las ramas desnudas de los árboles. No era una fuerte nevada, pero, mientras el príncipe seguía caminando, las hojas marrones que alfombraban el suelo del bosque adquirieron gradualmente una fina pátina blanca.
Empezó a remontar la cuesta que llevaba al claro, y se encontró con Mackeli en el camino.
—¡Mira lo que tengo! —exclamó Kith-Kanan—. ¡Carne fresca!
—Enhorabuena, Kith. Has trabajado de firme para conseguirlo —dijo el chico, pero un leve ceño le fruncía la frente.
—¿Qué ocurre?
Mackeli lo miró y parpadeó.
—Está nevando.
Kith-Kanan se acomodó mejor el peso del ciervo sobre el hombro.
—¿Qué tiene eso de raro? Después de todo, es invierno.
—No lo comprendes —repuso el muchacho. Cogió el arco y la aljaba de Kith-Kanan y, juntos, subieron el cerro—. Nunca nieva en nuestro claro.
Alcanzaron la cima. El calvero ya estaba cubierto con una ligera capa de nieve. Valiéndose de un hacha de piedra, Kith-Kanan cortó el costillar del ciervo y se lo dio a Arcuballis. Habían instalado al grifo junto al roble hueco, y una cubierta de cueros se extendía desde las ramas para proteger a la montura de las lluvias. La noble cabeza de águila de Arcuballis asomaba por el burdo refugio y la bestia la sacudía repetidamente intentando librarse de los copos de nieve. Kith-Kanan echó la carne a los pies del grifo.
—Este tiempo no es para ti, ¿eh, muchacho? —comentó mientras rascaba el cuello del animal a través del espeso plumaje.
Arcuballis emitió una especie de gruñidos sordos y agachó la cabeza hacia su comida. Kith-Kanan dejó su espada y su daga en un cesto cubierto, dentro del refugio de Arcuballis. Limpiándose los copos de los hombros, se metió en el tronco hueco. Dentro hacía un agradable calorcillo y se estaba cómodo, pero el ambiente estaba cargado. Una pequeña lumbre ardía en el hogar. Mientras el príncipe se sentaba con las piernas cruzadas junto al fuego y se calentaba las manos, Mackeli rebuscó en las reservas de frutos secos que colgaban en lo alto.
Poco después, la puerta de corteza se abrió y apareció Alaya.
—¡Hola! —saludó, alegre, Kith-Kanan—. Entra y resguárdate del frío. ¡He tenido una buena cacería hoy!
Alaya cerró la puerta a sus espaldas. Con la llegada del otoño, había cambiado sus ropas de piel de gamo teñida en verde por otras de tonos marrones. Ahora, cubierta de nieve, la elfa parecía pequeña, estar helada y sentirse desdichada. Kith-Kanan se acercó a ella y le retiró la capucha.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el príncipe en voz queda mientras buscaba la respuesta en sus ojos.
—Está nevando en mi claro —repuso abatida.
—Mackeli me ha dicho que es insólito. Aun así, recuerda que el tiempo se rige por sus propias leyes, Alaya. —Kith-Kanan intentaba apaciguar la desolación que asomaba a su semblante; después de todo, sólo era un poco de nieve—. Estaremos bien. ¿Has visto el ciervo que he cazado? —Había colgado los cuartos troceados fuera para mantener fresca la carne.
—Lo he visto. —Los ojos de Alaya estaban apagados, como sin vida. Se libró de los brazos de Kith-Kanan y desabrochó la pelliza de cuero. Todavía de pie junto a la puerta, lo miró—. Lo hiciste muy bien. Yo ni siquiera he visto un ciervo, cuanto menos cazarlo. Algo anda mal. Los animales ya no vienen, como solían hacer. Y ahora, nieva en el claro…
La guardiana arrojó la pelliza al suelo y alzó la vista hacia el agujero de la chimenea. Por él caían copos de nieve, secos y fríos, que desaparecían en la columna de humo ascendente antes de llegar al fuego.
—Tengo que ir a la cueva y entrar en contacto con el bosque. Tal vez el Señor del Bosque sepa qué está ocurriendo —dijo. Luego suspiró—. Pero ahora estoy muy cansada… Mañana. Iré mañana.
Kith-Kanan se sentó junto al fuego y tiró de Alaya con suavidad para que se tumbara a su lado. Una vez que la elfa apoyó la cabeza en su regazo y cerró los ojos, el príncipe se recostó contra el lateral del tronco, con intención de mantener vigilado el fuego. Continuó acariciando el rostro de Alaya. A pesar de la angustia que la nieve despertaba en la elfa, Kith-Kanan no podía creer que estuviera ocurriendo nada malo. Había visto nevar en Silvanost después de no haberlo hecho durante años. Como había dicho, el tiempo seguía sus propias leyes. Los ojos de Kith-Kanan se cerraron, y el príncipe se quedó dormido. El fuego comenzó a mermar en el círculo de piedra, y los primeros copos de nieve cayeron en el suelo del árbol hueco y se fueron acumulando en las pestañas de Alaya.
Kith-Kanan despertó con la vaga sensación de tener frío. Intentó moverse, y descubrió que estaba enterrado bajo dos cuerpos: Alaya a su izquierda y Mackeli a su derecha. Aunque dormidos, la necesidad de calor los había hecho apretarse unos contra otros. Las pieles se apilaban a su alrededor, y cuando Kith-Kanan abrió los ojos vio que había una capa de nieve de más de un palmo en el interior del árbol. La nevada había apagado el rescoldo del fuego y se había amontonado en torno a los tres durmientes.
—Despertad —dijo, hablando con dificultad.
Al ver que ni Alaya ni Mackeli se movían, Kith-Kanan dio unos suaves cachetes en la mejilla de su esposa. La elfa exhaló con fuerza, se dio media vuelta, y se puso de espaldas a él. Kith-Kanan intentó despertar a Mackeli, pero la única reacción del chico fue empezar a roncar.
—Por Astarin —musitó el príncipe. Era evidente que el frío les había embotado los sentidos. Tenía que encender un fuego.
Se incorporó, apartando los dos o tres centímetros de nieve que le cubrían las piernas. Su aliento formaba una densa nubecilla de vaho. Había leña menuda y seca en uno de los cestos de mimbre que estaban pegados a la pared, fuera del alcance de los copos que caían. Sacó la nieve del hogar con las manos y colocó ramitas y virutas sobre las frías piedras. Golpeó el pedernal y, a no tardar, la chispa prendía en la yesca; Kith-Kanan sopló para avivar la llama y, poco después, ardía un crepitante fuego.
Había dejado de nevar, pero el pedacito de cielo que alcanzaba a atisbar a través del agujero de la chimenea tenía un amenazante color gris. De mala gana, el príncipe abrió la puerta de corteza, aunque tuvo que empujar, pues la capa de nieve amontonada en torno al árbol sobrepasaba el medio metro.
El claro estaba transformado. Las tonalidades verdes y marrones que antes vestían el bosque, ahora eran grises y blancas. Una ininterrumpida alfombra de nieve se extendía por todo el calvero. Las irregularidades del terreno habían desaparecido bajo el blanco manto.
Un sonido apagado atrajo su atención. Kith-Kanan rodeó el tronco del roble y vio a Arcuballis acurrucado debajo del endeble refugio, con aire desdichado.
—Esto no se parece a tu cálido establo de Silvanost, ¿eh, viejo amigo? —Desató la brida del grifo y lo condujo a unos cuantos metros del árbol—. Vuela, muchacho. Entra en calor y luego regresa. —Arcuballis dio unos cuantos pasos, vacilante—. Vamos, no pasa nada.
El grifo extendió las alas y remontó el vuelo. Dio tres vueltas sobre el claro y después desapareció en lo alto, tras las bajas nubes grises.
Kith-Kanan examinó los cuartos de venado que había colgado el día anterior. Estaban congelados, duros como piedra. Desató uno de los trozos y se lo cargó al hombro.
Volvió al interior del tronco hueco, donde la temperatura era ya mucho más agradable gracias al fuego. Alaya y Mackeli estaban pegados uno contra el otro, como dos cucharas en el cajón de los cubiertos. Kith-Kanan sonrió, y se puso de rodillas para cortar dos chuletas de la pata del venado. No le resultó fácil, pero poco después tenía los trozos de carne trinchados y asándose en un espetón sobre el fuego. Alaya bostezó.
—¿Eso que huelo es venado asado? —preguntó, sin abrir los ojos.
—Desde luego, querida esposa —repuso, sonriente, el príncipe—. Estoy preparando la comida.
La elfa se desperezó con ganas.
—Huele estupendamente. —Volvió a bostezar—. Qué cansada estoy.
—Quédate tumbada y descansa. Yo me ocuparé de todo. —Kith-Kanan volcó su atención en las chuletas de venado. Les dio la vuelta cuidadosamente, asegurándose de que estaban cocinadas por uno y otro lado. Cuando estuvieron hechas, cogió una, todavía atravesada en el palo, y se arrodilló junto Alaya—. La comida está servida, señora —anunció tocándola en el hombro.
La elfa sonrió, y sus párpados se abrieron. Levantó la cabeza y lo miró.
Kith-Kanan gritó sorprendido y dejó caer el trozo de carne en el suelo húmedo.
Los ojos de Alaya, de color castaño, habían cambiado. Se habían vuelto de un tono verde intenso, como dos relucientes esmeraldas.