15
Día de las Tres Lunas, Año del Halcón
El embajador de Thorbardin llegó a Silvanost el Día de las Tres Lunas, fecha intermedia entre el equinoccio otoñal y el solsticio de invierno. El nombre del enano era Dunbarth, pero casi todos los que lo conocían lo llamaban Cepo de Hierro. En su juventud había sido un campeón de lucha. Ahora, ya entrado en años, estaba considerado como el consejero más sensato del reino de Thorbardin.
Dunbarth viajaba con un pequeño séquito: su secretario, cuatro escribas, cuatro correos, una jaula con palomas mensajeras, y dieciséis guerreros como su guardia personal. El embajador iba montado en un alto carruaje cerrado, fabricado con metal en su totalidad. Aun cuando las planchas de latón, hierro y bronce habían sido forjadas a martillo reduciendo al máximo su grosor con la característica destreza de la raza enana, el carruaje seguía siendo tremendamente pesado. Un tronco de ocho caballos tiraba del transporte, ocupado no sólo por Dunbarth, sino también por su personal. Los guerreros de la escolta montaban en caballos robustos, de patas cortas, que no eran veloces pero poseían una resistencia fenomenal. La delegación de enanos fue recibida en la ribera occidental del Thon-Thalas por Sithas y una guardia de honor de doce guerreros.
—¡Bienvenido seáis, lord Dunbarth! —saludó Sithas cordialmente.
El embajador estaba de pie en uno de los peldaños que colgaban bajo la puerta del carruaje. Desde allí estaba a la altura suficiente para intercambiar con Sithas el apretón de brazos tradicional sin tener que pasar por la embarazosa situación de que el elfo, mucho más alto que él, tuviera que agacharse.
—Larga vida y salud para vos, hijo del Orador —retumbó Dunbarth.
Su túnica y sus polainas eran de paño marrón y cuero, pero lucía una capa corta de color púrpura y un sombrero de ala ancha, de tono marrón claro. De la cinta del sombrero sobresalía una pluma, cuyo color hacía juego con el ancho fajín, de un azul vivo, que le ceñía la cintura. Su atuendo ofrecía un poderoso contraste con la elegante simplicidad de la túnica de Sithas. El príncipe sonrió.
—Hemos preparado transbordadores para vuestra comitiva. —Con un ademán señaló los dos grandes lanchones amarrados a la orilla del río.
—¿Querréis acompañarme, hijo de Sithel? —preguntó Dunbarth, dándose importancia.
—Me sentiré honrado.
El enano subió de nuevo al carruaje; Sithas se agarró al asidero y entró en la carroza de metal. El techo era lo bastante alto para que el príncipe permaneciera de pie en el interior. Sin embargo, Dunbarth ordenó a su secretario, un joven enano moreno, que cediera su asiento a Sithas. El príncipe elfo se sentó. La escolta formó en fila detrás del carruaje; los estandartes ondeaban en las puntas de sus picas doradas.
—Un artefacto extraordinario, este vehículo —comentó Sithas con cortesía—. ¿Está totalmente hecho de metal?
—En efecto, noble príncipe. ¡No hay ni una pizca de madera o tela en todo el artilugio!
Sithas tocó las cortinas plateadas que colgaban en las ventanillas laterales. Los enanos las habían tejido con un metal tan fino que tenía el tacto de la tela.
—¿Por qué construirlo así? —inquirió—. ¿No sería más ligero con madera?
Dunbarth cruzó los brazos sobre su rotundo vientre.
—Lo sería, desde luego, pero éste es un carruaje oficial para que los embajadores de Thorbardin viajen a países extranjeros, así que está hecho para mostrar la destreza de mi pueblo trabajando los metales —repuso enorgullecido.
En medio de muchos gritos y restallar de látigos, el pesado carruaje entró en una de las barcazas. Se soltó el tiro de caballos y fue colocado a su lado. Por fin, transporte y escolta quedaron distribuidos a bordo.
—Me gustaría ver a los elfos que van a remolcar este transbordador. ¡Pobres! —exclamó Dunbarth.
—No tenemos necesidad de recurrir a un método tan tosco —indicó Sithas suavemente—. Pero observad, si vuestra señoría lo desea.
Dunbarth apoyó el codo en el borde de la ventanilla y se asomó al estribor de la barcaza. El jefe del transbordador, un elfo de avanzada edad, con el cabello rubio pálido y tez caoba, se subió al baluarte de madera y se llevó un cuerno de bronce a los labios. Sonó una única nota, larga, que descendió en una escala progresiva.
En el centro del río, una especie de joroba verde emergió a la superficie un instante, y luego volvió a desaparecer. Unas grandes ondas se extendieron desde ese punto; tan grandes que, cuando llegaron a la orilla del río, zarandearon a una hilera de canoas que estaban amarradas al muelle de piedra. La gran barcaza sólo se meció levemente con el oleaje.
De nuevo, la joroba verde emergió a la superficie, y en esta ocasión siguió elevándose, de manera que la joroba se convirtió en una cúpula, verde y brillante, formada por cientos de placas angulares. Delante de la cúpula, apareció la frente de una maciza cabeza verde. Un gran ojo anaranjado, con la pupila negra y vertical, del tamaño de un enano adulto, dirigió una mirada evaluativa al lanchón parado. En la punta de la cabeza triangular, dos orificios nasales tan grandes como barriles expulsaron una fina rociada de agua al aire.
—¡Es un monstruo! —gritó Dunbarth—. ¡Por Reorx! —Se llevó la mano a la cintura para asir la espada que, había olvidado, no llevaba.
—No, excelencia —lo tranquilizó Sithas—. Puede que sea un monstruo, pero está domesticado. Es nuestro remolque a la otra orilla.
Los guerreros enanos manosearon sus pesadas hachas con nerviosismo y murmuraron entre sí. La tortuga gigante, criada por los elfos para este cometido específico, nadó hacia la proa achatada del lanchón y esperó pacientemente mientras el jefe del transbordador y dos ayudantes se paseaban sobre su enorme concha para sujetar los cables de arrastre a una sólida cadena de bronce que rodeaba el caparazón del monstruo. Una de las patas traseras de la tortuga chocó contra la barcaza, y los nerviosos guerreros enanos perdieron pie. El carruaje se meció hacia atrás tres o cuatro centímetros, sobre sus ejes de hierro.
—¡Qué bestia! —exclamó Dunbarth fascinado—. ¿Semejantes monstruos vagan libremente por el río, príncipe Sithas?
—No, excelencia. Cumpliendo órdenes de mi abuelo, el Orador Silvanos, los clérigos del Fénix Azul utilizaron su magia para criar una raza de tortugas gigantes que sirvieran como bestias de carga en el río. Son tremendamente fuertes, por supuesto, y muy longevas. —Sithas se recostó con aire arrogante en su asiento metálico equipado con muelles.
El jefe del transbordador tocó de nuevo el cuerno, y el gigantesco reptil empezó a nadar hacia la orilla de la isla Fallan, a kilómetro y medio de distancia. El cable de arrastre se tensó, y la barcaza se puso en movimiento. Sithas oyó un ruido estrepitoso y comprendió que los guerreros se habían ido de bruces otra vez. Contuvo una sonrisa.
—¿Habéis estado alguna vez en Silvanost, lord Dunbarth? —preguntó, deferente, Sithas.
—No he tenido ese placer. Mi tío, Dundevin Pie de Piedra, vino a vuestra ciudad una vez en representación de nuestro rey.
—Lo recuerdo —musitó el príncipe—. Yo era un niño entonces. —De ello hacia cincuenta años.
El transbordador cabeceó arriba y abajo mientras cruzaban el punto central de la corriente. El viento arreció y empujó el costado de la barcaza, pero la tortuga no se inmutó y siguió nadando a un ritmo constante en el rumbo tan familiar para ella. El lanchón, cargado con toneladas de peso del carruaje, los enanos, Dunbarth, Sithas y la reducida guardia de honor del príncipe, se meció en los cables de arrastre como un corcho.
Unos nubarrones grises corrían veloces, impulsados por el fuerte viento, en dirección norte. Sithas los contempló receloso, pues el invierno era generalmente la estación de tormentas en Silvanost. Grandes ciclones, que a menudo duraban días, se formaban a veces en el océano Courrain y azotaban Silvanesti al cruzar el país. Los aguaceros y el viento obligaban a todos a meterse en casa, y el sol aparecía sólo una o dos veces en el transcurso de dos o tres semanas. En tanto que el campo sufría las consecuencias de estas tormentas invernales, la ciudad estaba protegida por hechizos realizados por los clérigos de E’li. Sus conjuros desviaban en su mayor parte la furia desatada de los elementos hacia las montañas occidentales, pero ejecutarlos para cada nueva tormenta era una dura prueba para los clérigos.
Dunbarth se tomó con calma la agitada travesía, como correspondía a un embajador, pero su joven secretario no parecía muy feliz. Llevaba el libro de registro apretado contra el pecho, y su moreno semblante adquirió primero un color pálido y después un tinte verdoso a medida que los cabeceos de la barcaza se intensificaban.
—Drollo odia el agua —explicó Dunbarth con un brillo divertido en la mirada—. ¡Cierra los ojos cuando se da un baño!
—¡Mi señor! —protestó el secretario.
—No temas, maese Drollo —dijo Sithas—. Haría falta un viento mucho más fuerte que el que sopla ahora para que una embarcación de este tamaño sufriera un percance.
El jefe del transbordador tocó otra orden con el cuerno, y la tortuga viró haciendo que la barcaza diera media vuelta. Los guardias de lord Dunbarth rebotaron de un macarrón a otro, y el tronco de caballos relinchó y pateó con nerviosismo al sentir la cubierta moviéndose bajo sus patas. La poderosa tortuga pegó su concha contra la proa del transbordador y lo empujó hacia atrás, en dirección al muelle. Los elfos que estaban en el embarcadero guiaron la barcaza mediante largas pértigas. Con un corto y sólido topetazo, el transbordador quedó atracado.
Se bajó una rampa hasta la barcaza, y los guardias enanos se situaron en formación para desembarcar. Su aspecto era bastante desaliñado a causa de la agitada travesía. Las plumas de los yelmos estaban rotas; las capas, manchadas por las caídas de los guardias en el embornal; las armaduras, ralladas. No obstante, con encomiable dignidad, los dieciséis enanos se echaron las hachas al hombro y marcharon por la rampa a tierra firme. Los caballos fueron enganchados de nuevo al carruaje y, en medio del restallido de látigos, tiraron del vehículo rampa arriba.
Empezó a llover mientras recorrían las calles. Dunbarth atisbó a través de las cortinas la legendaria capital de los elfos. Las blancas torres relucían, incluso con el cielo encapotado. Los pináculos de las más altas —la Torre de las Estrellas y el Palacio de Quinari— estaban cubiertos por espesas nubes. Dunbarth, cuyo rostro denotaba la expresión maravillada e ingenua de un niño, admiraba el intrincado diseño de los jardines, obra de la magia; la elegante arquitectura; la armonía, casi musical, encarnada en el panorama de Silvanost. Por fin, echó las cortinas para resguardarse del aguacero, y volvió su atención a Sithas.
—Sé que sois el heredero del Orador de las Estrellas, pero ¿cómo es que se os ha encomendado la tarea de recibirme, noble Sithas? —preguntó con diplomacia—. ¿No es más habitual que sea el hijo más joven quien reciba a los embajadores extranjeros?
—No hay un hijo más joven en Silvanost —repuso el príncipe con calma.
Dunbarth se atusó la barba, de un color gris acerado.
—Disculpadme, príncipe, pero se me dijo que el Orador tenía dos hijos.
Sithas se arregló los pliegues de sus ropas salpicadas por la lluvia.
—Tengo un hermano gemelo que es varios minutos más joven que yo. Se llama Kith-Kanan. —Pronunciar el nombre en voz alta le resultó extraño a Sithas. Aunque rara vez su gemelo estaba ausente de sus pensamientos, había pasado mucho tiempo desde que había tenido una razón para decir su nombre. Lo repitió para sus adentros: «Kith-Kanan».
—… gemelos son infrecuentes en la raza elfa —estaba diciendo Dunbarth. Sithas tuvo que hacer un gran esfuerzo para centrar de nuevo su atención en la conversación—. Por el contrario, entre los humanos es muy corriente. —Dunbarth entrecerró los párpados—. ¿Dónde está vuestro hermano, hijo del Orador? —inquirió con tono solemne.
—Ha caído en desgracia. —El rostro del enano sólo mostró un interés educado. Sithas inhaló hondo—. ¿Conocéis bien a los humanos? —preguntó, deseoso de cambiar de tema.
—He hecho unos cuantos viajes como emisario a la corte de Ergoth. Hemos tenido muchas discusiones con los humanos por los tipos de cambio estipulados para hierro en bruto, cobre y demás. Pero eso es ya historia antigua. —Dunbarth se inclinó hacia adelante, acercándose a Sithas, y añadió en voz baja—: Es persona sabia quien escucha dos veces todo cuanto dice un humano. Su doblez no tiene límites.
—Lo tendré en cuenta —respondió Sithas.
Cuando el carruaje llegó a palacio, la tormenta había arreciado. No había relámpagos ni truenos, pero un viento arremolinado y rugiente arrojaba la lluvia a cántaros sobre la ciudad. El carruaje se paró cerca del pórtico norte de palacio, que ofrecía un cierto abrigo contra el viento y la lluvia. Allí, un ejército de sirvientes aguardaba estoico bajo el aguacero, dispuesto a ayudar al embajador con su equipaje. Lord Dunbarth descendió pesadamente del vehículo, con la capa púrpura sacudida por el viento. Entregó su extravagante sombrero a los sirvientes.
—Excelencia, creo que deberíamos prescindir de las formalidades protocolarias por ahora —gritó Sithas para hacerse oír sobre el rugido del viento—. La estación de lluvias parece haberse adelantado este año.
—Como gustéis, noble príncipe —chilló Dunbarth.
Stankathan aguardaba al embajador enano y a Sithas en el interior. Hizo una profunda reverencia.
—Excelencia, si tenéis la amabilidad de seguirme, os mostraré vuestros aposentos.
—¡Adelante! —dijo Dunbarth pomposamente.
A sus espaldas, el empapado Drollo soltó un estornudo.
La planta baja del ala norte guardaba muchas de las piezas de arte coleccionadas por lady Nirakina. Las delicadas estatuas de Morvintas, que parecían estar vivas; el intenso colorido de los tapices de las Mujeres de E’li; las plantas moldeadas por los conjuros del clérigo Jin Falirus… Todo ello otorgaba al ala norte un aire de belleza sobrenatural. Tras el paso de los enanos, unos sirvientes limpiaban con discreción los suelos de mármol, borrando las huellas de agua y barro que dejaban tras de sí.
Dunbarth y su séquito fueron alojados en el tercer piso del ala norte. Los alegres y ventilados aposentos, con sus cortinas de gasas y sus suelos de mosaicos en tonos dorados y verde mar, no tenían semejanza alguna con ningún lugar del reino enano de Thorbardin. El embajador se paró para mirar de hito en hito la talla de madera de una paloma de sesenta centímetros, cernida sobre el lecho. Cuando Drollo dejó el equipaje de Dunbarth sobre la cama, las alas de la paloma, cubiertas con tela, empezaron a batir lentamente, creando un suave soplo de brisa sobre el lecho.
—¡Por Reorx! —exclamó el secretario. Dunbarth prorrumpió en carcajadas.
—Es un conjuro secundario —se apresuró a explicar Stankathan—. Se activa cuando alguien o algo descansa sobre la cama. Si os molesta, excelencia, lo detendré.
—No, no. Está bien así —dijo, divertido, Dunbarth.
—Si deseáis algo, excelencia, no tenéis más que hacer sonar la campanilla —manifestó el mayordomo.
Los elfos se retiraron. En el pasillo, al otro lado de la puerta cerrada del dormitorio de Dunbarth, Stankathan preguntó cuando se esperaba la llegada de la delegación humana.
—En cualquier momento —repuso Sithas—. Mantén alerta al personal.
—Como ordenéis, señor. —El mayordomo hizo una reverencia.
Lord Dunbarth se reunió esa noche con el Orador de las Estrellas en una cena tranquila y sencilla a la que sólo asistían las personas de más confianza de ambas partes. Hablaron largo rato sobre cosas poco importantes, midiéndose el uno al otro. Lady Nirakina, en particular, parecía encontrar fascinante al viejo enano.
—¿Estáis casado, excelencia? —preguntó en cierto momento.
—No, mi señora, ¡ya no! —retumbó Dunbarth con su voz atronadora. Se encogió de hombros—. Soy viudo.
—Lo lamento.
—Mi Brenthia fue una buena esposa, pero, en ocasiones, era de armas tomar. —Vació de un trago su copa de néctar. Un sirviente se acercó por detrás para llenarla de nuevo.
—¿De armas tomar? —repitió, intrigada, Hermathya.
—En efecto, señora. Recuerdo una vez que irrumpió en el Consejo de Thanes y me echó una reprimenda por llegar tarde a cenar cinco noches seguidas. Tardé años en conseguir que se olvidara aquel incidente, ¿sabéis? La facción daewar solía tomarme el pelo cuando estaba hablando ante el consejo. «Ve a casa, Cepo de Hierro, ve a casa. Tu cena está lista», me decían. —Dunbarth se echó a reír; su profunda voz de bajo retumbó en la vacía Sala de Balif.
—¿Quiénes son esos daewars? —inquirió Hermathya—. Por lo que contáis, parecen gente grosera.
—Los daewars son uno de los grandes clanes de la raza enana —explicó Sithas suavemente. Se preciaba de conocer las costumbres y la política de los enanos—. Vos pertenecéis al clan hylar, ¿no es así, lord Dunbarth?
Los azules ojos del embajador brillaron con una expresión socarrona.
—Su alteza es un gran entendido. Sí, soy hylar, y pariente de muchos reyes de Thorbardin. —Dio una contundente palmada en la espalda de su secretario, que tenía sentado a su izquierda—. Drollo es semitheiwar, lo que explica sus rasgos morenos y su temperamento mohíno.
Drollo siguió mirando atentamente su plato y no dijo nada.
—¿Es corriente entre los enanos contraer matrimonio con miembros de otros clanes? —se interesó Sithas.
—En realidad, no. Y, hablando sobre este tema —dijo Dunbarth, como al desgaire—, he oído comentarios de que algunos elfos se han casado con humanos.
Un brusco silencio se adueñó de la sala. Sithel se recostó en el alto respaldo de su silla y se llevó un dedo a los labios.
—Desgraciadamente, es cierto —repuso el Orador, sucinto—. En las zonas agrestes de nuestras provincias occidentales, algunos kalanestis han tomado consortes humanos. Sin duda, hay escasez de elfos solteros disponibles. Tal práctica es perniciosa y está prohibida por nuestras leyes.
Dunbarth hizo un gesto con la cabeza, no de aquiescencia, sino en reconocimiento del admirable poder de control ejercido por el Orador. El tema de la mezcla de razas era muy delicado, como muy bien sabía el enano. Su propia gente también era muy radical en cuanto a la pureza de su raza, y no se sabía de ningún enano que se hubiese casado con un miembro de otra etnia.
—He conocido a muchos semihumanos entre los refugiados que han venido recientemente a nuestra ciudad huyendo de malhechores —intervino lady Nirakina con suavidad—. Eran personas muy tristes. Y muchos eran bastante correctos y dignos. Me parece un error culparlos por la insensatez de sus padres.
—Su existencia no es algo que debamos fomentar —replicó Sithel con evidente energía—. Como tú misma has dicho, tienden a ser melancólicos, y eso los hace peligrosos. A menudo discurren actos de violencia y crimen. Odian a los silvanestis por la pureza de nuestra sangre, en tanto que ellos languidecen con la debilidad y tosquedad humanas. Supongo que habréis tenido noticias en Thorbardin de la revuelta que sufrimos a finales de verano, embajador.
—Corrieron algunos rumores sobre ello, sí —contestó Dunbarth como sin darle importancia.
—Todo se debió a la naturaleza violenta de algunos humanos y semihumanos que, tan imprudentemente, permitimos que se instalaran en la isla. La revuelta fue sofocada, y los alborotadores, expulsados. —Nirakina soltó un sonoro suspiro. Sithel hizo caso omiso de su esposa y continuó su argumentación—: Jamás podrá haber paz entre silvanestis y humanos a menos que nos mantengamos dentro de nuestras propias fronteras… y nuestros propios lechos.
Dunbarth se rascó la bulbosa y roja nariz. Lucía un anillo en cada dedo, y las joyas brillaron con la luz de las velas.
—¿Es eso lo que diréis al emisario de Ergoth?
—Lo es —repuso el Orador con vehemencia.
—Vuestra sabiduría es grande, Sithel Dos Veces Bendecido. Es el mismo mensaje que me ha encargado transmitir mi rey, casi palabra por palabra. Si presentamos un frente común ante los humanos, tendrán que acceder a nuestras demandas.
La cena terminó pronto. Se hicieron brindis por la salud del rey de Thorbardin y por la hospitalidad del Orador de las Estrellas. Después, lord Dunbarth y Drollo se retiraron.
Sithas dio unos pasos hacia la puerta una vez que ésta se hubo cerrado a espaldas del embajador.
—¡Ese viejo zorro! ¡Intentaba hacer una alianza contigo antes incluso de la llegada de los humanos! ¡Quiere promover una conspiración!
Sithel metió las manos en una jofaina plateada, con agua de rosas, que sostenía un sirviente.
—Hijo mío, Dunbarth es un maestro en su oficio. Estaba tanteando el terreno para ver hasta qué punto estamos deseosos de llegar a un acuerdo. Si no hubiese actuado así, habría pensado que el rey Voldrin es un necio por enviarlo como embajador.
—Todo esto me parece muy complicado —protestó lady Nirakina—. ¿Por qué no habláis todos sinceramente y empezáis a trabajar a partir de ahí?
Sithel hizo algo muy raro en él. Estalló en carcajadas.
—¡Los diplomáticos hablando sinceramente! Mi querida Kina, ¡las estrellas caerían del firmamento y los dioses se desmayarían del susto si los diplomáticos empezaran a hablar con sinceridad!
Esa noche, más tarde, alguien llamó a la puerta de Sithas. Un guerrero, empapado por la tormenta, entró en el cuarto, hizo una inclinación y dijo con voz sonora:
—¡Perdonad que os moleste, alteza, pero traigo noticias del emisario de Ergoth!
—¿Sí? —dijo el príncipe, que se había puesto tenso. Se hablaba tanto de traiciones, que se temió algún acto violento contra los humanos.
—Alteza, el embajador y su séquito aguardan en la otra orilla del río. El embajador exige que lo reciba un representante de la casa real.
—¿Quién es ese humano? —preguntó Sithas.
—Dijo llamarse Ulwen, primer pretor del emperador de Ergoth —repuso el soldado.
—Primer pretor, ¿eh? ¿Ha arreciado la tormenta? —inquirió Sithas.
—Está muy mal, alteza. Mi bote casi se hundió al cruzar el Thon-Thalas.
—Y, aun así, ¿el tal Ulwen insiste en hacer la travesía de inmediato?
—Sí, alteza. Disculpadme, mi señor, que haga este comentario, pero es un hombre muy arrogante, incluso para un humano.
—Bien, iré —se limitó a decir Sithas—. Es mi obligación. Recibí a lord Dunbarth, y es justo que haga lo mismo con el pretor Ulwen.
El príncipe se marchó con el soldado, pero no antes de enviar aviso a los clérigos de E’li pidiéndoles que empezaran a ejecutar sus conjuros para desviar la tormenta. Era inusual que se desatara un temporal tan fuerte antes de la estación invernal. La conferencia ya prometía ser de por sí bastante difícil sin la amenaza adicional del mal tiempo.