14
Mientras se celebraba el banquete del Orador
El bosque recobró poco a poco su carácter habitual, animado. Ya no había la ausencia de vida animal que a Kith-Kanan le había resultado tan desconcertante cuando lo pisó por primera vez. A diario, llegaban venados para pastar en el claro. Conejos y ardillas brincaban alrededor de los árboles. Aparecieron otros pájaros, aparte de los omnipresentes corves. Osos, jabalíes y pumas rugían en la noche. Como Mackeli había dicho, habían sido advertidos de la presencia de los humanos, y ahora que éstos se habían marchado, los animales regresaban.
En este día en particular, Mackeli se dedicaba afanoso a atar una punta de flecha al astil, con la lengua asomando entre los dientes en un gesto de concentración. Kith-Kanan le estaba enseñando ahora el manejo del arco. No era una tarea fácil para el muchacho; mientras ataba el extremo del cordel, la punta de flecha, hecha de piedra, se torció, perdiendo la línea recta con el astil.
—No está bastante apretada —advirtió Kith-Kanan, que le tendió su daga al chico—. Empieza de nuevo y aprieta bien para que quede sujeta.
Ninguno de los dos había visto a Alaya desde hacía una semana. A Mackeli no le importaba ni poco ni mucho, pero el príncipe se sorprendió al advertir que echaba de menos a la extraña mujer. Se preguntaba si debería ir en su busca. Mackeli le dijo, y Kith-Kanan no dudó que estaba en lo cierto, que no la encontraría a menos que ella quisiera que la encontrara.
—¿Qué haces cuando la necesitas con urgencia? —preguntó, ocurrente, el príncipe—. Quiero decir que, supongamos, estás herido o cosa por el estilo. ¿Cómo le avisas?
—Si necesito a Lay realmente, ella lo sabe y viene por mí. —Mackeli casi había terminado de atar la flecha.
—¿Quieres decir que te limitas a desear que venga y ella lo hace?
El muchacho anudó el fuerte cordel de seda.
—Generalmente. —Con una sonrisa de orgullo, entregó a Kith-Kanan la flecha terminada. Kith la sacudió para comprobar si la punta se soltaba. No lo hizo.
—Bien. —Le devolvió la flecha al chico—. Sólo necesitas otras veinte para llenar tu aljaba.
Al día siguiente, avanzada ya la tarde, la espesura vibró con risas y chapoteos mientras Kith-Kanan y Mackeli nadaban en el estanque. El muchacho hacía grandes progresos bajo la tutela del príncipe, así que decidieron acabar el día nadando en las cristalinas aguas.
Mackeli pedaleaba en el estanque y miraba a su alrededor buscando a Kith-Kanan. El chico nadaba mejor que su hermana, pero no era tan diestro como el príncipe elfo.
—¿Dónde estás, Kith? —preguntó, contemplando la superficie del agua con incertidumbre. De repente, una mano se cerró sobre su tobillo izquierdo y Mackeli lanzó un agudo chillido. Sintió que lo impulsaban hacia arriba y salió disparado por el aire. Sin parar de reír y chillar, voló varios palmos y se zambulló de nuevo en el estanque, en medio de un estruendoso chapoteo. Él y Kith-Kanan emergieron al mismo tiempo.
—No es justo —protestó Mackeli mientras se apartaba el largo cabello de la cara—. ¡Eres más grande que yo!
—Me alcanzarás algún día, Keli —replicó Kith-Kanan con una sonrisa.
Giró ágilmente en el agua y nadó hacia la repisa de granito en la orilla. Mientras el príncipe se aupaba al saliente rocoso, Mackeli le dijo:
—Quiero aprender a nadar como tú. ¡Te mueves como un pez!
—Es un resultado más de mi juventud malgastada. —Kith-Kanan se tumbó cuan largo era sobre la cálida repisa, y cerró los ojos.
Unos minutos después, algo se interpuso entre él y el sol.
—Sé que estás ahí, Keli —murmuró Kith-Kanan sin abrir los ojos—. Te oí acercarte. Más te vale… ¡Eh!
Con un grito, el príncipe se sentó. Una punta de lanza muy afilada lo había pinchado en el estómago desnudo. Alzó la vista, entrecerrando los ojos para resguardarlos de la brillante luz. Varios pares de pies, calzados con mocasines, lo rodeaban, y sus propietarios —cuatro figuras oscuras— se alzaban a su alrededor.
—¡Mackeli, mi espada! —pidió a voces mientras se incorporaba de un brinco.
El muchacho, que seguía en el estanque, miró a su amigo y se echó a reír.
—¡Tranquilízate, Kith! ¡Es Mechón Blanco!
El príncipe se resguardó los ojos con una mano, y al mirar con más atención vio que las cuatro figuras oscuras eran unos hombres kalanestis. Eran de tez cetrina, musculosos, y se cubrían con unos taparrabos de piel de gamo. Colgados a la espalda llevaban arcos, aljabas con flechas, y bolsas de cuero. Su piel expuesta estaba cubierta con círculos y espirales de pintura roja, amarilla y azul.
El más alto de los cuatro —aventajaba a Kith-Kanan en varios centímetros— tenía un mechón blanco en su cabello negro azabache. El y sus compañeros miraban al noble silvanesti con divertida curiosidad.
Desnudo y todavía mojado por el baño, Kith-Kanan intentó recuperar los restos de su malparada dignidad. Se puso las ropas mientras Mackeli salía del estanque y saludaba a los cuatro elfos forasteros.
—Que la gracia de Astarin esté contigo, Mechón Blanco, y con los tuyos —saludó Mackeli. Puso las manos sobre su corazón y después las tendió ante sí, con las palmas hacia arriba.
El kalanesti llamado Mechón Blanco repitió el gesto.
—Y también contigo, Mackeli —contestó con una voz profunda y solemne, aunque no apartó los ojos de Kith-Kanan—. ¿Ahora traes a los Sedentarios a los sagrados bosques?
Kith-Kanan comprendió que el término «Sedentarios» tenía connotaciones insultantes. Los kalanestis eran nómadas y nunca construían moradas permanentes. Iba a replicar, pero Mackeli se adelantó.
—Kith es mi amigo y mi invitado, Mechón Blanco. ¿Es que el Pueblo ya no valora la cortesía para con los invitados?
Una sonrisa curvó los labios de Mechón Blanco.
—Que la gracia de Astarin esté contigo, invitado de Mackeli —dijo.
—¿Me honraréis tú y tu partida de caza visitando mi hogar, Mechón Blanco? —preguntó el muchacho mientras se ponía la ropa.
El kalanesti miró a sus compañeros. Kith-Kanan no vio ni oyó intercambio alguno entre ellos, pero el alto Elfo Salvaje respondió:
—Mis compañeros y yo no deseamos molestar a la Guardiana del Bosque.
—No es molestia —repuso Mackeli con cortesía.
Kith-Kanan se quedó un poco sorprendido por el cambio que parecía haberse operado en el indómito muchacho. Hablaba a los kalanestis con los reposados modales de un adulto. Ellos, por su parte, lo trataban con gran respeto.
—La guardiana está ausente en estos momentos —continuó Mackeli—. Si se encontrara aquí, sé que querría daros una buena acogida. Venid, podremos compartir historias y noticias. He vivido una gran aventura desde nuestro último encuentro.
Mechón Blanco consultó en silencio de nuevo con sus tres compañeros. Tras una breve vacilación, asintió con la cabeza.
El grupo emprendió la marcha, y Kith-Kanan se situó en la retaguardia para observar con detenimiento a los recién llegados. En sus viajes por las provincias occidentales de Silvanesti, había conocido a varios kalanestis. Aquellos elfos, sin embargo, habían renunciado a la vida nómada y a su acostumbrado aislamiento para comerciar con los humanos y los silvanestis que vivían en el oeste. Muchos de ellos habían dejado de pintarse los cuerpos y vestían ropas civilizadas. En cambio, saltaba a la vista que estos cuatro no eran de esa clase.
En el camino hacia el claro, Mackeli presentó a los otros miembros del grupo a Kith-Kanan. Eran Ojo Penetrante, con el cabello castaño y unos cuantos centímetros más bajo que Mechón Blanco; Corazón Bravo, que tenía el cabello del color de la arena; y Tejón. Este último era más bajo que el resto; de hecho, Kith-Kanan le sacaba una cabeza. Sus ojos, amarillo pálido, brillaban con una alegría interna; fue el único que sonrió abiertamente al príncipe elfo. Era una sonrisa alegre, y Kith-Kanan se la devolvió.
Ya en el claro, Mackeli les pidió que se sentaran junto al roble. Él entró en el tronco hueco y regresó poco después con frutos secos, bayas y fruta. Mechón Blanco tomó sólo un puñado de bayas, si bien sus compañeros comieron con entusiasmo.
—Bien, invitado de Mackeli, ¿cómo es que viniste a parar a los bosques salvajes? —preguntó Mechón Blanco mientras miraba de hito en hito al príncipe elfo.
—Soy un viajero, Mechón Blanco —repuso Kith-Kanan con el entrecejo fruncido. Luego añadió malhumorado—: Y mi nombre es Kith. Me harías un honor silo utilizaras.
Mechón Blanco asintió con un cabeceo; parecía complacido. Kith-Kanan recordó entonces que los kalanestis más primitivos consideraban una descortesía utilizar el nombre de una persona a menos que se les diera permiso para hacerlo. Se estrujó el cerebro intentando recordar qué más sabía acerca de su raza.
—¡Mechón Blanco! —exclamó una voz con sobresalto, a espaldas de Kith-Kanan—. ¡Por los espíritus del bosque! ¿Qué es esto?
Se volvieron hacia la voz. El llamado Tejón estaba de pie al borde del claro y miraba sobrecogido a Arcuballis.
El grifo se hallaba tumbado a la sombra de un gran árbol. La bestia abrió un ojo dorado y observó al maravillado kalanesti.
—Ese es Arcuballis —explicó Kith-Kanan con orgullo. Sonriendo para sus adentros, emitió un penetrante silbido. Arcuballis se incorporó rápidamente, y Tejón estuvo a punto de caerse de espaldas al recular con precipitación para apartarse del grifo. Kith-Kanan lanzó otro silbido, iniciándolo con una nota alta que continuó en una escala descendente. El grifo desplegó las alas en toda su envergadura y emitió una vibrante llamada que imitaba el silbido de Kith-Kanan. Tejón volvió a recular de un brinco. En respuesta a otro silbido del príncipe, Arcuballis dobló las alas y cruzó el claro con movimientos elegantes hasta llegar a unos cuantos pasos del grupo; allí se detuvo.
A Kith-Kanan lo satisfizo comprobar que incluso Mechón Blanco estaba impresionado. El jefe kalanesti ordenó a Tejón que se reuniera con el grupo.
—¿Qué clase de bestia es ésta, Kith? —preguntó, sorprendido, Mechón Blanco.
—Arcuballis es un grifo. Es mi montura y mi amigo. —El príncipe silbó otra vez, y Arcuballis se tumbó donde estaba. Segundos después, la bestia cerró los ojos y se quedó dormida.
—¡Es un animal maravilloso, Kith! —aseguró Tejón con entusiasmo—. ¿Vuela?
—Desde luego.
—¡Me sentiría muy honrado si me llevaras a dar una vuelta con él!
—¡Tejón! —lo reprendió Mechón Blanco.
El pesar sustituyó a la alegría en el semblante de Tejón, que adoptó un aire contrito. Kith-Kanan sonrió amablemente al elfo de ojos amarillos mientras el kalanesti llamado Ojo Penetrante rompía el silencio.
—Mackeli, dijiste que tenías una historia que compartir. Cuéntanos esa gran aventura tuya —pidió.
Los cuatro kalanestis se acomodaron para escuchar el relato. Incluso Tejón apartó los ojos de Arcuballis y puso toda su atención en Mackeli. Kith-Kanan sabía que los kalanestis eran unos narradores excelentes. Rara vez, si es que lo hacían en alguna ocasión, reflejaban nada por escrito. Su historia, las noticias, todo pasaba oralmente de generación en generación. Si la historia de Mackeli les gustaba, se difundiría de una tribu a otra durante años y años, cuando ya la conociera hasta el último kalanesti de Krynn.
Los verdes ojos de Mackeli se abrieron de par en par. Miró a los reunidos y empezó su relato.
—Fui raptado por un perverso hechicero llamado Voltorno —dijo en voz queda.
Kith-Kanan sacudió la cabeza. Por fin Mackeli tenía un nuevo auditorio para su aventura. Y el chico no lo decepcionó. Ninguno de los cuatro kalanestis movió un solo dedo durante el extenso relato de Mackeli sobre su rapto, la persecución de Kith-Kanan y Alaya, y el duelo entre el príncipe y Voltorno. El silencio se rompió únicamente con las exclamaciones entusiastas de Tejón cuando Mackeli contó cómo él y Kith-Kanan habían escapado de los hombres de Voltorno a lomos de Arcuballis.
Cuando finalizó la historia, los kalanestis miraron a Kith-Kanan con renovado respeto. El príncipe se envaneció un poco y se sentó más erguido.
—Luchaste bien contra los humanos, Kith —comentó Ojo Penetrante. Los otros kalanestis hicieron gestos de asentimiento.
—Sentimos no haber coincidido con la Guardiana del Bosque, Mackeli —manifestó Mechón Blanco—. Verla es un gran honor y un placer. Camina con los dioses y habla con sabiduría.
Kith-Kanan tuvo un repentino ataque de risa.
—¿Alaya? —exclamó con incredulidad. Lo lamentó de inmediato. Los kalanestis, incluido el jovial Tejón, le dirigieron severas miradas de reproche.
—Estás siendo irrespetuoso con la guardiana, Kith —dijo, ceñudo, Mechón Blanco.
—Lo lamento. Mi intención no era faltarle al respeto —se disculpó Kith-Kanan—. Mechón Blanco, siento una gran curiosidad. He conocido elfos kalanestis antes, pero no eran como vosotros. Eran más…, eh…
—¿Dónde conociste a esos otros? —lo interrumpió Mechón Blanco.
—En el oeste. En las provincias occidentales de Silvanesti.
—Sedentarios —sentenció Ojo Penetrante con profundo desagrado. Corazón Bravo se frotó las manos, como si se las lavara, luego las sacudió, tan lejos de él como le fue posible.
—Los que conociste han adoptado las costumbres de los Sedentarios —explicó Mechón Blanco con tono áspero—. Han vuelto la espalda a los usos verdaderos.
Kith-Kanan estaba sorprendido por el desprecio que expresaban todos. Decidió que no le convenía encolerizar a los amigos de Mackeli, así que cambió de tema.
—Corazón Bravo, ¿cómo obtuviste tu nombre?
El aludido señaló a Mechón Blanco. Kith-Kanan se preguntó si no habría incurrido en otra descortesía al preguntar sobre el nombre del kalanesti. Sin embargo, Mechón Blanco no parecía enfadado.
—Corazón Bravo nació mudo, pero su destreza como cazador y guerrero le valió su nombre de adulto —repuso. Un brillo divertido asomó a los ojos del cabecilla—. ¿Son todos los tuyos tan curiosos, Kith?
—No, Mechón Blanco. —Kith-Kanan se mostraba desazonado—. Esta curiosidad mía ya me ha metido en problemas en otras ocasiones.
Todos rompieron a reír, y los cuatro cazadores kalanestis se pusieron de pie. Mechón Blanco se llevó las manos al corazón y luego las tendió con las palmas hacia arriba, primero en dirección a Mackeli y luego a Kith-Kanan. El muchacho y el príncipe repitieron el gesto.
—Que la gracia de Astarin esté con vosotros dos —dijo Mechón Blanco con afecto—. Transmitid nuestros respetos a la guardiana.
—Lo haremos, Mechón Blanco. Que Astarin os acompañe a todos —deseó Mackeli.
—Adiós —se despidió Kith-Kanan.
Tejón agitó la mano una vez más, y luego los cazadores desaparecieron en el bosque. Mackeli recogió la comida restante y volvió a almacenarla en el árbol hueco. Kith-Kanan permaneció de pie en el claro, mirando fijamente el lugar por donde habían partido los kalanestis.
—Unos tipos peculiares —susurró para sí—. Y es indiscutible que no sienten mucho aprecio por sus hermanos más «sedentarios». En mi opinión, los otros que conocí eran bastante menos primitivos. —Soltó una risita—. ¡Y el modo en que hablan de Alaya! ¡Como si se tratara de una diosa!
—Son buenos elfos —dijo Mackeli, que había regresado—. Sólo quieren vivir en paz con el bosque, como lo han hecho durante siglos. Pero la mayoría de los humanos los tratan como salvajes. —Los ojos verdes, fijos en Kith-Kanan, tenían una expresión dura—. Y, por lo que me has contado de tu gente, los silvanestis no los tratan mucho mejor.
Pasaron varias semanas más. El episodio de los kalanestis se le quedó grabado a Kith-Kanan, y el príncipe siguió dándole vueltas al comentario de Mackeli. Por otro lado, empezaba a estar muy preocupado por Alaya. Habló de ello con Mackeli, pero la ausencia de la elfa no parecía inquietar al muchacho. Aunque Kith-Kanan sabía que podía cuidar de sí misma, no conseguía desechar su intranquilidad. Por las noches empezó a soñar con ella, que estaba en la profundidad del bosque y lo llamaba, repitiendo su nombre una y otra vez. Entonces seguía su voz a través de la negra espesura, pero, justo cuando creía que la había encontrado, se despertaba. Era frustrante.
Pasado un tiempo, Alaya empezó a monopolizar también sus pensamientos durante las horas de vigilia. Le había dicho que era su amigo. ¿Acaso había algo más? Lo que Kith-Kanan sentía por la kalanesti era ciertamente distinto de lo que sentía por Mackeli. ¿Se habría enamorado de ella? Apenas habían tenido tiempo de conocerse cuando desapareció. Aun así, el príncipe se preocupaba por ella, soñaba con ella, la echaba de menos.
Una noche agradable, Kith-Kanan y Mackeli se quedaron a dormir fuera del tronco hueco. El príncipe estaba profundamente dormido y, por una vez, no soñaba… hasta que algo alertó su mente. Abrió los ojos y se sentó como impulsado por un resorte. Giró la cabeza a uno y otro lado; era como si un trueno repentino lo hubiese despertado. No obstante, Mackeli seguía dormido a su lado. Las criaturas nocturnas chirriaban y zumbaban suavemente en el bosque, donde también reinaba la tranquilidad.
Kith-Kanan estiró su arrugada túnica, ya que dormía vestido, y volvió a tumbarse. Estaba completamente despierto cuando algo indefinible lo llamó de nuevo. Atraído por algo que no podía ver, el príncipe se incorporó y cruzó el claro. La marcha no era fácil, ya que la luna plateada se había puesto y la luna roja estaba a punto de hacerlo; era un fantasmagórico orbe carmesí, apenas visible entre los árboles.
Kith-Kanan siguió el sendero al estanque. Lo que quiera que tiraba de él, lo estaba llevando hacia allí; pero, cuando llegó, no vio a nadie por los alrededores. Metió una mano en el agua fría y se echó un poco en la cara.
Mientras el príncipe silvanesti miraba su reflejo en el estanque, una segunda imagen oscura apareció en el agua, a su lado. Sobresaltado, Kith-Kanan se echó hacia atrás y luego se volvió, con la mano sobre la empuñadura de su daga. De pie, a muy poca distancia, estaba Alaya.
—¡Alaya! —exclamó con alivio—. Te encuentras bien. ¿Dónde has estado?
—Me llamabas —repuso ella imperturbable. Sus ojos parecían tener luz propia—. Era una llamada muy fuerte. Por mucho que lo intenté, me fue imposible no acudir.
Kith-Kanan sacudió la cabeza, desconcertado.
—No entiendo —dijo sinceramente.
Alaya se acercó más a él y lo miró a los ojos. Su rostro, sin pinturas, era hermoso a la luz de la luna roja.
—Tu corazón habló con el mío, Kith, y no pude negarme a venir. Nos sentimos arrastrados el uno hacia el otro.
En ese momento, Kith-Kanan creyó entenderlo. La idea de que los corazones podían comunicarse entre sí era algo de lo que había oído hablar. Se decía que su gente era capaz de efectuar una misteriosa invocación denominada «la Llamada». Al parecer, funcionaba a través de grandes distancias y se decía que era irresistible, pero Kith-Kanan no conocía a nadie que la hubiese llevado a cabo.
Se aproximó más y puso una mano en la mejilla de la elfa. Alaya estaba temblando.
—¿Tienes miedo? —preguntó en voz queda.
—Nunca me había sentido así —susurró.
—¿Cómo te sientes?
—¡Quiero echar a correr! —contestó, casi gritando. Pero no se movió ni un centímetro.
—Tú también me llamaste, ¿sabes? Estaba durmiendo en el claro hace unos minutos, y algo me despertó. Algo me atrajo hacia el manantial. No pude resistirme. —Su mejilla era cálida, a pesar del fresco de la noche. La apretó suavemente con su mano—. Alaya, he estado tan preocupado por ti. Al ver que no regresabas, pensé que te había pasado algo.
—Y así fue —repuso suavemente—. Todas estas semanas, he estado meditando y pensando en ti. Un torbellino de emociones, bullía en mi interior.
—También yo me he sentido muy agitado —confesó el príncipe—. He permanecido despierto por las noches, intentando esclarecer mis sentimientos. —Le sonrió—. Te has introducido incluso en mis sueños.
—¡No es justo! —Su semblante estaba contraído por el dolor.
—¿Por qué no? ¿Tan poco deseable soy?
—¡He nacido para el bosque! Durante muchos años, diez veces la duración de tu vida, he habitado en la espesura, sola y por mí misma. No traje a Mackeli hasta hace muy poco tiempo…
—¿Traer a Mackeli? Entonces, no sois hermanos de sangre, ¿verdad?
—No. —Alaya lo miró desesperada—. Me lo llevé de una granja. Me sentía sola. Necesitaba alguien con quien hablar…
La soledad reflejada en sus ojos, el dolor en su voz, conmovieron a Kith-Kanan. Agarró a Alaya por los hombros, y ella le rodeó con los brazos la cintura y lo ciñó apasionadamente. Tras un momento, Alaya se apartó.
—Quiero enseñarte algo —dijo en voz queda. Luego entró en el estanque.
—¿Adónde vamos? —le preguntó mientras la seguía al interior del frio manantial.
—A mi refugio secreto. —Lo tomó de la mano y le advirtió—: No te sueltes.
Se sumergieron bajo la superficie del agua. Estaba tan fría y negra como el corazón de Takhisis, pero Alaya buceó hacia el fondo, impulsándose con los pies. Algo duro rozó el hombro de Kith-Kanan; alargó la mano y tocó roca. Estaban en un túnel. Poco después, Alaya plantó los pies en el fondo y se impulsó hacia arriba. Kith-Kanan se dejó llevar. De repente, emergieron en la superficie.
Pedaleando para mantenerse a flote, Kith-Kanan miró a su alrededor, maravillado. Una suave luz blanca iluminaba el techo abovedado que se alzaba casi cinco metros por encima de la superficie del agua. El techo era uniforme, suave y de un blanco puro. Alrededor de todo el perímetro de la bóveda había pintados los murales más maravillosos que Kith-Kanan había visto jamás. Mostraban diversas escenas de tierras boscosas: brumosas cañadas, rugientes cataratas y frondas profundas y oscuras.
—Ven —dijo Alaya, llevándolo de la mano.
El príncipe se impulsó nadando con las piernas hasta que sus pies tocaron roca. No era el fondo inclinado de un estanque natural. Kith-Kanan notó escalones de bordes redondeados, cortados en la roca, mientras Alaya y él salían del agua.
Los escalones y el suelo de la cueva eran de la misma clase de piedra que el techo, una roca vítrea de color blanco que Kith-Kanan no supo identificar. La propia cueva estaba dividida en el centro por una hilera de gráciles columnas estriadas y ahusadas en la parte alta. Parecían estar unidas sólidamente al suelo y al techo.
Alaya le soltó la mano y dejó que deambulara solo. El príncipe se dirigió a la fuente de luz, suave y blanca: la tercera columna a partir del borde del estanque. Un tenue fulgor y calor emanaban de ella. Kith-Kanan alargó una mano vacilante hacia la piedra traslúcida, y la tocó.
Se volvió y miró sonriente a Alaya.
—¡Parece viva!
—Lo está. —La elfa sonrió radiante.
Los muros a la derecha de la columnata estaban decorados con extraordinarios bajorrelieves que representaban mujeres elfas. Eran cuatro, de tamaño natural, y entre relieve y relieve había esculpido un tipo diferente de árbol.
Alaya se acercó al príncipe, y él le rodeó la cintura con su brazo.
—¿Qué significan? —preguntó, señalando los bajorrelieves.
—Estas son las Guardianas del Bosque —contestó con orgullo—. Las que me precedieron. Vivieron como yo vivo ahora, protegiendo las frondas de todo daño. —Alaya se acercó a la imagen más apartada del estanque—. Esta era Camirene. Fue la Guardiana del Bosque anterior a mí. —La elfa se movió a la derecha, a la siguiente figura—. Esta era Ulyante. —Se acercó a la tercera figura—. Aquí está Delarin. Murió mientras expulsaba de las frondas a un dragón. —Alaya acarició la cálida piedra del relieve con las puntas de los dedos. Kith-Kanan contempló la imagen con sobrecogimiento.
»Y ésta —prosiguió Alaya, situándose frente a la figura más próxima al estanque— es Ziatia, la primera guardiana de las frondas. —Unió las manos y se inclinó ante la imagen. Kith-Kanan recorrió con la mirada los bajorrelieves.
—Es un lugar maravilloso —dijo con temor reverente.
—Cuando estoy preocupada, vengo aquí para sosegarme y meditar —explicó Alaya mientras señalaba en derredor.
—¿Has pasado aquí estas últimas semanas? —quiso saber él.
—Sí. Aquí, y en el bosque. Te…, te observé muchas noches, mientras dormías. —Lo miró a los ojos, intensamente.
A Kith-Kanan le costaba asimilarlo todo. Esta hermosa cueva, las muchas respuestas que proporcionaba y los misterios que guardaba. Era como la maravillosa elfa que tenía ante él. Le había dado respuestas esta noche, pero en sus profundos ojos había aún más misterios e interrogantes sin contestar. De momento, sin embargo, se entregó a la alegría que sentía; la alegría de encontrar a alguien que lo quería, alguien a quien quería. Y cómo.
—Creo que estoy enamorado de ti, Alaya —murmuró Kith-Kanan con ternura mientras acariciaba su mejilla.
—Supliqué al Señor del Bosque que te enviara lejos de aquí, pero no accedió. —Reclinó la cabeza en su pecho—. «La decisión has de tomarla tú», me dijo. —Se abrazó a Kith-Kanan con una fuerza aterradora.
Él la cogió por la barbilla y se inclinó para besarla. Alaya no era una doncella elfa tímida y delicada. La dura vida en el bosque la había hecho enérgica y resistente, pero, cuando se besaron, Kith-Kanan la sintió temblar de pies a cabeza. Ella apartó sus labios de los de él.
—No seré una simple aventura —juró, y sus ojos parecieron traspasar los del príncipe—. Si vamos a estar juntos, debes prometer que serás mío para siempre.
Kith-Kanan recordó cómo la había buscado en sus sueños, y lo asustado y lo solo que se había sentido al no encontrarla.
—Si, Alaya. Para siempre. Ojalá tuviese aún mi Joya Estrella, pero Voltorno se la llevó junto con mis otras pertenencias. Quisiera poder dártela.
La elfa no entendía, y Kith-Kanan le explicó el significado de la Joya Estrella. Alaya asintió en silencio.
—En los bosques no tenemos joyas. Sellamos nuestros más sagrados votos con sangre. —Lo cogió de la mano y se arrodilló junto al estanque, haciendo que él se arrodillara también a su lado. Puso la palma de la mano sobre el afilado canto de la roca y apretó con fuerza. Cuando retiró la mano, estaba sangrando. Kith-Kanan vaciló un instante; luego, se hizo también una incisión con la dura y vítrea roca. De nuevo unieron las manos, herida contra herida. La sangre de la Casa Real silvanesti fluyó junto a la de la kalanesti nacida en los bosques.
Alaya sumergió sus manos unidas en el agua.
—Por la sangre y el agua, por la tierra y el cielo, por la hoja y la rama, juro amarte y cuidarte, Kith, mientras respire, mientras tenga vida.
—Por Astarin y E’li, juro amarte y cuidarte, Alaya, durante toda mi vida. —Kith-Kanan se sentía mareado, ingrávido, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima. Tal vez fuera el peso de la ira, cargada sobre sus hombros cuando había abandonado Silvanost impulsado por la furia.
Alaya sacó las manos de ambos del agua; las heridas estaban curadas. Esto dejó maravillado al príncipe.
—Ven —indicó la elfa.
Se dirigieron a la parte trasera de la cueva, lejos del estanque. Allí, los muros de roca cristalina terminaban y daban paso a una sólida pared de raíces de árbol, entrelazadas en una gran maraña. Una depresión en el suelo, de forma ovalada, estaba forrada con suaves pieles.
Lenta, muy lentamente, Alaya se tumbó en las pieles, con los ojos rebosantes de amor prendidos en él. Kith-Kanan sintió acelerarse los latidos de su corazón cuando se sentó junto a su amada y tomó sus manos en las suyas.
Se las llevó a los labios.
—No lo sabía —susurró.
—¿Qué?
—Que era esto lo que se sentía cuando se ama de verdad. —Sonrió y se acercó más a ella. El cálido aliento de Alaya le rozó la mejilla. Añadió con voz queda—: Y tampoco sabía que eras algo más que una doncella salvaje, a quien le gustaba vivir en el bosque.
—Eso es exactamente lo que soy —dijo Alaya.
Los dos hablaron de muchas cosas durante la noche y el día que pasaron en la cueva secreta. Él le habló de Hermathya y Sithas, y sintió aligerarse su corazón al confesarlo todo. La rabia y la frustración habían desaparecido, como si nunca hubiesen existido. La pasión juvenil que había sentido por Hermathya no tenía nada que ver con el profundo amor que le inspiraba Alaya. Sabía que había personas en Silvanost que no comprenderían su amor por una kalanesti. Incluso su propia familia se escandalizaría, estaba seguro. Pero eso no le quitaba el sueño. Su mente estaba llena de pensamientos positivos, placenteros.
Algo en lo que hizo hincapié Kith-Kanan, y a lo que Alaya acabó por acceder, fue en decirle a Mackeli sus verdaderos orígenes. Cuando abandonaron la cueva y regresaron al roble hueco, encontraron el muchacho sentado en una rama baja, tomando su cena.
Al ver a la pareja, el chico se bajó de un salto de la rama y aterrizó ágilmente delante de ellos. Reparó en la expresión feliz de sus semblantes y en el hecho de que iban cogidos de la mano.
—¿Por fin os habéis hecho amigos? —preguntó.
Alaya y Kith-Kanan se miraron, y ocurrió algo poco corriente: ella sonrió.
—Somos mucho más que amigos —dijo con dulzura.
Los tres se sentaron recostados en el amplio tronco del roble. Mientras Alaya contaba a Mackeli la verdad sobre su pasado, el sol asomó tras los jirones de unas nubes, y las hojas rojas del otoño cayeron a su alrededor.
—¿No soy hermano tuyo? —preguntó el muchacho cuando la elfa terminó de hablar.
—Eres mi hermano —repuso Alaya firmemente—, pero no somos de la misma sangre.
—Y, si a mí me cogiste de mis padres —continuó lentamente—, ¿de quién te cogieron a ti, Alaya?
—No lo sé, y nunca lo sabré. Camirene me cogió de mis padres, igual que yo hice contigo. —Bajó la vista al suelo, avergonzada—. Necesitaba a una niñita para que fuera la siguiente Guardiana del Bosque. Actué con demasiada precipitación y no tuve tiempo de fijarme que eras un varón.
—¿Estás muy enfadado? —Kith-Kanan rodeó los hombros de Mackeli con su brazo.
El muchacho se puso de pie y se alejó despacio de ellos. Su omnipresente capucha se deslizó, dejando a la vista su blanco cabello, característico de los silvanestis.
—¡Es todo tan extraño! —exclamó desconcertado—. No he conocido otra clase de vida que la que he tenido en los bosques. —Miró a Alaya—. Supongo que no estoy enfadado. Estoy… aturdido. Me pregunto que habría sido si tú…, si tú no…
—Un agricultor —dijo Alaya—. Tus padres eran agricultores. Cultivaban verduras y hortalizas.
Siguió explicando que, cuando se dio cuenta de que había robado un niño en lugar de una niña, intentó devolver al pequeño Mackeli a sus padres, pero la casa había sido abandonada cuando regresó. En consecuencia, había criado a Mackeli como a un hermano.
El muchacho parecía todavía aturdido con la historia de su rapto. Finalmente, y tras muchas vacilaciones, inquirió:
—¿Tendrás que encontrar a una chica para criarla y que sea guardiana después de ti?
La mirada de Alaya se apartó de Mackeli y se detuvo en Kith-Kanan.
—No —repuso—. Esta vez, la Guardiana del Bosque dará a luz a su sucesora.
Kith-Kanan tendió una mano hacia ella. Cuando la elfa la tomó, Mackeli, serenamente, rodeó con sus pequeñas manos las de ambos.