13
Día de locura
Sithas recorrió la calle del Comercio a medio galope, pasando ante las torres de las casas de los gremios, alineadas a ambos lados. Refrenó torpemente su caballo —pues no estaba acostumbrado a montar— cuando vio a los miembros de las distintas corporaciones en la calle, contemplando el humo que se alzaba sobre la plaza del mercado.
—¿Ha pasado por aquí la guardia real? —les preguntó.
—Sí, alteza, hace un rato —contestó retorciéndose las manos un maestro mayor, que lucía el emblema de los tallistas de gemas en el pecho—. El caos es creciente, me temo…
—¿Habéis visto a mi madre, lady Nirakina?
El maestro tallista se manoseó el largo y oscuro cabello con sus esbeltos dedos, y sacudió la cabeza en un mudo gesto de desesperación. Sithas resopló frustrado e hizo que su caballo girara en dirección a la humareda.
—Entrad en vuestros talleres —ordenó con menosprecio—. Atrancad puertas y ventanas.
—¿Vendrán aquí los mestizos? —preguntó, tembloroso, otro elfo.
—No lo sé, pero más vale que estéis preparados para defenderos. —Sithas azuzó los flancos del caballo con los talones, y montura y jinete galoparon calle abajo.
Pasadas las casas gremiales, en la primera travesía del distrito de los plebeyos, el príncipe encontró el camino sembrado de angarillas rotas, sillas de mano volcadas, y carretillas abandonadas. Sithas pasó entre los restos con dificultad, pues había un gran gentío en la calle. La mayoría estaban mudos de asombro e incredulidad, pero algunos sollozaban ante la inusitada violencia desatada tan cerca de sus hogares. Lanzaron vítores cuando repararon en Sithas. El príncipe frenó a su montura otra vez y preguntó si alguien había visto a lady Nirakina.
—No hemos visto a nadie desde que los soldados pasaron por aquí —dijo un comerciante—. Ni un alma.
Les dio las gracias y después les ordenó que desalojaran la calle. Los elfos se retiraron a sus casas y, en pocos minutos, el príncipe se había quedado solo.
Los habitantes más pobres de Silvanost vivían en torres, al igual que los ricos. No obstante, sus hogares rara vez tenían más de cuatro o cinco plantas. Cada casa contaba con un pequeño jardín en torno a la base, versiones en miniatura de la extensa zona ajardinada que rodeaba la Torre de las Estrellas. Basuras y desperdicios alfombraban ahora los jardines cuidados con tanto esmero. El humo emponzoñaba el aire. Ceñudo, Sithas siguió avanzando hacia el centro de esta locura.
Dos calles más adelante, el príncipe divisó a los primeros alborotadores. Una humana y una kalanesti arrojaban vasijas de barro al suelo, destrozándolas. Cuando se les acabaron los jarros que tenían a mano, fueron hacia el carro abandonado de un alfarero e hicieron nuevo acopio de cacharros.
—¡Dejadlo ya! —ordenó Sithas.
La elfa de tez oscura vio al heredero del Orador, lanzó un chillido y huyó. La humana, sin embargo, arrojó uno de los cacharros a Sithas. El jarro se estrelló delante de las patas del caballo, y los fragmentos alcanzaron al animal. Hecho esto, la insolente humana se sacudió las manos y echó a andar tan tranquila.
El caballo reculó y se encabritó, por lo que Sithas tuvo que poner todos sus sentidos en tranquilizar al asustado animal. Cuando tuvo al corcel de nuevo bajo control, continuó cabalgando. La callejuela terminaba en un pronunciado giro a la derecha. A medida que avanzaba, Sithas oyó con más claridad el estruendo de la lucha, y desenvainó la espada.
Salió a una calle abarrotada de gente forcejeante: silvanestis, kalanestis, humanos, kenders y enanos. Una línea de guardias reales, equipados con picas que sostenían en posición horizontal, intentaba contener a la masa de gente enloquecida. Sithas cabalgó hacia un oficial que daba órdenes al grupo de unos veinte soldados.
—¡Capitán! ¿Dónde está tu comandante? —gritó el príncipe para hacerse oír en el vocerío.
—¡Alteza! —El oficial, de ascendencia kalanesti, se cuadró ante Sithas—. ¡Lord Kencathedrus está persiguiendo a algunos de los criminales por el mercado!
El príncipe, montado a caballo, alcanzaba a ver a bastante distancia por encima del alborotado gentío.
—¿Todos éstos son amotinados? —preguntó con incredulidad.
—No, mi señor. La mayoría son mercaderes y comerciantes que intentan escapar de los criminales que han prendido fuego a las tiendas —contestó el capitán.
—¿Por qué se los retiene?
—Ordenes de lord Kencathedrus, mi señor. No quiere que estos forasteros invadan el resto de la ciudad.
Cuando el príncipe preguntó al capitán si había visto a su madre, el guerrero sacudió la cabeza en un gesto negativo. Entonces Sithas preguntó si había algún otro camino para llegar al río.
—¡Contenedlos! —bramó el capitán a sus forcejeantes hombres—. ¡Empujad! ¡Utilizad los astiles de las picas! —Retrocedió un paso para aproximarse a Sithas, y dijo—: Sí, mi señor, podéis volver por esta calle dando un rodeo y tomar el callejón de la Rosa Blanca, que va directamente al río.
El príncipe dijo unas palabras de encomio al oficial e hizo volver grupas a su montura. Una andanada de piedras y fragmentos de cacharros de barro les cayó encima. El capitán y sus hombres tenían poco que temer de estos proyectiles, ya que llevaban armaduras. Pero ni Sithas ni su caballo contaban con esta protección, así que se alejaron a medio galope.
El callejón de la Rosa Blanca era estrecho y estaba flanqueado a ambos lados por altos muros de piedra. Esta era la zona más pobre de Silvanost, donde las torres de viviendas eran más bajas. Con sólo dos o tres plantas, parecían cilindros achaparrados, en nada semejantes a las esbeltas y relucientes torres de la zona noble.
El callejón estaba vacío cuando Sithas entró en él. A horcajadas sobre el caballo, sus rodillas casi rozaban los muros laterales. Un fino reguero de agua sucia corría por el canal en el centro del callejón. Al otro extremo, un reducido grupo de amotinados pasó corriendo. Estos grupos, de tres o cuatro, llevaban a menudo a la guardia real pisándoles los talones. Sithas salió del callejón de la Rosa Blanca a tiempo de toparse con cuatro elfos de aspecto desesperado. Lo miraron fijamente; todos iban armados con piedras o palos.
—¡Suelta eso y regresad a vuestras casas! —ordenó con severidad mientras señalaba con su espada.
—¡Somos elfos libres! ¡No dejaremos que ningún mandamás nos dé órdenes! ¡Nos expulsaron de nuestros hogares una vez, y no permitiremos que ocurra de nuevo! —gritó uno de los elfos.
—Estáis equivocados —replicó Sithas mientras hacía girar a su caballo para que ninguno de ellos se situara a sus espaldas—. Nadie os está echando de aquí. El Orador de las Estrellas tiene planeada la construcción de una ciudad nueva en la orilla oeste del Thon-Thalas…
—¡No es eso lo que dijo la venerable señora! —vociferó otro elfo.
—¿Qué venerable señora?
—¡La sacerdotisa de Quenesti Pah! ¡Ella nos contó la verdad!
¡Así que Miritelisina era responsable del tumulto! Sithas ardía en cólera. Blandió la espada sobre su cabeza.
—¡Regresad a casa! —gritó—. ¡Volved, si no queréis que los soldados acaben con vosotros!
Alguien arrojó una piedra a Sithas. El príncipe la desvió con su espada, y el impacto de la roca contra la hoja de metal produjo un fuerte ruido. Un elfo, tiznado de humo, intentó agarrar la brida del caballo, pero el príncipe le golpeó la cabeza con la parte plana de la espada. El elfo se desplomó, y los otros retrocedieron apresuradamente y fueron en busca de un adversario menos peligroso.
Sithas siguió abriéndose paso entre la turbamulta, siendo alcanzado en más de una ocasión por palos y piedras arrojados. Un tipo barbudo, al que el príncipe tomó por un humano, blandió un hacha contra él, así que Sithas utilizó el filo de su espada, no la parte plana de la hoja, y el hombre que manejaba el hacha se desplomó muerto, con un tajo abierto desde el hombro al corazón. Sólo entonces reparó el príncipe en las orejas puntiagudas del individuo y su complexión elfa. Un semihumano, el primero que veía en su vida. Una sensación mezcla de piedad y asco se apoderó del heredero del Orador.
Sintiéndose un poco mareado, Sithas cabalgó hacia la margen del río. Allí vio cadáveres flotando en la otrora tranquila corriente de agua, un espectáculo que contribuyó a aumentar su desconcierto. Pero su aturdimiento se desvaneció al instante cuando vio el cadáver de una elfa que llevaba un vestido dorado. Su madre tenía uno igual.
Sithas bajó del caballo precipitadamente y avanzó chapoteando por el agua hasta el cuerpo. Era Nirakina. ¡Su madre estaba muerta! Las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras el príncipe arrastraba el cadáver hacia aguas más someras. Cuando dio la vuelta al cuerpo vio, con inmenso alivio, que la mujer no era su madre. Era una elfa desconocida para él.
Soltó el cadáver, y el Thon-Thalas lo arrastró suavemente corriente abajo. Sithas se quedó parado, tosiendo por el humo y contemplando la escena de pesadilla que se desplegaba ante sus ojos. ¿Es que los dioses habían dado la espalda a Silvanesti en este día, abandonándolo a su suerte?
—¡Sithas! ¡Sithas!
El príncipe veloz sobre sus talones al caer en la cuenta de que alguien lo llamaba. Corrió hacia la orilla, corriente arriba, en dirección al sonido. Ya en tierra firme, se encontró rodeado por la hilera de torres bajas que jalonaban la margen del río. La más alta de ellas, una casa de cuatro pisos, con tejado cónico y ventanas altas, estaba a su derecha. Un pañuelo blanco se agitaba en la ventana de la última planta.
—¡Sithas!
Con gran alivio, el príncipe reconoció la voz de su madre.
Montó de nuevo a caballo y salió a galope. Gritos y goles estrepitosos llenaban el aire. Al otro lado de un muro bajo de piedra, un grupo de amotinados arremetía con un ariete improvisado la puerta de la torre de cuatro pisos. Sithas condujo al caballo directamente hacia el muro, y el animal salvó el obstáculo de un salto. Al mismo tiempo, el príncipe lanzó un grito desafiante mientras blandía la espada en el aire. Caballo y jinete cargaron contra el grupo de amotinados. Los hombres dejaron caer el banco que estaban utilizando como ariete y se dieron a la fuga.
En lo alto de la torre, una ventana que daba a la calle se abrió, y Nirakina apareció en ella.
—¡Sithas! ¡Gracias a los dioses que has venido!
La puerta de la vivienda, casi hecha astillas, se abrió hacia adentro. Un elfo de aspecto familiar salió por el umbral, cauteloso, con la pata rota de una mesa aferrada en la mano.
—Te conozco —dijo Sithas mientras desmontaba rápidamente.
El elfo bajó la rústica arma.
—Tamanier Ambrodel, a vuestro servicio, alteza —repuso en voz queda—. Lady Nirakina está ilesa.
Nirakina bajó presurosa los escalones de la casa, y Sithas corrió a abrazarla.
—Nos tenían sitiados —explicó Nirakina. Su cabello, del color de la miel, estaba completamente despeinado, y su agradable semblante aparecía tiznado de hollín—. Tamanier me salvó la vida. Los rechazó y defendió la puerta.
—Creía que habías muerto —dijo Sithas, tomando la cara de su madre entre sus manos, sucias y arañadas—. Encontré el cadáver de una mujer flotando en el río. Llevaba puesto tu vestido.
Nirakina le explicó que estaba dando algunas prendas usadas a los refugiados cuando se iniciaron los disturbios; de hecho, ella y Tamanier se encontraban en el centro del tumulto. Una de las razones por las que habían conseguido escapar ilesos era que muchos de los refugiados conocían a la esposa del Orador y la protegieron.
—¿Cómo se inició? —demandó Sithas—. Oí algo sobre Miritelisina.
—Me temo que fue culpa de ella —respondió Tamanier—. La vi subida a un carro, proclamando que el Orador y los clérigos mayores planeaban enviar a todos los colonos al otro lado del río. La gente se asustó. Pensaron que sus propios dirigentes los iban a expulsar de su último refugio, obligándolos a regresar a territorio agreste, donde morirían. Así que se amotinaron con la intención de prevenir un nuevo exilio.
—¡Esto es traición! —declaró Sithas con los puños apretados—. ¡Miritelisina ha de ser llevaba ante la justicia!
—Ella no les dijo que se amotinaran —intervino su madre con suavidad—. Se preocupa por los pobres, y son ellos quienes más han sufrido con todo esto.
Sithas no estaba de humor para entrar en un debate con su madre. En cambio, se volvió hacia Tamanier y le tendió la mano. Con los ojos desorbitados por la sorpresa, el elfo se la estrechó.
—Serás recompensado —dijo Sithas agradecido.
—Gracias, alteza. —Tamanier miró a ambos lados de la calle—. Quizá deberíamos llevar a lady Nirakina a palacio ahora.
Todo estaba más tranquilo. Los guerreros de Kencathedrus habían rodeado a los amotinados y el cerco se estrechaba más y más. Cuando por fin se dominó a la turba, la brigada de incendios pudo entrar en la plaza del mercado. Pero ya era demasiado tarde; más de la mitad de las tiendas y los puestos habían quedado reducidos a cenizas.
En el Palacio de Quinari se cenaba todas las noches en la Sala de Balif. Era un acto social tanto como una comida, pues estaban invitados a asistir todos los cortesanos, así como cierto número de clérigos y miembros de la nobleza. El Orador Sithel y lady Nirakina se sentaban en el centro del arco más estrecho de la vasta mesa ovalada. Sithas y Hermathya ocupaban los asientos a la izquierda de Nirakina, y a la izquierda de ellos se sentaban los invitados, por orden de rango y antigüedad. Por tanto, la persona que estaba a la derecha de Sithel era siempre el miembro más joven de la corte. En la actualidad, ese puesto lo ocupaba Tamanier Ambrodel, a quien se le había concedido un título menor por haber salvado la vida de lady Nirakina durante la revuelta.
La sala estaba llena, aunque todo el mundo seguía de pie todavía cuando Tamanier y Hermathya entraron juntos. Sithel no había llegado aún, y nadie podía sentarse hasta que el Orador lo hiciera. Por su parte, Sithas estaba detrás de su silla, impávido. Hermathya esperaba despertar sus celos al aparecer del brazo del aguerrido Tamanier, pero el príncipe mantuvo su pensativa mirada fija en el plato dorado que tenía ante él.
Sithel entró con su esposa. Los sirvientes retiraron las altas sillas para el Orador y Nirakina, y el monarca ocupó su sitio.
—Que los dioses os concedan a todos salud y larga vida —dijo en voz queda.
La vasta sala había sido construida de manera que la conversación mantenida a un extremo pudiera escucharse en el opuesto. El saludo tradicional anterior a las comidas llegó sin problemas a todos los ocupantes de la mesa ovalada.
—Larga vida para vos, Orador de las Estrellas —respondieron los comensales al unísono.
Sithel tomó asiento. En medio de los susurros de telas y crujidos de sillas, los invitados siguieron su ejemplo.
Apareció un tropel de sirvientes. Los dos primeros elfos transportaban un gran recipiente. El caldero se mecía de una vara larga que cargaban al hombro. Detrás de éstos, otros dos criados llevaban una caja de bronce que tenía ranuras, y de cuyo interior irradiaba un fulgor apagado. La caja estaba llena de piedras que habían estado metidas en las lumbres de la cocina durante todo el día. Los dos sirvientes soltaron la caja encima de una losa, y los que transportaban el caldero colocaron éste sobre la caja. De este modo, la sopa estaría caliente durante la cena…, que podría alargarse horas.
Jóvenes doncellas elfas, vestidas con camisolas de gasa opaca de color amarillo, fueron y vinieron entre los comensales, llenando los platos con la humeante sopa de tortuga. Para aquellos poco aficionados a la sopa, había fruta fresca, recogida esa misma mañana de los inmensos planteles de la orilla oriental. Unos niños elfos aparecieron tambaleándose bajo el peso de las altas ánforas, rebosantes de néctar rojo púrpura. Las copas de los invitados estuvieron llenas en todo momento.
Servido ya el primer plato, Stankathan hizo una señal a los sirvientes que esperaban en las puertas de la sala, y éstos las abrieron. Un trío de músicos hizo acto de presencia, y se instaló en el rincón más alejado del comedor, con su flauta, su lira y su sistro, mientras se iniciaba una animada conversación en torno a la mesa.
—He oído —comenzó el anciano Rengaldus, jefe del gremio de los tallistas de gemas— que se celebrará un cónclave con representantes de Ergoth.
—Eso no es ninguna novedad —dijo Zertinfinas, el clérigo. Partió un jugoso melón y quitó las semillas—. Los enanos de Thorbardin también han sido invitados.
—Nunca he visto a un humano de cerca —comentó Hermathya—. Ni tampoco he hablado con ninguno.
—No os habéis perdido gran cosa, señora —aseguró Rengaldus—. Su lenguaje es grosero, y sus cuerpos están cubiertos de vello.
—Muy bestiales —se mostró de acuerdo Zertinfinas.
—Esa es vuestra opinión —intervino Tamanier. Muchos ojos se volvieron hacia él. No era habitual que el noble más reciente tomara la palabra—. Conocí a humanos en las planicies, y muchos de ellos eran buenas personas.
—Sí, pero ¿no son inherentemente traicioneros? —preguntó el jefe del gremio de zapateros—. ¿Mantienen los humanos su palabra siempre?
—Con frecuencia. —Tamanier miró a su protector, Sithas, para descubrir alguna señal de desagrado. El hijo del Orador, como tenía por costumbre, comía frugalmente, cogiendo una uva de vez en cuando del racimo que había en su plato. No parecía haber escuchado el comentario de Tamanier, por lo que el joven cortesano prosiguió—: Los humanos pueden ser honrados a carta cabal, anteponiendo su honor a todo, quizá porque saben que muchos de sus congéneres no lo son.
—Su temperamento es irremediablemente infantil —afirmó Zertinfinas—. ¿Cómo podía ser de otro modo? Con sólo unos setenta años de vida, ¿cómo pueden acumular sabiduría o paciencia?
—Pero son listos —apuntó Rengaldus. Bebió un sorbo del néctar y se limpió la barbilla con una servilleta de satén—. Hace cien años no había un solo humano que fuese capaz de tallar un diamante o pulir un zafiro. ¡En la actualidad, existen artesanos en Daltigoth que han aprendido a trabajar las gemas, y nos hacen la competencia en el mercado! Mis agentes de Balifor dicen que se están vendiendo allí gemas talladas por humanos, principalmente porque son mucho más baratas que las nuestras. A los compradores no les importa tanto la calidad como el precio final de adquisición.
—Bárbaros —rezongó Zertinfinas mientras se llevaba la copa a los labios.
Se trajo el segundo plato: una ensalada de trucha aderezada con hierbas dulces. Los murmullos de aprobación circularon por la gran mesa.
Se sirvieron también panes con forma de pirámide, untados con miel; una variedad muy apreciada por los elfos.
—Quizás uno de nuestros eruditos clérigos pueda aclararme por qué los humanos tienen una vida tan corta —dijo Hermathya mientras cortaba un trozo de pan.
Zertinfinas carraspeó para aclararse la garganta y hablar, pero desde el lado opuesto de la mesa una nueva voz respondió a la pregunta de la dama:
—Es una creencia generalizada que los humanos representan una raza intermedia, muy alejada de los dioses y más próxima al reino animal. Nuestra propia raza (la creada en primer lugar, la más longeva y poseedora de una mayor afinidad para los poderes mágicos) está más próxima a los dioses.
Hermathya ladeó la cabeza para ver mejor al clérigo que había hablado con voz suave.
—No te conozco, venerable prelado. ¿Quién eres? —inquirió.
—Disculpadme, señora, por no haberme presentado. Soy Kamin Oluvai, segundo clérigo del Fénix Azul. —El joven elfo se levantó de la silla e hizo una reverencia a Hermathya. Era un individuo de porte llamativo, con su túnica azul brillante y la banda dorada con el damasquinado del fénix azul ciñéndole la frente. Su dorado cabello era largo incluso para los cánones elfos. Sithas lo estudió con aire circunspecto. El tal Kamin Oluvai no había asistido a muchas cenas reales.
—¿Y qué pasa con estos humanos? —protestó Zertinfinas en tono alto; los efectos del néctar empezaban a notarse en el clérigo—. ¿Qué va a hacerse con ellos?
—Opino que ése es un asunto que debe dejarse en manos del Orador —replicó Sithas. Ciento cincuenta pares de ojos se volvieron hacia Sithel, que escuchaba atentamente lo que se decía mientras comía su pescado.
—La soberanía de Silvanesti se mantendrá —afirmó el Orador con voz sosegada—. Para eso se ha convocado el cónclave.
El príncipe asintió con un cabeceo y después preguntó:
—¿Es cierto, Ambrodel, que el número de humanos que vive en nuestras provincias occidentales es superior al de silvanestis y kalanestis?
—Más que silvanestis, alteza. El número real de kalanestis es difícil de establecer. Muchos de ellos viven en regiones remotas de los bosques, las montañas y planicies…
—Los humanos pueden engendrar en cualquier momento a partir de los quince años de edad —soltó de buenas a primeras Zertinfinas—. Por regla general, tienen cinco o seis hijos en cada familia.
Susurros de sorpresa y preocupación recorrieron la mesa. Los elfos rara vez tenían más de dos hijos en su larga vida.
—¿Es eso cierto? —preguntó Nirakina a Tamanier.
—Al menos lo es en las zonas agrestes. Ignoro cómo son las familias en las regiones de Ergoth más pobladas. Pero muchos de sus niños no llegan a la edad adulta. Los conocimientos humanos sobre las artes curativas no son, ni mucho menos, tan avanzados como los nuestros.
Los músicos terminaron su programa de melodías ligeras y empezaron a tocar El lamento del elfo marino. Se sirvió el plato principal, que llegó sobre una gran carretilla: una enorme escultura de un dragón hecha con la crujiente y tostada corteza de un pastel. La «bestia» media metro y medio de altura. Las escamas de la espalda eran hojas de menta; los ojos y las garras, de rojos granos de granadas. La cabeza y la espinosa cola estaban cubiertas con frutos secos, pelados y glaseados.
Los comensales aplaudieron esta creación culinaria, y el propio Sithel esbozó una sonrisa.
—Como veréis, amigos míos, el cocinero nos supera a todos en agudeza —declaró mientras se ponía de pie—. Durante siglos, fuimos presa de los dragones, y ahora somos nosotros quienes los tenemos como cena.
Stankathan aguardaba junto al dragón de pastelería, con una espada en la mano. Hizo un gesto con la cabeza, y los sirvientes colocaron una bandeja de oro debajo de la barbilla del dragón. Con una fuerza que desmentía su avanzada edad, el mayordomo cortó la cabeza del dragón. Una bandada de gorriones vivos salió volando por la garganta abierta de la figura; de las patas de cada pájaro colgaban serpentinas de plata.
La asamblea dejó escapar un grito sofocado de asombro y admiración.
—Confío en que el resto del relleno esté más cocinado —se chanceó el Orador.
Los sirvientes llevaron la cabeza del dragón a Sithel. Con pequeños cuchillos, la trocearon. Debajo de la crujiente corteza, la cabeza estaba rellena de fina pasta de carne, manzanas enteras asadas, y cebollas dulces glaseadas.
Stankathan empezó a trinchar el resto del pastel como un comediante culinario interpretando al poderoso Huma en el acto de matar a un dragón de verdad. El cuerpo de la bestia estaba relleno de sabrosas salchichas, pimientos, capones enteros y pasteles de verduras. La sala resonó con los comentarios de los comensales sobre la elegancia de este banquete.
Zertinfinas, en voz demasiado alta, pidió más néctar. El chiquillo que lo servía tenía vacía el ánfora, de modo que corrió hacia la puerta para ir en busca de más. Sithas llamó al chiquillo elfo cuando pasó a su lado, y éste se inclinó sobre una rodilla ante el príncipe.
—¿Sí, alteza?
—El venerable prelado ha bebido demasiado. Di al maestro de la bodega que rebaje el néctar con agua. Mitad y mitad —ordenó Sithas en un tono confidencial.
—Como ordenéis, mi señor.
—En verdad, el cocinero se ha superado a sí mismo —comentó Hermathya—. Es un banquete espléndido.
—¿Acaso es una fecha señalada? —preguntó Rengaldus.
—El calendario no marca ninguna fiesta —observó Kamin Oluvai—. A no ser que se trate de un día especial para el Orador.
—Lo es, venerable prelado. Con este banquete honramos a un héroe muerto —explicó Sithel.
—¿Qué héroe, esposo mío? —Nirakina estaba perpleja.
—Se llamaba Nortifinthas.
—¿Era un compañero de Huma el Lancero? —preguntó Zertinfinas, cuya cabeza se bamboleaba.
—No —ayudó Kamin Oluvai—. Asistió a uno de los primeros Synthal-Elish, ¿verdad?
—Los dos estáis equivocados —contestó Sithel—. Nortifinthas era un simple soldado, un kalanesti que murió noblemente en servicio de esta casa.
La conversación en torno a la mesa había cesado justo al mismo tiempo que el flautista emitía el agudo solo del lamento.
—Esta mañana —continuó el Orador—, el soldado llamado Nortifinthas regresó a la ciudad, procedente de las provincias occidentales. Era el único superviviente de los cincuenta guerreros que envié para que encontraran a los bandidos que han estado atormentando a nuestra gente recientemente. Todos sus compañeros perecieron en la lucha. A pesar de estar gravemente herido, el valeroso Nortifinthas regresó con el último despacho de su comandante. —Sithel recorrió con la mirada la mesa, buscando los ojos de cada comensal. El príncipe permanecía muy quieto en su silla, con la mano izquierda sobre el regazo, el puño crispado—. Uno de vosotros, uno de los que está sentado a mi mesa degustando mi comida, es un traidor.
Los músicos oyeron esta declaración y dejaron de tocar. El Orador hizo un ademán en su dirección, indicándoles que continuaran, cosa que hicieron, aunque su desasosiego era evidente.
—Veréis, la fuerza que aniquiló a mis cincuenta guerreros no era una banda de malhechores que lanzan un ataque sorpresa y luego se dan a la fuga, sino una tropa disciplinada de caballería, que sabía dónde y cuándo llegarían mis soldados. No fue una batalla. Fue una masacre.
—¿Sabéis quién es el traidor, Orador? —preguntó Hermathya con ansiedad.
—Aún no, pero esa persona será descubierta. He empleado la mayor parte del día recopilando una lista de aquellos que podían saber la ruta de mis guerreros. En estos momentos, sospecho de todos.
La mirada del Orador recorrió una vez más la enorme mesa.
El banquete había perdido su aire festivo, y los comensales contemplaban las deliciosas viandas que había en sus platos sin el menor entusiasmo.
Sithel cogió el cuchillo y el tenedor.
—Terminad vuestra cena —ordenó. Al ver que nadie reaccionaba, alzó las manos en un gesto expresivo y dijo—: ¿Por qué no coméis? ¿Es que queréis que toda esta estupenda comida se desperdicie?
Sithas fue el primero en coger su tenedor y reanudar la cena. Hermathya y Nirakina hicieron otro tanto. Poco después, todos estaban comiendo de nuevo, pero sin el buen humor de antes.
—Os diré algo —añadió Sithel intencionadamente mientras cortaba la granada glaseada que simulaba un ojo del dragón—. Hay indicios acerca de la identidad del traidor.
Para entonces, el chiquillo elfo había regresado con el ánfora llena de néctar rebajado. En el absoluto silencio que siguió a su último comentario, el Orador exclamó en voz alta:
—¡Zertinfinas! ¡Tu néctar!
El clérigo levantó bruscamente la cabeza al oír su nombre y tuvieron que golpearle varias veces la espalda para evitar que se ahogara con un trozo de pastel que se le había quedado atascado en la garganta.
Sithas observaba a su padre mientras comía. Todos y cada uno de los movimientos del Orador eran gráciles, elegantes, y un aire de resolución se plasmaba en su sereno semblante.