12
Idilio al final del verano
Habían pasado dos días desde que Kith-Kanan los había llevado de vuelta a casa, a lomos del grifo. El príncipe había ido al estanque diariamente desde entonces para lavarse el brazo lesionado. Aunque todavía sensible al ser tan reciente, era una herida limpia y tenía toda la apariencia de estar curando bien.
A despecho de su propia herida, Alaya no permitió que Kith-Kanan la llevara en brazos al estanque. En cambio, dio instrucciones a Mackeli para que le trajera ciertas raíces y hojas, con las que preparó una cataplasma. Mientras el príncipe la observaba masticar las plantas medicinales, escuchó por cuarta vez el relato de Mackeli sobre su captura.
—Y entonces Voltorno les dijo a los leñadores que no había espíritus malignos en el bosque, y ellos le creyeron, hasta que llegaron corriendo por el sendero, gritando, y cayeron de bruces sobre sus peludas caras…
—¿Crees que podríamos devolvérselo? —lo interrumpió Alaya con una expresión de aburrimiento.
—Me parece una buena idea —comentó Kith-Kanan—. Tal vez el barco no haya zarpado todavía.
Mackeli los miró a los dos, boquiabierto.
—¡Devolverme! —exclamó aterrado. Poco a poco, el chico esbozó una sonrisa—. ¡Me estáis tomando el pelo!
—Yo, no —repuso Alaya, que hizo una mueca de dolor al aplicarse las hojas masticadas y la pasta de raíces en la herida.
La sonrisa de Mackeli se borró, y una expresión de desaliento se pintó en su rostro hasta que Kith-Kanan le guiñó un ojo.
—Acompáñame al manantial —sugirió el príncipe. Era mejor dejar sola a Alaya; la herida la había puesto de muy mal humor.
Kith-Kanan condujo a Arcuballis por las riendas a través de la espesura. Mackeli caminaba a su lado.
—Hay una cosa que aún no tengo muy clara —dijo el príncipe al cabo de un rato—. ¿Fue Voltorno el que me echó un hechizo la primera noche, cuando me robó a Arcuballis?
—Tuvo que ser él —dedujo Mackeli—. Sus hombres estaban hambrientos, así que Voltorno lanzó un hechizo para someter a cualquier ser de sangre caliente que se encontrara en la zona. Los venados, los conejos, los jabalíes y otros animales habían huido hacía tiempo, advertidos por los corves de la presencia de los humanos. Lo único que sacó en limpio de todos sus esfuerzos fue tu grifo, aunque sabía que era una criatura muy rara y valiosa.
Mientras Arcuballis saciaba la sed, el príncipe elfo y el muchacho kalanesti se sentaron en un afloramiento de cianita y escucharon el rumor del agua en la cascada.
—Me alegro de que tú y Lay os llevéis bien. No es una persona con la que sea fácil convivir.
—Eso ya lo he notado.
El kalanesti arrojó un palo al agua y lo siguió con la mirada hasta que cayó por la pequeña cascada.
—Mackeli, ¿qué recuerdas de tus padres? ¿Qué aspecto tenían?
La frente del muchacho se arrugó en un gesto reflexivo.
—No lo sé. Debía de ser un bebé cuando se marcharon.
—¿Se marcharon? ¿Quieres decir que murieron?
—No. Lay dice siempre que nuestros padres nos dejaron y que tenían intención de regresar algún día.
Alaya y Mackeli eran tan diferentes que a Kith-Kanan le costaba trabajo creer que existieran lazos de sangre entre ellos.
—¿Sabes, Kith? Te vi luchar con Voltorno. ¡Fue fantástico! ¡Cómo te movías! —Mackeli agitó la mano en el aire, sosteniendo una espada imaginaria, al tiempo que imitaba el siseo y los golpes del arma—. Ojalá supiera luchar así.
—Puedo enseñarte —se ofreció el príncipe—. Si Alaya no tiene inconveniente.
Mackeli encogió la nariz, como si hubiese olido algo desagradable.
—Sé lo que dirá: «¡Sal del árbol! ¡Apestas a metal!».
—A lo mejor no lo nota —repuso Kith-Kanan. El príncipe y el chico se miraron y después sacudieron la cabeza a la vez—. Lo notaría. Tendremos que consultarle.
Regresaron al claro. Alaya había salido del árbol, aunque sin duda le había costado un doloroso esfuerzo, y se había acomodado en un sitio donde daba el sol. Un desagradable unto verde pastoso le cubría la herida.
—Lay…, eh…, Kith quiere preguntarte algo —dijo Mackeli con precipitación.
—¿Qué es? —Alaya abrió los ojos.
Kith-Kanan ató a Arcuballis a un árbol, en el extremo umbroso del claro. Se acercó a donde se encontraba reclinada Alaya y se puso en cuclillas a su lado.
—Mackeli desea aprender el manejo de las armas, y yo estoy dispuesto a enseñarle. ¿Estás conforme con ello?
—¿Quieres manejar metal? —inquirió con acritud al muchacho. Mackeli asintió en silencio, y su hermana se sentó más incorporada, con movimientos envarados—. Mucho tiempo atrás hice un trato con los espíritus del bosque. A cambio de que ellos me permitieran entender a los animales y los árboles y hablar con ellos, me comprometí a protegerlos contra los forasteros. Todos aquellos que saquean el bosque son mis enemigos. Y el bosque me dijo que, entre los intrusos, los peores son los que llevan metal, que no tiene alma y está muerto, que ha sido arrancado de las entrañas de la tierra, trabajado con fuego, y utilizado exclusivamente para matar y destruir. Con el tiempo, el simple olor del metal me resultó desagradable y ofensivo al olfato.
—Pues no parece molestarte que yo lleve espada y daga —comentó Kith-Kanan.
—El Señor del Bosque te eligió para una misión, y no soy quién para poner en tela de juicio su criterio. Expulsaste a los intrusos, y salvaste a mi hermano y al bosque. —Miró a Mackeli. —La elección es tuya, pero, si manejas metal, las bestias dejarán de hablarte. Puede que incluso tenga que echarte de aquí.
Sus palabras dejaron conmocionado a Mackeli.
—¿Echarme? —musitó el muchacho. Miró a su alrededor. El roble hueco, el umbroso claro y Alaya eran la única familia y el único hogar que conocía—. ¿No hay otra alternativa?
—No —fue la rotunda respuesta de la elfa, y los ojos de Mackeli se llenaron de lágrimas.
Kith-Kanan no podía comprender la dureza de la kalanesti.
—No te entristezcas, Mackeli —lo consoló—. Puedo enseñarte el manejo de las armas utilizando espadas de madera, en lugar de hojas de hierro. —Miró a Alaya y añadió con cierto sarcasmo—: ¿Te parece eso aceptable?
Ella hizo un ademán impaciente, como accediendo de mala gana. Kith-Kanan puso una mano en el hombro del muchacho.
—¿Qué dices? ¿Aún quieres aprender? —le preguntó.
Mackeli se secó los ojos con la manga y sorbió por la nariz.
—Sí.
A medida que avanzaba el verano, rindiéndose como un perro de caza cansando, y el otoño cobraba auge para ocupar su puesto, Kith-Kanan y Mackeli se entrenaban con espadas de madera en el claro. No era una diversión inofensiva, y hubo muchos cardenales y ojos morados como resultado de golpes imprevistos que llegaban al cuerpo desprotegido. Pero no había cólera en ello, y el chico y el príncipe no sólo desarrollaron la destreza con las armas en aquellas tardes soleadas. Entre ambos nació la amistad. Privado de hogar y familia, sin verdaderos planes para el futuro, Kith-Kanan se alegró de tener algo en lo que ocuparse y llenar los días.
Al principio, Alaya los observaba mientras giraban y fintaban en medio de gritos y risas cuando las espadas de madera hacían diana. La herida de su costado sanó con rapidez; mucho más deprisa de lo que a Kith-Kanan le parecía natural, y, a no mucho tardar, Alaya se internó de nuevo en la espesura. Iba y venía a su antojo, y a menudo traía un ciervo descuartizado o una ristra de conejos. Kith-Kanan creyó que la elfa había acabado por aceptar su presencia en su hogar, pero no participó de la agradable camaradería desarrollada entre él y su hermano.
Un día, cuando las primeras hojas empezaban a cambiar la tonalidad verde por otra dorada, Kith-Kanan se encaminó al estanque. Mackeli había salido a recolectar la abundante cosecha de frutos secos caídos, y Alaya llevaba ausente varios días. Kith-Kanan palmeó el flanco de Arcuballis al pasar a su lado y luego se metió en la fresca sombra del sendero al estanque.
Sus sentidos, aguzados en los últimos tiempos, captaron el sonido de chapoteos cuando se encontraba a mitad de camino. Picado por la curiosidad, se deslizó entre la maleza y avanzó en completo silencio, ya que también había hecho grandes progresos en cuanto a caminar y respirar, y llegó a un terreno alto desde el que se dominaba el estanque.
En el centro de la charca, pedaleando en el agua, había una elfa de cabello oscuro, negro como ala de cuervo. Los largos mechones flotaban a su alrededor como una densa nube de humo. Pasaron unos segundos antes de que Kith-Kanan cayera en la cuenta de que estaba contemplando a Alaya. Se había soltado la trenza, y el agua había arrastrado toda la pintura de su cuerpo; casi no reconoció sus rasgos, limpios y restregados. Sonriendo, Kith-Kanan se sentó junto al tronco de un roble, lleno de líquenes, para observarla mientras nadaba.
Con todo su sigilo en tierra firme, Alaya no tenía mucha desenvoltura nadando. Chapoteaba atrás y adelante impulsándose con un estilo burdo. El príncipe llegó a la conclusión de que los pescadores del Thon-Thalas habrían podido enseñarle un par de cosas.
Cuando la elfa salió del agua a una repisa de granito, Kith-Kanan vio que estaba desnuda. Aunque estaba acostumbrado a la palidez tan valorada entre los habitantes de ciudad, encontró su cuerpo dorado por el sol extrañamente hermoso. Era delgado y con músculos firmes. Sus piernas eran fuertes, y en sus movimientos había una gracia natural, inconsciente. Era como un espíritu del bosque, salvaje y libre. Y, cuando Alaya se pasó las manos por el cabello mojado mientras canturreaba para sí misma, Kith-Kanan sintió renacer unas emociones que creía muertas desde hacía meses, cuando había huido de Silvanost.
Alaya se tumbó en el saliente de piedra, con la cabeza recostada sobre un brazo. Tenía los ojos cerrados, y parecía haberse quedado dormida. Kith-Kanan se incorporó con la intención de deslizarse sigiloso hasta la orilla opuesta del estanque, y sorprenderla. Pero la pendiente era muy inclinada, y las plantas rastreras estaban lo bastante verdes para hacerse resbaladizas cuando las pisó con las sandalias. El hecho de que Kith-Kanan estuviese pendiente de Alaya, y no de dónde ponía los pies, contribuyó a hacer más inestable su avance. Dio dos pasos y cayó, se deslizó pendiente abajo como por un tobogán, y se zambulló en el estanque. Salió a la superficie tosiendo y escupiendo agua. Alaya no se había movido, pero dijo:
—Te has tomado muchas molestias sólo para ver cómo me baño.
—Yo… —El príncipe soltó un escandaloso estornudo—. Oí que había alguien en el manantial y vine a investigar. No sabía que eras tú. —A pesar del peso de las ropas y la espada, nadó con fáciles brazadas hasta el saliente donde estaba la elfa. Alaya no hizo la menor intención de cubrirse, y se limitó a apartarse un poco y dejarle sitio para que se sentara en la roca.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sólo está herido mi orgullo. —Kith-Kanan se puso de pie, evitando mirarla—. Lamento mi intromisión. Me iré.
—Quédate o márchate. A mí me da lo mismo. —Al advertir su vacilación añadió—: No tengo la clase de recato de las mujeres de tu ciudad.
—Y, sin embargo, llevas ropa —se sintió obligado a decir. A pesar de la incomodidad que le producía su desnudez, se sentía reacio a alejarse de ella.
—Una túnica de piel de gamo es una buena protección contra los espinos. —Alaya observaba divertida a Kith-Kanan, cuya mirada pasó fugazmente sobre ella y se apartó por tercera vez—. Te incomodo. Dame tu túnica.
Él protestó, pero la joven insistió, y Kith-Kanan se quitó su empapada túnica. Alaya se la pasó por la cabeza; le llegaba a las rodillas.
—¿Mejor así?
El príncipe sonrió con timidez.
—No me cabe en la cabeza lo distinta que pareces —dijo—. Sin rayas pintadas en la cara, quiero decir. —Era verdad. Los ojos de la elfa eran grandes, y de color castaño, más oscuros que los de Sithas, su gemelo. Tenía la boca pequeña, de labios carnosos, y la frente alta y despejada.
Tal vez en una reacción inconsciente, Alaya se estiró como un enorme gato. En el mero acto de enderezarse pareció obtener mucha más satisfacción que cualquier otra persona que Kith-Kanan había visto en su vida.
—¿Es que las mujeres de tu raza no se adornan? —preguntó.
—Bueno, sí, pero no hasta el punto de disfrazarse —repuso él en serio—. Me gusta tu cara. Es una lástima que te la tapes.
Alaya se sentó y lo miró con curiosidad.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es verdad —declaró llanamente.
—Déjate de tonterías.
—Espero que ya no estés enfadada conmigo por enseñarle a Mackeli a luchar —dijo, confiando en prolongar más la conversación. Estaba disfrutando con la charla.
—La herida me puso de mal genio. No estaba enfadada contigo —confesó mientras se encogía de hombros. Tras un instante de silencio, dijo lentamente—: Me alegra que Mackeli tenga un amigo.
Kith-Kanan sonrió y alargó una mano para cogerla por el brazo.
—También tú tienes un amigo, ¿sabes?
Rápidamente, Alaya giró sobre sus talones, se despojó de la túnica, la tiró a un lado y se zambulló en el estanque. Permaneció sumergida tanto tiempo, que Kith-Kanan empezó a preocuparse.
Estaba a punto de tirarse de cabeza al agua cuando Mackeli apareció al otro lado de la charca, con la bolsa llena a rebosar de castañas.
—¡Hola, Kith! ¿Por qué estás mojado?
—¡Alaya se metió en el estanque y no ha salido!
Mackeli soltó el pesado saco en el suelo.
—No te preocupes —lo tranquilizó—. Se habrá ido a su cueva. —Kith-Kanan lo miró sin comprender—. Hay un túnel que conecta el estanque con una cueva. Se mete allí cuando está alterada o molesta por algo. ¿Habéis discutido?
—No exactamente —contestó Kith-Kanan, que contemplaba fijamente la superficie del agua—. Sólo le dije que me gustaba su cara y que era su amigo.
Mackeli se rascó la mejilla con aire escéptico.
—En fin, no tiene sentido quedarse aquí esperando. Puede que no salga en varios días. —Se cargó de nuevo el saco al hombro y añadió—: La cueva es el refugio secreto de Lay. No podemos entrar.
Kith-Kanan recogió su túnica y rodeó el estanque hacia donde esperaba Mackeli. Echaron a andar por el camino, de regreso al claro. Cada tres pasos, el príncipe volvía la cabeza para mirar el remansado manantial. Qué complicada era esta mujer; no había quien la entendiera. Tenía la esperanza de que apareciese en cualquier momento, pero no fue así.
El sol se puso, y Mackeli y Kith-Kanan asaron castañas en la hoguera. Cuando estuvieron saciados, se tumbaron de espaldas sobre la hierba y contemplaron una lluvia de estrellas fugaces en el cielo. Las estrellas dejaban a su paso una estela ardiente en la negrura del firmamento, y Kith-Kanan se quedó maravillado con la belleza del espectáculo. Al vivir en Silvanost, dentro de edificios, el príncipe sólo había visto este fenómeno en contadas ocasiones. Mientras contemplaba absorto el cielo, un viento suave agitó las ramas de los árboles y le revolvió el cabello.
Kith-Kanan se sentó para coger otro puñado de castañas. Vio a Alaya sentada con las piernas cruzadas junto al fuego, y se llevó tal susto que por poco no se le sale el corazón por la boca.
—¿A qué juegas? —preguntó, irritado por haberse asustado tanto.
—Vine a compartir vuestro fuego.
Mackeli se sentó y sacó unas cuantas castañas de las brasas con un palo. Aunque estaban muy calientes, Alaya cogió una con actitud despreocupada y la peló.
—Hace mucho que tu misión quedó ultimada, Kith-Kanan —dijo en voz baja—. ¿Por qué no has regresado a Silvanost?
El príncipe terminó de masticar una castaña.
—No tengo nada que hacer allí —contestó con franqueza.
Los oscuros ojos de Alaya lo miraron intensamente, resaltando en su rostro recién pintado.
—¿Por qué no? Cualquier acto deshonroso que hayas cometido puede ser perdonado —afirmó.
—¡No he cometido ningún acto deshonroso! —replicó con vehemencia.
—Entonces, vuelve a casa. Éste no es tu sitio. —Alaya se levantó y se alejó del fuego reculando. Sus ojos relucieron a la luz de la hoguera hasta que se dio media vuelta.
Mackeli estaba boquiabierto.
—Lay nunca había actuado de un modo tan raro. Algo la tiene alterada —dijo mientras se incorporaba de un brinco—. Le preguntaré…
—No. —El monosílabo frenó en seco al muchacho—. Déjala en paz. Cuando haya encontrado la respuesta, nos lo dirá.
Mackeli volvió a sentarse. Los dos elfos contemplaron las rojas brasas en silencio.
—¿Por qué sigues aquí, Kith? —inquirió Mackeli al cabo de un rato.
—¡Oh, no! ¿Tú también?
—Tu vida en la Ciudad de las Torres estaba llena de cosas maravillosas. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te quedas aquí?
—No hay ningún sitio al que desee ir en estos momentos, y aquí he hecho amigos. O, al menos, un amigo. —Le sonrió al chico—. En cuanto a por qué me fui… —Kith-Kanan se frotó las manos como si las tuviera frías—. Hubo un tiempo en que estaba enamorado de una hermosa doncella, en Silvanost. Era inteligente y enérgica, y creí que me amaba. Entonces llegó el momento de que mi hermano, Sithas, contrajera matrimonio. Mi padre, el Orador de las Estrellas, escogió a la que había de ser su esposa. De todas las jóvenes casaderas de la ciudad, mi padre eligió a la que yo amaba para novia de mi hermano. —Sacó la daga y la hincó hasta la empuñadura en el suelo—. ¡Y ella se casó de buena gana con Sithas! ¡Lo hizo con gusto!
—No lo entiendo —admitió Mackeli.
—Tampoco yo. Al parecer, a Hermathya… —Kith-Kanan cerró los ojos, viéndola en su imaginación y saboreando la sensación del nombre en sus labios— le gustaba más la idea de ser la esposa del próximo Orador que casarse con el hombre que la amaba. En consecuencia, me marché de casa. Creo que no volveré a ver Silvanost.
El muchacho miró a Kith-Kanan, que tenía la cabeza agachada. El príncipe aún aferraba su daga con fuerza. Mackeli carraspeó.
—Espero que te quedes, Kith —dijo de corazón—. Lay no habría podido enseñarme lo que tú me has enseñado. Nunca me contó la clase de historias que tú me cuentas. Nunca ha visto grandes ciudades, ni guerreros ni nobles ni clérigos.
Kith-Kanan levantó la cabeza.
—Intento no pensar más allá del día de hoy, Keli. Por el momento, la paz de este sitio me conviene, me hace sentir a gusto. Curioso, después de estar acostumbrado a todas las comodidades y extravagancias inherentes a mi condición de príncipe… —Su voz se fue apagando.
—Quizá podamos crear un nuevo reino, aquí en las tierras agrestes del bosque.
—¿Un reino? —Kith-Kanan sonrió—. ¿Con sólo nosotros tres?
—Por algo hay que empezar, ¿no? —repuso Mackeli completamente en serio.