11
Principios de otoño, Año del Halcón

El medio tradicional para cruzar el río camino de Silvanost era el transbordador. Grandes lanchones, de fondo plano, eran arrastrados en ambas direcciones a través del Thon-Thalas por tortugas gigantescas. En algún momento del pasado, los clérigos del Fénix Azul, dios de la vida animal, habían tejido los conjuros para crear las primeras tortugas gigantes. Habían tomado una pareja de tortugas comunes de río, por lo general del tamaño de la palma de la mano, y obraron en ellas con sus hechizos hasta conseguir que fueran tan grandes como casas. De ahí en adelante, los clérigos se ocuparon de la crianza de estos gigantes y consiguieron reunir una manada bastante numerosa. Las plácidas bestias, con sus inmensas conchas verdes, habían prestado servicio a lo largo de los siglos, y acabaron por convertirse en una imagen familiar para todos.

Lady Nirakina estaba en la margen del río contemplando una barcaza de refugiados que era arrastrada por una de estas tortugas desde la orilla occidental. A su lado se encontraba Tamanier Ambrodel, que todavía llevaba el brazo en cabestrillo. Había transcurrido un mes desde los Días de Juicio, y durante este tiempo más y más colonos de las planicies y los bosques occidentales habían llegado a Silvanost buscando protección.

—¿Cuántos son ya con éstos? —preguntó Nirakina mientras se resguardaba los ojos del sol con la mano para ver el abarrotado lanchón.

Tamanier comprobó el ábaco donde llevaba el cómputo.

—Cuatrocientos diecinueve, mi señora —repuso—. Y siguen llegando más continuamente.

Los colonos pertenecían en su mayoría a las familias más pobres de Silvanesti, y habían partido hacia el oeste para poblar territorio salvaje y empezar una nueva vida. Aunque muchos de ellos no sufrían heridas, estaban exhaustos, con los pies doloridos de tanto andar, y desmoralizados. Todos contaban la misma historia: bandas de humanos y elfos kalanestis habían prendido fuego a sus casas y plantaciones y los habían obligado a marcharse. Los silvanestis, desarmados y desorganizados, no tenían más remedio que recoger sus escasas pertenencias y emprender viaje de vuelta a Silvanost.

Nirakina había recibido el beneplácito de su esposo para que organizara la asistencia a los colonos refugiados. Se había reservado para ellos un campo en el extremo meridional de la ciudad, y durante las últimas semanas había surgido una barriada de tiendas y chamizos en aquella zona. Nirakina había persuadido a muchos de los gremios y grandes templos de la ciudad para que contribuyeran con comida, mantas y dinero para atender a los refugiados.

También Sithel hacía cuanto podía por los refugiados, pero su labor se hacía mucho más complicada al tener que atender los asuntos de Estado. La Torre de las Estrellas se llenaba a diario con solicitantes que suplicaban al Orador que reuniera al ejército y lo enviara a limpiar las planicies de invasores. Sithel estaba acertado al considerar que aquélla no era una solución práctica. Un ejército grande maniobraría con lentitud, por lo que jamás conseguiría dar alcance a pequeños grupos de invasores que se desplazaban rápidamente.

—Nuestros vecinos del oeste, Thorbardin y Ergoth, no verían con buenos ojos un ejército elfo en sus fronteras —dijo Sithel a los nobles más belicosos—. Sería una invitación a la guerra, y eso es algo que no voy a permitir que ocurra.

Y así, la afluencia de refugiados continuó, al principio en pequeñas cantidades, y después en una oleada constante. Puesto que Tamanier Ambrodel conocía por propia experiencia los problemas a los que se enfrentaban, lady Nirakina lo eligió como su ayudante principal. Tamanier demostró ser un trabajador infatigable, pero a pesar de todos sus esfuerzos el campamento en la ribera del río se volvió un lugar sucio, escandaloso y desorganizado a medida que aumentaba su número de ocupantes con la constante riada de asustados colonos que seguía llegando. Sobre el campamento de refugiados flotaba una neblina de humo y miedo. No pasó mucho tiempo antes de que la compasión de los habitantes de Silvanost se tornara en desagrado.

En este día, Nirakina había ido a la orilla del río para hablar con los nuevos refugiados cuando desembarcaran. Los cansados y mugrientos viajeros se quedaron pasmados al ver que la esposa del Orador los aguardaba en la encenagada ribera, con sus ricos ropajes arrastrando en el barro y escoltada únicamente por Tamanier Ambrodel.

—Están tan tristes, tan fatigados —musitó Nirakina a su ayudante. Él permanecía a su lado, haciendo anotaciones en una tablilla encerada.

—Es muy triste perder tu hogar y a tus seres más queridos, mi señora. —Tamanier completó una casilla de veinte y la cerró—. Esto hace un total de doscientos veinte en un lanchón, incluyendo sesenta y seis humanos y semihumanos. —La miró con incertidumbre—. Al Orador no lo complacerá que los que no son de nuestra raza entren en la ciudad.

—Conozco los sentimientos del Orador —repuso Nirakina con cierta aspereza. Su cuerpo menudo y esbelto tembló de indignación—. Son los cortesanos quienes quieren causar problemas a estas pobres gentes.

Una mujer elfa bajó de un pequeño bote a la ribera, con un bebé en sus brazos. Resbaló y cayó de rodillas en el agua embarrada. Otros refugiados exhaustos pasaron a su lado sin detenerse. Nirakina, sin parar mientes, se abrió paso entre el silencioso gentío y ayudó a la mujer a levantarse. Sus ojos se encontraron.

—Gracias, mi señora —dijo la harapienta elfa. Luego recostó al pequeño en su hombro y vadeó trabajosamente hacia la orilla. Nirakina la seguía con la mirada, mostrando una abierta admiración por el tenaz coraje de la mujer, cuando una mano tocó su brazo.

—Deberíais actuar con más cautela, señora —le recriminó Tamanier.

—Los clérigos y nobles echarán pestes por esto, y sobre todo a causa de los mestizos —replicó Nirakina, haciendo caso omiso de su advertencia. Su expresión serena se ensombreció—. ¡Tendría que obligárselos a venir aquí y ver a los pobres inocentes a los que quieren negar refugio y consuelo!

Tamanier tiró con gentileza de lady Nirakina para que regresara a la ribera.

Al otro extremo de la ciudad, la Torre de las Estrellas retumbaba con las protestas contra los refugiados.

—Cuando los dioses hicieron el mundo, crearon primero nuestra raza para que fuéramos los guardianes del bien y la verdad —declaró Firincalos, clérigo mayor de E’li—. Es nuestro sagrado deber preservarnos como los dioses nos hicieron, una raza pura, siempre identificable como silvanesti.

—¡Bien dicho! ¡Es totalmente cierto! —manifestaron en voz alta los nobles y clérigos reunidos en asamblea.

Sithas observaba a su padre. El Orador escuchaba con expresión plácida estas opiniones, pero no parecía complacido. No era tanto que su padre estuviera en desacuerdo con el instruido Firincalos; no era la primera vez que se manifestaban sentimientos similares y su defensa a ultranza, pero Sithas sabía que el Orador detestaba ser sermoneado por nadie, fuera por la razón que fuera.

Desde los Días de Juicio, Sithas había estado al lado de su padre diariamente, familiarizándose con los asuntos cotidianos de la administración del país. Había sentido un renovado respeto por Sithel al ver cómo su padre se las ingeniaba para establecer un equilibrio entre las peticiones de los clérigos, las ideas de los nobles, las necesidades de los gremios, y su propia filosofía de lo que era mejor para Silvanesti.

Sithas había aprendido a sentir respeto por él, pero no admiración. Creía que su padre era demasiado flexible, que transigía demasiado a menudo con las personas equivocadas. Esto lo sorprendió, pues siempre había considerado a Sithel como un regente firme. ¿Por qué no se limitaba a exigir obediencia en lugar de llegar a arreglos continuamente?

Sithel hizo un ademán pidiendo silencio a los reunidos. Miritelisina, suma sacerdotisa de Quenesti Pah, se había puesto en pie, esperando que el Orador le concediera la palabra. Por fin se hizo silencio en la sala, y Sithel indicó a Miritelisina que podía hablar.

—Tengo que preguntar al puro y recto Firincalos qué haría él con los maridos, esposas e hijos que languidecen ahora en chozas a lo largo de la margen del río y que, pese a no ser de sangre pura, tienen estrechos vínculos con algunos miembros de nuestra raza. —Su potente voz resonó en la alta torre. En su juventud, Miritelisina había sido una renombrada cantante, y desplegaba todas sus antiguas dotes ante sus oyentes—. ¿Los arrojamos al río? ¿Los expulsamos de la isla, obligándolos a volver a las espadas y las antorchas de los bandidos que los empujaron hacia el este?

Unas cuantas voces ásperas gritaron «¡Sí!» a sus preguntas.

Sithas se cruzó de brazos y observó atentamente a Miritelisina. La sacerdotisa tenía un porte regio con su túnica blanca, el largo cíngulo azul cielo y la cinta de color zafiro que le ceñía la frente. Su rubio cabello, largo hasta la cintura, se agitó cuando señaló con un dedo acusador a los reunidos, en su mayoría varones.

—¡Me avergüenzo de todos vosotros! —gritó—. ¿Es que no hay compasión en Silvanost? ¡Los humanos y semihumanos no están aquí por que quieran! Ellos son los afectados, los que han sufrido el infortunio; un infortunio del que debe responsabilizarse a alguien. Pero tratarlos como animales, negarles incluso refugio, es igualmente perverso. Hermanos míos, ¿es ésta la directriz del bien y la verdad a los que hace referencia el honorable Firincalos? A mí no me lo parece. ¡Más bien es la actitud cruel que esperaría de los devotos de la Reina de los Dragones!

Sithas se puso tenso. ¡La voluntariosa sacerdotisa había ido demasiado lejos! Firincalos y sus colegas pensaban lo mismo. Se abrieron paso entre los reunidos para ponerse en primera fila, ofendidos porque los hubiera comparado con los secuaces de la Reina del Mal. El aire se cargó de protestas, pero Sithel, recostado en el respaldo del trono, no hizo nada para refrenar a los encolerizados clérigos.

Sithas se volvió hacia su padre.

—¿Puedo decir algo? —preguntó con calma.

—He estado esperando que adoptaras una postura en el asunto —dijo, impaciente, Sithel—. Adelante. Pero recuerda que, si nadas con serpientes, puedes recibir picaduras.

Sithas hizo una reverencia a su padre.

—Este es un tiempo de prueba para nuestro pueblo —empezó en voz alta. El alboroto se calmó, y el príncipe continuó en un tono más bajo—: Es evidente, por los sucesos acaecidos en el oeste, que los humanos, respaldados probablemente por el emperador de Ergoth, están intentando ocupar nuestras provincias de las planicies y los bosques, no mediante una abierta conquista, sino desplazando a nuestros granjeros y comerciantes. El terror es el arma de la que se valen, y hasta ahora los resultados han superado sus mejores expectativas. Si os digo esto en primer lugar es para pediros que no olvidéis quién es el verdadero responsable de la situación en la que ahora nos encontramos.

Sithel asintió con aire satisfecho. Sithas reparó en la reacción de su padre y prosiguió:

—Los refugiados vienen a Silvanost buscando nuestra protección, y no podemos dejar de prestársela. Es nuestra obligación. Protegemos a aquellos que no son de nuestra raza porque han venido inclinando la rodilla, como deben hacer los súbditos en presencia de sus señores. Es de justicia que los defendamos de cualquier daño, no sólo porque los dioses enseñan la virtud de la compasión, sino también porque éstas son las gentes que cultivan nuestras cosechas y venden nuestras mercancías; gentes que pagan sus tributos y vasallajes.

Se alzó un murmullo en la asamblea. La actitud calmada de Sithas, su tono razonable, pulimentado con la larga práctica en debates con los clérigos de Matheri, enfrió la cólera que reinaba antes. Los clérigos se tranquilizaron, olvidando su ofendida exaltación previa. Miritelisina esbozó una leve sonrisa.

Sithas se puso en jarras y miró a la asamblea con una actitud severa y resuelta.

—¡Pero que nadie se llame a engaño! ¡La preservación de nuestra raza es de importancia capital! Y no meramente la pureza de nuestra sangre, sino la pureza de nuestras costumbres, tradiciones y leyes. Por ello, pido al Orador que decrete el emplazamiento de un nuevo campo de refugiados para los colonos, situado en la orilla occidental del Thon-Thalas, y destinado a albergar exclusivamente a los humanos y semihumanos. Además, sugiero que a todos aquellos que no sean silvanestis se los traslade del actual emplazamiento de chamizos al nuevo campo, al otro lado del río.

Se produjo un momento de silencio, mientras los reunidos asimilaban esta idea, y luego la torre vibró con gritos de «¡Bien dicho! ¡Así se habla!».

—¿Y qué pasa con los maridos o las esposas de pura raza silvanesti unidos a otros que no lo son? —demandó Miritelisina.

—Pueden irse con sus familias si lo prefieren, naturalmente —repuso Sithas con voz sosegada.

—Debería obligárselos a marchar —insistió Damroth, clérigo de Kiri Jolith—. Son un insulto para nuestro linaje.

Sithel dio unos golpecitos rítmicos en el brazo del trono con el macizo sello que llevaba en el dedo. El sonido levantó ecos en la Torre de las Estrellas, y de inmediato el silencio se adueñó de la sala.

—Me siento orgulloso de mi hijo —manifestó el Orador—. Que se lleve a cabo cuanto ha dicho. —La sacerdotisa de Quenesti Pah abrió la boca para protestar, pero Sithel repitió los golpes en el brazo del trono, como una advertencia—. Aquellos silvanestis que hayan tomado consortes humanos, partirán con sus familiares. Han elegido su camino y ahora deben seguirlo. Que así se cumpla. —El Orador se puso de pie, señal inequívoca de que la audiencia había finalizado. La asamblea hizo una profunda reverencia y se dirigieron a la salida. En pocos minutos, sólo quedaban en la sala Sithel y Sithas.

—Esa Miritelisina es una mujer de carácter fuerte —comentó el Orador con mordacidad.

—Es demasiado sentimental —se quejó Sithas mientras se acercaba a su padre—. Aunque no oí que se ofreciera a llevar a su templo a los mestizos.

—No, pero ha gastado una tercera parte del tesoro del templo en tiendas y leña, según tengo entendido. —El Orador se frotó las sienes con una mano y soltó un ruidoso suspiro—. ¿Crees que esto desembocará en una guerra? No existen pruebas fehacientes de que Ergoth esté detrás de estos ataques.

—No son malhechores comunes. —Sithas frunció el entrecejo—. Los bandidos corrientes no desdeñan el oro en favor de destrozar árboles frutales. He oído que el nuevo emperador, Ullves décimo, es un joven ambicioso e intrigante. Quizá si nos enfrentamos a él directamente, pondríamos freno a los «bandidos» que campan por sus respetos en nuestros territorios occidentales.

Sithel no parecía muy convencido de ello.

—No es fácil vérselas con los humanos —dijo—. Son más astutos que los kenders, y su rapacidad haría palidecer de envidia a un goblin. Con todo, el honor, la lealtad y el valor no les son extraños. Sería mucho más sencillo si todos fueran crueles, o todos fueran nobles, pero, tal como están las cosas, es una raza ante todo… compleja. —El Orador se levantó del trono y añadió—: Aun así, hablar es menos costoso que guerrear. Prepara una carta para el emperador de Ergoth. Pídele que envíe a un emisario con el propósito de poner fin a los conflictos de las planicies. Ah, por cierto. Más vale que envíes una misiva similar al rey de Thorbardin. También ellos tienen un interés en esto.

—Me pondré a ello de inmediato —aseguró Sithas mientras hacía una profunda reverencia.

Normalmente, los comunicados diplomáticos para dirigentes extranjeros eran redactados por escribas profesionales, pero Sithas tomó asiento a la mesa de ónix que había en sus aposentos privados y empezó la carta él mismo. Mojó el fino estilo en un recipiente con tinta negra y escribió el saludo: «A su Excelentísima e Ilustre Majestad, Ullves X, Emperador, Príncipe de Daltigoth, Gran Duque de Colem, etc., etc.». El príncipe sacudió la cabeza. A los humanos les encantaban los títulos: qué manera de amontonarlos detrás de sus nombres. «De Sithel, Orador de las Estrellas, hijo de Silvanos. Saludos, regio hermano…».

Hermathya irrumpió en el cuarto, con el rojizo cabello despeinado y el manto ladeado. Sithas sufrió tal sobresalto que derramó una gota de tinta, inutilizando la hoja de fina vitela.

—¡Sithas! —exclamó ella jadeante mientras corría a su lado—. ¡Se han sublevado!

—¿Quiénes se han sublevado? —gruñó irritado.

—Los granjeros… Los últimos colonos llegados del oeste. Se corrió la voz de que el Orador iba a obligarlos a abandonar Silvanost, y empezaron a romper y a quemar cosas. ¡Un grupo ha atacado el mercado y está ardiendo en algunos puntos!

Sithas corrió al balcón. Descorrió la pesada cortina de brocado y salió fuera. Desde sus aposentos no se divisaba el mercado, pero el bochornoso aire otoñal traía los sonidos distantes de gritos.

—¿Se ha llamado a la guardia real? —preguntó mientras regresaba al interior rápidamente.

Hermathya inhaló hondo; su tez blanca se sonrojó al tiempo que intentaba controlar la agitada respiración.

—Eso creo. Vi guerreros dirigiéndose en aquella dirección. Una columna de guardias obstruyó el paso a mi silla de mano, así que me bajé y regresé corriendo a palacio.

—No debiste hacer eso —dijo él con severidad. Sithas imaginaba a Hermathya corriendo por la calle como una kalanesti salvaje. ¿Qué pensaría el pueblo al ver a su esposa corriendo como una loca por la ciudad?

Hermathya se puso en jarras, y entonces el príncipe reparó en que su manto había resbalado dejando a la vista uno de sus blancos hombros. Su cabello, rojo como una llamarada, se había soltado del prendedor y los mechones caían alborotados sobre su encendido rostro. Las palabras de Sithas hicieron que el rubor se acentuara.

—¡Me pareció importante traerte la noticia!

—La noticia habría llegado muy pronto de todos modos —afirmó lacónicamente. Tiró del cordón de una campanilla para llamar a un sirviente. Una doncella acudió con silenciosa eficiencia—. Una palangana con agua y una toalla para lady Hermathya —ordenó Sithas. La doncella hizo una reverencia y se marchó.

Hermathya se despojó del polvoriento manto.

—¡No necesito agua! —exclamó iracunda—. ¡Quiero saber qué vas a hacer con la revuelta!

—Los guerreros la sofocarán —afirmó el príncipe con voz sosegada mientras regresaba a su mesa. Al ver que el papel estaba estropeado, miró ceñudo la carta.

—¡Bien, espero que no le ocurra nada malo a lady Nirakina! —añadió su esposa.

Sithas dejó de dar vueltas al estilo entre los dedos.

—¿Qué quieres decir? —inquirió con aspereza.

—¡Tu madre está ahí fuera, en medio de la lucha!

El príncipe la agarró por los brazos. Apretó con tanta fuerza que su esposa dio un grito sofocado de dolor.

—¡No me mientas, Hermathya! ¿Por qué iba a estar madre en esa parte de la ciudad?

—¿Es que no lo sabes? Se encontraba en el río con el tal Ambrodel, ayudando a esos pobres miserables.

Sithas la soltó, y ella retrocedió un paso. El príncipe pensó con rapidez. Luego fue hacia un elegante armario, sacó una capa y se la echó sobre los hombros. En otra percha había un cinturón con una espada, igual a la de su hermano. Se abrochó el cinturón, que se ciñó ladeado en torno a sus esbeltas caderas.

—Voy en busca de mi madre —declaró.

—¡Te acompaño! —dijo Hermathya al tiempo que recogía su manto tirado.

—No —replicó firmemente—. No es decoroso que andes rondando por las calles. Te quedarás aquí.

—¡Haré lo que me apetezca!

Hermathya se dirigió a la puerta, pero Sithas la agarró por la muñeca y la hizo retroceder de un tirón. Los ojos de la mujer ardían encolerizados.

—¡Si no fuera por mí, ni siquiera estarías enterado del peligro! —siseó.

—Señora, si deseas conservar una buena relación conmigo, harás lo que yo te diga. —La voz de Sithas sonaba tensa por el esfuerzo para controlarse.

—Ah, ¿sí? —Levantó la barbilla, desafiante—. Y si no, ¿qué harás? ¿Golpearme? —Sithas se sintió traspasado por sus ojos de un azul profundo y, a despecho de la inquietud por su madre, lo inundó una abrumadora pasión. La Joya Estrella que Hermathya lucía en el cuello centelleó.

Sus mejillas estaban arreboladas, con un ardor parejo al de sus ojos. Su vida en común había estado presidida por el desapego; sin apenas pasión, sin apenas emoción. Los brazos de ella eran suaves y cálidos bajo sus manos, y Sithas a atrajo hacia sí. Pero, un instante antes de que sus labios se encontraran, Hermathya susurró:

—¡Haré lo que me plazca!

El príncipe la apartó con brusquedad y se dio media vuelta mientras inhalaba profundamente para serenarse.

Hermathya utilizaba su belleza como un arma, no sólo con el pueblo llano, sino incluso con él. Sithas se abrochó el cuello de la capa; las manos le temblaban.

—Encuentra a mi padre. Cuenta al Orador lo que ha ocurrido y lo que me propongo hacer.

—¿Dónde está el Orador? —preguntó malhumorada.

—No lo sé —replicó secamente—. ¿Por qué no lo buscas?

Sin más, Sithas salió presuroso de la habitación. Se cruzó con la criada, que regresaba con una palangana de agua tibia y una toalla blanca. La doncella se apartó a un lado para dejar paso a Sithas y después ofreció la palangana a Hermathya. Esta miró ceñuda a la muchacha, y luego, de un manotazo, tiró el recipiente. La palangana de bronce golpeó en el suelo con un fuerte ruido metálico, y el agua salpicó los pies de Hermathya.