10
Cuatro días siguiendo el rastro

Kith-Kanan y Alaya hicieron una pausa en su persecución de la banda de Voltorno. Los hombres se dirigían al sur, directamente hacia la costa. Al príncipe lo sorprendió que Alaya decidiera hacer lo que llamó un alto transitorio. Estaba preparado para cualquier cosa, desde una aproximación furtiva hasta una precipitada batalla campal. Cierto que los pies le dolían y las manos las tenía llenas de cortes, pero la certeza de que el tal Voltorno tenía en su poder no sólo a Mackeli sino también a su grifo, alentaba al príncipe a seguir adelante.

Le preguntó a Alaya si sentía próxima la presencia de Mackeli.

—No —repuso la elfa—. Huelo animales por las cercanías. Es hora de cazar. Quédate aquí, sin moverte. Volveré pronto.

Kith-Kanan se sentó en el suelo, con la espalda recostada en un árbol. No tardó en quedarse dormido y lo siguiente que supo es que Alaya le había echado un manojo de conejos en el regazo.

—¡Roncas! —le dijo la elfa con tono irritado—. Podría haber cazado un ciervo, pero tus ronquidos lo espantaron. Lo único que he podido conseguir son esos conejos.

—Miró ceñuda los flacos animales. —Debían de estar sordos.

Alaya los desolló rápidamente y después los puso sobre una pequeña fogata, ensartados en palos. Kith-Kanan estaba impresionado; hacía las cosas con una maña asombrosa. Preparó los conejos en un visto y no visto, y encendió la fogata con un solo golpe del pedernal contra un fragmento de cianita. Kith-Kanan dudaba que él fuera capaz siquiera de hacer saltar una chispa con un tipo de piedra tan frágil y corriente.

La elfa se agachó para alimentar la pequeña hoguera. Kith-Kanan contempló un instante su espalda encorvada; luego puso a un lado el conejo. Sin hacer el menor ruido, se desabrochó el cinturón de la espada y lo soltó en el suelo silenciosamente. Hizo otro tanto con la daga. A continuación, siguiendo los pasos que Mackeli le había enseñado, se acercó sigiloso a Alaya.

La elfa irguió la espalda, pero no se volvió. Cuando estaba a poco más de medio metro de ella, Alaya giró veloz sobre sí misma, con el cuchillo apuntando a la altura del rostro de Kith-Kanan.

—Hueles mejor sin el metal, pero tu respiración sigue siendo demasiado ruidosa.

Él apartó la punta del cuchillo de sílex a un lado y dio otro paso que redujo al mínimo la distancia entre ambos.

—Quizá no era mi respiración lo que oíste, sino mi corazón. También yo puedo oír el tuyo —dijo guasón.

—Mentiroso. —Alaya había fruncido el entrecejo.

Kith-Kanan rozó con un dedo la mejilla de ella y empezó a dar golpecitos suaves.

—Ese es el ritmo, ¿a que sí? —preguntó.

Lo era. Y la expresión consternada que se plasmó en el semblante de Alaya fue un puro deleite para él. La elfa lo apartó con brusquedad.

—No hay tiempo para juegos —declaró—. Recoge tu metal. Podemos comer mientras caminamos.

Echó a andar entre los árboles. Kith-Kanan la miró con curiosidad mientras se abrochaba el cinturón de la espada. Ah, esta Alaya, con su gracioso aspecto, su cara pintarrajeada, y casi todo el cabello recortado mucho más que el suyo… El príncipe descubrió que le gustaba observar la gracia natural de sus movimientos mientras avanzaba con segura facilidad entre los árboles que eran su casa. Había en ella un cierto aire de nobleza.

Los corves los sobrevolaban continuamente, llevando a Alaya noticias sobre los humanos. Ella y Kith-Kanan los habían seguido a paso vivo, en tanto que los humanos avanzaban sin prisa. El príncipe estaba molido de cansancio, pero no mostraría debilidad mientras Alaya mantuviera el mismo ritmo rápido. Lo malo es que la elfa no daba señales de cansancio.

Era más de mediodía y, por cuarta vez, Alaya levantó la mano y ordenó a Kith-Kanan que le esperara sin moverse mientras ella se adelantaba para explorar. Con un suspiro, el príncipe se sentó en una roca salpicada de líquenes. Alaya desapareció entre la tonalidad verde pálida de unos arbolillos; entretanto, Kith-Kanan sacó su daga y empezó a limpiarse las uñas con aire abstraído.

Los segundos se prolongaron en minutos, y el príncipe empezó a pensar que Alaya estaba tardando demasiado. Sus exploraciones de reconocimiento nunca le llevaban más de un par de minutos, a veces sólo unos cuantos segundos. Kith-Kanan se guardó la daga y escuchó con atención. Nada.

Un cuervo se posó a sus pies. El príncipe miró fijamente a la negra ave, que lo observaba en silencio con una expresión de inteligencia en sus ojillos. Kith-Kanan se puso de pie, y el cuervo aleteó en el aire, voló en círculo y se posó en su hombro. El joven dirigió una mirada nerviosa al afilado pico, tan próximo a su rostro.

—¿Quieres enseñarme algo? —susurró. El cuervo ladeó la cabeza primero a la izquierda y luego a la derecha—. ¿Alaya? ¿Mackeli? —El cuervo movió la cabeza arriba y abajo vigorosamente.

Kith-Kanan echó a andar en la dirección tomada por Alaya unos cuantos minutos antes. De hecho, el cuervo lo dirigía mediante golpes de su afilado pico. A unos cien pasos de un peñasco, Kith-Kanan escuchó un golpeteo de metal contra metal. Diez pasos más, y el príncipe olfateó una tenue bocanada de humo. El cuervo lo picoteó en la oreja; el duro y afilado pico le hizo daño, y tuvo que esforzarse para no espantar al ave de un manotazo. Entonces vio lo que el cuervo estaba intentando advertirle.

Un poco más adelante, en el suelo, había una red extendida y cubierta con hojas. Era un tipo que conocía; él mismo había instalado esta clase de trampas a menudo para atrapar jabalíes. Kith-Kanan se puso en cuclillas al borde de la red y buscó las cuerdas tendidas para tropezar en ellas o los lazos dispuestos de tal modo que al pisarlos se tensaban. No vio ninguno. Avanzó en círculo hacia la izquierda y siguió el perímetro de la trampa hasta llegar a una inclinación del terreno, que descendía bruscamente a una barranca creada por aluviones, aunque ahora estaba seca. Aquí el olor a humo era más intenso. Kith-Kanan descendió por la empinada orilla unos cuantos palmos y avanzó cautelosamente, con la cabeza justo por debajo del borde de la barranca. De vez en cuando, se asomaba y comprobaba hacia dónde se dirigía. Cuando lo hizo por tercera vez, Kith-Kanan recibió un susto de muerte. Al alzar la cabeza se dio de narices con un humano… un humano muerto, tendido boca arriba, con los ojos desorbitados. Lo habían degollado con un cuchillo aserrado.

Las ropas del hombre eran de lana basta, y las costuras estaban blancas de sal seca. Otro marinero. En el dorso de una mano llevaba tatuado un hipocampo.

Unas risotadas llegaban a través de los árboles. Mientras Kith-Kanan trepaba a lo alto de la barranca para dirigirse hacia donde sonaban las risas, el cuervo extendió las alas y se alejó volando.

Más risotadas, desagradables y crueles. El príncipe se movió hacia la derecha, manteniendo el grueso tronco de un pino entre él y el punto de donde procedía el sonido. Se echó al suelo y se asomó por detrás del árbol.

Vio seis hombres, de pie en un claro. Una pequeña hoguera humeante ardía a la derecha. A la izquierda, envuelta en los pliegues de una pesada red de cuerdas, estaba Alaya. La elfa, que parecía ilesa, mostraba una actitud desafiante.

—¿Estás seguro de que es una mujer? —preguntó dudoso uno de los hombres que sostenía una ballesta.

—Eso parece. ¡Eh, tú, dinos qué eres! —ordenó otro mientras azuzaba a Alaya con la punta de su sable. La elfa se echó hacia atrás para eludir el arma.

—¿Qué hacemos con ella, Parch? —preguntó un tercer humano.

—Venderla, como al otro. ¡Es demasiado fea para otros menesteres, aparte de esclava! —comentó el de la ballesta. Los hombres prorrumpieron en risotadas groseras.

Tras el tejido de la red, los ojos de Alaya brillaban con odio. Su mirada fue más allá de los brutales humanos y vio a Kith-Kanan asomándose tras el tronco de un árbol. El príncipe se llevó un dedo a los labios, instándola a guardar silencio.

—Huele un poco mal, ¿no? —se mofó el hombre de la ballesta al que llamaban Parch, un tipo larguirucho, con un bigote rubio. Soltó su arma y cogió un pesado cubo de madera, lleno de agua, que arrojó a Alaya.

Kith-Kanan pensó con rapidez. El cabecilla, Voltorno, no parecía estar presente; estos hombres actuaban de un modo brutal y truculento, como hacen muchos soldados cuando su comandante está ausente. El príncipe retrocedió unos cuantos metros y empezó a rodear el claro. Apenas había avanzado diez pasos cuando enganchó con un pie una cuerda tensa. Kith-Kanan se agachó rápidamente y eludió una rama recta y afilada como una lanza que salió disparada, pero el ruido alertó a los humanos. Desenvainaron sus armas y se internaron en el bosque, dejando a un hombre para vigilar a Alaya.

Con la espalda apretada contra un pino pegajoso, Kith-Kanan desenfundó su espada. Un humano se acercó pisoteando las hojas secas, increíblemente ruidoso. El penetrante olor a sal y a pescado de sus ropas de pescador lo precedía. El príncipe prestó atención a las pisadas del hombre y, cuando estuvo cerca, salió de improviso de detrás del árbol.

—¡Por las barbas del dragón! —exclamó el humano al tiempo que levantaba su espada con cautela. Sin más preámbulos, Kith-Kanan atacó. Las armas resonaron al chocar entre sí, y el hombre gritó—: ¡Aquí, aquí!

En respuesta, otros gritos sonaron en el bosque. En cuestión de segundos, Kith-Kanan se encontraría ante un número de enemigos abrumadoramente superior.

El sable del humano apenas tenía punta para acometer con cuchilladas, así que el príncipe elfo arremetió directamente contra el hombre, que retrocedió desmañadamente. Era marino, no guerrero, y, cuando tropezó con una piedra, Kith-Kanan lo atravesó con su espada. Era la primera persona que mataba, pero no tenía tiempo para reflexionar sobre ello. Tan silenciosamente como le fue posible, el príncipe corrió hacia el claro. Los otros hombres se dirigían hacia su camarada muerto, lo que significaba que sólo había un humano entre él y Alaya.

Irrumpió precipitadamente en el claro, con la espada enarbolada. El guardia, el tipo llamado Parch, lanzó un grito de pánico y alargó la mano hacia su arma, la ballesta. Kith-Kanan se echó sobre él como un relámpago; con un golpe de espada, desarmó a Parch. El hombre retrocedió tambaleándose, al mismo tiempo que buscaba a tientas la daga que llevaba en la cintura. Kith-Kanan avanzó hacia él. Parch sacó la daga, pero el príncipe desvió con facilidad el arma, mucho más corta que la suya, y el humano quedó tendido en el suelo, sangrando.

—¿Te encuentras bien? —preguntó a Alaya mientras cortaba la red a cuchilladas. Cuando el hueco se hizo lo bastante amplio, la elfa se incorporó con rápida agilidad.

—¡Asquerosos humanos! ¡Quiero matarlos! —gruñó.

—Son demasiados. Más vale que nos escondamos por ahora —gritó Kith-Kanan.

Ella no le hizo caso y corrió hacia la hoguera, junto a la que estaba tirado su cuchillo de sílex. Antes de que el príncipe pudiera impedírselo, apretó la afilada piedra contra su brazo, produciéndose un corte superficial del que brotó sangre.

—¡Morirán! —juró y, sin más preámbulos, se precipitó en el bosque.

—¡Alaya, espera! —Kith-Kanan corrió en pos de ella, desesperado.

Un grito ronco sonó a su izquierda. Las hojas secas crujieron bajo unos pies que corrían. Un humano, que todavía sostenía su sable, se dirigió atropelladamente hacia Kith-Kanan; su semblante era una máscara de terror. El príncipe se interpuso en su camino, y el humano intercambió unos pocos golpes con él antes de arrojar a un lado su arma y darse a la fuga. Desconcertado, el silvanesti corrió en la dirección de donde había llegado el hombre barbudo, y tropezó con el cadáver del humano que había azuzado a Alaya con su espada cuando la elfa estaba atrapada en la red. No era de extrañar que el de la barba huyera horrorizado; el caído había sido degollado, con un corte que le llegaba de oreja a oreja. Kith-Kanan apretó los dientes y reanudó la carrera. Encontró a otro humano muerto, también degollado.

El silencio se había adueñado de la espesura, y el príncipe elfo avanzó con cautela, temiendo una emboscada. En cambio, lo que vio hizo que el corazón le diera un vuelco. Alaya había alcanzado a otro humano y lo había matado, pero no antes de que el hombre disparara su ballesta y el dardo se alojara en la cadera de la elfa. Alaya se había arrastrado unos cuantos metros hacia un joven roble, contra el que estaba recostada, abrazada al tronco.

Kith-Kanan envainó su espada, se arrodilló junto a la elfa y apartó con cuidado la prenda de cuero empapada de sangre. La punta del dardo no había tocado el hueso, gracias a E’li, y estaba hundida en la carne, entre la cadera y las costillas. Era una fea herida, pero no mortal.

—Hay que sacar el dardo —explicó—, pero no puedo extraerlo en la misma dirección en la que penetró, Tendré que empujarlo.

—Haz lo que tengas que hacer —jadeó Alaya, que apretaba los ojos con fuerza.

A Kith-Kanan le temblaron las manos. Aunque ya había visto cazadores y soldados heridos, nunca había tenido que atender las lesiones personalmente. Arrancó el penacho de la saeta y puso las manos en ella. Haciendo de tripas corazón, empujó el extremo del astil. Alaya se puso rígida e inhaló bruscamente entre los dientes apretados. Kith-Kanan siguió empujando hasta sentir en su otra mano la punta del dardo, que había pasado por debajo del cuerpo de Alaya.

Ella no emitió ni una sola queja, y Kith-Kanan se maravilló por su coraje. Una vez que hubo extraído la saeta, la arrojó a un lado. Después abrió el odre de agua y limpió la herida con delicadeza. Necesitaba algo para vendarla. Debajo de la túnica de cuero verde que Mackeli le había proporcionado, todavía llevaba puesta su camisa de lino. Kith-Kanan se despojó de la prenda de cuero y rasgó en tiras el fino tejido de Silvanost.

Anudó las tiras más largas y acto seguido empezó a enrollar el vendaje en torno a la cintura de Alaya. Luego ató los extremos y cogió a la elfa en sus brazos, con toda clase de precauciones. Pesaba muy poco, y la transportó con facilidad de vuelta al claro. Allí la tumbó en un rodal de suaves helechos, y a continuación arrastró los cadáveres de los humanos hasta ocultarlos entre la maleza.

Alaya le pidió agua. El puso el odre en sus labios, y la elfa bebió. Tras dar unos cuantos tragos, dijo con voz débil:

—Les oí decir que los otros se habían adelantado para llevar a Mackeli y a tu bestia voladora al barco. Sabían que los íbamos siguiendo su jefe, Voltorno, es un semihumano, y descubrió que los perseguíamos mediante la magia.

—¿Semihumano? —preguntó Kith-Kanan. Había oído hablar acerca de estos mestizos, pero no había visto ninguno.

—Voltorno hizo que sus hombres se quedaran retrasados para atraparnos. —Kith-Kanan llevó el odre a los labios de la elfa otra vez. Cuando Alaya sació la sed, añadió—: Debes dejarme aquí e ir tras Mackeli.

—¿Seguro que no te ocurrirá nada si te quedas sola? —preguntó el príncipe, aunque sabía que Alaya tenía razón.

—El bosque no me hará daño. Sólo los intrusos me lo harían, y marchan por delante de nosotros, llevándose a Mackeli. Debes apresurarte.

Kith-Kanan le dejó el odre al alcance de la mano y la tapó con la capa que un humano había abandonado.

—Volveré pronto —le prometió—. Con Mackeli y Arcuballis.

El sol se ponía con rapidez cuando Kith-Kanan se metió en la espesura. Avanzó a gran velocidad y cubrió casi dos kilómetros en pocos minutos. En el aire flotaba un olor a sal. El mar estaba próximo.

Más adelante, la luz de la luna se reflejó en metal. Mientras corría, Kith-Kanan atisbó las espaldas de dos hombres que arrastraban una figura más pequeña entre la maleza. ¡Mackeli! El muchacho llevaba una soga atada al cuello y avanzaba a trompicones detrás de sus captores, mucho más altos que él. El príncipe apresto la ballesta y disparó; el dardo se hincó en la espalda del humano que conducía a Mackeli. El otro hombre vio caer a su compañero y, sin hacer la menor pausa, agarró la soga y echó a correr, tirando de Mackeli.

Kith-Kanan los siguió. Saltó por encima del hombre al que había disparado y lanzó el penetrante grito que los cazadores elfos utilizaban cuando acosaban una presa. El escalofriante alarido acobardó al hombre que tiraba de Mackeli; soltó la cuerda y corrió tan deprisa como le era posible. Kith-Kanan le disparó un dardo, pero el humano pasó entre unos árboles y el tiro falló.

Kith-Kanan llegó junto a Mackeli y se detuvo sólo lo necesario para cortar la soga que apretaba el cuello del chico.

—¡Kith! ¿Está Lay contigo?

—Sí, a poca distancia —repuso el príncipe—. ¿Dónde está mi grifo?

—Lo tiene Voltorno. Ha echado un conjuro a tu bestia para que lo obedezca.

—Espera aquí —ordenó Kith-Kanan mientras entregaba al muchacho su daga—. Regresaré a buscarte.

—¡Déjame ir contigo! ¡Puedo ayudarte!

—¡No! —Al reparar en el gesto testarudo de Mackeli, Kith-Kanan añadió: —Necesito que te quedes aquí por si acaso Voltorno se escabulle y vuelve sobre sus pasos. —La expresión beligerante del muchacho se desvaneció, y el chico hizo un gesto de asentimiento. Luego se apostó vigilante, con la daga empuñada, mientras Kith-Kanan echaba a correr.

El estruendo de las olas al romper se alzó por encima del sonido del viento. El bosque finalizaba bruscamente en lo alto de un acantilado, y Kith-Kanan tuvo que clavar los talones para no caer por el precipicio. La noche era clara; Solinari y Lunitari habían salido y la luz de las lunas y las estrellas teñía de plata la escena a sus pies. Merced a su penetrante vista, Kith-Kanan divisó un barco de tres palos que se movía pesadamente en el fuerte oleaje, cerca de la costa; las velas estaban recogidas y sujetas a las vergas.

Un sendero descendía por el borde del acantilado hasta la playa. Lo primero que vio Kith-Kanan fue a Arcuballis, que avanzaba con sumo cuidado por el angosto sendero. La aureola de calor irradiada por el grifo resaltaba mucho más que las de sus captores, que eran bastante menos brillantes. Una figura embozada en una capa roja —el semihumano Voltorno, probablemente— conducía al grifo por las riendas. Un humano seguía a la bestia, con aire inquieto. Kith-Kanan se irguió y su silueta se recortó contra el cielo estrellado; disparó un dardo al hombre que iba detrás de Arcuballis. El humano sintió la saeta atravesarle la manga de la túnica y lanzó un grito. De inmediato, un enjambre de hombres apareció en la playa. Se separaron de la base del acantilado y empezaron a disparar una lluvia de flechas sobre Kith-Kanan.

—¡Eh! —llamó una voz desde abajo. El príncipe se asomó cauteloso al borde. La figura de la capa roja se apartó del grifo capturado y avanzó unos pasos por la playa—. ¡Eh, el de ahí arriba! ¿Puedes oírme?

—Sí, te oigo —respondió a gritos Kith-Kanan—. ¡Devuélveme mi grifo!

—No puedo hacer eso. La bestia es el único beneficio que sacaré de este viaje. Ya tienes al chico, así que deja a la bestia y prosigue tu camino.

—¡No! ¡Entrégame a Arcuballis! Te estoy apuntando con mi ballesta —advirtió el príncipe.

—No lo pongo en duda, pero si me disparas, mis hombres matarán al grifo. Mira, no quiero morir, y estoy seguro de que tú tampoco quieres que muera tu grifo. ¿Qué te parece si dirimimos quién se queda la bestia en un combate con espadas?

—¿Y qué seguridad tengo de que tu propuesta no es solo un ardid?

El semihumano se echó la capa a la espalda.

—Dudo que eso fuera necesario.

Kith-Kanan no confiaba en él, pero, antes de que el elfo tuviera ocasión de añadir algo más, el semihumano había cogido un fanal de uno de sus hombres y empezaba a subir el empinado sendero hacia lo alto del acantilado, conduciendo al grifo de las riendas. Arcuballis, tan brioso por lo general, caminaba con la cabeza gacha. Las poderosas alas habían sido atadas con correas de cuero, y un bozal, hecho con cota de malla, cubría su ganchudo pico.

—Has hechizado al animal —dijo, encolerizado, el príncipe.

Voltorno ató la rienda a un árbol y puso el fanal encima de una piedra grande.

—No tuve más remedio —replicó. Cuando el humano se volvió de cara a él, Kith-Kanan lo examinó detenidamente. Era bastante alto, y la luz del fanal brilló en su cabello dorado. Una barba de vello muy fino le cubría las mejillas y la barbilla, denunciando su ascendencia humana, pero las orejas de Voltorno eran ligeramente puntiagudas, denotando también su sangre elfa. Tanto sus ropas como su porte en general eran mucho más refinados que los de cualquiera de los humanos que lo acompañaban.

—¿Seguro que ves bien con esta luz? —preguntó, sarcástico, Kith-Kanan mientras señalaba el fanal.

Voltorno esbozó una sonrisa resplandeciente.

—Oh, no es para mí, sino para mis hombres. Detestarían perderse el espectáculo.

Cuando Kith-Kanan presentó su espada, Voltorno lo felicitó por la calidad del arma.

—Su diseño es un poco anticuado, pero es muy hermosa. Disfrutaré utilizándola cuando te haya dado muerte —comentó con una sonrisa satisfecha.

Los marineros se alinearon en la playa para presenciar el duelo. Vitoreaban a Voltorno y abucheaban a Kith-Kanan mientras los dos combatientes giraban uno en torno al otro, cautelosos. El semihumano arremetió con su arma, intentando alcanzar al príncipe en el corazón. El elfo detuvo el golpe, desvió con un giro el delgado florete ergothiano, y arremetió con su espada, más robusta. Voltorno se echó a reír y fintó el golpe de Kith-Kanan de manera que la punta se clavó en el suelo. Intentó dar un pisotón a la espada del príncipe para quebrar el duro hierro, pero Kith-Kanan retrocedió, eludiendo las pesadas botas del navegante.

—Combates bien —expresó Voltorno—. ¿Quién eres? A despecho de los harapos que vistes, no eres un Elfo Salvaje.

—Soy silvanesti. Es todo cuanto necesitas saber —replicó Kith-Kanan fríamente.

Voltorno sonrió con expresión placentera.

—Cuánto orgullo. Me consideras un renegado.

—Es fácil ver por qué raza te has decantado —dijo el príncipe.

—Los humanos, con toda su tosquedad, saben apreciar el talento de una persona. En tu país sólo sería un paria, lo más bajo de las clases inferiores. Entre los humanos gozo de una gran estima. Podría encontrarte un puesto en mi compañía. A medida que se encumbrara mi posición, tú harías otro tanto. Podríamos llegar muy lejos, elfo.

Voltorno hablaba con un tonillo cada vez más pronunciado, como una especie de canturreo. Su entonación subía y bajaba rítmicamente, de un modo que a Kith-Kanan le resultaba muy peculiar. El semihumano se encontraba a pocos palmos del príncipe, y éste reparó en que hacía unos gestos lentos, apenas perceptibles, con la mano libre.

—Mi lealtad está en otra arte —declaró Kith-Kanan. Sentía la espada muy pesada entre los dedos.

—Lástima. —Con renovado vigor, Voltorno atacó. Kith-Kanan lo rechazó desmañadamente, pues el mismo aire parecía haberse espesado, entorpeciendo sus movimientos.

Al trabarse las armas, Kith-Kanan fue incapaz de mantener su defensa y la hoja de Voltorno salvó la empuñadura de su espada y le infirió un corte en el antebrazo. El semihumano retrocedió un paso, sonriendo todavía como un clérigo bonachón.

El arma se deslizó de los dedos entumecidos del príncipe, que contempló su mano con creciente espanto. La tenía tan insensible como si fuera un pedazo de madera. Intentó hablar, pero sentía la lengua paralizada. Un aterrador letargo se apoderó de él. Aunque para sus adentros estaba gritando a pleno pulmón, resistiéndose, ni sus cuerdas vocales ni sus miembros le respondían. Magia…, era magia. Voltorno había hechizado a Arcuballis, y ahora a él.

El semihumano envainó su arma y recogió del suelo la de Kith-Kanan.

—Qué gran ironía será matarte con tu propia espada —comentó. Entonces levantó el arma…

—¡Que salió volando de su mano! Voltorno bajó la vista hacia su pecho, donde asomaba el penacho de un dardo. Se le doblaron las piernas y cayó de rodillas.

Mackeli salió de la oscura espesura, con una ballesta en las manos. Kith-Kanan retrocedió tambaleante, apartándose del semihumano. Empezaba a recobrar las fuerzas, a pesar de la herida del brazo. Como un río desbordándose del dique que lo represaba, la sensibilidad volvió a su cuerpo. Kith-Kanan recogió su arma; se oyeron gritos procedentes de la playa. Los humanos venían en auxilio de su cabecilla.

—Así que has vencido, a pesar de todo —dijo el semihumano, apretando los labios ensangrentados. Hizo una mueca de dolor y se llevó la mano al dardo hincado en su pecho—. Adelante, remátame.

Los humanos corrían ya por el empinado sendero, en su dirección.

—No tengo tiempo para perderlo contigo —escupió Kith-Kanan con desprecio. Su intención era que su voz sonara firme, pero encontrarse tan cerca de la muerte lo había dejado tembloroso.

Cogió a Mackeli por el brazo y corrió hacia Arcuballis. El chico se mantuvo apartado mientras Kith-Kanan quitaba el bozal del pico del grifo y cortaba las correas de cuero que le inmovilizaban las alas. Los ojos del animal empezaban a brillar ardorosos, y sus garras se clavaron con fuerza en el suelo.

Kith-Kanan acarició la frente de la bestia.

—Me alegra verte de nuevo, viejo amigo —dijo. Se oían los gritos destemplados de los humanos que subían a todo correr por el sendero del acantilado. El príncipe montó al grifo, y se echó hacia adelante en la silla—. Sube, Mackeli. —El muchacho elfo parecía indeciso—. ¡Deprisa, el hechizo se ha roto, pero los hombres de Voltorno se acercan!

Tras un momento más de vacilación, Mackeli agarró la mano que le tendía Kith-Kanan y saltó a la silla detrás de él. Marineros armados aparecieron en lo alto del acantilado, y corrieron hacia el caído Voltorno. Detrás de ellos venía un humano alto, con una espesa barba rojiza.

—¡Detenedlos! —gritó con una voz atronadora señalando a los elfos.

—¡Agárrate! —advirtió Kith-Kanan al muchacho. Azuzó con las riendas al grifo, y el animal saltó hacia los hombres. Estos se agacharon y se dispersaron en todas direcciones, como hojas secas zarandeadas por un remolino. Otro salto, y Arcuballis dejó atrás el borde del acantilado. Mackeli dejó escapar un chillido de miedo, corto y penetrante, pero Kith-Kanan gritó de puro placer. Algunos de los humanos se incorporaron y les dispararon flechas, pero los fugitivos estaban a demasiada distancia. Kith-Kanan hizo que Arcuballis virara por encima del encrespado oleaje, al tiempo que ganaba altura. Cuando pasaron sobrevolando el sitio donde había tenido lugar el duelo, el príncipe vio que el hombre de la barba roja ayudaba a Voltorno a ponerse de pie. «Ese no se rinde a la muerte con facilidad», se dijo para sus adentros.

—¡Me alegro de verte! —gritó Kith-Kanan por encima del hombro—. Me has salvado la vida, ¿sabes? —Al no tener respuesta de Mackeli, el príncipe preguntó—: ¿Te encuentras bien?

—Me encontraba mejor en tierra firme —repuso el muchacho con un timbre algo estridente a causa del nerviosismo. Se sujetó aún con más fuerza a la cintura de Kith-Kanan—. ¿Adónde vamos?

—A recoger a Alaya. ¡Agárrate fuerte!

El grifo lanzó un grito triunfante. El vibrante rugido retumbó en el bosque, anunciando su regreso a Alaya.