9
Finales de verano

El verano se acercaba a su fin. Los productos de las últimas cosechas llegaban a la ciudad, y el mercado de Silvanost estaba repleto de los frutos de la tierra. La semana de mercado traía siempre una avalancha de visitantes, no todos ellos silvanestis. De las zonas boscosas del sur y de las planicies occidentales llegaban los kalanestis de piel atezada cubierta con pintura. Remontando el Thon-Thalas navegaban sólidas embarcaciones procedentes del reino enano, y navíos de gran arboladura para la navegación de altura que llegaban de los reinos humanos, en el lejano oeste. Todos ellos subían por el río hacia la isla Fallan, donde se ubicaba Silvanost. Era una época excitante, repleta de extraños sonidos, olores e imágenes. Es decir, excitante para los viajeros. Para los silvanestis, que miraban con desagrado y desconfianza a estas razas que inundaban su país, eran unos días fastidiosos, inaguantables.

Sithel estaba sentado en su trono, en la Torre de las Estrellas, y, aunque cansado, escuchaba atento a clérigos y nobles que habían venido ante él para exponerle sus quejas. Sus deberes como Orador no le daban respiro con las incesantes súplicas y discusiones.

—Gran Sithel, ¿qué puede hacerse al respecto? —preguntó Firincalos, clérigo mayor de E’li—. Esos bárbaros vienen a nosotros diariamente, pidiendo entrar en nuestro templo para orar. Los rechazamos y se enfadan, y al día siguiente aparece otro montón de salvajes de rostros velludos solicitando el mismo privilegio.

—Lo peor de todo no son los humanos y los enanos —objetó Zertinfinas, del templo de Matheri—. Los kalanestis se consideran nuestros iguales, y no hay modo de convencerlos de que no entren en los sagrados recintos con las manos y los pies sucios y esos perniciosos símbolos pintados en sus caras. Ayer, algunos Elfos Salvajes dieron una paliza a mi ayudante y derramaron el agua bendita de rosas en el santuario exterior.

—¿Qué queréis que haga? ¿Que ponga soldados rodeando los templos? —preguntó Sithel—. En la Protectoría no hay guardias reales suficientes para hacer algo así. Por no mencionar que la mayoría de ellos son hijos y nietos de kalanestis.

—Quizás un edicto, leído en el mercado, convencería a los forasteros de que no intentaran entrar a la fuerza en nuestros recintos sagrados —sugirió Firincalos.

Los reunidos acogieron sus palabras con murmullos de aprobación.

—Eso está muy bien para vosotros —intervino Miritelisina, suma sacerdotisa de Quenesti Pah—. Pero ¿cómo vamos a rechazar nosotros, servidores de la diosa de la curación, a quienes acuden implorando nuestra ayuda? Uno de nuestros cometidos es atender a los enfermos y a los heridos. ¿Hemos de hacer discriminaciones entre silvanestis y kalanestis, humanos, enanos y kenders?

—Sí. Debéis hacerlo —declaró una voz que había permanecido callada hasta este momento.

Todas las cabezas se volvieron hacia la izquierda del Orador, donde Sithas se encontraba de pie. Había estado escuchando a las distintas facciones exponer sus puntos de vista durante mucho tiempo, y ahora se sintió impulsado a hablar. El príncipe bajó los escalones de la tribuna, se situó junto a los clérigos reunidos, y se volvió hacia su padre.

—Es vital que la pureza de nuestros templos y nuestra ciudad se preserve —declaró con fervor—. Nosotros, los que pertenecemos a la raza más antigua y sabia de Krynn, la más longeva, la bendecida por los dioses, debemos mantenernos por encima de las hordas de pueblos inferiores que entran a raudales en nuestra tierra intentado ser partícipes de nuestra grandeza y nuestra cultura. —Levantó las manos—. Donde no hay pureza, no puede haber Silvanost ni Silvanesti.

Algunos clérigos —no los de Quenesti Pah— se inclinaron en reconocimiento de la declaración de Sithas. Detrás de ellos, sin embargo, los jefes de gremios tenían una expresión descontenta. Sithel asentía lentamente, con la mirada prendida en su hijo. Sus ojos fueron más allá del príncipe hasta detenerse en los jefes de gremios, a quienes hizo una seña para que se aproximaran.

—Alteza —dijo el jefe del gremio de joyeros—, los forasteros traen muchas cosas que no tenemos en Silvanesti. Los enanos comercian con el más fino metal de Krynn a cambio de productos alimenticios y néctares. Los humanos traen consigo objetos de madera tallados con gran pericia, los cueros más finos, vino y aceite. Incluso los kenders contribuyen con su parte.

—Con su parte en latrocinios —musitó uno de los clérigos. Unas risitas quedas acogieron el comentario.

—Basta —ordenó Sithel. Su mirada se detuvo en su hijo una vez más—. ¿Cómo propones que mantengamos a los forasteros alejados de nuestros templos sin perder el comercio que nuestra nación necesita?

Sithas inhaló hondo.

—Podemos construir un enclave aquí, en la isla Fallan, fuera de la ciudad, y limitar todo el comercio a esa zona. Ningún forastero, salvo los embajadores acreditados de otros países, será admitido dentro de los muros de la ciudad. Si los humanos y otros desean rendir homenaje a los dioses, que instalen sus propios altares en este nuevo enclave.

—Una idea interesante —reconoció Sithel—. Pero ¿por qué la aceptarían los forasteros?

—No les interesa perder las mercancías que obtienen de nosotros —razonó Sithas—. Si no aceptan, se los rechazará y habrán de marcharse.

Los clérigos lo miraron con franca admiración.

—¡Una solución perfecta! —exclamó Zertinfinas.

—Demuestra el buen juicio del heredero del Orador —añadió, untuoso, Firincalos.

Los ojos de Sithel buscaron a los jefes de gremios una vez más.

—¿Qué decís vosotros, señores? ¿Os agrada la idea de mi hijo?

Los complacía, sin la menor duda. Si los comerciantes tenían que instalarse en una zona específica de Fallan, entonces los gremios podrían imponerles tasas de emplazamiento con más facilidad. Los distintos jefes de gremios manifestaron su acuerdo en voz alta.

—Muy bien, que se tomen las medidas necesarias —decidió Sithel—. La creación de muelles y muros la dejo en manos del gremio de constructores. Una vez elaborados los planes, podrán iniciarse las obras. —Sithel se incorporó y todos se inclinaron ante él—. Si no hay ningún otro asunto que tratar, la audiencia ha terminado.

El Orador dirigió una mirada pensativa a Sithas y después se dio media vuelta y abandonó la sala por la puerta que había detrás del trono.

Los clérigos se arremolinaron en torno al príncipe y lo felicitaron. Miritelisina le preguntó si había pensado algún nombre para el nuevo enclave comercial.

Sithas sonrió y sacudió la cabeza.

—Todavía no he tomado en consideración ese detalle —repuso.

—Debería ponérsele un nombre en tu honor —declaró Firincalos con euforia—. Tal vez «Sithanost, la ciudad de Sithas».

—No —se opuso el príncipe con firmeza—. No es apropiado. Ha de ser algo que los forasteros entiendan. «Thoncar, pueblo sobre el Thon», algo tan sencillo como eso. No quiero que se lo designe por mi nombre.

Tras librarse de los reunidos, Sithas remontó los peldaños de la plataforma y desapareció por la misma puerta por la que se había marchado su padre. Su silla de mano lo esperaba en el exterior. Se subió a ella.

—A Quinari, rápido —ordenó.

Los esclavos levantaron la silla por las barras, la cargaron sobre sus fornidos hombros, y partieron a paso ligero.

Hermathya lo estaba esperando. La noticia se había propagado con rapidez por palacio, y la joven rebosaba satisfacción por el triunfo de su esposo.

—Te los has ganado —se jactó mientras servía una copa de agua fresca a Sithas—. Los clérigos te ven como el campeón de su causa.

—Sólo dije lo que en conciencia creía justo —apuntó Sithas con voz sosegada.

—Cierto, pero no olvidarán que lo hiciste, y te respaldarán en el futuro —insistió ella.

El príncipe se humedeció los dedos con las últimas gotas de agua y se los llevó a las mejillas.

—¿Por qué iba a necesitar su apoyo? —preguntó.

—¿Es que no lo sabes? —Hermathya parecía sorprendida—. Lady Nirakina ha sugerido al Orador que debería nombrarte corregente para así compartir la carga del poder con tu padre.

Sithas se había quedado estupefacto.

—Has estado escuchando a escondidas en los balcones otra vez —dijo con desagrado.

—Sólo tenía presente tus intereses —contestó Hermathya, con cierta frialdad.

Se produjo un largo silencio entre los dos. No se había desarrollado mucho afecto entre el primogénito y su bella esposa desde su matrimonio, y, con el paso de los días, Sithas contemplaba con creciente escepticismo el supuesto amor de su esposa. La ambición de Hermathya era tan obvia como la Torre de las Estrellas, y el doble de grande.

—Iré a hablar con mi padre —anunció, por fin, el príncipe. Hermathya se adelantó para acompañarlo—. A solas, señora. Sin nadie más.

Hermathya le dio la espalda, el semblante encendido con un fuerte sonrojo.

Un sirviente anunció al príncipe, y Sithel dio su permiso para que entrara. La tarde estaba mediada, y el Orador se encontraba en el espacioso baño, metido hasta la barbilla en agua caliente, de la que salían grandes cantidades de vapor. Su cabeza reposaba en una toalla doblada, tenía los ojos cerrados.

—¿Padre?

Sithel entreabrió un ojo.

—¿Por qué no te metes? El agua esta estupenda.

—No, gracias. —Sithas fue directo al grano—. Padre, ¿qué es eso de que madre quiere que me nombres corregente?

—Tienes espías, ¿verdad? —dijo Sithel mientras levantaba la cabeza.

—Sólo uno, y no le pago. Trabaja por su propia cuenta.

—Hermathya. —Sithel sonrió cuando el príncipe asintió con un cabeceo—. Esa chica tiene carácter. Me atrevo a decir que, si ello fuera posible, querría ser también corregente.

—Sí, y poner al resto del Clan Hoja de Roble a gobernar con ella. Ya ha reemplazado a los servidores de palacio por sus parientes. No pasará mucho tiempo antes de que nos sea imposible andar por los pasillos sin tropezarnos con uno u otro primo Hoja de Roble —comentó Sithas.

—Esta es todavía la Casa Real —repuso su padre con firme seguridad. Luego se sentó, agitando la cálida agua mineral. Alargó la mano hacia un frasco colocado al borde del baño, y echó un puñado de partículas cristalinas, marrones y blancas, en el agua. De inmediato, el vapor se aromatizó con un perfume extraño, picante—. ¿Sabes por qué me pidió tu madre que te hiciera corregente? —preguntó.

—No.

—En realidad, es parte de un compromiso. Quiere que haga volver a Kith-Kanan…

—¡Kith! —exclamó Sithas, interrumpiendo a su padre—. Es una excelente idea.

Sithel levantó una mano, imponiéndole silencio.

—Hacerlo provocaría grandes disensiones entre los clérigos y los nobles. Kith-Kanan rompió algunas de nuestras leyes más antiguas, poniendo en peligro los propios cimientos de la Casa Real. Ya no estoy enfadado con él, y quisiera hacerlo regresar… si se disculpara adecuadamente. No obstante, hay muchos que se mostrarían contrarios a mi indulgencia.

—Pero eres el Orador —argumentó Sithas—. ¿Qué pueden importarte las quejas de unos cuantos clérigos?

—No puedo dividir la nación por amor a mi hijo. —Sithel sonrió. —Tu madre me dijo que para aplacar a los clérigos debería nombrarte corregente. Así estarían seguros de que Kith-Kanan no tendría posibilidad de acceder al trono tras mi muerte—. Sithel miró largamente los ojos de su hijo mayor, llenos de preocupación. —¿Todavía quieres que desestime la sugerencia de tu madre de que te haga mi corregente?

Sithas respiró hondo y soltó el aire despacio. Sabía que su postura sólo podía ser una. Se apartó de la ventana.

—Si me sientas a tu lado en el trono, la gente dirá que no hay Orador de las Estrellas en Silvanost —dijo con tono sosegado.

—¡Explícate!

—Dirán que el gran Sithel está viejo, que no es lo bastante fuerte para gobernar solo. Y dirán que Sithas es demasiado joven y carece de la sabiduría necesaria para dirigir la nación sin ayuda. Dos mitades no hacen un Orador. —Bajó la mirada al rostro firme de su padre. —Tú eres el Orador de las Estrellas. No cedas ni la más pequeña gota de tu poder o, como un odre de agua agujereado, se te irá derramando hasta quedarte sin nada.

—¿Sabes lo que significa tomar esta decisión? —demandó Sithel.

El príncipe se giró hacia la ventana, y se llevó un puño crispado a los labios, apretando con fuerza. Había más cosas que deseaba decir; quería que Kith volviera a casa y ¡al diablo las consecuencias que ello tuviera! Pero sabía que no debía pronunciar esas palabras. El futuro de Silvanesti estaba en juego.

—Entonces seré el Orador, y gobernaré solo hasta el día que los dioses me llamen a un plano más elevado —declaró Sithel tras un largo silencio.

—¿Y… Kith-Kanan?

—No lo llamaré —repuso, sombrío, Sithel—. Tendrá que regresar por propia voluntad, como un inculpado suplicando el perdón.

—¿Se enfadará madre contigo? —inquirió Sithas suavemente.

El Orador suspiró, cogió agua con las manos y se la echó sobre los ojos cerrados.

—Ya conoces a tu madre —respondió—. Se sentirá dolida durante un tiempo, y después encontrará una causa en la que volcar su dedicación, algo que la ayude a olvidar su pena.

—Hermathya se enfadará. —De ello no le cabía la menor duda a Sithas.

—No te dejes intimidar por ella, no le consientas que te trate con desaire —le aconsejó Sithel mientras se frotaba la cara con las manos.

—Soy hijo tuyo. —El rostro de Sithas estaba encendido—. Nadie me intimida ni me trata con insolencia.

—Me alegra saberlo. —Tras una pausa, el Orador añadió—: Se me acaba de ocurrir otra razón por la que quizá no quieras ser todavía Orador. Yo soy esposo, padre y monarca. Hasta el momento, tú sólo eres esposo. —Una sonrisa irónica le curvó los labios. —Ten hijos. Eso da madurez a un hombre lo hace sabio prudente mucho antes.