8
Finales de primavera, en el bosque

Mackeli llevaba ausente tres días cuando Alaya le enseñó a Kith-Kanan dónde había escondido su espada y su daga. Ya no cabía duda de que al muchacho le había pasado algo y tenían que ir a rescatarlo.

—Ahí está tu metal —dijo la elfa—. Cógelo. Puede que lo necesites.

El príncipe limpió de hojas muertas la delgada y recta cuchilla de su espada y le pasó un trapo untado con aceite. El arma entró en la vaina con un siseo apenas perceptible. Alaya se mantuvo apartada mientras él manejaba las armas. Miraba las hojas metálicas con asco, como si fueran los cadáveres pestilentes de unos animales que llevaran muertos mucho tiempo.

—Mackeli se marchó hace mucho. Espero que podamos encontrar su rastro —comentó Kith-Kanan mientras sus ojos escudriñaban los inmensos árboles.

—Mientras Keli viva, podré encontrarlo —afirmó Alaya—. Existe un vinculo entre nosotros. Es mi hermano.

Hecha esta declaración, se dio media vuelta y regresó al interior del árbol hueco. Kith-Kanan la siguió. ¿Qué había querido decir con lo de que era su hermano? Se había preguntado qué relación existía entre ellos, pero, ciertamente, no había advertido ningún parecido familiar. Alaya había sido aún menos locuaz que Mackeli en cuanto a ese tema.

Llegó a la entrada del árbol y miró dentro. Alaya estaba en cuclillas, frente a un trozo de mica brillante, y se pintaba la cara. Se había limpiado las mejillas —limpias relativamente, a decir verdad— con un puñado de hojas húmedas, y ahora estaba aplicando pintura hecha con bayas y cáscaras de frutos secos. Como pincel utilizaba una ramita nueva, un extremo de la cual había masticado a fin de hacerlo suave y flexible. Alaya iba de una calabaza llena de pigmento a otra, dibujando en su cara líneas en zigzag de color rojo, marrón y amarillo.

—¿Qué haces? No perdamos tiempo —instó, impaciente, Kith-Kanan.

Alaya trazó tres líneas convergentes en su barbilla, como una punta de flecha, en rojo. Sus castaños ojos se endurecieron al responder:

—Sal y espérame fuera.

El príncipe sintió una creciente cólera ante su calmoso tono imperativo. Le daba órdenes como si fuera un sirviente, pero no podía hacer nada al respecto, salvo tragarse la píldora y cocerse en su propia salsa. Cuando Alaya salió por fin, se zambulleron en la oscuridad de la espesura. Kith-Kanan notó que su enfado con la elfa se disipaba gradualmente mientras la observaba avanzar con grácil facilidad por el bosque, sin alterar una hoja, una ramita; moviéndose, en palabras de Mackeli, como el humo.

Al cabo pararon para descansar, y Kith-Kanan se sentó en un tronco para recuperar el aliento. Contempló a Alaya, parada a su lado, con un pie plantado en el tronco caído. Su respiración no se había alterado en lo más mínimo. Era una kalanesti de constitución fibrosa y piel atezada que se pintaba el cuerpo —muy rústica para los cánones silvanestis—, pero también era una experta en bosques, conocedora del medio en el que se movía. Sus mundos eran tan dispares que los hacía ser hostiles el uno con el otro, pero en ese momento Kith-Kanan notó una sensación de seguridad. No estaba tan solo como había creído.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Alaya con gesto ceñudo.

—Pensaba que las cosas nos irían mucho mejor si fuéramos amigos, en lugar de enemigos —repuso el príncipe sinceramente.

Ahora fue ella quien lo miró de un modo raro. Kith-Kanan se echó a reír.

—¿Por qué me miras así? —inquirió.

—Conozco esa palabra, pero nunca he tenido un amigo —dijo Alaya.

Kith-Kanan no lo habría creído si se lo hubieran dicho, pero en el lugar al que lo condujo Alaya el bosque era aún más frondoso que en cualquier otra zona de las que conocía hasta ahora. Los árboles no eran los gigantes de la vetusta floresta donde la elfa vivía, sino que tenían un tamaño al que estaba más acostumbrado. Sin embargo, crecían tan juntos que muy pronto les resultó imposible avanzar un solo paso más.

Alaya se agarró al tronco de un roble y empezó a trepar por él como una ardilla. Kith-Kanan se quedó boquiabierto ante la facilidad con que la elfa subía el árbol; en un visto y no visto, había desaparecido entre las hojas.

—¿Vienes o no? —la oyó decir.

—¡No sé trepar así! —protestó el príncipe.

—Entonces espera ahí.

Kith-Kanan vislumbró fugazmente una pierna pintada de rojo cuando la elfa saltó de una rama del roble a otra de un olmo cercano. La distancia entre ambas ramas era casi de dos metros; a pesar de ello, Alaya se lanzó sin la menor vacilación. Unos segundos después, estaba de vuelta, pasando de un árbol a otro con la facilidad de un pájaro. Una cuerda tejida con enredaderas, de dos dedos de grosor, cayó de entre las hojas del roble y aterrizo a sus pies. Esto era otro cantar. Kith-Kanan se escupió las palmas de las manos y empezó a subir a pulso por la improvisada cuerda, apoyando los pies contra el tronco; poco después estaba encaramado a una rama del roble, a unos diez metros del suelo. Lanzó un quedo silbido.

—¡Buena subida! —exclamó sonriente.

Saltaba a la vista que Alaya no estaba impresionada. Después de todo, había trepado el mismo trecho sin utilizar la enredadera. El príncipe recogió la planta rastrera trenzada y la enrolló cuidadosamente a su cintura.

—A partir de aquí avanzaremos más deprisa por las copas de los árboles —advirtió Alaya.

—¿Por qué estás tan segura de que vamos en la misma dirección que Mackeli?

—Porque lo huelo. Por aquí.

Se preparó para saltar y, un momento después, se encontraba en el olmo. Kith-Kanan fue más lento, y resbaló sobre la redondeada superficie de la rama. Alaya esperó a que él la alcanzara, cosa que el príncipe hizo agarrándose a otra rama más alta del roble, de la que se balanceó precariamente sobre el vacío. Vislumbró fugazmente el lejano suelo bajo sus pies, y después sus piernas se enroscaron en torno a la rama del olmo. Poco a poco, avanzó hacia el tronco.

—Esto no va a ser fácil —admitió, entre resuello y resuello.

Continuaron por las copas de los árboles la mayor parte del día. A pesar de que Kith-Kanan tenía las manos endurecidas por el uso de la espada y las riendas del grifo, se le abrieron llagas en las palmas por el roce con la áspera corteza al agarrarse y balancearse en las ramas. Resbalaba tan a menudo que acabó por quitarse las sandalias de gruesas correas y continuó descalzo, como Alaya. Poco después, tenía las plantas de los pies tan magulladas como las palmas de las manos, pero no volvió a resbalar.

Incluso al paso lento impuesto por la inseguridad de Kith-Kanan, cubrieron muchos kilómetros de distancia. Bien avanzada la tarde, Alaya decidió hacer un alto. Se acomodaron en las ramas ahorquilladas de un carpe. La elfa le enseñó cómo buscar la fruta del árbol, amarilla y con forma de pera, tan difícil de encontrar al estar oculta bajo un prieto rollo de hojas que crecían a su alrededor. La carne suave y blanca del fruto no sólo les calmó el hambre, sino también la sed.

—¿Crees que Mackeli está bien? —preguntó Kith-Kanan, haciéndose patente su preocupación por el tono de voz.

Alaya terminó la fruta y tiró el corazón al suelo.

—Está vivo —afirmó tajantemente.

El príncipe tiró también el corazón de la fruta que había comido.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

Alaya descendió de la rama en la que estaba encaramada, sorteó a Kith-Kanan con fácil agilidad y se sentó a horcajadas frente a él. Luego tomó la llagada mano del príncipe y se puso las yemas de los dedos en su garganta.

—¿Sientes el latido de mi corazón? ——inquirió.

—Sí. —Eran unas pulsaciones fuertes y acompasadas.

Alaya le apartó la mano.

—¿Y ahora?

—Por supuesto que no. Ya no te estoy tocando —repuso.

—Y, sin embargo, sigues viéndome y oyéndome, sin necesidad de tocarme.

—Eso es diferente.

—¿Lo es? —Alaya arqueó las cejas—. Si te digo que puedo sentir el latido del corazón de Mackeli a gran distancia, ¿me creerías?

—Sí —contestó Kith-Kanan—. He visto que posees muchas y maravillosas aptitudes.

—¡No! —Alaya agitó la mano en el aire—. Sólo soy lo que el bosque ha hecho de mí. ¡Tú puedes ser igual!

Tomó de nuevo la mano del príncipe y la sostuvo de manera que las yemas de los dedos tocaran el suave latido de su cuello. Sus ojos buscaron los de Kith-Kanan.

—Muéstrame el ritmo de mi corazón —dijo.

Kith-Kanan se golpeó suavemente la pierna con un dedo de la otra mano.

—Si —lo animó—. Ya lo tienes. Continúa.

Su mirada estaba apresada en la de ella. Era cierto: sentía una conexión entre ambos. No un vínculo físico, como al agarrarse las manos, sino un nexo más sutil, semejante al que existía entre Sithas y él. Incluso estando separados por muchos kilómetros de distancia, podía sentir la fuerza vital de Sithas. Y ahora, entre los ojos de Alaya y los suyos, Kith-Kanan percibió el acompasado movimiento de su pulso, latiendo, latiendo, latiendo…

—Mírate las manos —lo instó la elfa.

Su mano izquierda seguía golpeando rítmicamente sobre su pierna. La derecha estaba apoyada, boca arriba, en la rama del árbol. Ya no estaba tocando el cuello de Alaya.

—¿Sigues sintiendo el pulso? —le preguntó.

Él asintió en silencio. Aunque sentía el latido de su propio corazón, también percibía el de ella. Era más lento, más acompasado. Kith-Kanan miró conmocionado su mano apoyada en la rama.

—¡Es imposible! —exclamó. No bien acababa de decirlo, cuando la sensación del latido del corazón de la elfa desapareció de sus dedos.

—No quieres aprender. —Alaya sacudió la cabeza con aire disgustado. Se puso de pie y pasó del carpe al roble vecino—. Es hora de reemprender la marcha. Pronto se hará de noche, y no eres lo bastante hábil para andar por los árboles a oscuras.

Eso era totalmente cierto, de modo que Kith-Kanan no protestó. Siguió con la mirada a Alaya mientras la fibrosa elfa se abría paso entre la maraña de ramas; todavía no alcanzaba el fondo del sentido de su lección. ¿Qué significado tenía el que hubiese sido capaz de percibir el pulso de Alaya? Todavía sentía el dolor de su separación de Hermathya, como un nudo frío y duro que le oprimía el pecho. Pero cuando cerró los ojos y pensó en Hermathya un instante —una elfa alta, de cabello llameante y ojos de un color azul profundo— su frente se frunció en un gesto de concentración, pues no había nada, ni el más leve vínculo, que lo conectara con su amor perdido. No había modo de saber si ella estaba viva o muerta. La tristeza se apoderó de su corazón, pero ahora no tenía tiempo para compadecerse. Abrió los ojos y se movió con rapidez hacia donde Alaya se había parado, un poco más adelante.

La elfa miraba fijamente a un cuervo grande encaramado en una rama, cerca de su cabeza. Cuando el ave vio a Kith-Kanan, levantó bruscamente el vuelo. Alaya hundió los hombros en un gesto abatido.

—Los corves no han visto a Mackeli desde hace cuatro días —explicó—. Pero sí han visto a otros: humanos.

—¿Humanos? ¿En unos bosques agrestes?

Alaya asintió en silencio. Luego se sentó en la rama y frunció el entrecejo, pensativa.

—No los he olido antes porque tengo metida en la nariz la fuerte pestilencia del metal que llevas. Los corves dicen que hay una pequeña banda de humanos un poco más adelante, al oeste. Están talando árboles, y tienen una especie de bestia voladora, un animal que los corves nunca habían visto.

—¡Arcuballis! ¡Es mi grifo! Los humanos debieron de capturarlo —dedujo Kith-Kanan. Aunque, a decir verdad, no entendía cómo habían podido hacerlo; según sus cálculos, se encontraban a kilómetros de distancia del lugar donde había aterrizado por primera vez, y habría sido muy difícil para unos extraños, especialmente unos humanos, dominar al fogoso Arcuballis.

—¿Cuántos humanos hay? —inquirió el príncipe.

Alaya le dedicó una mirada desdeñosa.

—Los corves no saben contar —repuso despectiva.

Reanudaron la marcha una vez más, ya cercano el crepúsculo. Durante un corto espacio de tiempo, el sol iluminó los árboles mientras se ponía. Alaya encontró un arce particularmente alto y trepó por él. El majestuoso árbol se alzaba bastante por encima de sus vecinos, y sus gruesas ramas crecían de manera escalonada en torno al macizo tronco, de manera que Kith-Kanan no tuvo problemas a la hora de seguir a la kalanesti en la subida vertical.

Alaya se detuvo en lo alto del árbol y rodeó con un brazo la punta del arce, doblada en forma de gancho. Kith-Kanan trepó hasta llegar junto a la elfa. El pináculo del árbol se meció bajo su peso, pero la vista era tan imponente que no le importó el vaivén.

El verde dosel de las copas de los árboles llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Por el oeste, los tintes rosas del horizonte se oscurecían adquiriendo una fuerte tonalidad rojiza. Kith-Kanan estaba encantado. Aunque, a menudo, había contemplado hermosas vistas encaramado a lomos de Arcuballis, su apreciación por tales panoramas había aumentado durante las últimas semanas pasadas en el bosque, donde un atisbo del cielo era un placer del que se disfrutaba en contadas ocasiones.

Alaya no miraba extasiada el paisaje. Entrecerró sus penetrantes ojos y señaló.

—Ahí están.

—¿Quiénes?

—Los intrusos. ¿No ves el humo?

Kith-Kanan miró en la dirección señalada por la elfa.

Al norte, una tenue mancha gris estropeaba el azul añil del firmamento. Mientras observaba con atención, Kith-Kanan no tenía la certeza de ver realmente humo. Parpadeó varias veces.

—Están quemando los árboles —dijo, sombría, Alaya—. ¡Salvajes!

El príncipe se contuvo a tiempo de hacer el comentario de que, para la mayoría de los pueblos civilizados de Krynn, ella era la salvaje.

—¿En qué dirección está Mackeli? —preguntó, en cambio.

—En la misma del humo. Los humanos lo han apresado. ¡Pagaran por ello con su sangre!

Aunque a Kith-Kanan lo sorprendió la intensidad apasionada de su voz, no dudó que hablaba en serio.

Permanecieron en las copas de los árboles hasta que el príncipe empezó a cometer fallos y finalmente estuvo a punto de precipitarse desde una altura de doce metros. Estaba demasiado oscuro para continuar por arriba, así que Alaya y Kith-Kanan descendieron al suelo del bosque una vez más. Caminaron alrededor de un kilómetro sin hacer ruido; Alaya se deslizaba entre los negros troncos como una sombra furtiva. Kith-Kanan sintió crecer la tensión. Nunca había luchado contra humanos; sólo había visto unos cuantos en Silvanost, y todos ellos eran aristócratas. A decir verdad, nunca se había enfrentado a nadie en un combate real cuyo desenlace más lógico sería la muerte. Se preguntó si sería capaz de hacerlo, de atravesar con su espada el cuerpo de alguien, o utilizar su filo para infligir tajos mortales… Se recordó a sí mismo que estos humanos tenían prisionero a Mackeli, y también, probablemente, a su grifo real.

Alaya se frenó de golpe, y su mano fue veloz a su espalda, en un gesto de advertencia para que Kith-Kanan se detuviera. Así lo hizo el príncipe, y entonces oyó lo que la había hecho pararse tan bruscamente. El tenue sonido de una flauta llegaba a través del bosque, junto con los olores a humo de hoguera y carne asada.

Cuando volvió la vista hacia el punto donde estaba Alaya, la elfa había desaparecido. Aguardó. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Kith-Kanan se echó una buena filípica para sus adentros. «¡Tú, un príncipe de la Casa Real, esperando las órdenes de una salvaje kalanesti! ¡Eres un guerrero! ¡Cumple con tu deber!»

Cargó a través de la maleza. A la primera señal de una hoguera de campamento, Kith-Kanan desenvainó su espada. Veinte pasos más, e irrumpió en un claro talado en el bosque primitivo. En el centro ardía una hoguera enorme. Una docena de rostros rubicundos —rostros humanos con sus frentes bajas, anchos pómulos y mandíbulas cuadradas— se volvieron hacia el príncipe. Algunos tenían barbas, y todos lo miraban con una expresión de total asombro. Uno de los humanos, que tenía la barba de color castaño claro, se puso de pie.

—¡Espíritu terrible, no nos hagas daño! —entonó—. ¡Que la paz sea contigo!

Kith-Kanan se tranquilizó. Estos tipos no eran unos bandidos desesperados, sino hombres corrientes y, a juzgar por sus herramientas, leñadores. Bajó la espada y se adentró en el claro.

—¡Es uno de ellos! —declaró otro humano—. ¡Los Antiguos!

—¿Quiénes sois? —demandó Kith-Kanan.

—La cuadrilla de leñadores de Essric. Yo soy Essric —respondió el humano de pelo castaño.

Kith-Kanan examinó el claro. Más de treinta árboles inmensos habían sido derribados en este punto, y podía ver que se había abierto un camino en el bosque. Los árboles más grandes habían sido despojados de las ramas y después divididos a lo largo en cuatro partes mediante cuñas y mazos. Los ejemplares algo más pequeños habían sido arrastrados a un lado. Kith-Kanan vio un tosco corral lleno de corpulentos bueyes.

—Este es territorio silvanesti ¿Quién os ha dado permiso para que taléis árboles que pertenecen al Orador de las Estrellas?

Essric miró a sus hombres, que guardaron silencio, y se rascó la barbuda mejilla con gesto pensativo.

—Mi señor, viajamos hacia el este y llegamos a la costa meridional de este país en barcos que están al mando de lord Ragnarius de Ergoth. Fue él quien nos mandó talar cuantos árboles pudieran ser cargados en sus barcos para transportarlos de vuelta a casa. No sabíamos que los bosques pertenecieran a nadie.

Justo en ese momento, un escalofriante aullido resonó en el claro iluminado por la hoguera. Todos los humanos se incorporaron y echaron mano a hachas y destrales. Kith-Kanan sonrió para sus adentros. Alaya les estaba metiendo un buen susto en el cuerpo.

Un hombre con el rostro afeitado, que estaba a la izquierda de Essric y que sostenía un hacha enorme en sus carnosas manos, lanzó un grito de repente y retrocedió a trompicones. Estuvo a punto de caer al fuego, pero acabó yendo a parar a los brazos de sus compañeros.

—¡Los espíritus del bosque atacan! —gritó Kith-Kanan.

Su declaración fue subrayada por un chillido espeluznante en la negra espesura. El príncipe tuvo que esforzarse por contener la risa cuando los doce humanos fueron repelidos de la hoguera por una lluvia de piedras hollinosas. Un hombre quedó tendido en el suelo cuando una de las piedras lo alcanzó en la parte posterior de la cabeza. Presas del pánico, los otros no se detuvieron para ayudarlo, sino que huyeron en tropel, pasando junto al corral de los bueyes. Sin antorchas que les alumbraran el camino, tropezaron y cayeron en los tocones y las ramas cortadas.

En cuestión de minutos, no quedaba nadie en el claro, a excepción de Kith-Kanan y el leñador desplomado boca abajo.

Alaya entró a largas zancadas en el círculo de luz. Kith-Kanan le sonrió y levantó la mano en un gesto de saludo. La elfa pasó a su lado y, con el cuchillo de sílex en la mano, se dirigió hacia donde el humano estaba tumbado.

Dio la vuelta al inconsciente humano. Era muy joven, y lucia un bigote pelirrojo. Un aro de oro brillaba en una de sus orejas. Esto, y el estilo de sus pantalones, reveló a Kith-Kanan que el hombre había sido marinero anteriormente.

Alaya plantó una rodilla en el pecho del hombre. El humano abrió los ojos y vio una criatura salvaje y pintarrajeada, que blandía un cuchillo dentellado de sílex, arrodillada sobre él. El rostro de la criatura lo miraba intensamente, con una mueca feroz que deformaba sus rasgos pintados. Los ojos del hombre se desorbitaron por el terror; intentó levantar un brazo para repeler a Alaya, pero Kith-Kanan lo tenía sujeto por las muñecas.

—¿Te saco los ojos? —dijo la elfa fríamente—. Serían un bonito adorno para mi casa.

—¡No, no! ¡Ten piedad de mí! —farfulló el hombre.

—Entonces dinos lo que queremos saber —advirtió Kith-Kanan—. Tuvisteis aquí a un muchacho elfo de cabello blanco, ¿verdad?

—¡Si, poderoso señor!

—Y un grifo…, una bestia voladora con la mitad superior del cuerpo de águila y la parte posterior de león, ¿no es así?

—¡Si, sí!

—¿Qué ha sido de ellos?

—Se los llevó Voltorno —gimió el hombre.

—¿Quién es Voltorno? —preguntó Kith-Kanan.

—Un soldado. Un hombre terrible, cruel. Lord Ragnarius lo envió con nosotros…

—¿Por qué no está ahora aquí? —siseó Alaya mientras acercaba el borde del cuchillo a la garganta del hombre.

—De… decidió llevar al chico elfo y a la bestia de vuelta al barco de lord Ragnarius.

Alaya y Kith-Kanan intercambiaron una mirada.

—¿Cuanto hace que el tal Voltorno se marchó? —inquirió el príncipe.

—Esta mañana —jadeó el infortunado marinero.

—¿Cuántos hombres lo acompañaban?

—Diez. Seis hombres armados y cuatro arqueros.

Kith-Kanan soltó las muñecas del humano y se incorporó.

—Deja que se levante.

—No —se opuso Alaya—. Debe morir.

—¡Ese no es el modo de obrar! Si lo matas, no serás diferente de los hombres que retienen cautivo a Mackeli. No puedes actuar del mismo modo que aquellos contra los que luchas y conservar tu honor. Tienes que ser mejor que ellos.

—¿Mejor? —gruñó la elfa, clavando la mirada en el príncipe—. ¡Cualquiera es mejor que esta escoria que mata árboles!

—Él no es el responsable —insistió Kith-Kanan—. Le ordenaron que…

—¿De quién es la mano que manejaba el hacha? —lo interrumpió Alaya.

Aprovechando la discusión, el marinero empujó a Alaya y se incorporó con rapidez. Corrió en pos de sus compañeros, pidiendo socorro.

—¡Mira lo que has hecho! Por tu culpa se ha escapado —dijo Alaya. Se dispuso a ir en persecución del evadido.

—¡Olvida a esos humanos! —gritó Kith-Kanan—. Mackeli es más importante. Tendremos que dar alcance al otro grupo antes de que llegue a la costa. —Alaya se encerró en un hosco mutismo—. ¡Escúchame! Vamos a necesitar todas tus habilidades. Llama a los corves, a los Furtivos Nocturnos, a todos. Haz que encuentren a los humanos y que intenten retrasarlos el tiempo suficiente para que podamos alcanzarlos.

La elfa lo apartó de un empellón y se alejó unos pasos. La enorme hoguera se estaba consumiendo y el claro talado en la espesura empezaba a sumirse en la oscuridad. De vez en cuando, un buey mugía en el improvisado corral.

Alaya se acercó a los árboles talados. Posó la mano con suavidad en el tronco de un gran roble.

—¿Por qué lo hacen? —preguntó afligida—. ¿Por qué cortan los árboles? ¿Es que no oyen desgarrarse la urdimbre del bosque cada vez que se desploma un árbol? —Las lágrimas brillaban en sus ojos—. Hay espíritus en la espesura, espíritus en los árboles. Los han matado con su metal. —Sus angustiados ojos se alzaron hacia el príncipe.

—Hay mucho que hacer. Debemos irnos. —Kith-Kanan puso una mano sobre su hombro.

Alaya inhaló con un estremecimiento. Tras acariciar suavemente el tronco una vez más, se incorporó y empezó a recoger las piedras que utilizaba como proyectiles.