7
Pleno verano, Año del Halcón
Elfos de todos los rincones de Silvanesti habían acudido a Silvanost para los Días de Juicio, el período anual en que el Orador de las Estrellas actuaba de juez en las disputas, escuchaba los consejos de los nobles y clérigos, e intentaba resolver los problemas que tuviera su pueblo.
Se había construido una plataforma en la escalinata del templo de E’li. Sithel estaba sentado en ella, en un trono alto y acolchado, bajo un brillante dosel blanco. Desde allí veía toda la plaza. Sithas estaba detrás de él, observando y escuchando. Soldados de la guardia real mantenían el orden de la fila de gente que aguardaba su turno para presentarse ante su regente. Los Días de Juicio eran a veces divertidos; a menudo, irritantes; y siempre, siempre, muy largos.
Sithel escuchaba un caso de dos pescadores que se disputaban una carpa enorme, la cual había mordido los anzuelos de ambos al mismo tiempo. Los dos elfos reclamaban el pez, que había sido pescado hacía semanas y se había echado a perder mientras debatían su propiedad. Sithel anunció su sentencia:
—Declaro que el pez tiene un valor de dos monedas de plata. Puesto que es un bien común de los dos, cada uno de vosotros pagará al otro una moneda de plata por permitir que se estropeara. —Los pescadores, boquiabiertos, habrían protestado, pero Sithel se les anticipó—. Así lo ordeno. ¡Que se cumpla la sentencia!
El escriba hizo sonar una campanilla, señalando que el caso estaba cerrado. Los pescadores hicieron una reverencia y se retiraron. Sithel se levantó del trono. Los guardias reales se pusieron firmes.
—Tomaré un corto descanso —anunció el Orador—. En mi ausencia, mi hijo, Sithas, actuará de juez.
El príncipe miró sorprendido a Sithel.
—¿Estás seguro, padre? —preguntó en voz baja.
—¿Por qué no? Te daré oportunidad de que experimentes las funciones del cargo.
El Orador se retiró a la parte trasera de la plataforma y observó a Sithas sentarse lentamente en el sillón de juez.
—Siguiente caso —llamó su hijo con voz sonora.
Sithel apartó uno de los paños que formaban la pared de tela y pasó al otro lado. Allí encontró a su esposa, que esperaba sentada a una pequeña mesa cargada de comida y bebida. Paños de lino, blanco como la nieve, cerraban este extremo de la plataforma por tres lados. El trasero se abría al templo. La impresionante fachada se alzaba sobre ellos, con sus columnas estriadas, sus muros con vetas de piedra de color azul profundo, rosa y verde herboso. El calor de mediodía caía sobre la ciudad, pero una brisa suave soplaba a través del recinto entoldado.
Nirakina se puso de pie y ordenó al muchacho que aguardaba junto a la mesa que se retirara. Sirvió a su marido una copa de néctar. Sithel cogió unas cuantas uvas de un cuenco dorado y aceptó la bebida.
—¿Qué tal lo hace? —preguntó Nirakina mientras señalaba la parte delantera de la plataforma.
—Bastante bien. Tiene que acostumbrarse a tomar decisiones. —Sithel dio un sorbo del líquido ambarino—. ¿No asistíais Hermathya y tú a la presentación del canto épico de Elidan que se estrenaba hoy?
—Hermathya argumentó la excusa de no sentirse bien y la representación se ha pospuesto hasta mañana.
—¿Qué le ocurre? —El Orador se arrellanó en la silla.
La expresión de Nirakina se ensombreció.
—Prefirió hacer una visita al mercado que permanecer en palacio. Es orgullosa e indisciplinada, Sithel.
—Sabe cómo llamar la atención, de eso no cabe duda —comentó su marido, que soltó una risita—. He oído decir que la multitud la sigue por las calles.
—Les arroja monedas y joyas, justo lo suficientemente a menudo para que la vitoreen como locos —repuso Nirakina mientras asentía con un cabeceo. Se inclinó y posó su mano sobre la de su esposo, con la que sostenía la copa—. Sithel, ¿hicimos la elección adecuada? Es tanta la infelicidad que nos ha sobrevenido por causa de esa chica… ¿Crees que todo irá bien?
Sithel soltó la copa y tomó la mano de su esposa.
—No creo que las extravagancias de Hermathya provoquen ningún daño. En estos momentos, la embriagan la aclamación y el aplauso, pero se cansará cuando comprenda lo vacía y pasajera que es la adulación del populacho. Ella y Sithas tendrán hijos. Eso la apaciguará, le dará algo más en lo que concentrarse.
Nirakina intentó sonreír, aunque no le pasó inadvertido que el Orador había evitado hacer la menor referencia a Kith-Kanan. Su esposo tenía un carácter fuerte y no le era fácil superar su enfado ni su desencanto.
El sonido de voces excitadas se alzó en la plaza. Sithel se comió un último racimo de uvas.
—Veamos por qué se ha alterado la gente.
Pasó entre las cortinas y se dirigió a la parte delantera de la plataforma. La muchedumbre, en sus filas ordenadas, se apartaba en el centro de la plaza. Allí, entre dos filas de soldados, había veinte o treinta recién llegados. Estaban heridos; algunos eran transportados en angarillas, otros llevaban vendajes manchados de sangre. Los elfos heridos, hombres y mujeres, se aproximaron al pie de la plataforma del Orador lentamente, con patente dolor. Los guardias se adelantaron para impedirles el paso, pero Sithel ordenó que se les permitiera acercarse.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Gran Orador —dijo un elfo alto que iba a la cabeza del grupo. Su rostro estaba curtido por el sol y su cuerpo era musculoso, propio de quien hace un trabajo que requiere esfuerzo físico. Su cabello, dorado como el maíz, estaba enredado y sucio de hollín, y un vendaje sucio le cubría casi todo el brazo derecho—. Gran Orador, somos lo que queda del pueblo de Trokali. Hemos recorrido más de trescientos kilómetros para informaros de nuestra tragedia.
—¿Qué ha ocurrido?
—Eramos un pueblo pacífico, gran Orador. Cuidábamos nuestros campos y nuestros frutales y comerciábamos con todos cuantos venían al mercado de la plaza. Pero la noche del último cuarto de Lunitari, una banda de malhechores apareció en Trokali. Prendieron fuego a las casas, rompieron las ramas de nuestros árboles frutales, se llevaron a nuestras mujeres y a nuestros hijos… —La voz del elfo se quebró. Hizo una pausa para dominar la emoción y después continuó—: No somos luchadores, gran Orador, pero los habitantes de Trokali intentamos defender lo que era nuestro. Teníamos palos y azadones para luchar contra espadas y flechas. —Señaló con un ademán al maltrecho grupo que estaba detrás de él—. Estos son los únicos supervivientes de un pueblo de doscientos habitantes.
Sithas descendió los peldaños de la escalinata del templo y se acercó al alto elfo de Trokali.
—¿Cómo te llamas? —demandó el príncipe.
—Tamanier Ambrodel.
—¿Quiénes eran esos malhechores, Tamanier?
—No lo sé, señor —contestó el elfo mientras sacudía la cabeza con tristeza.
—¡Eran humanos! —gritó una elfa, cuyo rostro mostraba graves quemaduras. Se abrió paso entre la multitud—. ¡Los vi! —siseó—. Eran humanos. ¡Tenían vello en la cara!
—No todos eran humanos —intervino Tamanier con frialdad. Levantó el brazo herido—. El que me hirió era kalanesti.
—¿Kalanestis y humanos en una misma banda? —Sithas parecía consternado. Un murmullo general se alzó en la multitud apiñada. El príncipe se volvió hacia la plataforma y miró a su padre.
Sithel levantó las manos. El escriba tuvo que hacer sonar la campanilla cuatro veces para imponer silencio a la muchedumbre.
—¡Este asunto requiere una investigación más amplia! —proclamó—. Mi hijo se quedará aquí para atender las demandas mientras yo acompaño a las gentes de Trokali al Palacio de Quinari, donde todos ellos prestarán declaración.
Sithas hizo una profunda reverencia a su padre en tanto que una escolta de doce guerreros formaba en la plaza para conducir a los supervivientes de Trokali a palacio. Los lisiados y enfermos hacían lenta y dificultosa la marcha, pero Tamanier Ambrodel condujo a su gente con gran dignidad.
Sithel descendió la escalinata del templo de E’li, con Nirakina a su lado. Los cortesanos se atropellaron para mantener el paso rápido del Orador. Los murmullos crecieron en la plaza mientras las gentes de Trokali desfilaban en pos del dirigente.
Nirakina echó un vistazo atrás, a la multitud.
—¿Crees que habrá problemas? —preguntó.
—Ya los hay. Ahora tenemos que ver el modo de remediarlos —repuso, escueto, Sithel.
Poco después entraban en la plaza que había frente a palacio. Los guardias de las puertas, en respuesta a las concisas órdenes del Orador, trajeron ayuda. La servidumbre salió de palacio para prestar auxilio a los elfos heridos. Nirakina les dio instrucciones y se ocupó de que se distribuyeran alimentos y agua.
En deferencia al debilitado estado de Tamanier, Sithel no lo llevó más lejos del pórtico sur y le pidió que se sentara, saltándose el protocolo que exigía que un ciudadano corriente permaneciera de pie en presencia del Orador. El alto elfo se acomodó en un asiento de piedra finamente tallada, y dejó escapar un suspiro de alivio.
—Háblame de los malhechores —ordenó Sithel.
—Eran treinta o cuarenta, alteza —explicó Tamanier, tragando saliva con esfuerzo—. Montaban a caballo y su aspecto era cruel. Los humanos llevaban cotas de malla y manejaban espadas largas.
—¿Y los kalanestis?
—Tenían muy mala pinta, harapientos y sucios. Se llevaron a nuestras mujeres y a nuestros hijos… —Tamanier se cubrió el rostro con las manos.
—Sé lo difícil que es esto para ti —dijo Sithel con voz serena—, pero debo saberlo todo. Continúa.
—Sí, alteza. —Tamanier bajó las manos, pero le temblaban tanto que tuvo que cerrarlas con fuerza sobre su regazo. Su voz sonaba trémula—. Los humanos prendieron fuego a las casas y mataron todo nuestro ganado. También fueron los humanos quienes lanzaron cuerdas sobre los árboles y desgarraron las ramas. Nuestras plantaciones de frutales están perdidas, completamente devastadas.
—¿Estás seguro de eso? ¿Los humanos destrozaron los árboles?
—Con toda certeza, gran Orador.
Sithel paseó por el fresco pórtico, con las manos entrelazadas a la espalda. Al pasar frente a Tamanier, reparó en la fina banda dorada que lucía en el cuello.
—¿Es de oro? —preguntó con brusquedad.
—Lo es, alteza —contestó el elfo mientras acariciaba la banda—. Fue un regalo que me hizo la familia de mi esposa.
—¿Y los bandidos no te lo arrebataron?
La comprensión se abrió paso poco a poco en la mente de Tamanier.
—No. Ni siquiera lo tocaron. Ahora que lo pienso, gran Orador, no robaron a nadie. ¡Los malhechores quemaron casas y destrozaron los árboles, pero no saquearon absolutamente nada! —Se rascó la sucia mejilla—. ¿Por qué actuaron así, alteza?
Sithel se dio unos golpecitos en la barbilla con la punta de los dedos, pensativamente.
—Lo único que se me ocurre es que no les interesaba vuestro oro. Perseguían algo más importante. —Tamanier aguardó expectante, pero el Orador no añadió nada más y mandó llamar a un sirviente. Cuando apareció un criado, le ordenó que se ocupara de Tamanier—. Volveremos a hablar —le aseguró al alto elfo—. Entretanto, no comentes este asunto con nadie, ni siquiera con tu esposa.
Tamanier se puso de pie, encorvándose un poco de lado para no forzar el costado herido.
—Mi esposa fue asesinada —dijo con voz tensa.
Sithel lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Llegó a la conclusión de que el elfo era un tipo honrado. No sería mala idea tener presente a Tamanier Ambrodel. Al Orador de las Estrellas podría interesarle contar con un hombre tan íntegro en la corte.
Sithel entró en palacio por una puerta lateral. Se cruzó con un río continuo de sirvientes que pasaba en tropel llevando cubos y toallas sucias. Sanadores, que eran clérigos de la diosa Quenesti Pah, habían llegado para atender a los heridos. Sithel contempló la bulliciosa actividad. Trokali se encontraba a trescientos kilómetros de Silvanost. Ninguna cuadrilla de asaltantes humanos había penetrado tanto en territorio elfo nunca. Y, además, en compañía de elfos kalanestis…
El Orador de las Estrellas sacudió la cabeza con gesto preocupado.
Finalizados los juicios del día, Sithas cerró la audiencia pública. Aunque había escuchado todos los casos con imparcialidad, no podía apartar de su mente el ataque al pueblo de Trokali. Cuando regresó a sus aposentos en palacio, todo el mundo, desde su madre hasta el criado más humilde, hablaba sobre el asalto y lo que ello presagiaba.
Hermathya lo estaba esperando en su cuarto. Tan pronto como Sithas entró en la habitación, su esposa se incorporó de un brinco y exclamó:
—¿Te has enterado del ataque?
—Si —contestó él con deliberada indiferencia mientras se quitaba la polvorienta túnica exterior. Vertió agua en una palangana y se lavó la cara y las manos.
—¿Qué se hará al respecto? —lo instó Hermathya.
—¿Hacer? No es un asunto que nos concierna a nosotros. El Orador se ocupará de ello.
—¿Por qué no tomas tú alguna iniciativa? —demandó Hermathya mientras cruzaba el cuarto. Su vestido escarlata dejaba entrever la lechosa palidez de su piel. Los ojos le centelleaban al hablar—. Toda la nación respaldaría como un solo hombre a quien aplastara a esos humanos insolentes.
—¿A «quien»? ¿No al Orador? —preguntó Sithas suavemente.
—El Orador es viejo —contestó ella, al tiempo que hacía un ademán como descartando tal posibilidad—. Los viejos se vuelven pusilánimes.
Sithas tiró la toalla con la que se había secado las manos, cogió a Hermathya por una muñeca y tiró hacia sí. Los ojos de la mujer se agrandaron por la sorpresa, pero no se amilanó por la brusquedad de su esposo. Sithas la miró con intensidad.
—Lo que has dicho raya en la traición —advirtió fríamente.
—Deseas lo mejor para el país, ¿no es cierto? —replicó la mujer mientras se recostaba contra él—. Si estos ataques continúan, todos los colonos del oeste huirán y se refugiarán en Silvanost, como hicieron las gentes de Trokali. Los humanos de Ergoth se instalarán en nuestras tierras. ¿Es eso bueno para Silvanesti?
El semblante de Sithas se endureció al imaginar a los humanos invadiendo la tierra que les pertenecía desde tiempo inmemorial.
—No —dijo con firmeza.
—Entonces, ¿cómo puede considerarse traición el querer poner fin a semejante atropello? —preguntó, insinuante, mientras posaba la mano libre en el brazo de Sithas.
—¡Yo no soy el Orador de las Estrellas!
Los ojos de Hermathya tenían el color azul profundo de un cielo crepuscular cuando se acercó para besar a su esposo.
—Todavía no —susurró, y su aliento, cálido y dulce, acarició el rostro de Sithas—. Todavía no.