6
El mismo día, en el bosque
Dejadas de lado la armadura y sus ropas de ciudad, Kith-Kanan caminaba por el bosque vestido con túnica y polainas ajustadas, de piel de gamo, muy similares a las que llevaba Mackeli. Intentaba rodear la casa del muchacho sin que el chico lo oyera.
—Estás junto al olmo gris —sonó la voz de Mackeli. Y, en efecto, allí se encontraba Kith-Kanan. Por mucho empeño que ponía, el príncipe todavía hacía demasiado ruido. El muchacho tenía los ojos cerrados a fin de no ver el halo desprendido por el calor del cuerpo de Kith-Kanan, pero sus aguzados oídos nunca se dejaban engañar.
Kith-Kanan volvió sobre sus pasos un par de metros y luego se puso a gatas. No se oía ruido alguno en la espesura.
—No puedes acercarte sigilosamente a alguien si te quedas sentado, sin moverte —dijo Mackeli.
El príncipe avanzó pisando solamente en las raíces que sobresalían por encima de la capa de hojas secas. De este modo, adelantó diez pasos sin hacer el menor ruido. Mackeli no dijo nada, y el príncipe sonrió para sí. ¡El chico no lo había oído! Por fin.
Avanzó otro paso pasando de una raíz a una piedra plana. La piedra era lo bastante alta para permitirle alcanzar una rama baja de un tejo. Tan silenciosamente como le fue posible, se encaramó al árbol y se apretó contra el tronco. Su túnica verde marrón se camuflaba bien con la corteza salpicada de líquenes. Una capucha ocultaba sus claros cabellos. Esperó, totalmente inmóvil.
¡Esta vez, sorprendería al chico!
Ahora, en cualquier momento, Mackeli pasaría junto al árbol, y saltaría sobre él. Algo duro golpeó su capucha. Kith-Kanan miró a lo alto y vio a Mackeli agarrado al árbol, un metro por encima de él. Estuvo a punto de caerse de la rama, tan grande fue su sorpresa.
—¡Por la Reina de los Dragones! —juró—. ¿Cómo has subido ahí?
—Trepando —contestó Mackeli, con engreimiento.
—Pero ¿cómo? No vi que…
—Caminar sobre las raíces estuvo bien, Kith, pero pierdes tanto tiempo mirando dónde pones los pies que pude escabullirme delante de tus narices sin que te dieras cuenta.
—Pero ¿por qué viniste a este árbol precisamente? ¿Cómo supiste a cuál tenías que trepar?
Mackeli encogió los estrechos hombros.
—Lo preparé para que te resultara más fácil. Empujé la piedra a una distancia adecuada para que pisaras sobre ella y te subieras aquí arriba a esperarme. Tú hiciste el resto.
—Me siento como un idiota. —Kith-Kanan se bajó del tejo—. Vaya; cualquier goblin probablemente es mejor que yo en los bosques.
Mackeli se soltó del árbol y cayó haciendo un ágil arco. Se cogió a la rama baja un momento para frenar el descenso y luego, con las rodillas flexionadas, aterrizó al lado e Kith-Kanan.
—Eres muy patoso —dijo sin asomo de malicia—. Pero no hueles tan mal como un goblin.
—Muchas gracias —rezongó el príncipe con acritud.
—En realidad, es sólo cuestión de saber respirar.
—¿Respirar? ¿Cómo?
—Tú respiras así. —Mackeli echó atrás los hombros e hinchó el pecho. Inspiró y espiró como el fuelle de un herrero. Era una imagen tan absurda que Kith-Kanan no pudo menos de sonreír—. Y caminas igual que respiras. —El chico pateó el suelo de manera exagerada, levantando los pies muy alto y dejándolos caer sobre las hojas y las ramas esparcidas. La sonrisa de Kith-Kanan se borró; el príncipe frunció el entrecejo.
—¿Cómo respiras tú? —preguntó.
Mackeli rebuscó alrededor de la base del tejo hasta encontrar una pluma tirada por algún pájaro en la muda. Se tumbó de espaldas y la colocó sobre su labio superior. El muchacho elfo respiraba con tal suavidad que la pluma no se movió ni lo más mínimo.
—¿Ahora voy a tener que aprender a respirar? —demandó Kith-Kanan.
—Sería un buen comienzo —repuso Mackeli mientras se incorporaba de un salto—. Ahora volveremos a casa.
Pasaron varios días en el bosque, que a Kith-Kanan se le hicieron muy lentos. Mackeli era un compañero inteligente y agradable, pero su dieta de frutos secos, bayas y agua no coincidía con los gustos del príncipe. Su estómago ya de por sí magro y liso, se hundió aún más con este tipo de comida. Kith-Kanan estaba deseoso de carne y néctar, pero el muchacho insistía en que sólo Lay podía comer carne. El misterioso Lay no había dado señales de vida todavía.
Tampoco había rastro del desaparecido Arcuballis y, aunque Kith-Kanan rogaba para que, de algún modo, pudieran reunirse, sabía que había pocas esperanzas de que esto ocurriese. Sin tener la menor idea de adónde había sido llevado el grifo y sin que hubiese modo de averiguarlo, el príncipe intentó aceptar que había perdido a Arcuballis para siempre. El grifo, un eslabón tangible con su vida anterior, había desaparecido, pero Kith-Kanan conservaba aún sus recuerdos.
Estos mismos recuerdos regresaban para atormentar al príncipe en sus sueños en aquellos días. Volvía a oír a su padre hacer el anuncio del compromiso de Hermathya con Sithas. Revivía la penosa experiencia de la Torre de las Estrellas, y, lo más terrible de todo, escuchaba la sosegada voz de Hermathya aceptando a Sithas. Kith-Kanan llenaba los días hablando con Mackeli y aprendiendo de él, decidido a construirse una nueva vida, lejos de Silvanost. Quizás esa vida fuera aquí, en la paz y la soledad del vetusto bosque.
Una vez Kith-Kanan preguntó a Mackeli dónde había nacido, de dónde procedía.
—Siempre he estado aquí —repuso el muchacho mientras señalaba con un ademán a su alrededor.
—¿Naciste aquí?
—Siempre he estado aquí —repitió obstinadamente.
Kith-Kanan dejó el tema. Las preguntas acerca del pasado, y también sobre el futuro, hacían que el chico se cerrara en banda y levantaban una especie de barrera de incomunicación. Si se limitaba al presente, y lo que quiera que estuviesen haciendo en el momento, casi podía mantener una conversación con él.
A cambio de las lecciones de Mackeli de supervivencia y sigilo, Kith-Kanan entretenía a su joven amigo con relatos de Silvanost, de las grandes guerras contra los dragones, y de las costumbres de los elfos criados en la ciudad.
A Mackeli le encantaban estas historias, pero lo que más le fascinaba era el metal. A veces se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo algún objeto del príncipe —el yelmo, una greba, cualquier pieza de la armadura— y frotaba sus pequeños dedos curtidos contra la fría superficie una y otra vez. No alcanzaba a imaginar cómo podía darse una forma tan intrincada a un material de tal dureza. Kith-Kanan le explicaba cuanto sabía sobre fragua y fundición. La idea de que el metal pudiera derretirse y verterse dejaba completamente pasmado a Mackeli.
—¿Se pone el metal en el fuego y no se quema? —decía—. ¿Se ablanda y se hace líquido, como el agua?
—Bueno, en realidad es más espeso que el agua.
—¿Y luego se saca del fuego y vuelve a endurecerse? —Kith-Kanan asentía en silencio—. ¡Lo estás inventando! —exclamaba el muchacho—. Las cosas que se ponen en el fuego, se queman.
—Juro por E’li que es verdad.
Mackeli era demasiado pequeño para manejar la espada, pero sí podía tensar el arco lo suficiente para dispararlo. Tenía una vista prodigiosa, y Kith-Kanan hubiera querido que empleara esa habilidad para derribar un venado para la cena. Pero no había nada que hacer; Mackeli no comía carne y se negaba a derramar sangre en provecho de Kith-Kanan. Sólo Lay…
Una mañana gris y lluviosa, Mackeli salió a recolectar frutos secos y raíces, y Kith-Kanan se quedó en el árbol hueco cuidando el fuego y puliendo su espada y su daga. Cuando la lluvia empezó a caer con menos fuerza, el príncipe dejó las armas en el suelo y trepó por la escala a la parte alta del roble. Se acomodó en una rama más gruesa que su cintura y escudriñó el bosque lavado por la lluvia. Escurrían gotas de las verdes hojas, y el aire tenía un aroma limpio y fértil. El príncipe inhaló hondo. Aquí había encontrado un poco de paz, y el encuentro con el Señor del Bosque había pronosticado una gran aventura para su futuro.
Kith-Kanan descendió al interior del tronco, de inmediato reparó en que su espada y su daga habían desaparecido. La primera idea que le vino a la mente era que Mackeli había vuelto y le estaba gastando una broma, pero el príncipe no observó señal alguna del regreso del chico.
Giró sobre sus talones, y se disponía a trepar de nuevo a lo alto del árbol cuando algo duro lo golpeó por detrás, en mitad de la espalda.
Chocó contra el tronco, giró, y no vio nada.
—¡Mackeli! —gritó—. ¡Esto no tiene gracia!
Tampoco la tuvo el siguiente golpe, que recibió en la parte posterior de la cabeza. Un peso derribó a Kith-Kanan. El príncipe rodó sobre sí mismo, y sintió brazos y piernas en torno a su cuerpo. Algo negro y brillante centelleó frente a su rostro; conocía el movimiento de un ataque con puñal, y alargó las dos manos para agarrar la muñeca del agresor.
El rostro de su atacante era poco más que una espiral de líneas pintadas y un par de ojos difuminados en las sombras. El puñal osciló, y, cuando Kith-Kanan golpeó con el revés de la mano al que manejaba el arma, el rostro pintado lanzó un gemido de dolor. Kith-Kanan se sentó, desarmó a su oponente, y lo inmovilizó en el suelo sujetándolo con una rodilla.
—Has vencido. Puedes matarme —dijo el agresor mientras dejaba de forcejear y yacía tenso, aunque inerte, bajo el peso de Kith-Kanan. El príncipe arrojó a un lado el puñal y se incorporó.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Vivo aquí. ¿Quién eres tú? —repuso con aspereza el elfo pintado.
—Soy Kith-Kanan, anteriormente de Silvanost. ¿Por qué me atacaste?
—Estás en mi casa.
—¿Eres Lay? —dedujo el príncipe, al comprender de repente.
—Mi nombre de nacimiento es Alaya. —En la voz había una fría seguridad.
Kith-Kanan frunció el entrecejo.
—Parece nombre de mujer…
Alaya se incorporó y se mantuvo a una distancia prudente del joven. Este comprendió que era una elfa de la raza kalanesti. Llevaba el cabello negro muy recortado por delante, aunque por detrás era largo y estaba sujeto en una trenza. Alaya era una cabeza más baja que Kith-Kanan, y mucho más delgada. Su túnica de piel de venado, teñida en verde, era corta, dejando al aire sus piernas desnudas. Al igual que el rostro, las llevaba pintadas con líneas y adornos. Sus ojos, castaños, lanzaron miradas a derecha e izquierda.
—¿Dónde está Mackeli?
—Salió a recolectar frutos secos, creo —respondió Kith-Kanan, observándola intensamente.
—¿Por qué viniste aquí?
—El Señor del Bosque me envió —afirmó, tajante, el príncipe.
En menos que se tarda en contarlo, Alaya se precipitó fuera y cruzó el claro. Corrió hacia un roble y, ante la mirada pasmada de Kith-Kanan, trepó a gran velocidad por el amplio tronco, se encaramó a una rama, se columpió, y desapareció en el denso follaje. Boquiabierto, Kith-Kanan dio unos cuantos pasos hacia el centro del claro, pero no había el menor rastro de la Elfa Salvaje.
—¡Alaya! ¡Vuelve! ¡Soy un amigo! ¡El Señor del Bosque…!
—Le preguntaré si es así. —Su voz, clara y penetrante, llegó de alguna parte, por encima de su cabeza—. Si lo que dices es verdad, regresaré. Si has pronunciado el nombre del Señor del Bosque en vano, haré que los Furtivos Nocturnos caigan sobre ti.
—¿Qué? —Kith-Kanan giró sobre sí mismo, mirando a lo alto en un intento de localizarla—. ¿Quiénes son los Furtivos Nocturnos?
Pero no tuvo más respuesta que el susurro del viento entre las hojas.
La noche cayó, y ni Mackeli ni Alaya habían regresado. Kith-Kanan empezaba a temer que al muchacho le hubiese pasado algo malo. El Señor del Bosque dijo que había intrusos en el bosque. Mackeli era listo, pero inexperto en cuanto a emboscadas y asesinatos. Si el chico había caído en sus manos… Y Alaya. ¡Qué criatura más extraña! Si no hubiese luchado con ella, si no hubiese tocado con sus propias manos la solidez de su cuerpo, habría pensado que era una aparición, un espíritu del bosque. Pero la contusión que tenía en la mandíbula era indiscutiblemente real.
Harto de estar recluido en el cerrado espacio del tronco hueco, Kith-Kanan limpió de hojas un espacio en el suelo para encender una lumbre fuera. Escarbó hasta dejar despejada la fértil tierra y colocó varias piedras, improvisando un hogar. Poco después, ardía un buen fuego. El humo flotaba en la oscuridad y las chispas volaban en el aire, parpadeando como estrellas antes de apagarse.
Aunque era verano, Kith-Kanan sintió un escalofrío. Extendió las manos hacia el fuego para calentarlas. Los grillos chirriaban en la oscuridad, más allá de la luz arrojada por las llamas. Las cigarras se agitaban en los árboles, y los murciélagos se zambullían en picado por el claro para apresarlas. De repente, el príncipe tuvo la sensación de encontrarse en el centro de una efervescente actividad. Sus ojos fueron veloces de un lado a otro, siguiendo los susurros y los crujidos de hojas secas. Pasaron cosas volando sobre su cabeza, en tanto que otras se deslizaban a su espalda. Agarró un trozo de leña por el extremo que no estaba prendido aún y lo sacó de la lumbre. Tuvo la impresión de que cosas oscuras retrocedían en las sombras cuando acercaba la ardiente tea.
Se situó de manera que el fuego le cubría las espaldas; su respiración se hizo agitada. Blandiendo la improvisada antorcha como si fuera un arma, el elfo mantuvo a raya a la oscuridad. De manera gradual, la bullente actividad fue disminuyendo, y, cuando Solinari se alzó sobre las copas de los árboles, reinaba la quietud.
Tras echar de nuevo la tea al agonizante fuego, Kith-Kanan volvió a sentarse frente a los rescoldos. Como miles de viajeros solitarios habían hecho antes que él, el príncipe empezó a silbar una melodía para alejar la sensación de soledad. Era una canción aprendida en la infancia… Hijos de las Estrellas.
La melodía murió bruscamente en sus labios secos. Había visto algo que lo había dejado completamente paralizado. Entre las negras columnas de dos troncos, relucían dos ojos rojizos, penetrantes.
Intentó discurrir qué podía ser, y las alternativas no resultaron halagüeñas: un lobo, un oso, un leopardo. Los dos ojos parpadearon y desaparecieron. Kith-Kanan se levantó de un brinco y cogió una piedra del borde de la hoguera. La arrojó al sitio donde había visto los ojos por última vez. El proyectil cayó en la maleza. No se oía ningún ruido; incluso el chirrido de los grillos había cesado.
Entonces Kith-Kanan notó que lo estaban observando y giró hacia la derecha. Los ojos rojos habían regresado y avanzaban despacio, a unos treinta centímetros del suelo, hacia donde se encontraba él.
«La oscuridad es mi enemigo —comprendió de repente—. Mientras lo vea, podré combatirlo, sea lo que sea.» Recogió unos puñados de hojas secas y las arrojó a las brasas. Las llamas se alzaron en la moribunda hoguera. De inmediato, el príncipe atisbó un cuerpo esbelto agazapado entre la maleza. Los ojos rojos dejaron de avanzar y, de pronto, se levantaron sobre el suelo. Era Alaya.
—He hablado con el Señor del Bosque —anunció, con cierto resentimiento en el tono. Los ojos de la muchacha brillaban rojos con el fulgor de las llamas—. Dijiste la verdad.
Alaya caminó unos cuantos pasos hacia un lado, sin perder de vista a Kith-Kanan ni un solo instante. A despecho de las buenas noticias, el príncipe tenía la sensación de que la joven iba a saltar sobre él en cualquier momento. Alaya se sentó en cuclillas en el suelo y miró fijamente la hoguera. Las hojas se consumieron y sus cenizas se posaron sobre el rescoldo mortecino.
—Ha sido muy juicioso por tu parte encender un fuego —dijo la elfa—. Llamé a los Furtivos Nocturnos para que te vigilasen mientras hablaba con el Señor del Bosque.
El príncipe enderezó los hombros en una estudiada actitud de indiferencia.
—¿Quiénes son los Furtivos Nocturnos?
—Te lo mostraré. —Alaya cogió un trozo de leña seca y lo acercó a las brasas. La madera soltó un humo espeso durante un instante y después se prendió. Alaya se acercó con la llameante tea al borde de los árboles que rodeaban el claro. Kith-Kanan perdió la calma que tanto le había costado mantener cuando la joven le mostró lo que aguardaba más allá de la luz.
Cada tronco, cada rama, cada centímetro cuadrado de suelo estaban cubiertos de cosas negras y reptantes. Grillos, ciempiés, pulgones, arañas de todo tipo y tamaño, tijeretas, cochinillas, escarabajos del tamaño de su puño, cucarachas, orugas, polillas, moscas enormes, saltamontes, cigarras de cuerpos blandos y pulposos y alas diáfanas como gasas… se extendían hasta donde alcanzaba la vista, cubriéndolo todo. La horda permanecía inmóvil, expectante.
Alaya regresó a la hoguera. Kith-Kanan estaba pálido de asco.
—¿Qué clase de bruja eres? —jadeó—. ¿Tienes poder sobre todos esos bichos?
—No soy bruja. Este bosque es mi hogar, y lo guardo estrechamente. Los Furtivos Nocturnos comparten el entorno conmigo. Les advertí cuando te dejé, y se reunieron para tenerte vigilado.
—Ahora que sabes quién soy, ¿te importaría decirles que se marchen? —sugirió.
—Ya lo han hecho. ¿Es que no los has oído partir? —se mofó ella.
—No, no los he oído. —El príncipe recorrió con la mirada el oscuro bosque mientras se enjugaba el sudor del rostro con la manga. Puso de nuevo su atención en la fascinante elfa y borró el recuerdo de los Furtivos. Con los dibujos pintados, la porquería y la piel de gamo teñida, Kith-Kanan no sabía muy bien qué edad calcularle a Alaya; ni siquiera estaba seguro de cuál era su verdadero aspecto.
La elfa estaba en cuclillas, balanceándose sobre las puntas de los pies. Kith-Kanan echó unas cuantas ramas a la hoguera y la escena se iluminó poco a poco.
—El Señor del Bosque dice que estás aquí para expulsar a los intrusos —comentó Alaya—. Los he oído, los he olido, he visto la destrucción que han ocasionado. Aunque jamás pondría en duda las palabras del gran unicornio, no veo que alguien como tú pueda expulsar a los intrusos o a nadie. No eres un experto en bosques; hueles a un sitio donde la gente es mucha y los árboles pocos.
Kith-Kanan estaba harto de la descortesía que la kalanesti mostraba tan a la ligera. Tal actitud la disculpaba en Mackeli, que sólo era un chiquillo; pero, viniendo de una mujer salvaje, era demasiado.
—Soy un príncipe de la Casa Real —declaró con orgullo—. Se me ha instruido en las artes de un guerrero. Ignoro quiénes o cuántos son esos intrusos, pero haré cuanto esté en mi mano para encontrar el modo de librarnos de ellos. No tengo que caerte bien, Alaya, pero será mejor que no me insultes cada dos por tres. —Se echó hacia atrás y se recostó en los codos—. Después de todo, ¿quién acabó tumbada en el suelo cuando nos enfrentamos?
—Dejé que me quitaras el puñal —dijo ella a la defensiva mientras removía las brasas con un palo.
—¿Que hiciste qué? —Kith-Kanan se sentó.
—Parecías un forastero tan torpe, que no creí que fueras peligroso. Te dejé ganar para ver qué hacías. No habrías podido cortarme el cuello con ese puñal de pedernal. Es tan romo como un diente de vaca.
Aunque estaba enfadado, Kith-Kanan no pudo menos de sonreír.
—Querías saber si era clemente, ¿no es así?
—Ese era mi propósito —admitió Alaya.
—Así que supongo que en realidad soy un forastero torpe y estúpido.
—Tienes fuerza —admitió ella—, pero luchas como una piedra que cae a plomo.
—Y tampoco respiro del modo adecuado. —Kith-Kanan empezaba a preguntarse cómo había podido llegar vivo a la edad de noventa y dos años siendo tan inepto.
Al mencionar la respiración, el príncipe recordó a Mackeli, y le dijo a Alaya que el muchacho no había regresado aún.
—Keli ha estado ausente más tiempo otras veces —respondió la elfa mientras hacía un ademán despreocupado.
Aunque todavía preocupado, Kith-Kanan comprendió que Alaya conocía las costumbres de Mackeli mucho mejor que él. El estómago del príncipe eligió ese momento para gruñir, y él se lo frotó mientras enrojecía de vergüenza.
—Tengo mucha hambre, ¿sabes? —comentó.
Sin pronunciar una palabra, Alaya entró en el roble hueco. Regresó poco después con un trozo de costillar de venado ahumado, envuelto en pedazos de corteza. Kith-Kanan sacudió la cabeza; se preguntaba dónde habría estado escondida esta carne que no la había visto en todas estas semanas.
Alaya se agachó junto al fuego, en cuclillas, como tenía por costumbre, y sacó un cuchillo de sílex muy fino de la bolsita que llevaba en el cinturón. Con golpes diestros, empezó a separar las costillas y a comerlas.
—¿Me das un poco? —preguntó, desesperado, el príncipe.
Ella le lanzó un trozo por encima de la hoguera. Kith-Kanan sabía que los modales delicados no existían para los kalanestis; además, al ver la carne, se le hizo la boca agua. Cogió una de las costillas y dio un mordisco. La carne era dura y tenía un sabor picante, pero estaba muy buena. Él comía con apetito, a pequeños mordiscos, pero Alaya devoraba. Kith-Kanan no había visto a nadie dejar los huesos limpios tan deprisa.
—Gracias —dijo de todo corazón.
—No deberías agradecérmelo. Ahora que has comido carne tendrás que hacer lo que yo diga —respondió ella con firmeza.
—¿De qué estás hablando? —inquirió, ceñudo—. Un príncipe de los silvanestis no sirve a nadie, salvo al Orador y a los dioses.
Alaya echó los huesos roídos al fuego.
—Ya no estás en el Sitio de las Torres. Este es un bosque agreste, y aquí la primera ley es que comes lo que consigues con tus propios medios. Eso es lo que te hace libre. Si comes lo que otros te dan, no eres una persona libre; eres un niño llorón al que hay que alimentar.
Kith-Kanan, se puso en pie.
—He jurado ayudar al Señor del Bosque, pero ¡por la sangre de E’li, jamás seré el siervo de nadie! ¡Sobre todo de una salvaje pintarrajeada y sucia!
—Ser un príncipe no cuenta. La ley se respetará. Aliméntate tú mismo, u obedéceme. Tienes esas dos alternativas —replicó la elfa fríamente.
Dicho esto, se encaminó hacia el árbol hueco. Kith-Kanan la agarró por el brazo y la hizo girarse con brusquedad.
—¿Qué has hecho con mi espada y mi daga? —demandó.
—El metal apesta. —Alaya soltó su brazo de un tirón—. No me está permitido tocarlo. Envolví tu metal en un trozo de piel y lo saqué de mi casa. No vuelvas a traerlo dentro.
El joven abrió la boca para gritarle, para dar rienda suelta a su rabia por el trato de que era objeto; pero, antes de que pudiera decir una palabra, Alaya entró en el árbol.
—Ahora voy a dormir —llegó su voz—. Apaga el fuego.
Una vez que la hoguera estuvo apagada, el príncipe se dirigió al roble hueco y se detuvo en el umbral.
—¿Dónde duermo yo? —preguntó con sarcasmo.
—Donde te parezca bien —fue la lacónica respuesta de Alaya. La elfa estaba hecha un ovillo junto a la pared, de modo que Kith-Kanan se tumbó tan lejos de ella como le era posible, aunque al resguardo del árbol. Un torbellino de ideas pasó por su cabeza: cómo encontrar a Arcuballis y largarse del bosque; cómo escapar de Alaya; dónde estaba Mackeli; quiénes eran los intrusos…
—No pienses tan alto —dijo, irritada, Alaya—. Duérmete.
Con un suspiro, Kith-Kanan cerró los ojos finalmente.