5
Cinco semanas después

Lady Nirakina, esposa del Orador —anunció la doncella. Hermathya alzó la vista del espejo y asintió. La criada abrió la puerta.

—Queda poco tiempo, hija —advirtió Nirakina mientras entraba.

—Lo sé. —Hermathya estaba inmóvil en medio de un torbellino de actividad. Sirvientas, modistas y perfumeras iban de un lado para otro zigzagueando para no chocar entre sí, todas ellas intentando dar un toque final antes de que empezara la ceremonia nupcial.

—Estás preciosa —dijo Nirakina, y no se limitaba a ser cortés con su futura hija política. Las mejores creadoras de moda de Silvanost habían trabajado durante semanas para hacer el vestido de boda de Hermathya y para combinar ungüentos y perfumes exclusivamente para ella.

El vestido constaba de dos partes. La primera era una sobreveste del más fino lino, demasiado transparente para llevarla sola y conservar el decoro. Bajo esta prenda, Hermathya iba envuelta en un único lienzo de tejido de oro, de muchos metros de longitud. Seis mujeres del gremio de costureras habían empezado a enrollar la peculiar vestimenta que llevaba Hermathya, comenzando por el cuello; la dorada tela se ajustaba a sus pechos y cintura, e iba más suelta en torno a las caderas y las piernas. El proceso había sido muy lento, y la joven se había visto obligada a permanecer con los brazos levantados durante dos horas, mientras las elfas trabajaban.

Sus pies estaban calzados con sandalias hechas de una única hoja de oro batido, tan fino y flexible como el más delicado cuero. Unas cintas doradas se cruzaban en zigzag alrededor de sus piernas, desde los tobillos hasta las rodillas, sujetando así las sandalias.

También el cabello y el rostro de la joven habían recibido cuidados. Las trenzas de doncella que le enmarcaban la cara habían desaparecido, y el cabello cobrizo caía en suaves ondas sobre sus hombros, suelto. Conforme a la costumbre elfa, era el marido quien daba a la recién desposada el primer pasador de pelo con el que, a partir de ese momento, se sujetaría siempre el cabello.

La piel de la novia se había suavizado con ungüentos aromáticos y disimulado cualquier mancha o irregularidad con esteatita. Sus uñas habían sido pulidas y pintadas con una tintura dorada, y también los labios estaban pintados en un tono dorado. Como correspondía a alguien de su noble rango y familia acaudalada, Hermathya lucía dieciséis brazaletes, diez en el brazo derecho y seis en el izquierdo. Todos eran regalos de su padre, sus hermanos y sus amigas.

—Ya es suficiente. Salid —dijo Nirakina al agitado personal de servicio. La multitud, con muchas reverencias, abandonó la Sala de Balif—. Vosotras también —ordenó la esposa del Orador de las Estrellas. La servidumbre regular de palacio se retiró, y cerraron las puertas a sus espaldas.

—Cuánto trabajo para una ceremonia tan breve —comentó Hermathya. Se giró muy despacio, como si no quisiera alterar el menor detalle de su peinado o su atuendo—. ¿Es todo esto tan grandioso como lo fueron tus nupcias, señora?

—Más aún. Sithel y yo nos casamos durante la Segunda Guerra de los Dragones, cuando no se disponía de tiempo ni oro para emplearlos en faustos. Entonces no sabíamos si estaríamos vivos al año siguiente, y mucho menos si tendríamos un heredero al que veríamos contraer matrimonio.

—He oído contar historias sobre aquellos tiempos. Debió de ser terrible.

—Los tiempos hacen a las personas que los viven —repuso Nirakina imperturbable. Su vestido, considerando que era la esposa del Orador y la madre del novio, era muy sencillo: de seda blanca, con el escudo de la Casa Real bordado en plata y oro. Pero, con su cabello castaño dorado como la miel y sus ojos claros, poseía una serena belleza en sí misma.

Sonó una llamada a la puerta, fuerte y masculina.

—Adelante —dijo Nirakina con tono tranquilo.

Un guerrero espléndidamente ataviado entró en la estancia. Su armadura había sido pulida hasta resplandecer de tal modo que casi hacía daño a los ojos mirarla. Unas plumas escarlatas adornaban el yelmo. La vaina de la espada estaba vacía, ya que era una ceremonia pacífica y no estaban permitidas las armas, pero su fiero porte marcial no quedaba por ello mermado.

—Señoras, soy Kencathedrus, elegido por lord Sithas para escoltaros a la Torre de las Estrellas —anunció.

—Te conozco, Kencathedrus —contestó Nirakina—. Instruiste al príncipe Kith-Kanan en las artes marciales, ¿no es así?

Hermathya se alegró de estar mirando a otro lado. La mención de Kith-Kanan tiñó de un suave rubor sus empolvadas mejillas. No es que todavía lo amase, decidió. No, eso lo había superado. Si es que alguna vez lo había amado, realmente. Pero sabía que Kencathedrus, un simple soldado, estaba cumpliendo la tarea que debería haber llevado a cabo Kith-Kanan. Escoltar a la novia era una función que se debía cumplir entre hermanos.

Hermathya recobró la compostura. Había llegado el momento. Se volvió.

—Estoy dispuesta.

En el corredor, fuera de la Sala de Balif, una guardia de honor de veinte guerreros aguardaba en formación, y un poco más adelante, en el pasillo, veinte muchachas elegidas entre las familias de los jefes de gremios estaban preparadas para preceder a la guardia de honor. Más allá, llenando el otro extremo del corredor, había veinte muchachos elfos que iban vestidos con blancas túnicas largas y llevaban sistros. El tamaño de la escolta sorprendió a Hermathya un instante; la joven miró el mar de rostros expectantes. Era muy impresionante. Toda esta gente, y miles más en el exterior, la esperaban. Recurrió a la fortaleza interior que la había ayudado a superar momentos difíciles con anterioridad, adoptó su expresión más serena, y tendió la mano. Kencathedrus puso la mano de la joven sobre su antebrazo, y la comitiva empezó a desfilar hacia la Torre de las Estrellas.

Nirakina caminaba tres pasos detrás de la novia y su acompañante, y a continuación marchaba la guardia de honor, en medio del golpeteo de armaduras y sandalias metálicas. Los muchachos elfos encabezaban el desfile con paso lento, golpeando los sistros contra las manos. Las muchachas elfas los seguían, dirigidas por este ritmo constante, y esparcían pétalos de flores al paso de la novia.

Fuera, el sol estaba alto y radiante, y en todas las torres de Silvanost ondeaba un estandarte. Cuando Hermathya apareció en la escalinata del Palacio de Quinari, la multitud reunida prorrumpió en vítores.

—¿Qué tengo que hacer? —musitó la joven—. ¿Saludo con la mano?

—No, eso sería vulgar. Debes estar por encima de esas cosas —repuso suavemente Nirakina.

Un batallón de flautistas, ataviados con ropajes de color verde brillante, formaron delante de los muchachos de los sistros y tocaron una alegre fanfarria. La música se convirtió en una marcha mientras el desfile bordeaba los Jardines de Astarin, siguiendo el paseo circular. Conforme al protocolo, la novia era conducida en primer lugar al templo de Quenesti Pah, donde se sometía a un rito de purificación. Entretanto, el novio pasaba por ritos similares en el templo de E’li. Después, los dos se reunían ante el Orador, en la Torre de las Estrellas; allí intercambiaban anillos de oro tallados a semejanza de ramas entrelazadas, y su enlace se llevaba a cabo finalmente.

El sol brillaba en el cielo primaveral, limpio de nubes, y los edificios de mármol relucían en medio del verde aterciopelado de la vegetación. La muchedumbre vitoreaba entusiasmada ante el espectáculo. «Quizá, con el tiempo, lanzarán vítores por mí», pensó Hermathya.

—Cuidado, señora —advirtió Kencathedrus.

Los pétalos de flor, aplastados al ser pisoteados por tantos pies, se habían hecho una pulpa, y la calzada estaba un tanto resbaladiza. Hermathya se había manchado las doradas sandalias, y levantó el repulgo de su diáfana sobreveste blanca para que no rozara los desechos.

La torre del templo de E’li, cónica y achaparrada, apareció a su derecha, un poco más adelante. Hermathya vio la guardia de honor de Sithas —al menos un centenar de guerreros— formada en la escalinata. Del mismo modo que sus acompañantes lucían ropas doradas y blancas, los de Sithas vestían atavíos dorados y verdes. Intentó mantener la vista fija al frente mientras pasaba ante el templo, pero sus ojos se sintieron atraídos irresistiblemente hacia las puertas abiertas. Estaba oscuro dentro de la casa de culto, y, aunque distinguía antorchas encendidas en la pared, no alcanzaba a ver a Sithas ni a ningún otro en el interior.

Cuando el séquito de la novia giró en la curva, la multitud se apiñó aún más en las primeras filas, y los vítores se intensificaron. La sombra proyectada por la Torre de las Estrellas caía a través de la calle. Se decía que traía buena suerte estar a la sombra de la estructura, de manera que eran cientos de personas las que atestaban el estrecho espacio.

Siguiendo un repentino impulso, Hermathya abandonó su comportamiento distante, solemne, y sonrió. Las aclamaciones se incrementaron. Levantó la mano y saludó a la gente de Silvanost; se alzó un clamor como nunca se había oído antes en la ciudad, un clamor que la excitó.

En el templo de E’li, Sithas oyó el estruendoso vocerío; estaba arrodillado ante el clérigo mayor, a punto de ser ungido con los sagrados óleos. Levantó la cabeza ligeramente y la giró un poco hacia el sonido.

—¿Queréis que vaya a ver qué ocurre, señor? —preguntó en un susurro el guerrero que estaba arrodillado a su lado.

—No —repuso Sithas con tono impávido—. Creo que el pueblo acaba de conocer a mi novia.

El templo de Quenesti Pah, diosa de la salud y la fertilidad, era una bóveda luminosa y despejada, con el techo de carey transparente. No tenía una gran torre central, como la mayoría de los otros templos. En cambio, cuatro esbeltas espiras se alzaban en las esquinas del techo, sólidas columnas de roca que se encumbraban hacia el cielo. Aunque no era tan imponente como la Casa de E’li, ni tan severa como el templo de Matheri, Hermathya consideraba el templo de Quenesti Pah como el edificio más bello de Silvanost.

Los flautistas, los muchachos de los sistros y las jovencitas de las flores se apartaron y flanquearon la entrada al templo. La guardia de honor se detuvo al pie de la escalinata.

Nirakina se adelantó hasta situarse al lado de Hermathya.

—Si has acabado ya tu actuación para la multitud, entraremos. —En su tono se advertía cierta acritud, y Hermathya contuvo una sonrisa. Sin responder, saludó otra vez a la muchedumbre antes de entrar en el templo.

Nirakina la observó mientras remontaba los peldaños. Estaba intentando realmente llevarse bien con la joven, pero cada segundo que pasaba iba incrementando su irritación. Por el bien de Sithas quería que el matrimonio fuera un acierto, pero tenía la abrumadora sensación de que Hermathya era una chiquilla consentida.

Dentro, el ritual fue breve, consistiendo en poco más de unas oraciones y lavar las manos de Hermathya con un agua perfumada. Nirakina permaneció cerca de ella, disimulando a duras penas su aversión por la joven. Hermathya se había dado cuenta del enojo de Nirakina, y descubrió que disfrutaba con ello. Contribuía a aumentar su estado de excitación.

Finalizado el ritual, la novia se puso de pie y le dio las gracias a Miritelisina, la sacerdotisa mayor. Luego, sin esperar a Nirakina, salió rápidamente del templo. La multitud aguardaba expectante su reaparición, y Hermathya no la decepcionó. Un clamor aprobador se alzó en las últimas filas, donde estaban los elfos más pobres. Les dedicó una sonrisa y después descendió los escalones con movimientos gráciles y rápidos hacia donde aguardaba Kencathedrus. Nirakina fue presurosa tras ella, ofreciendo una imagen ajetreada poco digna.

El séquito se formó de nuevo, y los flautistas interpretaron Hijos de las Estrellas, el antiguo himno que todos los elfos aprendían en su niñez. Incluso Hermathya se sorprendió cuando la gente empezó a entonarlo, acompañando a los flautistas.

Redujo la velocidad de sus pasos de manera gradual y por fin se detuvo. El desfile siguió avanzando en fila hasta que los flautistas, que iban a la cabeza, repararon en que los que venían a continuación se habían parado. La música sonó con más fuerza, remontándose en el aire, hasta que Hermathya tuvo la sensación de que se elevaba con ella.

Sin parar mientes, la novia se unió al canto. A su lado, Kencathedrus la miró asombrado. El soldado echó un fugaz vistazo por encima del hombro a lady Nirakina, que permanecía silenciosa y erguida, con los brazos rígidos, pegados a los costados. Las voluminosas mangas ocultaban sus puños crispados.

Hubo algunos que dejaron de cantar para así poder escuchar a la novia, pero, cuando empezó la última estrofa, todos se unieron al canto; de nuevo, el sonido amenazó con sacudir a la ciudad en sus cimientos. Cuando el verso final de Hijos de las Estrellas se apagó en miles de gargantas, el silencio se adueñó de Silvanost; un silencio que parecía aún más intenso en contraste con el tumulto anterior. Todos los reunidos en la calle, todos los elfos encaramados a los tejados y asomados a las ventanas de las torres, tenían los ojos puestos en Hermathya.

Con gesto despreocupado, la joven apartó su mano del brazo de Kencathedrus y caminó entre las filas del séquito en dirección a la Torre de las Estrellas. Las muchachas de las flores y los jovencitos de los sistros se apartaron en silencio. Hermathya avanzó con tranquilo donaire entre las filas de flautistas, que le abrieron paso, las flautas calladas en sus manos. La joven remontó la escalinata de la Torre de las Estrellas y se presentó sola en el umbral.

Sithas se encontraba en el centro de la sala, esperando. Había llegado del templo de E’li acompañado por su séquito, sin tanta ostentación. Más al fondo, Sithel estaba sentado en su trono. El manto dorado, que cubría los hombros del Orador, se extendía frente a él por el suelo de la plataforma y bajaba por los siete escalones del estrado, hasta donde se encontraba Sithas. Delante de la plataforma del trono había una mesita de plata y, encima, una bandeja de oro ornamentada con intrincadas tallas. En ella estaban los anillos de oro que la pareja intercambiaría.

Hermathya se adelantó hacia allí. El silencio persistía, como si toda la nación élfica estuviese conteniendo el aliento. En el ambiente flotaba una sensación en parte de sobrecogimiento y en parte divertida. La novia del heredero del Orador había roto varias tradiciones en su camino a la torre. La familia real había mantenido siempre una actitud circunspecta, un aire de imperturbable dignidad. Hermathya había hecho una ostentosa exhibición ante la multitud, y, sin embargo, el pueblo de Silvanost parecía adorarla por ello.

Sithas lucía una armadura ceremonial sobre su vestimenta dorada. El peto y las hombreras, primorosamente trabajados, estaban esmaltados en un verde brillante. Aunque la coraza llevaba el escudo de Silvanos, Sithas había prendido a su manga un capullo de rosa rojo, un símbolo pequeño pero poderoso de su devoción por la deidad a la que rendía culto.

—Bien, querida —dijo con tono irónico cuando Hermathya llegó a su lado—, ¿ha terminado ya la fiesta?

—No. Acaba de empezar —repuso ella sonriente.

Cogidos de la mano, se presentaron ante Sithel.

Los festejos que se iniciaron al final de la tarde continuaron durante cuatro días. Tras la segunda jornada de celebración, y sintiéndose agotados, los recién casados se retiraron al quinto piso de la torre del Palacio de Quinari, que había sido redecorado para que la pareja lo ocupara como sus aposentos. Al caer la noche, Hermathya y Sithas salieron al balcón desde el que se divisaba el centro de la ciudad, y contemplaron el ruidoso jolgorio de las gentes.

—¿Crees que alguno recuerda el motivo de la celebración? —preguntó Hermathya.

—Esta noche, no. Mañana sí lo recordarán —repuso Sithas con tono contundente.

Le resultaba difícil estar a solas con ella. Todavía era una extraña para él, y siempre, en el fondo de su pensamiento, estaba la duda de que lo comparara con Kith-Kanan. Aunque eran muy semejantes físicamente, el heredero de Sithel sabía que su hermano y él tenían un temperamento totalmente opuesto.

Sithas se aferró con fuerza a la balaustrada del balcón. Por primera vez en su vida, no sabía qué hacer o qué decir.

—¿Eres feliz? —lo interrogó Hermathya tras un prolongado silencio.

—Estoy contento —respondió cauteloso.

—¿Llegarás a sentirte feliz alguna vez? —inquirió con actitud entre tímida y coqueta.

Sithas se volvió hacia su esposa.

—Lo intentaré con empeño —dijo.

—¿Echas de menos a Kith-Kanan?

Los serenos ojos dorados se ensombrecieron durante un breve instante.

—SÍ, lo echo de menos. ¿Y tú, mi señora?

Hermathya acarició la Joya Estrella que llevaba prendida en el cuello del vestido. Lentamente, se recostó en el príncipe y le rodeó la cintura con su brazo.

—No, yo no lo echo de menos —contestó, quizá con más firmeza de la necesaria.