4
Tres días después

Después de tres amaneceres, Kith-Kanan estaba desesperado. Había perdido su grifo y sus ropas de repuesto. Cuando hizo un nuevo intento con el yesquero, consiguió encender una pequeña lumbre que lo confortó en cierta medida, pero no encontró nada de comer. La tercera mañana de su estancia en el bosque, también se le terminó el agua.

No tenía sentido quedarse en el claro, de modo que se echó la lanza al hombro y partió en busca de alimento y agua. Si los mapas que recordaba eran correctos, el río Kharolis se encontraba hacia el oeste. Quizás estuviera a muchos kilómetros de distancia, pero al menos le daba un propósito, una meta.

Los únicos animales que vio en el camino fueron más cuervos. Las negras aves permanecían a su lado, revoloteando de árbol en árbol al tiempo que emitían graznidos cortos y penetrantes. Los cuervos se convirtieron en la única compañía de Kith-Kanan, así que el joven empezó a hablar con ellos. Hacerlo lo ayudaba a mantener el ánimo.

—Supongo que no sabréis dónde está mi grifo, ¿verdad? —preguntó. Como era de esperar, las aves no respondieron, aunque continuaron manteniendo su paso, volando de árbol en árbol.

El día avanzó con monótona lentitud, haciéndose más caluroso. A pesar de estar bajo la umbría constante del denso bosque, Kith-Kanan transpiraba, ya que no se movía ni el más leve soplo de brisa. El terreno se hizo también más escabroso, con colinas y barrancos que corrían de norte a sur a lo largo de la ruta que se había marcado. Esto lo animó al principio, porque, a menudo, en el fondo de los barrancos podían encontrarse riachuelos y manantiales. Sin embargo, a medida que subía una colina y bajaba otra, lo único que halló fue musgo y rocas y árboles caídos.

Tras deslizarse por una cuesta hasta el enésimo barranco, Kith-Kanan hizo un alto para descansar. Se sentó en un árbol caído y soltó la lanza a sus pies. Se lamió los resecos labios otra vez y reprimió la creciente sensación de que había cometido un grave error al huir de casa. ¿Cómo habría podido ser tan necio de abandonar una vida de privilegio por esto? Tan pronto como se planteó la pregunta, la imagen de Hermathya desposándose con su hermano surgió en su mente, terriblemente clara. El dolor y la sensación de pérdida resurgieron impetuosos en su interior. Para borrar la imagen, se incorporó bruscamente, se cargó la lanza al hombro y reanudó la marcha. Dio dos pasos por el fondo del barranco, y sus pies se hundieron un par de centímetros en barro, que estaba cubierto por una capa de hojas muertas.

«Donde hay barro, hay agua», comprendió con alegría. Kith-Kanan caminó barranco adelante, hacia la derecha, buscando el agua que tenía que estar allí, en alguna parte. Vio que el barranco se ensanchaba más adelante. Quizás había una charca; una charca de agua dulce, clara. La barranca convergía con varias más, creando una hoya de abrupto declive entre las colinas. Kith-Kanan avanzó trabajosamente por el barro crecientemente húmedo; podía oler agua al frente. Después pudo verla: una pequeña charca en la que ninguna onda alteraba su quieta superficie. La vista lo atrajo como algo mágico. El cieno le llegaba a las rodillas, pero el joven se metió hasta el mismo centro de la charca. Juntó las manos, las llenó con agua y se las llevó a los labios.

Al punto la escupía. Su sabor era repugnante, como a hojas putrefactas. Kith-Kanan bajó la vista y contempló su imagen reflejada en el agua. Su semblante estaba contraído por la frustración y la rabia. Era inútil. Tendría que seguir adelante.

Quiso moverse, pero no consiguió sacar la pierna de la charca. Probó con la otra. También estaba atascada. Intentó con tanto empeño moverlas que estuvo a punto de perder el equilibrio. Luego, agitando los brazos, giró las caderas a uno y otro lado procurando soltarse. En lugar de ello, se hundió más en el lodo. Echó un rápido vistazo a su alrededor buscando una rama de árbol a la que agarrarse, o alguna enredadera colgante. Los árboles más cercanos estaban a tres metros.

A no mucho tardar, el cieno le llegaba a la cintura, y empezó a hundirse más deprisa.

—¡Socorro! —gritó con desesperación—. ¿Me oye alguien?

Una bandada de cuervos se posó en el declive, frente a Kith-Kanan. Las aves lo contemplaron con una calma espantosa mientras el joven se hundía más y más en la trampa mortal del lodo.

«No me picotearéis los ojos —juró para sus adentros—. ¡Cuando llegue el final, me sumergiré bajo el cieno antes de permitir que unos negros carroñeros como vosotros se ceben conmigo!»

—No son tan malos como parecen cuando los conoces —dijo una voz.

Kith-Kanan se sacudió como si lo hubiese herido un rayo.

—¿Quien anda ahí? —gritó mientras escudriñaba los árboles—. ¡Socorro!

—Puedo ayudarte, pero aún no sé si lo haré. —Era una voz aguda, infantil, que rebosaba engreimiento.

Al responder, el dueño de la voz había delatado su posición. Kith-Kanan lo localizó a su izquierda, en un árbol. Estaba sentado en una gruesa rama, con la espalda recostada contra el viejo tronco del roble. Era una persona joven, delgada, vestida con túnica y calzas moteadas en verde y marrón. Llevaba una capucha echada sobre la cabeza. El rostro tostado que aparecía bajo la capucha estaba pintado con trazos curvos y líneas, realizados con pigmentos rojo fuerte y amarillo.

—¡Ayúdame! —gritó Kith-Kanan—. ¡Te recompensaré largamente!

—¿De veras? ¿Con qué?

—Oro. Plata. Joyas. —«Cualquier cosa», juró para sus adentros. Cualquier cosa en todo Krynn.

—¿Qué es oro?

El lodo le llegaba a Kith-Kanan hasta la mitad del torso. La presión ejercida sobre su cuerpo hacía que respirara con dificultad.

—¿Te burlas de mí? —jadeó—. ¡Por favor, no me queda mucho tiempo!

—No, no te queda mucho —se mostró de acuerdo la figura encapuchada con tono desinteresado—. ¿Qué más me darías si te ayudo?

—¡Mi arco! ¿Te gustaría eso?

—Lo puedo sacar de la charca cuando hayas muerto.

¡Maldito individuo!

—¡No tengo nada más! —El frío lodo le llegaba casi a los hombros—. ¡Por los dioses, ayúdame, por favor!

La figura encapuchada rodó sobre sí misma con agilidad y se incorporó.

—Si es por los dioses, te ayudaré. Ellos hacen cosas por mí a menudo, así que es justo que yo haga algo por ellos de vez en cuando.

El extraño avanzó paso a paso sobre la rama hasta encontrarse casi encima de Kith-Kanan. Los hombros del príncipe estaban ya hundidos bajo el cieno, aunque tenía los brazos levantados sobre la cabeza para mantenerlos libres hasta el último momento. El individuo del árbol desenrolló un cinturón que daba varias vueltas a su esbelta cintura y que, una vez desenvuelto, medía más de tres metros de largo. Se tumbó sobre la rama y descolgó la correa de cuero hasta Kith-Kanan. El príncipe la cogió con la mano izquierda.

—¿A qué esperas? ¡Tira y sácame de una vez! —ordenó Kith-Kanan.

—Si no puedes salir por ti mismo, yo no puedo hacerlo —replicó su rescatador. Dio varias vueltas al cinturón en torno a la rama del árbol y luego hizo un nudo. A continuación se tumbó en la rama, con la cabeza apoyada en una mano, esperando el desenlace.

Kith-Kanan hizo una mueca y empezó a trepar con esfuerzo por la correa. Jadeante y soltando maldiciones, el príncipe logró salir del mortífero lodo y se encaramó a la rama. Echó una pierna por encima y se quedó tumbado, sin resuello.

—Gracias —dijo por fin, con un tonillo sarcástico.

El jovencito había retrocedido varios palmos hacia el tronco del roble y se había sentado con las piernas dobladas frente a él.

—No hay de qué —contestó. Tras la bárbara pintura del rostro, relucían unos ojos verdes. Se retiró la capucha, dejando a la vista una mata enmarañada de cabello de un color marfileño, y descubriendo que era un muchachito. Los altos pómulos y las orejas puntiagudas ponían de manifiesto su ascendencia. Kith-Kanan se sentó lentamente, a horcajadas sobre la rama.

—¡Eres silvanesti! —exclamó perplejo.

—No, soy Mackeli.

Kith-Kanan sacudió la cabeza.

—Quiero decir que eres de raza silvanesti, como yo.

El chiquillo elfo se puso de pie.

—No sé de qué me hablas. Soy Mackeli.

La rama era demasiado estrecha para que Kith-Kanan se pusiera de pie sobre ella, así que avanzó poco a poco, sentado, hacia el tronco. El mortífero cenagal estaba de nuevo oculto bajo su engañosa cobertura de agua. El príncipe se estremeció al mirarlo.

—Ves que tenemos cierta semejanza, ¿no?

Mackeli, saltando ágilmente por la rama, miró por encima del hombro a Kith-Kanan.

—No. A mí no me lo parece —repuso.

Exasperado, y demasiado cansado para continuar, Kith-Kanan renunció a seguir con ese tema de conversación. Descendieron por el tronco; el príncipe siguió despacio al ágil chiquillo, pero, aun así, perdió el agarre en el último tramo y cayó. Aterrizó sobre las nalgas con un fuerte golpe y gimió.

—Eres torpe —observó Mackeli.

—Y tú, mal educado. ¿Sabes quién soy? —inquirió Kith-Kanan con altanería.

—Un forastero muy torpe. —El muchacho elfo se echó una mano a la espalda y cogió una calabaza hueca, forrada prietamente con piel de gamo. Vertió un poco de agua fresca en su boca abierta. Kith-Kanan lo contemplaba fijamente mientras su garganta se movía con imaginarios tragos.

—¿Puedo…, puedo beber un poco de agua? —suplicó.

Mackeli se encogió de hombros y le tendió el recipiente. Kith-Kanan tomó la calabaza en sus embarradas manos y bebió con ansiedad.

Vació el recipiente en tres tragos.

—Que los dioses te bendigan —dijo, devolviendo la calabaza vacía al chico.

Mackeli volvió la improvisada cantimplora, comprobó que estaba completamente vacía, y lanzó una mirada indignada al príncipe.

—Hace dos días que no bebía —explicó Kith-Kanan—. Y tampoco he comido. ¿Tienes algo de comida?

—Aquí, no. En casa hay algo.

—¿Quieres llevarme allí?

Mackeli se echó de nuevo la capucha, ocultando su llamativo cabello blanco. Con él tapado, quedaba totalmente camuflado, confundido con el bosque.

—No sé si eso estaría bien. Puede que a Lay no le guste.

—Te lo ruego, amigo. Estoy desesperado. He perdido mi montura, me he extraviado, y parezco incapaz de encontrar caza alguna en este maldito bosque. Si no me ayudas, me moriré de hambre en esta tierra salvaje.

El chico elfo rompió a reír, un sonido agradable en el quieto aire.

—Sí, me enteré de que había un forastero andando a tontas y a locas por estos contornos. Los corves me hablaron de ti.

—¿Los corves?

Mackeli señaló los cuervos que todavía observaban desde la cuesta cercana.

—Saben todo lo que pasa en el bosque. A veces, cuando ocurre algo extraño, nos lo cuentan a mí y a Lay.

Kith-Kanan recordó la inquietante atención que las negras aves le habían prestado.

—¿De verdad hablas con ellos?

—No sólo con ellos. —Mackeli levantó una mano y emitió un penetrante sonido, semejante a un graznido. Uno de los cuervos se acercó volando y se posó en su brazo, como un halcón que regresa junto a su dueño.

Kith-Kanan bajó la vista a la vaina rebozada de barro.

—Mi espada no es mágica —explicó—. Sólo es una hoja corriente. Toma, puedes cogerla. —Sacó el arma y la volvió, ofreciendo la empuñadura a Mackeli.

El chico elfo alargó la mano, indeciso. Los cuervos empezaron a graznar al tiempo, como si le hicieran una advertencia, pero Mackeli hizo caso omiso de ellos y su pequeña mano se cerró sobre la empuñadura en forma de rombo.

—Hay poder en ella —dijo mientras retiraba bruscamente la mano—. ¡Huele a muerte!

—Cógela —lo instó Kith-Kanan—. No te hará daño.

Mackeli aferró la empuñadura con las dos manos y la alzó.

—¡Cuánto pesa! ¿De qué está hecha? —gruñó.

—De hierro y bronce —contestó el príncipe. La expresión de Mackeli ponía en evidencia que ignoraba qué era hierro o bronce u oro o plata—. ¿Sabes qué son los metales, Mackeli?

—No. —El chico intentó blandir el arma, pero era demasiado pesada para él y no pudo controlarla. La punta se clavó en el suelo.

—Es lo que imaginaba. —Kith-Kanan le cogió la espada con suavidad y la envainó—. ¿Te has convencido ya de que no soy peligroso?

Mackeli se olió las manos y puso un gesto raro.

—Nunca dije que lo fueras —replicó con displicencia—. Salvo, quizá, para ti mismo.

Echó a andar a paso vivo, deslizándose entre los árboles inmensos. Mackeli no caminaba en línea recta más de unos pocos metros. Esquivaba los macizos troncos, saltaba sobre ramas caídas y se escabullía como una ardilla. Kith-Kanan lo seguía penosamente, agobiado por el hambre y entorpecido por el peso de varios kilos de pringoso barro. Varias veces, Mackeli tuvo que volver sobre sus pasos para encontrar al príncipe y guiarlo. Viendo el fácil progreso del chico por el bosque, Kith-Kanan se sintió como un viejo cansado. Él, que se tenía por un buen explorador de parajes boscosos. Este muchacho, que no podía tener más de sesenta años, hacia que los guardabosques de Silvanost parecieran atolondrados borrachines.

La caminata duró horas, sin seguir un camino directo. Kith-Kanan tenía la impresión de que Mackeli no quería que supiera hacia dónde se dirigían.

Había elfos que vivían en terrenos agrestes: los kalanestis. Tenían por costumbre pintarse la piel con extraños dibujos, igual que Mackeli. Pero su tez era oscura, y también el cabello; los rasgos de este chico eran silvanestis puros. Kith-Kanan se preguntó por qué un muchacho de su raza estaba en el corazón de un bosque. ¿Habría huido de su casa? ¿Pertenecería a una tribu perdida? Por último imaginó un refugio secreto en la espesura, habitado por proscritos expulsados de Silvanesti por las guerras de unificación de su abuelo, Silvanos. No todos habían seguido al gran cabecilla en la paz y la unidad.

De repente, Kith-Kanan cayó en la cuenta de que ya no oía las ligeras pisadas de Mackeli sobre la alfombra de hojas muertas. Se detuvo y miró al frente; divisó al muchacho a una veintena de metros de distancia, a su derecha. Mackeli estaba de rodillas, con la cabeza inclinada. Una gran quietud se había adueñado del ya silencioso bosque.

Mientras observaba al chico, desconcertado, una sensación de paz inundó a Kith-Kanan, un sosiego desconocido hasta ahora. Todos los problemas de los últimos días desaparecieron. Entonces Kith-Kanan se giró y vio lo que había causado esta tranquilidad, lo que había hecho que Mackeli se postrara de rodillas.

Enmarcado por helechos y troncos de árboles tapizados de enredaderas y campanillas estaba un magnífico animal en cuya frente sobresalía un único cuerno espiral: un unicornio…, el más insólito entre los insólitos, más escaso que los propios dioses. El unicornio, una hembra, era blanca como la nieve, desde los delicados cascos hasta las puntas de la ondeante crin. Irradiaba un suave fulgor que parecía la esencia de la paz. Encaramada a una ligera elevación del terreno, a quince metros de distancia, sus ojos se encontraron con los de Kith-Kanan y llegaron a su alma.

El príncipe elfo cayó de rodillas. Sabía que se le había concedido un raro privilegio: vislumbrar una criatura considerada por muchos sólo una leyenda.

—Levántate, noble guerrero. —Kith-Kanan alzó la cabeza—. Levántate, hijo de Sithel, —la voz era profunda y melódica. Mackeli, todavía inclinado, no dio señales de haber oído nada. Kith-Kanan se puso de pie lentamente.

—¿Me conocéis, señora?

—Supe de tu llegada. —Era tal el encanto de la majestuosa criatura, que el príncipe ansiaba aproximarse a ella, verla más de cerca, tocarla. Antes de que tuviera ocasión de llevar la idea a la práctica, ella dijo bruscamente—: ¡Quédate donde estás! No te está permitido acercarte demasiado. —De manera involuntaria, Kith-Kanan retrocedió un paso—. Hijo de Sithel, has sido elegido para una importante misión. He hecho que Mackeli y tú os encontrarais para que el muchacho sea tu guía en el bosque. Es un buen chico, muy diestro con bestias y aves. Te servirá bien.

—¿Qué deseáis que haga? —preguntó el príncipe con repentina humildad.

El unicornio ladeó la cabeza, y las iridiscentes ondas de su crin se derramaron sobre el cuello.

—Este bosque es el más antiguo del mundo. Fue aquí donde hoja y rama, animal y ave vivieron por primera vez. Los espíritus de la tierra son fuertes en este lugar, pero también son vulnerables. Durante cinco mil salidas de sol seres especiales han vivido en la espesura, protegiéndola de expoliadores. Ahora, un grupo de intrusos ha llegado a esta región, trayendo con ellos fuego y muerte. Los espíritus del viejo bosque claman pidiéndome ayuda, y en respuesta te he encontrado a ti. Eres el predestinado, el que maneja hierro. Debes expulsar a los intrusos, hijo de Sithel.

En ese momento, Kith-Kanan habría combatido contra ejércitos de dragones si el unicornio se lo hubiese pedido.

—¿Dónde encontraré a esos intrusos? —preguntó mientras su mano iba hacia la empuñadura de la espada.

—Hay alguien más que vive con el muchacho. —El unicornio retrocedió un paso—. Vosotros tres limpiaréis el bosque.

El unicornio dio otro paso atrás, y el propio bosque pareció cerrarse a su alrededor. El fulgor iridiscente brilló un instante y después desapareció, desvaneciéndose en las secretas profundidades de la espesura.

Tras unos segundos, Kith-Kanan se recobró y corrió hacia Mackeli. Cuando tocó el hombro del chico, éste se sacudió, como si saliera de un trance.

—¿Dónde está el Señor del Bosque? —susurró.

—Se ha marchado —repuso Kith-Kanan con pesar—. ¡Me habló!

Una expresión de temor reverencial se plasmó en el semblante anguloso de Mackeli.

—¡Se te ha concedido un gran privilegio, forastero! ¿Qué te dijo el Señor del Bosque?

—¿No lo oíste? —se extrañó el príncipe. Mackeli sacudió la cabeza en un gesto negativo. Al parecer, el mensaje del unicornio era sólo para él. Se preguntó hasta qué punto debería revelar al chico su contenido y por fin decidió guardar silencio—. Tienes que llevarme a tu campamento —dijo con firmeza—. Necesito aprender todo cuanto sabes sobre cómo vivir en el bosque.

—Eso lo haré de buen grado —aseguró Mackeli. Temblaba de excitación—. ¡No había visto al Señor del Bosque en toda mi vida! ¡Ha habido veces en que lo sentía pasar, pero jamás había estado tan cerca! —Tomó la mano de Kith-Kanan—. ¡Ven! Démonos prisa. ¡Estoy impaciente por contárselo a Lay!

Kith-Kanan miró al lugar donde el Señor del Bosque había estado. Habían brotado flores donde sus cascos habían tocado el suelo. Sin darle tiempo a reaccionar, Mackeli le dio un fuerte tirón y lo obligó a ponerse en marcha. A una velocidad vertiginosa, el muchacho condujo al príncipe hacia el interior del bosque. La maleza se hizo más espesa, los árboles más grandes y más abundantes, pero Mackeli no titubeó en ningún momento. A veces, él y Kith-Kanan tenían que meterse por huecos tan estrechos o tan bajos entre árboles que se veían obligados a gatear.

Justo antes del anochecer, cuando los grillos empezaban a cantar, Mackeli llegó a un claro y se detuvo.

—Estamos en casa —anunció el chico.

Kith-Kanan caminó hacia el centro del espacio abierto, de más de cuarenta pasos de diámetro, y dio una vuelta completa girando sobre sus talones.

—¿Qué casa? —preguntó.

Mackeli esbozó una sonrisa, resaltada extrañamente por las líneas rojas pintadas en sus mejillas. Alegre, se encaminó hacia la base de un roble increíblemente grande. Cerró los dedos sobre un trozo de corteza relativamente suave, y tiró. Se abrió una puerta en el tronco del árbol; una puerta hecha con una sección curva de corteza del roble. Al otro lado, había un espacio oscuro. Mackeli indicó a Kith-Kanan que entrara con una seña.

—Pasa. Ésta es mi casa —dijo el chico mientras se metía en el árbol hueco.

La abertura era baja, y Kith-Kanan tuvo que agacharse para pasar por ella. Dentro había un olor a madera y a especias, agradable pero extraño para alguien que había nacido y crecido en una ciudad. Estaba tan oscuro que el príncipe apenas distinguía el contorno de las paredes de madera. A Mackeli ni siquiera lo veía.

Entonces la mano del chico tocó la suya, y Kith-Kanan dio un respingo, como un niño asustado.

—Enciende una vela o una lámpara, ¿quieres? —pidió avergonzado.

—¿Que haga qué?

—Que enciendas… Olvídalo. ¿Puedes hacer un fuego, Mackeli? No veo nada aquí dentro.

—Sólo Lay puede hacer fuego.

—¿Está Lay aquí?

—No. Fue a cazar, creo.

Kith-Kanan avanzó tanteando la pared.

—¿Dónde enciende Lay el fuego? —preguntó.

—Aquí. —Mackeli lo condujo hacia el centro de la habitación. El príncipe tropezó con un hogar bajo, hecho con piedras unidas entre sí con barro. Se puso en cuclillas y tanteó las cenizas: frías como un pedazo de roca. No se había encendido desde hacía bastante tiempo.

—Si me traes un poco de yesca, encenderé el fuego —ofreció.

—Sólo Lay puede hacer fuego —repitió Mackeli con cierto escepticismo.

—Bueno, quizá no sea el rastreador más sigiloso ni un gran experto en bosques, pero, por Astarin, ¡sé cómo encender un fuego!

Salieron al exterior y recogieron brazadas de ramitas quebradas por el viento y pequeños trozos de leña seca. Una tenue luz entró en el árbol hueco a través de la abertura mientras Kith-Kanan colocaba los palos secos, formando un cono, encima de un montón de corteza y virutas que había obtenido raspando la madera con su daga. Sacó el yesquero de una bolsita que llevaba a la cintura. Se puso de rodillas junto al hogar y golpeó el pedernal contra el eslabón de hierro. Las chispas cayeron sobre la yesca, y el príncipe sopló suavemente. En pocos minutos se alzaba una débil llama y, a no tardar, un crepitante fuego.

—Bueno, chico, ¿qué dices ahora? —preguntó a Mackeli.

En lugar de mostrarse impresionado, el muchacho sacudió la cabeza.

—A Lay no le va a gustar esto.

Alumbrado por el fuego, el interior del árbol hueco se hizo por fin visible para Kith-Kanan. Era un espacio bastante amplio, unos cinco pasos de anchura, y una escala subía hacia un agujero que daba a las ramas altas y al exterior del árbol. El humo del fuego salía también a través del orificio. Las paredes estaban decoradas con cráneos de animales: conejos, ardillas, un jabalí de aspecto fiero, con los colmillos curvados hacia arriba, un gamo con una magnífica cuerna de ocho puntas, además de una multitud de cráneos de aves que Kith-Kanan no supo identificar. Mackeli explicó que cada vez que Lay mataba un animal que hasta entonces no había cazado, limpiaba el cráneo y lo colgaba en una clavija en la pared. De este modo, el espíritu del animal muerto era aplacado, y el dios del bosque, el Fénix Azul, otorgaría éxito en futuras cacerías.

—¿Cuáles de éstos has matado tú? —quiso saber Kith-Kanan.

—No me está permitido derramar la sangre de animales. Esa es la tarea de Lay. —El chico elfo se retiró la capucha—. Yo hablo con los animales y escucho lo que me cuentan. No derramo su sangre.

Kith-Kanan se sentó en un catre relleno con musgo. Estaba cansado, sucio y muy hambriento. Mackeli se movió inquieto, lanzando frecuentes miradas de desagrado al príncipe. Finalmente, Kith-Kanan le preguntó qué pasaba.

—Ese es el sitio de Lay. No debes sentarte ahí —repuso el chico con irritación.

—¡Ese tal Lay tiene más privilegios que el Orador de las Estrellas! —exclamó Kith-Kanan con evidente exasperación. Se levantó del catre—. ¿Puedo sentarme ahí? —Señaló el suelo del árbol hueco, que estaba cubierto con agujas de pino. Mackeli hizo un gesto de asentimiento.

Poco después, Kith-Kanan pidió algo de comer. El muchacho elfo trepó por la escala e, inclinándose hacia el centro del hueco, apartó varias calabazas y odres que colgaban de correas del techo. Encontró la que quería y la bajó. Se sentó con las piernas cruzadas junto a Kith-Kanan y le dijo al príncipe que extendiera las manos. Kith-Kanan así lo hizo, y el chico se las llenó con castañas silvestres asadas y peladas.

—¿No tienes algo de carne? —preguntó el príncipe.

—Sólo Lay come carne.

Kith-Kanan empezaba a hartarse de la letanía de cosas que sólo Lay podía hacer. De hecho, estaba harto de discutir con el chico. Comió las castañas en silencio; la verdad es que agradecía cualquier alimento. Al cabo de un rato dijo:

—Oye, no me has preguntado cómo me llamo, ¿sabes?

—Pensé que no tenías nombre —contestó Mackeli con un encogimiento de hombros.

—¡Por supuesto que tengo nombre! —El chico se frotó la nariz, y los dedos se le mancharon con pintura amarilla. Comprendiendo que no pensaba preguntárselo, el príncipe añadió—: Me llamo Kith.

Mackeli se echó unas cuantas castañas en la palma manchada de pintura.

—Es un nombre raro —comentó, y luego se metió una castaña en la boca.