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Al día siguiente
Kith-Kanan no tenía planes, salvo marcharse de Silvanost. En estos momentos, lo que necesitaba sobre todo era soledad. Apuntó el pico de Arcuballis hacia el suroeste y dio rienda suelta al grifo.
Kith-Kanan dormitó en la silla, desplomado sobre el plumoso cuello del animal. La leal bestia voló durante toda la noche, sin desviarse del rumbo marcado por su amo. Llegó el amanecer, y Kith-Kanan despertó, agarrotado y atontado. Se sentó derecho en la silla y escudriñó el terreno sobre el que volaban. No divisó claros, arroyos ni praderas, y mucho menos señales de población.
Kith-Kanan ignoraba lo lejos que habían volado durante la noche. Sabía, por sus excursiones de cacería Thon-Thalas abajo, que al sur de Silvanost estaba el océano Courrain, cuyos confines ningún elfo conocía. Pero estaba en el oeste; el sol naciente se encontraba casi directamente detrás de él. Debía de estar en los extensos bosques que había entre el Thon-Thalas, al este, y las llanuras de Kharolis, al oeste. Nunca se había aventurado tan lejos.
Al ver el impenetrable dosel de árboles, Kith-Kanan se humedeció los resecos labios.
—¡Bueno, chico —dijo en voz alta—, si las cosas no cambian, siempre nos queda el recurso de caminar entre los árboles!
Volaron varias horas más, zigzagueando sobre la barrera vegetal y sin encontrar un solo claro. El pobre Arcuballis se movía trabajosamente, resollando con secos jadeos. El grifo había volado durante toda la noche y la mitad del día. Cuando Kith-Kanan levantó la cabeza para otear el horizonte, atisbó una fina columna de humo que se levantaba en el bosque, lejos, a su izquierda. El príncipe hizo que Arcuballis virara en aquella dirección. La distancia se acortaba con una lentitud atormentadora.
Finalmente, alcanzó a ver el irregular agujero abierto en el denso tapiz del bosque. En el centro del boquete, se alzaba el tronco retorcido de un gran árbol, ennegrecido y quemado. Un rayo lo había alcanzado. La brecha abrasada sólo tenía diez metros de anchura, pero en torno a la base del árbol quemado el suelo estaba despejado y llano. Las patas de Arcuballis tocaron tierra, sus alas temblaron, y la bestia se estremeció. De inmediato, el exhausto grifo cerró los ojos para dormir.
Kith-Kanan desató el saco de la albarda y cruzó el angosto claro con el fardo cargado al hombro. Lo tiró a sus pies, se acuclilló y empezó a sacar cosas. El graznido de un cuervo atrajo su atención; alzó los ojos hacia el tronco hendido y humeante del árbol, y vio un único pájaro negro posado en una rama carbonizada. El cuervo ladeó la cabeza y volvió a graznar. Kith-Kanan reanudó su tarea de deshacer el equipaje en tanto que el cuervo remontaba el vuelo, daba una vuelta sobre el claro, y luego se alejaba.
El joven sacó la aljaba y el arco, al que puso una cuerda nueva. Aunque sólo medía noventa centímetros una vez tensado, el potente arco recurvado podía atravesar con la punta de hierro de una flecha la gruesa corteza de un tronco. Kith-Kanan ató la aljaba a su cinturón, cogió la lanza con las dos manos y la hincó tan alto como le fue posible en el árbol quemado. Metió sus pertenencias en el saco y colgó éste del astil de la lanza. Era una medida de precaución con la que esperaba poner sus cosas fuera del alcance de animales merodeadores.
Kith-Kanan alzó los ojos entrecerrados al sol; la tarde ya estaba avanzada. Guiándose por el astro, decidió recorrer un trecho en dirección norte para ver si podía conseguir alguna pieza de caza. Suponía que Arcuballis no corría peligro; pocos depredadores se atreverían a enzarzarse con un grifo. Dio la espalda al árbol quemado y se metió en la sombría espesura.
Aunque el príncipe elfo estaba acostumbrado a los bosques, al menos a los bosques que rodeaban Silvanost, encontró éste diferente, extraño. Los árboles estaban bastante espaciados, pero las densas copas hacían que bajo ellas la luz fuera tan mortecina como un anochecer. Tan espeso era el dosel de hojas que el suelo era casi árido. Algunos helechos crecían entre los grandes árboles, pero no había maleza baja ni matorrales espesos. El suelo tenía una gruesa capa de hojas muertas y musgo aterciopelado. Y, aunque las ramas altas se mecían al impulso del viento, por donde caminaba Kith-Kanan reinaba una gran quietud. Demasiada quietud. Rodales de setas con las laminillas rojas, alimento preferido por venados y jabalíes, crecían sin menoscabo alrededor de las bases de los troncos. El silencio no tardó en hacérsele opresivo.
Kith-Kanan hizo un alto a unos cien pasos del claro y desenvainó su espada. Hizo una muesca utilizada por los cazadores, una «tarja», en la corteza gris pardusca de un roble que medía treinta metros. Bajo la corteza, la blanca madera del árbol era dura y resistente. El acero elfo golpeó contra ella, y el sonido de hierro contra madera levantó ecos en el bosque. Hecha la marca, Kith-Kanan envainó la espada y siguió caminando con el arco en la mano.
El bosque parecía desprovisto de animales. A excepción del cuervo que había visto, ninguna otra criatura, terrestre o alada, dio señales de vida. Cada treinta metros, más o menos, el joven hacía una tarja a fin de no extraviarse, ya que la oscuridad iba en aumento. Faltaban por lo menos cuatro horas para el ocaso y, sin embargo, en el umbrío bosque la luz se había reducido a un crepúsculo. Kith-Kanan se enjugó el sudor de la frente y se arrodilló sobre el manto de hojas muertas. Las apartó, buscando señales de pacer de venados u hozar de jabalíes. El musgo estaba intacto.
Para cuando Kith-Kanan hubo hecho la décima tarja, estaba tan oscuro como de noche. Se recostó contra un fresno e intentó ver a través de las apretadas ramas sobre su cabeza. Había llegado a un punto en que no le habría importado cenarse una ardilla en lugar de un venado. Cosa, por otro lado, que sería lo más probable que ocurriera.
Unos minúsculos puntos de luz solar se filtraban entre las hojas, y parpadeaban al agitarse las ramas mecidas por el viento. Era casi como contemplar las estrellas, sólo que estos puntos luminosos eran movibles. El efecto resultaba hipnótico, haciendo que Kith-Kanan se sintiera más cansado de lo que ya lo estaba. Sólo había dormitado interrumpidamente en la silla y no había comido nada desde el día anterior. Se tomaría un corto descanso. En lo alto, los puntitos de luz parpadeaban y se mecían.
La espada de Kith-Kanan, apoyada en el doblez del brazo, resbaló y cayó al suelo. La punta se clavó en el blando humus.
Puntos de luz. Parpadeos. ¡Qué cansado estaba! Se le doblaron las rodillas y se deslizó despacio tronco abajo hasta quedar sentado en cuclillas, con la espalda recostada contra el árbol. Su mirada permaneció prendida en el dosel de hojas. Qué extraño era este bosque. No como en casa. No como las frondas de Silvanost…
Como en sueños, el príncipe vio los bien ventilados corredores del Palacio de Quinari. Los sirvientes se inclinaban ante él, como hacían siempre. Se dirigía a un banquete en la Sala de Balif. Habría tiernos asados, patas de cordero, frutas jugosas, salsas aromáticas y barriles de delicioso néctar dulce.
Kith-Kanan llegó a una puerta. Era una puerta como cualquier otra de palacio. La abrió, y allí, unidos en un amoroso abrazo, estaban Sithas y Hermathya. Ella se volvió a mirarlo, con una sonrisa en su semblante. Una sonrisa destinada a Sithas.
—¡No!
Saltó hacia adelante y cayó sobre las manos y las rodillas. Tenía las piernas completamente agarrotadas. Una profunda oscuridad lo rodeaba y, durante unos segundos, Kith-Kanan no supo dónde se encontraba. Comprendió que debía de haberse hecho de noche, pero ¡el sueño había sido tan real! Un sexto sentido le dijo que había deshecho alguna clase de hechizo, un hechizo que lo había afectado mientras miraba los dibujos de luz y sombras en lo alto de los árboles. Debía de haber dormido durante horas.
Pasó un minuto interminable antes de que volviera a sentir las piernas; luego, Kith-Kanan miró en derredor buscando su espada. La encontró clavada en el musgo. La recogió y la enfundó en la vaina. Una vaga sensación de apremio lo indujo a regresar al claro creado por la descarga del rayo. La última marca que había hecho era visible en la noche, pero la inmediatamente anterior casi había desaparecido. Una corteza nueva cubría el corte que había hecho. La siguiente marca era apenas una fina raja, y la que venía a continuación la encontró por el mero hecho de que recordaba el peculiar tronco bifurcado del fresno donde había hecho el tajo. Después de ésa, no había más. Los cortes se habían cerrado.
Por un instante, el príncipe elfo conoció el miedo. Estaba perdido en el silencioso bosque, era de noche, tenía hambre y sed, y estaba solo. ¿Es que había pasado el tiempo suficiente para que los tajos se cerraran de manera natural, o es que la fronda estaba encantada? Incluso la oscuridad que lo rodeaba parecía…, en fin, más sombría de lo habitual. Ni siquiera su visión elfa podía penetrarla a cierta distancia. Entonces, el adiestramiento del príncipe se impuso por sí mismo, desterrando la mayor parte del miedo. Kith-Kanan, nieto del gran Silvanos, no estaba dispuesto a ser derrotado la primera noche que pasaba en terreno agreste.
Encontró una rama seca y se dispuso a hacer una antorcha para alumbrar el camino de regreso al claro. Tras reunir un montón de hojas muertas en las que prender la chispa, Kith-Kanan sacó el yesquero. Para su desconcierto, no saltaron chispas del eslabón de hierro cuando lo frotó contra el pedernal. Lo intentó una y otra vez, pero sin resultado.
Se produjo un revoloteo de alas negras sobre su cabeza. Kith-Kanan se incorporó de un brinco, a tiempo de ver una bandada de cuervos posarse en una rama, fuera de su alcance. Las aves, alrededor de una docena, lo observaron con una inquietante expresión de inteligencia.
—¡Fuera! —gritó mientras les arrojaba una inofensiva rama. Los cuervos aletearon, cerniéndose en el aire, y, cuando la rama pasó de largo, se posaron de nuevo en el mismo sitio.
Kith-Kanan se guardó el yesquero. Los cuervos seguían sus movimientos sin parpadear siquiera. Cansado y trastornado, se encaró con las aves.
—Supongo que no podéis ayudarme a encontrar el camino de vuelta, ¿verdad?
Uno tras otro, los cuervos remontaron el vuelo y desaparecieron en la noche. Kith-Kanan suspiró. «Debo de estar al borde de la desesperación si hablo ya con unos pajarracos», se dijo para sus adentros. Tras desenvainar la espada, reanudó la marcha y fue haciendo nuevas marcas mientras buscaba el claro donde había dejado a Arcuballis. Así, al menos, evitaría caminar en círculos.
Dio dos tajos en el olmo más cercano, que hicieron saltar unos trozos de corteza tan grandes como la palma de su mano. Estaba a punto de hacer una tercera marca cuando reparó en que la sombra de su espada se proyectaba sobre la gris corteza del tronco. ¿Sombra? ¿En este pozo de negrura? Kith-Kanan giró veloz sobre sus talones, con la espada presta. Flotando a unos dos metros sobre el suelo, y a más de tres de distancia, había un bulto reluciente del tamaño de un barril de vino. El joven observó, con una mezcla de inquietud y curiosidad, cómo la luz brillante avanzaba hacia él y se detenía a medio metro de su rostro; entonces vio con claridad de qué se trataba.
El frío fulgor amarillo era un enjambre de luciérnagas. Los insectos volaban en círculo unos en torno a los otros, formando un fanal móvil para el extraviado príncipe. El brillante enjambre se movió unos cuantos pasos y se detuvo. Kith-Kanan los miró de hito en hito, sin salir de su asombro. Adelantó un paso, y el enjambre se alejó un poco más.
—¿Me conducís de vuelta al claro? —preguntó, maravillado, el príncipe.
En respuesta, las luciérnagas se movieron un metro más allá. Kith-Kanan las siguió cauteloso, pero agradecido por la suave esfera de luz que los insectos arrojaban a su alrededor.
Al cabo de unos minutos, lo habían conducido hasta el claro. El árbol hendido por el rayo estaba como lo recordaba… pero Arcuballis había desaparecido. Kith-Kanan corrió hasta el lugar donde el grifo se había tumbado a descansar. Las hojas y el musgo conservaban todavía la huella de la pesada bestia, pero eso era todo. Kith-Kanan estaba perplejo. No podía creer que Arcuballis se hubiese marchado sin él. Los grifos reales estaban vinculados a sus jinetes, y no existían criaturas más fieles en todo Krynn. Se contaban historias acerca de jinetes que habían perecido y sus grifos los habían seguido incluso en la muerte de pura aflicción. Alguien o algo tenía que haberse llevado a Arcuballis. Pero ¿quién o qué? ¿Cómo era posible que una criatura tan poderosa pudiera ser dominada sin que hubiese señal alguna de resistencia?
Con el corazón oprimido, Kith-Kanan retrocedió hacia el árbol quemado. ¡Otra mala noticia! Su lanza de jabalíes seguía hincada en el tronco, pero el saco que contenía sus posesiones había desaparecido. Iracundo, alargó la mano y arrancó la lanza con un brusco tirón. Parado en el claro, escudriñó el círculo de árboles. Ahora sí que estaba solo. Arcuballis y él habían sido compañeros durante muchos años. Más que un medio de transporte, el grifo era un amigo leal.
Se dejó caer al suelo, abatido, sintiéndose profundamente desdichado. ¿Qué iba a hacer? Ni siquiera era capaz de orientarse en el bosque a plena luz del día. Sintió el escozor de las lágrimas, pero se negó en redondo a lloriquear como un niño abandonado.
Las luciérnagas seguían cernidas a la altura de su rostro. Se lanzaban hacia adelante y luego hacia atrás, como recordándole que aún estaban allí.
—¡Largaos! —chilló cuando, tras zambullirse en picado, se detuvieron a escasos centímetros de su nariz. El enjambre se dispersó al instante, y las luciérnagas volaron en todas direcciones; sus diminutas luces parpadeando aquí y allí y después desaparecieron.
—¿No vas a entrar? Cogerás frío.
Sithel se ciñó sobre los hombros el manto de lana.
—Estoy bien abrigado —repuso. Su esposa quitó una manta de la cama, se la echó por encima y salió al balcón, con él.
El largo cabello blanco de Sithel ondeó sobre su cuello cuando un frío soplo de viento pasó por la torre de palacio. Las habitaciones privadas del Orador y su consorte ocupaban el piso penúltimo. Sólo la Torre de las Estrellas ofrecía un punto panorámico más alto en Silvanost.
—Sentí un grito apagado hace poco —dijo Sithel.
—¿Kith-Kanan? —El Orador respondió a su esposa con un cabeceo—. ¿Crees que está en peligro? —preguntó Nirakina mientras se arrebujaba en la manta.
—Creo que se siente desdichado. Debe de estar muy lejos. La sensación era muy tenue.
—Llámalo, Sithel. —Nirakina alzó la vista hacia su esposo—. Haz que regrese a casa.
—No lo haré. Me ofendió a mí y ofendió a la asamblea de nobles. Rompió una de nuestras más sagradas leyes al blandir un arma dentro de la Torre de las Estrellas.
—Eso es algo que puede perdonarse —replicó ella quedamente—. ¿Qué otra cosa hay que te cuesta tanto perdonarlo?
—Quizás yo habría hecho lo mismo si mi padre hubiese entregado a otro la mujer que yo amaba. —Sithel acarició el suave cabello de su esposa—. Pero no apruebo su acción, y no lo llamaré para que regrese a casa. Si lo hiciera, nunca aprendería la disciplina que debe tener. Déjalo que esté fuera un tiempo. Su vida aquí ha sido demasiado fácil, y el mundo del exterior le enseñará a ser más fuerte y paciente.
—Tengo miedo por él —dijo Nirakina—. El mundo fuera de Silvanost es terrible, implacable.
Sithel le hizo levantar la barbilla para mirarse en sus ojos.
—La sangre de Silvanos corre por sus venas. Kith-Kanan sobrevivirá, amor mío. Sobrevivirá y prosperará. —El Orador apartó la vista hacia la oscura urbe. Ofreció su brazo a Nirakina—. Entremos.