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Esa noche, más tarde

Sithel avanzaba con furiosa energía por los corredores del Palacio de Quinari. Tan vehemente era la cólera de su semblante, que sirvientes y cortesanos se apartaban a su paso. La asamblea había finalizado con una nota triunfal, pero el Orador de las Estrellas no podía olvidar el ultraje cometido por su propio hijo.

El corredor terminaba en la gran torre central de palacio. Las puertas tenían cinco metros y medio de altura y en ellas iban incrustadas unas runas de plata que las guardaban con un conjuro de protección. Nadie que no perteneciera al linaje de Silvanos podía abrirlas. Sithel empujó una hoja con cada mano; las enormes puertas, equilibradas con precisión, se movieron hacia adentro.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Kith-Kanan? —inquirió, plantando los pies separados y poniéndose en jarras—. ¡Le enseñaré a ese chico a no avergonzarnos ante una asamblea pública!

Dentro de la cámara, Nirakina estaba sentada en un sofá bajo y dorado. Sithas se inclinaba sobre ella, ofreciéndole una copa de néctar dulce. El príncipe se irguió cuando entró su padre, pero ni él ni su madre pronunciaron una palabra.

—¿Bien? —demandó Sithel.

Nirakina alzó la vista de la copa; sus grandes ojos ambarinos rebosaban tristeza.

—No está en palacio —respondió con suavidad—. Los sirvientes lo buscaron, pero no lo han encontrado.

Sithel se adentró en la estancia. Sus fuertes pisadas se amortiguaron en las gruesas alfombras que cubrían el centro de la habitación, y los ricos tapices que colgaban en las frías paredes de piedra atenuaron sus hoscas palabras.

—Bah, los sirvientes no saben nada. Kith-Kanan tiene más escondites que años tengo yo de vida.

—Se ha marchado —dijo por fin Sithas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó su padre, trasladando la feroz mirada a su hijo mayor.

—No siento su presencia en el palacio —contestó Sithas con serena firmeza. Los padres de los gemelos sabían el estrecho vínculo que existía entre sus hijos.

Sithel se sirvió una copa de néctar con el único propósito de darse tiempo para controlar su cólera. Bebió un buen trago.

—Hay algo más —añadió Sithas, con un tono de voz muy quedo—. El grifo, Arcuballis, no está en los establos.

Sithel apuró su copa.

—Así que ha huido, ¿no? Bien, ya regresará. Kith es un chico muy despabilado, pero nunca ha salido al mundo dependiendo únicamente de sí mismo. No aguantará más de una semana sin sirvientes, ayudantes y guías.

—Tengo miedo —dijo Nirakina—. Nunca lo había visto tan trastornado. ¿Cómo no sabíamos lo de esa chica con Kith? —Tomó la mano de Sithas—. ¿Cómo sabemos que será una buena esposa para ti, después del comportamiento que ha tenido?

—Quizás es inadecuada —sugirió Sithas, mirando a su padre—. Si fuera así, tal vez podía anularse el compromiso y entonces ella y Kith-Kanan…

—No faltaré a la palabra dada a Shenbarrus por el mero hecho de que su hija sea indiscreta —espetó Sithel, interrumpiendo los pensamientos de su primogénito—. Y también hay que pensar en Hermathya; ¿acaso hemos de denigrar su reputación para salvar el orgullo herido de Kith? Los dos olvidarán esta niñería.

—¿Lo perdonarás? —Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Nirakina—. ¿Le permitirás volver?

—Eso no está en mis manos —repuso Sithel. Su cólera empezaba a debilitarse por su preocupación paternal—. Pero regresará, ya lo veréis. —Su mirada fue hacia Sithas, esperando su apoyo, pero el príncipe guardó silencio. No estaba tan seguro como su padre del regreso de Kith-Kanan.

El grifo planeó silencioso, y sus desiguales patas se posaron en el tejado de palacio con un débil ruido. Kith-Kanan se deslizó del lomo de Arcuballis, acarició el cuello del animal y le susurró unas palabras animosas al oído.

—Sé bueno ahora. Quédate aquí.

El grifo dobló las patas obedientemente y se tumbó. Kith-Kanan avanzó cauteloso por el tejado. La vasta sombra negra de la torre se proyectaba sobre él y sumía la escalera en la oscuridad. Con su túnica acolchada de color oscuro y gruesas polainas, el príncipe se encubría bien en las sombras. Evitó la escalera, pues, a pesar de lo avanzado de la hora, podía haber sirvientes por los corredores inferiores. No quería ser visto.

Kith-Kanan se aplastó contra la base de la torre. Sobre su cabeza, la suave luz amarilla de las lámparas de aceite brillaba a través de las estrechas ventanas. Desenrolló la fina cuerda de seda que llevaba en torno a la cintura; del cinturón colgaba un gancho de hierro. Ató la cuerda al ojo del gancho, se apartó de la pared de la torre, y empezó a girar el gancho en círculos cada vez más amplios. Luego, con la facilidad que da la práctica, lo dejó volar. El gancho se remontó al tercer nivel de ventanas y se agarró en los salientes de cantería que había debajo de ellas. Tras dar un tirón a la cuerda para asegurarse, Kith-Kanan empezó a escalar a pulso, con los pies apoyados contra la gruesa pared de piedra de la torre.

El tercer nivel de ventanas —de hecho el sexto piso— era donde estaba su cuarto. Una vez que hubo llegado al estrecho saliente en el que se había agarrado el gancho, Kith-Kanan se puso de pie, con la espalda pegada contra la pared, e hizo una pausa para recuperar el aliento. A su alrededor, la ciudad de Silvanost dormía. Las blancas torres de los templos, los palacios, la monumental cripta de cristal de Silvanos situada en la colina que se alzaba sobre la urbe, todo quedaba destacado con la luz de las dos lunas visibles de Krynn. Las ventanas iluminadas parecían joyas, topacios amarillos y blancos diamantes.

Kith-Kanan forzó la ventana de su cuarto con la hoja de la daga. Bajó del alféizar a la cama; la fría luz lunar daba a su cuarto una apariencia desvaída y extraña. Como todas las habitaciones de esta planta de la torre, la de Kith-Kanan tenía forma de cuña, como una porción de pastel. Todos los tesoros diversos de su adolescencia estaban en este cuarto: trofeos de caza; una colección de piedras, brillantes pero carentes de valor; pergaminos con la descripción de los actos heroicos de Silvanos y Balif. Tendría que dejarlo todo y quizá nunca volvería a verlo ni a tocarlo.

Fue hacia el armario de roble que estaba contra una pared interior. De debajo del peto de la armadura cogió un saco de tela vacío que hacía poco había comprado a un pescador en el río. Tenía un fuerte olor a pescado, pero no era el momento de andarse con melindres. Del armario cogió sólo unas cuantas cosas: una túnica de cuero acolchado, un par de fuertes botas de montar y las polainas más abrigadas. Luego fue hacia el baúl colocado a los pies de la cama.

Sin preocuparse por el orden, metió mudas y ropas de repuesto en el saco. Entonces, en el fondo del baúl, encontró algo que no quería encontrar. Envuelta en un trozo de paño estaba la Joya Estrella que había comprado para Hermathya. Una vez expuesta, brilló en la tenue luz. Despacio, la cogió. Su primera reacción fue aplastar la delicada gema de un pisotón, pero Kith-Kanan fue incapaz de destruir la hermosa piedra escarlata. Sin saber exactamente por qué, la metió en el saco de pescador.

De la percha que había junto a la puerta cogió tres objetos: un arco, corto pero potente; una aljaba llena de flechas; y su lanza favorita de cazar jabalíes. La vaina de su espada pendía vacía a su costado. El arma, forjada por los clérigos de Kiri Jolith, la había dejado abandonada en la Torre de las Estrellas.

El príncipe puso la aljaba y el arco destensado en el saco, y ató éste a la lanza; luego se colgó el paquete del hombro y se encaminó hacia la puerta.

El pestillo susurró al retroceder en la ranura; Kith-Kanan abrió la puerta. Justo enfrente de su cuarto estaba el dormitorio de Sithas. Una franja de luz salía por debajo de la puerta de la habitación de su hermano. Kith-Kanan soltó el paquete en el suelo y alargó la mano hacia el picaporte.

La puerta se abrió en silencio; dentro, su gemelo, vestido con la túnica blanca, estaba arrodillado ante una mesita sobre la que había una única rosa cortada. Una vela lucía en la repisa de la chimenea. Sithas alzó la vista.

—Entra, Kith. Te estaba esperando —dijo suavemente. Se puso de pie; a la mortecina luz, su rostro parecía demacrado, los ojos hundidos—. Sentí tu presencia cuando regresaste. Por favor, siéntate.

—No voy a quedarme —repuso amargamente.

—No tienes que marcharte, Kith. Pide perdón a padre. Te lo concederá.

—No puedo, Sith. Aunque me perdonara, no puedo quedarme aquí.

—¿A causa de Hermathya? —inquirió Sithas. Su hermano asintió en silencio—. No la amo, Kith, pero ha sido elegida. Debo casarme con ella.

—¿Y qué pasa conmigo? ¿Te importa algo cómo me siento?

El rostro de Sithas denotaba que sí le importaba.

—Pero ¿qué quieres que haga? —preguntó.

—Diles que no la aceptas. ¡Rehúsa contraer matrimonio con Hermathya!

—Sería un grave insulto al Clan Hoja de Roble, a nuestro padre y a la propia Hermathya. —Sithas suspiró—. Fue elegida porque será la mejor esposa para el futuro Orador.

Kith-Kanan se pasó la mano por los ojos febriles.

—Es como una pesadilla. No puedo creer que Thya consintiera en hacer esto.

—Entonces ve arriba y pregúntale. Duerme en el cuarto que está justo encima del tuyo —dijo Sithas con tono impasible. Kith-Kanan dio media vuelta para marcharse, pero su hermano lo detuvo—. ¡Espera! ¿Adónde irás?

—Muy lejos —replicó, desafiante, Kith-Kanan.

Sithas se incorporó bruscamente.

—¿Hasta dónde crees que llegarás con tus propios medios? ¡Estás tirando tu herencia, Kith! ¡Tirándola como el corazón de una manzana mordisqueada!

Kith-Kanan estaba inmóvil ante la puerta abierta.

—Es la única salida honrosa que tengo. ¿Crees que podría seguir viviendo aquí contigo, sabiendo que Hermathya es tu esposa? ¿Crees que podría soportar verla a diario y tener que llamarla «hermana»? Sé que he actuado de un modo deshonroso para padre y para mí mismo, ¡pero no puedo vivir junto a Hermathya y dejar de amarla!

Salió al pasillo y recogió el petate. Sithas alzó la tapa de un sencillo baúl de roble que había a los pies de su cama.

—Espera, Kith. —Se volvió; en sus manos sostenía la espada de su hermano—. Padre estaba tan furioso contigo que iba a romperla, pero lo convencí para que me permitiera guardarla.

Kith-Kanan cogió el fino y elegante acero de las manos de su hermano, y lo enfundó en la vaina; encajaba como un guante. Al punto, Kith se sintió más seguro; había recuperado parte de sí mismo.

—Gracias, Sith.

Siguiendo un impulso simultáneo, los gemelos se cogieron por los hombros.

—Que los dioses te acompañen, hermano —dijo Sithas con afecto.

—Lo harán si tú se lo pides —repuso, irónico, Kith-Kanan—. A ti te escuchan.

Cruzó el pasillo hacia su cuarto, dispuesto a descolgarse por la ventana. Sithas se acercó a la puerta de su habitación.

—¿Volveré a verte? —preguntó.

Kith-Kanan alzó la vista hacia las dos lunas relucientes.

—Mientras Solinari y Lunitari permanezcan juntas en el mismo firmamento, volveremos a encontrarnos, hermano mío.

Sin decir una palabra más, Kith-Kanan salió por la ventana y desapareció. Sithas regresó a su cuarto, amueblado con sobriedad, y cerró la puerta. Se arrodilló de nuevo ante el pequeño altar de Matheri.

—Dos mitades de la misma moneda; dos ramas de un mismo árbol —musitó. Cerró los ojos—. Vela por él, Matheri.

En el resalte de la pared, Kith-Kanan recogió la cuerda. Sithas había dicho que la habitación estaba justo encima. Muy bien. Falló su primer intento, y el gancho cayó arañando la piedra, directamente sobre su cara. Kith-Kanan se apartó con brusquedad y consiguió eludir el gancho, pero estuvo a punto de perder el equilibrio en el estrecho saliente. El gancho golpeó contra la pared, por debajo de él. Kith-Kanan maldijo entre dientes y empezó a recoger la cuerda otra vez.

La torre del Palacio de Quinari, como casi todas las torres elfas, se estrechaba progresivamente a medida que cogía altura. Por ende, el resalte de cada nivel era a su vez más angosto que el inmediatamente inferior. Kith-Kanan tuvo que intentarlo cuatro veces antes de que el gancho se agarrara en el saliente del séptimo piso. Cuando lo logró, se balanceó en el frío aire nocturno, algo desequilibrado a causa del peso del saco y la lanza, y trepó con tenacidad. Arriba, la ventana estaba a oscuras. Puso el paquete sobre la repisa y lo apoyó contra la pared; luego empezó a manipular el pestillo de la ventana con su daga.

El blando marco emplomado cedió enseguida al acero del arma. El príncipe empujó las hojas de cristal hacia adentro.

Supo al instante que ella estaba en la habitación. El perfume a especias que llevaba siempre inundaba el cuarto con su sutil aroma. Escuchó atento y oyó la suave respiración acompasada. Hermathya estaba dormida. Avanzó con seguridad, sin errar el camino, hasta el lecho, y se arrodilló. Alargó una mano y sintió el suave tacto de su rojizo cabello. Pronunció su nombre una vez, suavemente.

—Soy yo, amor mío.

—¡Kith! ¡No me hagas daño, por favor!

Se quedó desconcertado. Luego se puso de pie.

—Jamás te haría daño, Thya.

—Pero pensé… Estabas tan furioso… ¡Creí que habías venido a matarme!

—¡No! —dijo en voz baja—. He venido para llevarte conmigo.

La joven se sentó. Solinari asomaba por la ventana lo suficiente para arrojar un rayo plateado sobre su rostro y su cuello. En las sombras, Kith-Kanan sintió de nuevo el dolor lacerante que había sufrido por su causa.

—¿Llevarme contigo? —repitió Hermathya con genuino desconcierto—. ¿Adónde?

—¿Acaso importa?

Ella se apartó los largos cabellos de la cara.

—¿Y qué pasa con Sithas?

—Él no te ama —dijo Kith-Kanan.

—Tampoco yo lo amo, pero ahora es mi prometido.

Kith-Kanan no daba crédito a sus oídos.

—¿Quieres decir que en verdad deseas casarte con él?

—Sí, lo deseo.

El joven retrocedió a trompicones hacia la ventana. Se dejó caer con pesadez sobre el alféizar; parecía como si sus piernas no le respondieran. El frío aire de la noche lo acarició, y Kith-Kanan aspiró hondo.

—¡No puedes decirlo en serio! ¿Qué pasa con nosotros? ¡Creía que me amabas!

Hermathya caminó al borde del rayo de luna.

—Y te amo, Kith. Pero los dioses han decidido que sea la esposa del próximo Orador de las Estrellas. —Una nota de orgullo sonó en su voz.

—¡Esto es absurdo! —barbotó Kith-Kanan—. ¡Fue mi padre quien decidió el matrimonio, no los dioses!

—Todos somos instrumentos de los dioses —replicó ella con frialdad—. Te amo, Kith, pero ha llegado el momento de dejar atrás las travesuras y los encuentros secretos en jardines. He hablado con mi padre y con el tuyo. Tú y yo hemos pasado unos ratos emocionantes, hemos soñado unos sueños maravillosos. Pero sólo eran eso: sueños. Es hora de despertar y pensar en el futuro. En el futuro de Silvanesti.

En estos momentos, Kith-Kanan no estaba en condiciones de pensar en el futuro de nadie, salvo el suyo.

—No puedo vivir sin ti, Thya ——musitó.

—Sí, sí que puedes. Tal vez ahora no lo sepas, pero puedes. —Se acercó a él, y la luz de la luna hizo que su camisón fuera tan traslúcido como una tela de araña. Kith-Kanan cerró los ojos con fuerza y apretó los puños—. Por favor, acepta lo inevitable. Podemos seguir juntos. —Su cálida mano se posó en la fría mejilla de él.

Kith-Kanan la agarró por la muñeca y la apartó con brusquedad.

—No puedo aceptarlo —repuso conciso. Pasó por encima del alféizar—. Adiós, lady Hermathya. Que tu vida sea verde y dorada.

La ironía de sus palabras no pasó inadvertida a la joven. «Que tu vida sea verde y dorada» era lo que los elfos plebeyos decían a sus señores cuando se despedían de su servicio.

Kith-Kanan se cargó al hombro el paquete y se deslizó por la repisa. Hermathya se quedó unos segundos contemplando la ventana vacía. Cuando brotaron las lágrimas, no hizo nada por contenerlas.

El fiel Arcuballis era ahora su único compañero. Kith-Kanan ató el saco a la albarda de la silla y encajó la lanza en el hueco del soporte instalado junto al estribo derecho. Montó sobre el grifo, se ciñó la correa de seguridad de la silla, y tiró de las riendas haciendo que la cabeza del animal se pusiera de cara al viento.

—¡Vuela! —gritó, al tiempo que azuzaba los flancos castaños de la bestia—. ¡Vuela!

Kith-Kanan voló hacia el suroeste, teniendo la creciente luna roja a su derecha, cruzando sobre el Thon-Thalas. La calzada real se distinguía como una borrosa cinta gris en la noche, dirigiéndose hacia el norte desde la ciudad, y al sur en dirección a la costa. Kith-Kanan instó al grifo para que se remontara más y volara más rápido. La calzada, el río y la ciudad que había sido su hogar desaparecieron a sus espaldas. Al frente, sólo había oscuridad y un infinito mar de vegetación verde oscuro en la negrura de la noche.