1
Primavera, Año del Halcón
(2216a. C.)
Las nubes se dispersaban impulsadas por el viento, brillando blancas con la resplandeciente luz del sol. En las brechas de azul que aparecían entre las nubes, una forma oscura, alada, volaba veloz como una flecha y hacía giros. Mucho más grande que un ave, la criatura se remontaba batiendo con fuerza sus extensas alas. Alcanzó una altura por encima de las nubes más bajas y se quedó cernida, batiendo las alas rápida y fuertemente.
La bestia era un grifo, una criatura en parte león y en parte águila. Su magnífica cabeza y su cuello de águila daban paso al torso y los cuartos traseros de un león, como también era de león la cola, rematada en un penacho, que se agitaba en el viento como un látigo. Detrás de la cabeza de la bestia, rematada por un fiero pico, y de sus ojos dorados y penetrantes, las riendas de cuero de una brida llegaban hasta una silla de montar, sujeta con correas a los hombros del grifo. En la silla iba montada una figura con yelmo y vestida con armadura verde y dorada. Un rostro elfo, de ojos marrones y pelo blanco como la nieve, asomaba bajo el yelmo de bronce.
Desplegado bajo ellos, elfo y grifo, se divisaba todo el país de Silvanesti. Allí donde el viento había desplazado a las nubes, el jinete del grifo podía ver la alfombra verde de bosques y campos. A su derecha, la ondulada cinta plateada del Thon-Thalas, el Río del Señor, fluía alrededor de la glauca isla Fallan. En ella estaba Silvanost, la ciudad de las mil torres blancas.
—¿Estás listo, Arcuballis? —susurró el jinete a su montura. Enrolló firmemente las riendas en torno a su mano, fuerte y esbelta, y gritó al tiempo que daba un brusco tirón hacia abajo—: ¡Ahora!
El grifo inclinó la cabeza y plegó las alas. Se zambulleron en picado, como un rayo lanzado desde un cielo despejado. El joven elfo se aplastó contra el cuello del grifo y hundió los dedos en el espeso plumaje de color cobrizo, bajo el cual los músculos macizos estaban tensos, expectantes. Arcuballis estaba bien entrenado y era leal a su amo; no abriría las alas hasta que se lo ordenara. De ser el deseo de su amo, el grifo se habría precipitado directamente contra el suelo fértil de Silvanesti.
Ya estaban por debajo de las nubes, y la tierra apareció ante su vista. El lujuriante y verde dosel de árboles se apreciaba con más detalle ahora. El jinete del grifo podía ver los pinos y los inmensos robles extendiendo sus ramas hacia lo alto, uniendo la tierra con el cielo. Era un panorama que muy pocos podían contemplar.
Habían descendido cientos y cientos de metros, y quedaban sólo unas cuantas docenas. El viento le azotaba los ojos, haciendo que le lloraran. Parpadeó para librarse de las lágrimas. Arcuballis tensó las alas plegadas, con nerviosismo, y un sordo gruñido sonó en su garganta. Estaban muy bajos. El jinete podía distinguir las ramas de los árboles y los pájaros, que huían espantados de la sombra del grifo que crecía con gran rapidez.
—¡Ahora! —El jinete tiró fuertemente de las riendas, y las grandes alas se abrieron despacio. Los cuartos traseros de la bestia se hundieron al tiempo que su cabeza se levantaba. El jinete sintió que resbalaba hacia atrás, hasta chocar contra el arzón posterior de la alta silla de montar. El grifo se remontó en un arco pronunciado, las alas estremecidas. El joven elfo aflojó las riendas, y la bestia tomó una trayectoria horizontal; luego silbó una orden, y el grifo mantuvo las alas extendidas, inmóviles. De nuevo, se zambulleron en un planeo abrupto. El aire en las capas bajas era más inestable, con remolinos y corrientes, y el grifo se zarandeó y cabeceó. El jinete echó atrás la cabeza y rompió a reír.
Volaron a ras de los árboles. Bruscamente, el bosque dio paso a unas ordenadas hileras de árboles, plantíos de cerezos, ciruelos y árboles de frutos secos. Los elfos que estaban trabajando en los planteles sólo vieron que algo enorme se precipitaba sobre sus cabezas y se dejaron llevar por el pánico. Muchos cayeron de las escaleras a las que estaban subidos, desparramando el contenido de los cestos de fruta. El jinete se llevó un cuerno de bronce a los labios y lanzó una nota penetrante. El grifo le hizo eco con su propia llamada, un gruñido profundo y vibrante que también era en parte de león y en parte de águila.
El jinete azuzó a la bestia para que se remontara, y el grifo batió las alas perezosamente hasta ganar varios metros de altitud. Viraron a la derecha, volando muy bajo sobre la apacible corriente del Thon-Thalas. Había muchas embarcaciones navegando por el río: balsas de troncos, impelidas por pértigas que manejaban unos elfos robustos y curtidos por el sol, y cargadas con ollas y rollos de tela para comerciar en el agreste sur; las esbeltas piraguas de los pescadores, cuyos fondos relucían con la plateada captura matinal. El grifo pasó casi a ras de las embarcaciones en medio de un revuelo de alas. Los que manejaban las balsas y los pescadores alzaron la vista de sus tareas, pero no se impresionaban con facilidad, ni siquiera ante el espectáculo de un grifo real en pleno vuelo.
Jinete y montura siguieron avanzando sobre el rio, en dirección a la isla Fallan. El joven elfo condujo al grifo en zigzag entre las numerosas torres blancas, y lo hizo con tal maestría que la bestia no se rozó siquiera las puntas de las alas. Su sombra los perseguía allá abajo, por las calles.
El jinete se aproximó al centro de la ciudad, al centro de la vida y la lealtad de cada elfo: la Torre de las Estrellas. A ciento ochenta metros se alzaba la cúspide de la aguja más alta de Silvanost y sede del poder del Orador de las Estrellas.
Condujo al grifo en un veloz giro en torno a la blanca torre de mármol. El cuerno estaba de nuevo en sus labios y emitió un toque brusco y desafinado. Era una broma, un poco de diversión, pero a mitad del giro en torno a la torre, el jinete divisó una figura solitaria en una alta balconada, asomada sobre la ciudad. Tiró de las riendas e hizo que Arcuballis se deslizara de lado hacia la torre. La figura, de cabello blanco y ataviada con ropajes también blancos, era nada menos que Sithel, el Orador de las Estrellas.
Sobresaltado, el jinete hizo que el grifo diera media vuelta, torpemente. Sus ojos se encontraron durante un instante con los del monarca elfo, y después Sithel se giró y entró en la torre. El jinete del grifo sacudió la cabeza y se dirigió a casa. Estaba metido en un buen lío.
Al norte de la torre, al otro lado de los recargados Jardines de Astarin, se alzaba el Palacio de Quinari. Aquí vivían los descendientes de Silvanos, la Casa Real. El palacio estaba despejado de árboles, y consistía en tres alas de tres plantas, que partían de una torre de mármol rosa. Del pie de la torre al pináculo había una altura de casi cien metros. Las fachadas de las tres alas de la construcción eran unas bellas columnatas de mármol verde jaspeado. Las columnas se alzaban desde sus bases en gráciles espirales, imitando el cuerno de un unicornio.
El corazón del jinete palpitó desbocado cuando el palacio apareció ante su vista. Había estado ausente cuatro días, cazando y volando, y ahora tenía que acudir a una cita. Sabía que tendría problemas con el Orador por su comportamiento insolente en la Torre de las Estrellas, pero, por el momento, la inminente cita lo hizo sonreír.
Dirigió al grifo hacia el recinto mediante firmes tirones de las riendas, y lo condujo al ala occidental del palacio. Las garras traseras de león y las delanteras de águila se posaron en la fría pizarra del tejado. Con un estremecimiento de cansancio, Arcuballis plegó las alas.
Unos sirvientes, vestidos con túnicas sin mangas y faldas cortas, se acercaron presurosos para coger la brida de la bestia. Otro elfo colocó una escalerilla de madera recostada contra el costado del grifo. El jinete hizo caso omiso de ella, pasó la pierna sobre el cuello del animal, y saltó con agilidad al tejado. Dos sirvientes más se acercaron presurosos, uno con una palangana de agua limpia, el otro con una toalla de lino doblada con esmero.
—Alteza, ¿os apetece refrescaros? —dijo el que llevaba la palangana.
—Enseguida. —El jinete se despojó del yelmo y sacudió el cabello humedecido por el sudor—. ¿Cómo va todo por aquí? —preguntó mientras metía las manos y los brazos en el agua limpia una, dos, tres veces. El agua se puso turbia con el polvo.
—Bien, mi príncipe —repuso el sirviente de la palangana. Hizo un gesto brusco con la cabeza a su compañero, y el segundo criado ofreció la toalla.
—¿Alguna noticia de mi hermano, el príncipe Sithas?
—En efecto, alteza. Vuestro padre lo mandó llamar ayer. Regresó del templo de Matheri esta mañana.
El desconcierto hizo que las pálidas cejas del jinete se fruncieran.
—¿Lo mandó llamar? Pero ¿por qué?
—Lo ignoro, mi príncipe. En estos momentos, el Orador está reunido a puerta cerrada con el príncipe Sithas, en la Torre de las Estrellas.
El jinete lanzó la toalla al sirviente que la había traído.
—Informa a mi madre que he regresado. Dile que iré a verla dentro de un rato. Y, si mi padre y mi hermano vuelven de la torre antes del anochecer, diles lo mismo.
—Así lo haré, mi príncipe. —El sirviente se inclinó ante él.
El príncipe elfo se dirigió presuroso a la escalera que comunicaba el tejado con el interior de palacio. Los sirvientes corrieron en pos de él, derramando agua sucia de la palangana a su paso.
—¡Príncipe Kith-Kanan! ¿No vais a comer nada? —preguntó en voz alta el que llevaba el recipiente.
—No. Ocúpate de que Arcuballis tenga comida, agua, y que se le cepille.
—Desde luego…
—¡Y dejad de seguirme!
Los sirvientes se frenaron en seco, como si les hubiesen disparado una flecha. El príncipe Kith-Kanan descendió a toda carrera los peldaños y entró en palacio. Al ser principios de verano, los postigos de todas las ventanas estaban abiertos, y la luz inundaba los corredores. Avanzó a largas zancadas, sin apenas prestar atención a las reverencias y los saludos de los sirvientes y cortesanos con los que se cruzaba. La longitud de las sombras en los pasillos le decía que llegaba tarde. Estaría enfadada por tenerla esperando.
Kith-Kanan salió como una exhalación por la puerta principal de palacio. Los guardias, ataviados con armaduras bruñidas, se pusieron firmes a su paso. Su ánimo se tornó más alegre con cada paso que daba en dirección a los Jardines de Astarin. ¿Y qué, si su padre le echaba un rapapolvo después? De todos modos, no sería la primera vez. Merecía la pena recibir cualquier reprimenda por su precipitado regreso a casa con tal de llegar a tiempo a su cita con Hermathya.
Los jardines se ceñían en torno a la base de la inmensa torre. No mucho después de que Silvanos, fundador de la nación élfica, terminara la Torre de las Estrellas, los clérigos del dios Astarin pidieron permiso para crear un jardín alrededor de la estructura. Silvanos accedió a su petición de buen grado. Los clérigos trazaron un jardín con el diseño de una estrella de cuatro puntas, cada una de las cuales señalaba un punto cardinal. Ejecutaron hechizos otorgados por Astarin, el Rey Bardo, los cuales crearon árboles y flores maravillosos. Rosas rojas y blancas carentes de espinas, crecían en delicadas espirales en torno a los troncos de robles siempre verdes. Las glicinias dejaban caer capullos púrpuras sobre las aguas claras y remansadas de los estanques. Lilas y camelias impregnaban el aire con su perfume. Anchas hojas de hiedra se extendían sobre los senderos del jardín, proporcionando sombra y protección a los paseantes, salvo contra un fuerte aguacero. Y, lo más notable, laureles y cedros crecían en arboledas circulares, con las copas unidas de manera que creaban refugios perfectos donde los elfos podían meditar. El propio Silvanos tenía predilección por un macizo de laureles situado en el lado occidental del jardín. Cuando el augusto fundador de la nación élfica murió, las hojas verdes de los laureles se tornaron doradas, y esa tonalidad perduró a partir de entonces.
Kith-Kanan no entró a los Jardines de Astarin por uno de los senderos. Avanzando en completo silencio sobre sus botas de piel de gamo, se deslizó hasta el seto de moreras que le llegaba a la altura del hombro y al que la magia había dado forma. Saltó por encima del muro vegetal y cayó al otro lado, todavía sin hacer el menor ruido. Agazapado, avanzó hacia la arboleda.
El príncipe podía oír el susurro impaciente de unas pisadas dentro del dorado macizo de laureles. Imaginó a Hermathya paseando de un lado a otro, los brazos cruzados, el cabello rojizo como una llamarada en medio de los dorados árboles. Se deslizó hacia la entrada de la arboleda. Hermathya estaba de espaldas a él, con los brazos cruzados en un gesto de enojo. Kith-Kanan la llamó, y la joven giró sobre sus talones.
—¡Kith! Me has asustado. ¿Dónde estabas, qué hacías?
—Venir presuroso a tu encuentro —contestó.
La expresión enfadada de la joven duró un instante más y después corrió hacia él, con su vestido azul ondeando. Se abrazaron bajo la entrada en arco que daba acceso al retiro de Silvanos. El abrazo dio paso a un beso. Transcurrido un tiempo, Kith-Kanan se apartó un poco y susurró:
—Debemos ser prudentes. Mi padre está en la torre y podría vernos.
Por toda respuesta, Hermathya atrajo hacia sí el rostro del príncipe y lo besó otra vez.
—Escondámonos —dijo luego con voz entrecortada.
Los dos jóvenes se refugiaron al abrigo del macizo de laureles. Conforme a las complicadas normas cortesanas, un príncipe y una doncella elfa de buena cuna no podían reunirse libremente, como Kith-Kanan y Hermathya venían haciendo durante los últimos seis meses. Ambos debían ir acompañados por sus respectivos séquitos, si es que llegaban a verse alguna vez. El protocolo exigía que no estuviesen nunca a solas.
—Te he echado mucho de menos —dijo Hermathya mientras cogía a Kith-Kanan de la mano y lo conducía al banco de granito gris—. Silvanost es como una tumba cuando tú no estás.
—Siento haberme retrasado. Arcuballis ha tenido el viento en contra durante todo el vuelo en el viaje de vuelta. —Esto no era del todo cierto, pero ¿por qué enfadarla más? De hecho, Kith-Kanan había levantado tarde el campamento porque se había quedado escuchando el relato de dos elfos kalanestis sobre increíbles aventuras en el oeste, en la tierra de los humanos.
—La próxima vez, llévame contigo —pidió Hermathya mientras seguía la línea de la mandíbula del joven con su esbelto dedo.
—¿A una cacería?
—¿Por qué no? —Le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Su cabello olía a sol y a especias.
La apretó contra sí y, hundiendo el rostro en su pelo, aspiró hondo.
—Probablemente sabrías arreglártelas bien, pero ¿qué doncella respetable viajaría al bosque con un hombre que no es su padre, ni su hermano, ni su esposo?
—No quiero ser respetable.
Kith-Kanan observó su rostro atentamente. Hermathya tenía los ojos del color azul profundo del Clan Hoja de Roble, y los pómulos altos de la familia materna, el Clan Baya del Sol. En su semblante, bello y delicado, vio pasión, ingenio, valor…
—Amor mío —musitó.
—Yo también te amo —repuso ella.
El príncipe la miró a los ojos.
—Cásate conmigo, Hermathya —dijo suavemente. Los ojos de la joven se abrieron mucho, y la muchacha se apartó de él al tiempo que soltaba una risilla—. ¿Qué te resulta tan divertido? —demandó.
—¿Por qué hablar de matrimonio? Que me des una Joya Estrella no hará que te ame más. Me gustan las cosas como están.
—¿Te gusta reunirte conmigo en secreto? —inquirió Kith-Kanan mientras señalaba con un amplio ademán los dorados laureles—. ¿Te gusta sufrir un sobresalto cada vez que suena un ruido, y hablar en susurros para que no nos descubran?
—Por supuesto. —Se apretó de nuevo contra él—. Eso lo hace aún más estimulante.
Kith-Kanan tuvo que admitir que su vida había sido cualquier cosa menos aburrida últimamente. Acarició la mejilla de su amada. El viento agitó las hojas doradas mientras la ceñía contra sí. Ella enredó los dedos en los blancos cabellos del joven. Colmados sus sentidos con Hermathya, el príncipe olvidó toda idea de matrimonio.
Se separaron entre sonrisas y suaves caricias en las mejillas del otro. Hermathya desapareció por el sendero del jardín en medio de una sacudida de cabellos rojizos y un susurro de sedas. Kith-Kanan se quedó parado a la entrada del dorado macizo de laureles y la estuvo observando hasta que se perdió de vista. Luego, con un suspiro, se encamino hacia el palacio.
El sol se había puesto y, mientras cruzaba la plaza, el príncipe vio que los sirvientes estaban encendiendo lámparas en las ventanas de palacio. Todo Silvanost brillaba luminoso por la noche, pero el Palacio de Quinari, con su maciza torre y sus numerosas ventanas altas, era como una constelación en el firmamento. Kith-Kanan se sentía muy satisfecho mientras remontaba con vivaz desenvoltura la escalinata de la puerta principal.
Los guardias golpearon las picas contra las hombreras de sus armaduras. El que estaba a la derecha del príncipe dijo:
—Alteza, el Orador os pide que vayáis a la Sala de Balif.
—Bien, en tal caso, será mejor que no haga esperar al Orador —repuso. El guardia saludó, y el joven cruzó la amplia arcada de acceso. Ni siquiera la perspectiva de recibir una reprimenda de su padre ensombreció su buen estado de ánimo. Todavía percibía el perfume limpio y a especias de Hermathya, todavía se miraba en la azul profundidad de sus ojos.
La Sala de Balif, llamada así en honor a un general kender que en el pasado había combatido bien en defensa del gran Silvanos, ocupaba toda una planta de la torre central. Kith-Kanan subió los amplios escalones de piedra al tiempo que palmeaba las espaldas de sirvientes y saludaba con cordialidad a cortesanos. Una estela de sonrisas quedó a su paso.
Cosa extraña, había dos guardias apostados a las enormes puertas de bronce de la Sala de Balif, que, por lo general, no estaban guardadas. Al aproximarse Kith-Kanan, uno de los guardias dio unos golpecitos a la hoja de bronce que tenía a sus espaldas con el extremo romo de su pica. En silencio, Kith-Kanan aguardó mientras los dos soldados empujaban las pesadas puertas para que pasara.
La sala estaba moderadamente iluminada por las velas de los candelabros situados sobre la mesa ovalada de banquetes. La primera cara que vio Kith-Kanan no fue la de su padre, Sithel.
—¡Sithas!
El joven elfo, alto y de cabello blanco, se puso en pie.
Kith-Kanan rodeó la mesa y abrazó cordialmente a su hermano gemelo. Aunque vivían en la misma ciudad, sólo se veían de vez en cuando. Sithas pasaba la mayor parte del tiempo en el templo de Matheri, donde los clérigos se habían ocupado de su educación desde que era un niño. Kith-Kanan estaba ausente con frecuencia, ya fuera cazando, volando o cabalgando. Tenían noventa y dos años, edad que para los de su raza significaba que apenas eran adultos. El tiempo y las costumbres habían cambiado a los gemelos de tal modo que ya no eran un calco el uno del otro. Sithas, el mayor por escasos minutos, era esbelto y de tez pálida, consecuencia de su vida escolar. Su rostro estaba iluminado por unos grandes ojos de color avellana, los ojos de su padre y de su abuelo. En su túnica blanca llevaba una estrecha banda roja, un tributo a Matheri, cuyo color era ése.
Kith-Kanan, al pasar tanto tiempo al aire libre, tenía la tez de un tono tostado, casi tan oscuro como sus ojos marrones. La vida de explorador y patrullero por los bosques lo había fortalecido, ensanchando sus hombros y endureciéndole los músculos.
—Estoy en apuros —dijo tristemente.
—¿Qué has hecho esta vez? —preguntó Sithas, aflojando las manos que agarraban a su gemelo.
—Estaba fuera, volando con Arcuballis…
—¿Has vuelto a asustar a los granjeros?
—No, no es eso. Sobrevolaba la ciudad, de modo que viré alrededor de la Torre de las Estrellas…
—Tocando el cuerno, sin duda.
—¿Me dejas que termine? —suspiró Kith-Kanan—. Rodeé la torre, lentamente y con mucho cuidado, pero ¿quién se encontraba allí, en la balconada alta? ¡Padre, nada menos! Me vio y me lanzó esa mirada.
—También estaba yo. —Sithas se cruzó de brazos—. Padre no parecía muy complacido.
—¿A qué viene todo esto? —inquirió su gemelo, bajando la voz a un tono conspirador—. No me ha llamado para regañarme, ¿verdad? Si fuera por eso, tú no estarías aquí.
—No. Padre mandó aviso al templo para que viniera antes de tu regreso a casa. Ha subido a buscar a madre. Tiene algo que deciros.
Kith-Kanan se tranquilizó al comprender que no iba a recibir una reprimenda.
—¿De qué se trata, Sith?
—Voy a casarme —repuso su hermano.
Kith-Kanan, con los ojos desorbitados, se recostó en la mesa.
—¡Por E’li! ¿Eso es todo cuanto tienes que decir? «¿Voy a casarme?».
—¿Qué más quieres que diga? Padre ha decidido que es el momento oportuno, y no hay más que hablar.
—¿Ha escogido una chica? —preguntó Kith-Kanan con una sonrisa.
—Creo que por eso os ha llamado a madre y a ti. Lo sabremos al mismo tiempo los tres.
—¿Quieres decir que todavía no sabes quién es?
—No. Hay catorce clanes adecuados dentro de la Casa Presbiterial, de modo que hay muchas novias probables. Padre ha elegido una basándose en la dote ofrecida… y conforme a qué familia quiere vincular con la Casa Real.
—Probablemente será fea, y también una arpía —comentó Kith-Kanan con un brillo divertido en los ojos.
—Eso es lo de menos. Lo único que importa es que sea sana, de buena cuna, y que honre convenientemente a los dioses —repuso Sithas con tono calmoso.
—No sé. Creo que la inteligencia y la belleza también deben contar. Y el amor. ¿Qué me dices del amor, Sithas? ¿Qué piensas sobre casarte con una desconocida?
—Así es como se ha hecho siempre.
Muy propio de él. El camino más rápido para asegurarse la colaboración de Sithas era invocar la tradición. Kith-Kanan chasqueó la lengua y caminó en torno a su gemelo, que permanecía inmóvil. Sus palabras resonaron en las pulidas paredes de piedra.
—Pero ¿es justo? —dijo, con un tonillo burlón—. Quiero decir que cualquier escriba o herrero de la ciudad puede elegir por sí mismo a su consorte, porque la ama y ella le corresponde. Los Elfos Salvajes de los bosques, los elfos verdes marinos, ¿se casan por cumplir con su deber o toman por esposa a una compañera cariñosa que le dará hijos y será el báculo de su vejez?
—No soy escriba ni herrero, y mucho menos un Elfo Salvaje —replicó Sithas. Hablaba quedamente, pero sus palabras sonaron tan claras como las pronunciadas por su hermano en voz alta—. Soy el primogénito del Orador de las Estrellas, y mi deber es mi deber.
Kith-Kanan dejó de caminar a su alrededor y se recostó con pesadez en la mesa.
—La vieja historia de siempre, ¿no? El juicioso Sithas y el imprudente Kith-Kanan —dijo—. No me hagas caso. Me alegro por ti, de verdad. Y también por mí. Al menos, puedo elegir a mi esposa cuando llegue la hora.
—¿Tienes en mente a alguien? —inquirió su hermano sonriendo.
¿Por qué no decírselo a Sithas? Su gemelo nunca lo delataría.
—A decir verdad —empezó Kith-Kanan—, hay una…
La puerta trasera de la sala se abrió y Sithel entró, acompañado por Nirakina.
—Saludos, padre —dijeron los hermanos al unísono.
El Orador indicó con un gesto a sus hijos que tomaran asiento. Retiró una silla para su esposa, y después se sentó él. La corona de Silvanesti, una diadema de estrellas de oro y plata, le ceñía la frente. Había llegado a una época de su vida en que la edad empezaba a notarse. El cabello de Sithel había sido siempre blanco, pero ahora, en lugar de brillante y sedoso, tenía un aspecto quebradizo y gris. Unas minúsculas arrugas que se marcaban en torno a su boca y a sus ojos de color avellana, que eran una señal de su descendencia del linaje de Silvanos, denunciaban una leve insinuación de decadencia. Todos éstos eran pequeños signos externos de la gran carga de tiempo que Sithel llevaba en su cuerpo, delgado y erguido. Tenía mil quinientos años.
Aunque pasado también el milenio, lady Nirakina seguía siendo esbelta y elegante. Era baja, para los cánones elfos, casi como una muñeca. Su cabello tenía el color castaño dorado de la miel, igual que sus ojos. Estos eran rasgos de su familia, el Clan de la Luna Plateada. De ella emanaba una sensación de dulzura; una dulzura que tenía la virtud de calmar a su esposo, a menudo irritado. En palacio se comentaba que Sithas tenía los rasgos físicos de su padre y el temperamento de su madre, y que Kith-Kanan había heredado la sonrisa de su madre y el carácter enérgico de su progenitor.
—Tienes buen aspecto —dijo Nirakina a Kith-Kanan—. ¿Fue agradable tu viaje?
—Sí señora. Me encanta volar —repuso, tras besarle la mejilla.
Sithel lanzó una mirada penetrante a su hijo. Kith-Kanan carraspeó y saludó cortésmente a su padre.
—Me alegra que regresaras en estos momentos —declaró Sithel—. ¿Te ha hablado Sithas de su inminente matrimonio? —Kith-Kanan respondió afirmativamente—. Tú tendrás también un papel importante en la ceremonia, Kith. Como hermano del novio, serás el encargado de escoltar a la novia a la Torre de las Estrellas…
—¡Sí, lo haré, pero dinos quién es! —insistió el impaciente príncipe.
—Es una doncella de cualidades y belleza excepcionales, según tengo entendido —repuso Sithel—. Bien educada, de familia noble…
—¡Padre! —suplicó Kith-Kanan. Sithas, por el contrario, estaba silencioso, sentado con las manos entrelazadas en el regazo. Años de adiestramiento en el templo de Matheri le habían dado una paciencia formidable.
—Hijo mío —dijo el Orador a Sithas—, el nombre de tu esposa es Hermathya, hija de lord Shenbarrus del Clan Hoja de Roble.
Sithas arqueó una ceja en un gesto de aprobación. Incluso él había reparado en Hermathya. No dijo nada, pero demostró su aquiescencia con un leve cabeceo.
—¿Te encuentras bien, Kith? —preguntó Nirakina—. Estás muy pálido.
Para sorpresa de su madre, parecía que Kith-Kanan hubiese sido abofeteado por su padre. El príncipe tragó saliva con esfuerzo y asintió en silencio, incapaz de hablar. De entre tantas doncellas elegibles, era Hermathya la destinada a casarse con Sithas. Era absurdo. ¡No podía ser cierto! Nadie de su familia sabía que la amaba. Si lo supieran, si su padre lo supiera, elegiría a cualquier otra.
—Eh… ¿quién…, quién más está enterado de esto? —consiguió articular Kith-Kanan.
—Sólo la familia de la novia —respondió Sithel—. Envié a Shenbarrus la aceptación de la dote esta mañana.
Un profundo desaliento se apoderó de Kith-Kanan. Tenía la sensación de estar hundiéndose en un pozo sin fondo. La familia de Hermathya ya lo sabía. Ahora no había vuelta atrás. El Orador había dado su palabra. Obligado por el honor, no podía anular su decisión sin ofender gravemente al Clan Hoja de Roble.
Sus padres y su hermano empezaron a discutir detalles de la boda. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Tomó la resolución de dar la cara y declarar su amor por Hermathya, dejar claro que ella era suya y de nadie más. Sithas era su hermano, su gemelo, pero no la conocía. No la amaba. Podía encontrar otra esposa. Kith-Kanan no podía encontrar otro amor. Se puso de pie, tambaleante.
—Yo… —empezó. Todos los ojos se volvieron hacia él.
—¿Qué te ocurre? —lo interrogó su padre—. ¿Estás enfermo, muchacho? No tienes buen aspecto.
—No me siento muy bien —contestó con voz ronca. Quería gritar, salir corriendo, romper y destrozar cosas, pero la imponente calma de su madre, su padre y su hermano lo inmovilizaba como un grueso manto. Carraspeó antes de añadir—: Creo que ese largo vuelo me ha afectado.
Nirakina se levantó de la silla y le tocó la cara.
—Tienes calor. Quizá deberías descansar un rato.
—Sí. Sí, es lo que me hace falta —asintió—. Descansar. —Buscó apoyo en el borde de la mesa.
—Haré el anuncio oficial cuando la luna blanca salga esta noche. Los clérigos y los nobles se reunirán en la torre —dijo Sithel—. Debes estar presente, Kith.
—Allí es… estaré, padre. Sólo necesito descansar.
Sithas fue con su hermano hacia la puerta. Antes de que abandonaran la sala, Sithel comentó:
—Ah, por cierto, deja el cuerno en palacio, Kith. Una acción insolente al día es suficiente. —El Orador sonrió, y Kith-Kanan se las ingenió para responder con una débil mueca.
—¿Quieres que te envíe un sanador? —ofreció Nirakina.
—No. Estaré bien, madre.
Fuera, en el corredor, Sithas echó el brazo sobre los hombros de su hermano.
—Parece que voy a tener suerte; mi esposa posee inteligencia y belleza por igual —comentó.
—Eres afortunado, sí —repuso Kith-Kanan. Sithas lo miró preocupado, y su hermano se sintió impelido a añadir—: Ocurra lo que ocurra, Sith, no me juzgues demasiado mal.
—¿Qué quieres decir? —Sithas frunció el entrecejo.
Kith-Kanan inhaló hondo y se volvió para subir la escalera que llevaba a su cuarto.
—Sólo recuerda que nada podrá separarnos jamás. Somos dos mitades de la misma moneda.
—Dos ramas de un mismo árbol —agregó Sithas, completando el ritual que los gemelos habían inventado siendo niños. Su preocupación se acrecentó mientras veía a su hermano remontar los peldaños lentamente.
Kith-Kanan eludió el rostro para que Sithas no viera el gesto de dolor que lo contraía. Sólo tenía dos horas escasas antes de que Solinari, la luna blanca, asomara por encima de los árboles. Lo que quiera que fuera a hacer, tenía que planearlo antes de ese momento.
Los grandes y nobles de Silvanesti entraron en la sala abierta de la Torre de las Estrellas. Los rumores volaban por el aire como gorriones, de cortesano a clérigo, de cabeza de familia de clan a humilde acólito. Tales asambleas en la torre eran contadas y, por lo general, estaban motivadas por un asunto de estado.
Dos jóvenes heraldos, ataviados con tabardos de un vivo color verde y tocados con coronas de laurel, entraron en la sala marcando el paso. Se volvieron y se situaron a ambos lados de la gran puerta. Se llevaron a los labios unas esbeltas trompetas, y el clamor de la fanfarria resonó en el aire. Cuando los instrumentos callaron, un tercer heraldo penetró en el recinto.
—¡Elfos libres y leales, atended! ¡Su alteza, Sithel, Orador de las Estrellas!
Todos se inclinaron en silencio cuando Sithel apareció en la puerta y se dirigió hacia su trono esmeralda. Hubo un grito espontáneo de «¡Viva el Orador!» entre las filas de los nobles, que fue secundado por la totalidad de los presentes, y la sala retumbó con las voces elfas. El Orador subió los peldaños, se volvió y se puso de cara a la asamblea. Se sentó y los vítores cesaron. El heraldo habló de nuevo:
—¡Sithas, hijo de Sithel, príncipe heredero!
Sithas cruzó la puerta, se inclinó ante su padre, y se aproximó al trono. Mientras su hijo remontaba los siete escalones hacia la plataforma, Sithel tendió la mano indicando a su hijo su puesto, de pie a la izquierda del trono. Sithas ocupó su sitio, de cara al público.
Las trompetas tocaron de nuevo.
—¡Lady Nirakina, esposa de Sithel, y príncipe Kith-Kanan, su hijo!
Kith-Kanan entró en la sala llevando a su madre del brazo. Se había cambiado y ahora vestía ropas cortesanas de lino azul claro, atuendo que rara vez se ponía. Avanzó rígido por el pasillo central, con la mano de su madre apoyada levemente en su brazo izquierdo.
—Sonríe —le susurró Nirakina.
—No conozco a la mayor parte de ellos —rezongó Kith-Kanan.
—Sonríe de todas formas. Ellos sí te conocen a ti.
Cuando llegaron a los escalones, el puño de la espada de Kith-Kanan asomó bajo el fajín ceremonial. Nirakina contempló el arma, que estaba bien escondida entre los voluminosos pliegues de su túnica.
—¿Por qué has traído eso? —le preguntó en un susurro.
—Es parte del atuendo —respondió—. Tengo derecho a llevarlo.
—No seas impertinente —dijo su madre con remilgo—. Sabes que es una reunión pacífica.
Un gran sillón de madera, con mullidos cojines de terciopelo rojo, estaba instalado a la izquierda del príncipe Sithas para la esposa del Orador. Kith-Kanan, al igual que su gemelo, debía permanecer de pie en presencia de su padre, el monarca.
Una vez que la familia real hubo ocupado su sitio, los nobles reunidos se pusieron en fila para presentar sus respetos al Orador. El ritual protocolario establecía el orden: en primer lugar los clérigos; a continuación los cabezas de familia de los clanes de la Casa Presbiterial; por último, iban los jefes de gremios de la ciudad. Kith-Kanan, a la izquierda de su hermano pero bastante apartado de él, buscó a Hermathya entre la multitud. Los reunidos eran unos trescientos y, aunque guardaban silencio, el roce de los pies y el susurro de sedas y linos saturaba de sonidos la torre.
Los heraldos se adelantaron hasta el pie de la tribuna y anunciaron a cada grupo a medida que se presentaban ante el Orador.
Los clérigos y las sacerdotisas, con sus túnicas blancas y sus cintas doradas ceñidas a la frente, llevaban fajines del color correspondiente al dios a quien servían: plateado por E’li, rojo por Matheri, marrón por Kiri Jolith, azul claro por Quenesti Pah, y así sucesivamente. Siguiendo una antigua regla, iban descalzos para, de ese modo, estar más cerca del sagrado suelo de Silvanesti.
Los cabezas de los clanes guiaban a sus familias ante el Orador. Kith-Kanan contuvo el aliento cuando lord Shenbarrus, del Clan Hoja de Roble, apareció a la cabeza de la fila. Era viudo, de manera que su hija mayor iba a su lado.
Hermathya.
Sithel habló por primera vez desde que había hecho acto de presencia en la Torre de las Estrellas.
—Señora, te ruego que te quedes —dijo a Hermathya.
La joven, ataviada con un vestido recamado, de un tono dorado como la luz del sol estival, y su hermoso semblante enmarcado por dos decorosas trenzas —un estilo de peinado que Kith-Kanan sabía que detestaba—, se inclinó ante el Orador y se apartó de su familia para acercarse al pie de la plataforma del trono. El murmullo de cientos de cuchicheos se alzó en la sala.
Sithel se levantó y le ofreció una mano a Hermathya, que subió los peldaños sin vacilación y se puso a su lado. Sithel hizo un gesto a los heraldos. Una única nota hendió el aire.
—¡Silencio en la sala! ¡Su alteza va a hablar! —anunció el heraldo.
Los murmullos se apagaron. La mirada de Sithel recorrió la multitud para detenerse por último en su esposa y sus hijos.
—Santos clérigos, ancianos, súbditos, calmad vuestros ánimos —comenzó, y su sonora voz levantó ecos en la vasta sala—. Os he convocado para daros una gozosa noticia. Mi hijo, Sithas, que será Orador después de mí, ha alcanzado la edad adecuada para tomar esposa. Tras las oportunas consultas a los dioses, así como con los jefes de todos los clanes de la Casa Presbiterial, he encontrado la doncella adecuada para ser la novia de mi hijo.
La mano izquierda de Kith-Kanan fue hacia la empuñadura de su espada. Una gran calma se había apoderado de él. Había meditado largo y tendido sobre esto, y sabía lo que tenía que hacer.
—He elegido a esta doncella sabiendo a ciencia cierta la desilusión que sufrirán los otros clanes —siguió diciendo Sithel—. Lo lamento profundamente. Si ésta fuera una tierra de bárbaros, donde los hombres pueden tomar varias esposas, me aventuro a decir que os daría esa alegría a algunos más. —Unas risas corteses se alzaron entre las filas de nobles—. Pero el Orador sólo puede tener una esposa, de modo que he elegido a una. Espero sinceramente que ella y mi hijo sean tan felices juntos como yo lo he sido con mi Nirakina.
Miró a Sithas, que se adelantó junto a su padre. Sosteniendo la mano izquierda de Hermathya, el Orador cogió la derecha de Sithas. La multitud contuvo el aliento, aguardando que hiciera el anuncio de manera oficial.
—¡Alto!
Los dedos de la pareja casi se rozaban cuando resonó el grito de Kith-Kanan. Sithel se giró sorprendido hacia su hijo pequeño. Todos los ojos se clavaron estupefactos en el príncipe.
—¡Hermathya no puede casarse con Sithas! —declaró Kith-Kanan.
—Silencio —dijo Sithel con dureza—. ¿Te has vuelto loco?
—No, padre —repuso, tranquilo, Kith-Kanan—. ¡Hermathya me ama a mí!
Sithas retiró la mano de los fláccidos dedos de su padre. Entre los suyos sostenía una Joya Estrella, el regalo tradicional de compromiso entre los elfos. El joven sabía que algo raro ocurría. Había sido evidente la incomodidad de su hermano desde que les había sido revelado el nombre de la futura esposa, pero no había imaginado la razón para tal comportamiento.
—¿Qué significa esto? —demandó lord Shenbarrus, acercándose a su hija.
Kith-Kanan se adelantó al borde de la plataforma.
—¡Díselo, Hermathya! ¡Díselo a todos!
Sithas miró a su padre. La mirada del Orador estaba prendida en Hermathya. Las mejillas de la joven tenían un leve rubor, pero su expresión era calmada, y mantenía los ojos bajos.
Al ver que Hermathya guardaba silencio, Sithel ordenó:
—Habla, muchacha. Di la verdad.
La joven alzó la vista y miró directamente a Sithas.
—Quiero casarme con el heredero del Orador —declaró.
Su tono no era fuerte, pero, en el tenso silencio de la sala, cada sonido, cada palabra retumbaba como el trueno.
—¡No! —exclamó Kith-Kanan. ¿Qué estaba diciendo Hermathya?—. No tengas miedo, Thya. No te dejes influir por nuestros padres. Diles la verdad. Diles a quién amas.
—Mi elección es el heredero del Orador… —repitió Hermathya, cuyos ojos seguían fijos en Sithas.
—¡Thya! —Kith-Kanan habría corrido hacia la joven, pero Nirakina se interpuso en su camino y suplicó a su hijo que se dominara. Suavemente, pero con firmeza, el príncipe la apartó a un lado. Ahora sólo Sithas se interponía entre él y Hermathya.
—Hazte a un lado, hermano —dijo.
—¡Basta! —bramó su padre—. ¡Nos estás deshonrando a todos!
Kith-Kanan desenvainó la espada. Respingos y gritos sofocados llenaron la Torre de las Estrellas. Llevar un arma en la sala era una seria ofensa, un acto sacrílego. Pero Kith-Kanan vaciló. Miró la espada que sostenía su mano; los rostros de su hermano y de su padre; el de la mujer a quien amaba. Hermathya permanecía inmóvil, sin apartar los ojos de su gemelo. ¿Qué influencia tenían sobre ella?
Sithas no estaba armado. De hecho, ninguno de los presentes en la sala lo estaba, a menos que contara como armas las endebles mazas ceremoniales que algunos jefes de clanes llevaban. Nadie podría detenerlo si decidía luchar. La mano que sostenía la espada tembló.
Con un grito de extrema angustia, el príncipe arrojó lejos de sí el corto y fino acero. El arma se deslizó sobre el pulido suelo hacia donde estaban los clérigos, que se retiraron con presteza. Para ellos, estaba considerado ritualmente inmundo el roce de un arma afilada.
Kith-Kanan echó a correr, ardiendo en cólera y frustración. La multitud se apartó a su paso. Todos los ojos lo siguieron hasta que salió de la sala.
Sithas descendió de la tribuna y fue hacia donde la espada de Kith-Kanan estaba tirada. La recogió. La sentía pesada y extraña en su mano inexperta. Contempló fijamente el aguzado filo, y después miró la puerta por la que Kith-Kanan había desaparecido. Su corazón sufría por su gemelo. Esta vez, Kith no sólo había sido impetuoso o imprudente. Esta vez, su acción era una afrenta al trono y a los dioses.
Sithas sólo veía un modo correcto de proceder. Regresó junto a su padre y su prometida. Dejó la espada desnuda a los pies de Sithel, y tomó la mano de Hermathya. Su tacto era cálido; podía sentir su pulso contra su propia palma, fresca. Y, cuando Sithas sacó de entre los pliegues de su túnica la Joya Estrella azul, casi pareció que ésta cobraba vida, emitiendo destellos de todos los colores del arco iris en su mano.
—Si tú quieres tomarme como esposo, yo te tomaré por esposa —declaró mientras le tendía la joya a Hermathya.
—Sí, quiero —respondió ella en voz alta. Aceptó la Joya Estrella y la apretó contra su pecho.
La Torre de las Estrellas retumbó con los estruendosos vítores de los elfos reunidos.