Resoluciones
El Perechon entró entre chirridos, silbidos y otros ruidos metálicos en la bahía de Lacynes poco después del amanecer del día siguiente, antes del plazo establecido por lord Attat. Algunos marineros que había en el embarcadero miraron atónitos la maltrecha embarcación que navegaba ligera pero ruidosamente.
Maquesta ordenó a Lendle que apagara su máquina de remar y el barco entró deslizándose sobre las fétidas aguas justo a tiempo para que la tripulación viera cómo un tripulante minotauro arrojaba las entrañas de algún animal grande por la borda de una goleta. Maq hizo una mueca de asco y pensó agradecida que en pocas horas Melas y el Perechon estarían fuera de Lacynes, para siempre si de ella dependiera. La joven dudaba que el jefe minotauro quisiera quedarse con la embarcación cuando viera el estado del barco y la falta del palo de mesana. Fritzen le preguntó si era posible hacer las reparaciones en el puerto, pero Maq se limitó a fruncir el entrecejo.
—En cuanto tengamos a mi padre e Ilyatha recupere a su hija, nos largaremos de este sitio. Podemos encontrar otro puerto a pocos días de aquí. Quizá no tenga unas instalaciones tan buenas, pero estoy segura de que será bastante más acogedor —contestó Maquesta.
Bas-Ohn Koraf estaba de pie en la proa y Maquesta advirtió que el minotauro había sucumbido a un profundo estado de depresión. Antes de que se pusiera el sol, Koraf habría perdido de nuevo su libertad, aunque la joven tenía la esperanza de que Attat accediera a venderlo por unas cuantas gemas del morkoth. Además, quedaba el delicado asunto de que su padre se acostumbrara a tener un tripulante minotauro. Eso tal vez sería difícil después de todo lo que le había hecho Attat, pero ella se había acostumbrado a depender demasiado de Kof para renunciar así como así al primer oficial minotauro.
Cuando el Perechon estuvo anclado con seguridad, Maq envió a Vartan y Fritzen a tierra en la chalupa, con un mensaje para lord Attat. El jefe minotauro debía venir al embarcadero, llevando con él a Melas y a Sando. El mensaje decía también que Maq se reuniría con él en la cubierta del Perechon, momento en el que le entregaría al morkoth, concluyendo su parte del trato con el jefe minotauro. Un intercambio de prisioneros, pensó la joven.
Maq no tenía ni idea de cómo planeaba lord Attat llevarse el morkoth desde el puerto hasta su palacio, pues pensaba que la criatura moriría en cuanto la sacaran del agua, pero Maq no tenía intención de preocuparse de eso. Ella había cumplido su parte del trato y no le importaba lo que Attat pretendiera hacer con la bestia.
La capitana saludó con la mano cuando Fritzen y Vartan se pusieron a los remos de la chalupa y bogaron hacia el embarcadero, y luego se puso a pasear por la cubierta, esperando ansiosa el regreso de su padre. Tenía tantas cosas que contarle. ¡Contarle! ¡Pues claro! La joven corrió bajo cubierta, donde Ilyatha se ocultaba de los rayos del sol.
—Ilyatha —barbotó Maquesta—, ¿has conseguido comunicarte con tu hija? ¿Se encuentra bien?
—Mi hija está viva —dijo el umbra con una leve sonrisa—, aunque sigue en esa horrible prisión de piedra en el jardín. Precisamente ahora los rayos de sol se dirigen de nuevo hacia ella, pero le he asegurado que no tendrá que esperar mucho más. Pronto estaremos juntos y en libertad.
—Y entonces el Perechon os llevará tan cerca de vuestro hogar como sea posible —ofreció Maq—. ¿Puedes percibir los pensamientos de mi padre? —preguntó la joven, que se alegraba por Ilyatha, pero necesitaba a su vez una evidencia que la tranquilizara—. ¿Puedes comunicarle que pronto estará de nuevo en la cubierta del Perechon?
El umbra sacudió lentamente la cabeza.
—Me puedo comunicar con Sando a esta distancia porque ella también es telépata, y a lo largo de nuestro viaje he podido contactar con el ki-rin porque tiene una mente potente y mágica, mucho más desarrollada que la mía. Mi habilidad para alcanzar a los que no tienen tales dones es limitada —le explicó Ilyatha.
—Pero supiste que estábamos escapando de la fortaleza de lord Attat —comenzó Maq—. Fuiste capaz de…
—La mazmorra estaba en el límite de mis poderes, la distancia máxima a la que llegaba con la mente dentro de su palacio. Me aposté en un lugar desde el que podía controlar lo que ocurría abajo.
Maquesta se encorvó, pero Ilyatha recordó que el Perechon había regresado antes del plazo estipulado por Attat, un logro del que Melas y ella deberían sentirse orgullosos. No tendrían que esperar mucho más.
Maq y el umbra siguieron charlando acerca de dónde irían Ilyatha y Sando, del rumbo que seguiría el Perechon durante los próximos meses, y de si Maquesta intentaría comprar su propio barco. Se preguntaron dónde se encontraría el ki-rin, pues habían creído que los acompañaría al entrar en el puerto. Pero Ilyatha dijo que su mente no percibía la de Belwar, que probablemente el ki-rin estaba visitando otro plano. Cuando Maq se dio cuenta de que había transcurrido bastante tiempo subió a la cubierta. A juzgar por la posición del sol, estaba bien entrada la tarde, y desde luego hacía rato que había pasado la hora en la que esperaba que hubieran regresado Vartan y Fritz. ¿Por qué tardaban tanto? ¿Habría ido algo mal? ¿Estaría lord Attat retrasándose a propósito para hacerla esperar y tenerla en ascuas, preocupada e intranquila? La tripulación sabía que su capitana estaba nerviosa; Maquesta no había hecho nada por ocultar sus sentimientos. Ellos también se arremolinaban por cubierta, esperando y observando a su capitana.
Asimismo Tailonna paseaba por cubierta, aunque no dejaba entrever lo que estaba pensando. Finalmente miró a la joven capitana y agitó la mano.
—Hago esto como un regalo para ti, Maquesta —dijo la elfa con una mueca de asco antes de encaminarse hacia el bauprés. Encaramada en la batayola, miró la superficie del agua con un gesto de repugnancia, se lanzó por la borda, y empezó a nadar rápidamente hacia el embarcadero.
Maq corrió a proa y desde allí observó cómo la elfa de mar esquivaba barriles flotantes, zonas de porquería repleta de insectos y los restos hinchados de cadáveres de animales. Buceó por debajo de otras basuras que salpicaban el puerto; no había nada de agua limpia a menos de cincuenta metros de la orilla. Cuando Tailonna llegó al embarcadero, Maq frunció el entrecejo. La piel antaño azulada y hermosa de la elfa de mar había adquirido un color marrón sucio, y en su pelo se enredaban repugnantes pegotes de musgo. Intentó sin éxito sacudirse la porquería y miró furiosa, a los marineros del embarcadero, que reían y se palmeaban las piernas señalándola.
A Maquesta le pareció que Tailonna les había dedicado algún comentario porque uno de los marineros se puso en pie y corrió hacia la elfa. Tailonna se limitó a esquivarlo y el hombre se cayó a las pútridas aguas. Mientras sus camaradas se partían de risa, la elfa se metió en la chalupa y remó de vuelta al Perechon.
Tailonna esperó en la pequeña embarcación y le hizo un gesto a Maquesta para que tirara la escala de soga.
—Voy a ir a Lacynes a lavarme y comprarme ropa nueva —explicó Tailonna, sonriendo—. Por supuesto, que tendrás que pagarla tú. Mientras, puedes visitar a lord Attat.
Espérame, Maquesta, comunicó Ilyatha. Aguantaré el sol para ver a mi hija.
¡No!, pensó Maquesta con aspereza. No le daré a Attat la oportunidad de someterte de nuevo a su voluntad para que le reveles lo que yo esté pensando o haciendo, te quedarás aquí. Yo te traeré a Sando.
Maquesta descendió por la escala, seguida por Lendle. Antes de que el trío tuviera tiempo de empujar la chalupa para alejarse del barco, Koraf se asomó por la borda y empezó a bajar también.
—Yo voy —dijo el minotauro—. No te dejaré ir sola al palacio de Attat. Conozco el lugar. No me agrada la idea de volver allí, pero no tengo elección.
Mientras toqueteaba el saquillo que colgaba de su cintura, Maquesta pensó que, probablemente, sería mejor contar con la ayuda de Kof. Llevaba con ella muchas gemas con las que esperaba comprar su libertad. El minotauro se puso a los remos y condujo la embarcación de vuelta al embarcadero, en tanto que Maq le daba las gracias a la elfa de mar y le metía una de las gemas en la mano.
—Esto debería ser suficiente para comprar ropa bonita —dijo Maquesta—. Y también debería servir para quitarte esa peste a puerto.
—El baño es definitivamente lo primero —dijo la elfa de mar, moviendo la nariz—. El agua del puerto es tóxica. Ahí no crece nada aparte de mugre o insectos y pequeñas serpientes venenosas. Deberían matar a los minotauros por estropear el agua de esa manera.
Varios minutos después, Maquesta y Koraf caminaban con paso firme por el embarcadero, y Lendle hacía lo posible por mantener el mismo ritmo. El trío pasó ante varios embarcaderos en busca de la calle principal que les llevaría hasta la imponente mansión de Attat.
—¡MaquestaNarThonmásdespacioporfavor! —murmuró el gnomo. Lendle estaba prácticamente sin resuello y daba cuatro pasos por cada una de las largas zancadas de Maq y de Koraf. El gnomo jadeaba y corría a saltitos mientras agitaba los brazos arriba y abajo como si, igual que las alas de un pájaro, pudieran ayudarle a avanzar.
—Tengo prisa, Lendle —espetó la joven—. Estoy preocupada. —Su semblante dejaba traslucir consternación, pero el gnomo hizo caso omiso.
—Caminamásdespacioporfavor —jadeó el cocinero. Luego abrió los ojos de par en par al vislumbrar algo que Maq y su primer oficial no habían visto—. ¡ParaMaquestaNarThon!
Perturbada, Maq se paró de repente, y Lendle, que no había dejado de caminar, tropezó con sus piernas y estuvo a punto de tirarla al suelo.
—¡Mira! —gritó el gnomo, apuntando hacia el puerto—. Fíjate en eso, Maquesta. —Puesto que Maquesta parecía demasiado ocupada como para distraerse, el gnomo le cogió de la mano y apuntó de nuevo.
Finalmente, la joven se giró para ver lo que había llamado la atención del gnomo y se le cayó el alma a los pies. Anclado a varios barcos del Perechon, a la sombra de una gran carabela, estaba el Matarife. No habían visto el barco desde la cubierta del Perechon, lo que quería decir, esperaba la joven, que la tripulación del Matarife, o lo que quedaba de ella, al menos, tampoco podía ver su barco. El Matarife estaba en casi tan mal estado como el Perechon. Vio que parte de la tripulación trabajaba para arreglar el palo mayor, el que Belwar había destrozado. Otro grupo parecía ocupado en reparar el agujero de la cubierta. Había una chalupa atracada cerca del centro del barco. Tal vez estaban todos a bordo.
—Debemos darnos prisa —le dijo Maquesta al gnomo—. Tenemos que recoger a mi padre, Fritzen, Vartan y Sando. Y hay que salir de aquí. No quiero tener problemas.
—Oh, yo diría que ya tienes problemas, capitana Nar-Thon —se oyó una voz tras ellos.
Maquesta y Koraf giraron sobre sus talones y vieron algo muy desagradable. Mandracore, con aspecto harapiento, se les acercaba. Iba flanqueado por una pareja de merros, u ogros acuáticos. Por su apariencia podrían ser gemelos; el pelo enmarañado de ambos semejaba una mata de algas resecas, su piel era de un color verde azulado y tenían los hombros, el cuello y parte de los brazos recubiertos de escamas. Llevaban petos de cuero que apenas ocultaban sus voluminosos músculos.
Mandracore vestía también armadura de cuero negro, tachonada de piezas de acero. Su rostro mostraba cicatrices recientes, la más evidente de las cuales era un largo verdugón rojizo que iba desde encima de su ojo derecho hasta la parte inferior de su mejilla. Al mirarlo con más atención, Maq notó que su ojo derecho no se movía y que la pupila estaba vidriosa. Al cuello llevaba una pesada cadena de oro, de la que colgaba un gran dije en forma de puño. La joven sospechó que se trataba de una pieza de joyería cogida de la cueva del tesoro del mercader de Marina.
La ondulante capa roja del capitán pirata le cubría totalmente el brazo derecho mientras se acercaba a ellos, y el hombre cojeaba de forma ostensible. Preocupada de que pudiera ir armado, Maq se colocó delante de Lendle y asió la empuñadura de su espada corta. Koraf soltó un gruñido que resonó en su amplia garganta.
—¿Lucharías conmigo aquí? —preguntó Mandracore, trazando un arco con su brazo izquierdo. Maq siguió su gesto y vio que los tenderos fisgaban a través de los escaparates y que los viandantes se habían detenido para observarlos—. Pero mira, ¡allí hay un guardia de la ciudad! Cosa rara en Lacynes, desde luego. A lo mejor no le importaría volver la vista hacia otro lado, ¿eh, Maquesta? Tal vez no me viera atravesarte con mi espada. O tal vez te sorprendiera desenvainando tu arma contra este humilde y respetado visitante y te arrojaría al calabozo… durante mucho tiempo. Tal vez acabaras en la mazmorra de lord Attat. Tengo entendido que compra prisioneros y los pone a trabajar en el circo. Me pregunto cuánto durarías allí. Claro que podrías preguntárselo a tu primer oficial. He oído que es una estrella entre los gladiadores del jefe minotauro.
—Te di por muerto —siseó Maquesta.
—Ah, y casi acertaste, querida —respondió con suavidad Mandracore—. Tiburones toro. —El pirata abrió su capa revelando un muñón donde antes había estado su brazo derecho—. Si no hubiera sido por mis leales amigos ogros, los tiburones me habrían devorado por completo. Pero los escualos tuvieron que conformarse con varios de mis marineros, y el brazo con el que manejaba mi espada. Apenas pude alcanzar el Matarife, y todo te lo tengo que agradecer a ti. Durante todo el viaje de vuelta hasta aquí un fuego interior me quemaba con una furia que nunca antes había sentido —gruñó el pirata. Su aliento olía intensamente a cerveza.
»Llevamos días reparando el Matarife, y cada amanecer he rezado para volver a verte —continuó Mandracore—. Hoy mis oraciones han sido escuchadas cuando vi entrar ruidosamente tu barco en el puerto. Si el Perechon estuviera en mejor estado que mi propio barco, me lo llevaría y te dejaría lo que queda del Matarife.
Mandracore dio otro paso hacia Maquesta y la joven movió levemente la mano para desenvainar su arma. La detuvo una mano pequeña en su muñeca. Lendle había entrecerrado los ojos y sacudió la cabeza en la dirección del guardia de Lacynes.
Mandracore no merece la pena, indicaron los labios del gnomo sin emitir sonido alguno.
—Tengo que ajustar cuentas contigo, Maquesta Nar-Thon —espetó Mandracore—. Me has costado un brazo, varios de mis mejores marineros, y una considerable suma de dinero. Si hubiera frustrado vuestra misión de capturar a la bestia que salisteis a cazar para lord Attat, me hubieran desembolsado una considerable suma de dinero. Así que, mi querida Maquesta, vas a pagar lo que me debes, ¿entiendes? Quizá me lo cobre antes de que abandones el puerto, mientras las pocas autoridades que hay hacen la vista gorda. O tal vez me lo cobre cuando estemos en alta mar. Pero te aseguro una cosa, capitana Nar-Thon, tan cierto como que el sol sale cada mañana sobre el Mar Sangriento que me cobraré todo lo que me debes.
Los ogros pasaron empujando al lado de Maquesta, Koraf y Lendle, y el apestoso olor a sudor de sus cuerpos impregnó el aire y estuvo a punto de hacer vomitar a Maq. Al girarse para ver cómo se alejaba el grupo de Mandracore, la joven sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—Debería haberme asegurado de que estaba muerto —susurró—. Nunca dejes a tus enemigos con aire en los pulmones. —Mandracore tenía importantes amigos en la ciudad y Maq sabía que no podría levantar la mano contra él allí, aunque sospechaba que el Ratero sí podría hacer impunemente lo que quisiera con ella y con el Perechon.
»Tendremos que salir de Lacynes pronto —les dijo con voz queda a Lendle y a Kof—. Los enemigos de Mandracore tienen tendencia a desaparecer, y por lo visto acabo de ponerme a la cabeza de la lista. Probablemente, le queda al menos un día para acabar de arreglar su palo de mesana, y tengo la intención de largarme de aquí antes de que pueda izar una sola vela.
El gnomo asintió y se apresuró tras ella, esforzándose de nuevo por mantener el ritmo de las largas y enérgicas zancadas de su capitana. Koraf echó un último vistazo al puerto y a la maltrecha embarcación pirata, y luego corrió tras ellos.
Al acercarse a la mansión de Attat, Maquesta notó que reinaba un gran silencio en la zona. Las calles que rodeaban el palacio estaban desiertas. Las puercas estaban cerradas, y los postigos de las ventanas, echados. Era como si los vecinos esperaran que ocurriera algo desagradable. La joven apretó los dientes, hizo caso omiso del nudo que tenía en el estómago, y se encaminó con energía hacia la puerta principal. Una pareja de musculosos minotauros le cerró el paso.
—Vengo a ver a lord Attat —espetó la joven—. Me está esperando. —Los minotauros la miraron con dureza y ella les devolvió la mirada—. ¡Dejadme entrar ahora mismo! —La joven estaba furiosa y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. Los guardias siguieron inmóviles. Entonces Maq les gritó algunas palabras en su propio idioma, palabras que le había enseñado Koraf.
Finalmente, los guardias asintieron al comprender sus intenciones y se apartaron para permitirle el paso a la joven, al gnomo y a Koraf. Lendle le dio un suave codazo cuando entraron en el patio exterior y señaló a los minotauros que los observaban. Maquesta nunca había visto tantos minotauros reunidos. Había más que el día en que ella y los demás se habían escapado de las mazmorras de Attat. Todos iban armados y parecían contemplarla con obvio interés. La joven sintió una cierta dosis de satisfacción al pensar que Attat consideraba necesario tal cantidad de guardias para ocuparse de ella.
La joven avanzó con decisión hacia el edificio principal, donde le abrieron las puertas, y siguió su camino por los pasillos de suelo de mármol en los que colgaban innumerables tesoros artísticos, a través de la sala de estar con sus valiosos instrumentos musicales de cuerda, y finalmente penetró en la inmensa cámara del jefe minotauro.
Attat estaba sentado en su trono, debajo de la piel de ki-rin que colgaba de la pared, y tenía una jaula en su regazo. El minotauro estaba metiendo un cuchillo entre los barrotes para despertar a lo que había dentro. La estancia era demasiado larga como para que Maquesta pudiera apreciar todos los detalles, aunque vio que la desafortunada criatura era gris, tal vez una ardilla o una rata grande. Los dos imponentes guardias que flanqueaban a Attat dieron un paso para aproximarse a su jefe. Cuando la joven se acercó, empuñaron sus enormes lanzas. De nuevo, encadenadas a las columnas, estaban las criaturas de Attat: el gran oso blanco, que gruñó cuando pasaron a su lado; el grifo y el hipogrifo que seguían amenazándose aunque las cadenas que tenían alrededor de los cuellos les impedían tocarse; y algunas bestias que la joven no había visto antes. Entre ellas había una gruesa serpiente de color marrón rojizo con puntos dorados que se había enrollado en la columna. Maq pensó que desenrollada debía de medir por lo menos seis metros. También había un hombre con cabeza de halcón y largas garras en lugar de pies.
—Un kenku —susurró Lendle—. Una criatura realmente rara a la que le desagradan los elfos y los humanos.
—Y apostaría a que ahora también los minotauros —acotó Maq.
Cuando Koraf, el gnomo y ella siguieron avanzando vieron más columnas. Encadenado a una de ellas había un simio de piel amarilla y grandes ojos rosados. Debía de medir casi tres metros, juzgó la joven devolviéndole la mirada. El simio saltó hacia atrás dejando ver a otros dos prisioneros de Attat. Maquesta se estremeció. Fritzen y Vartan estaban encadenados a la columna más alejada y, por el aspecto que presentaban, les habían propinado una paliza. El semiogro alzó la cabeza cuando Maq se acercó y le dedicó una débil sonrisa.
—Saludos, Maquesta Nar-Thon —bramó Attat—. Te estábamos esperando.
—¿Qué les has hecho a Fritz y a Vartan? —susurró la joven, que recorrió la distancia que la separaba de la tarima. Los guardianes dieron un paso al frente para asegurarse de que no amenazaba a su señor. Al acercarse, Maq vio lo que había en la jaula que Attat tenía en su regazo. Era un elefante enano que tenía heridas en los costados, allí donde el jefe minotauro le había pinchado con su cuchillo.
Attat soltó bruscamente la jaula en el suelo y se puso en pie. Hoy no llevaba un atuendo tan regio pero, aun así, el minotauro vestía una túnica de aspecto caro, de un color parecido al de la capa de tono morado oscuro que tenía echada sobre los hombros.
—¿Que qué les he hecho? Pues los castigué, por supuesto. No te trajeron a ti, no trajeron a Bas-Ohn Koraf, y no me trajeron al morkoth. —Attat la miró con frialdad, y con algo de desprecio—. El trato era que tú me traerías al morkoth. Por lo menos has devuelto a Koraf. Dentro de unos días se celebrará un combate y tengo intención de que participe.
—El morkoth está en el puerto, en la jaula que tú nos diste —replicó furiosa Maquesta—. No tengo medios para traerlo hasta aquí. No dispongo de carro y tampoco de un gran tanque de agua en el que trasladarlo.
—Eso se puede arreglar —contestó Attat, que se acariciaba pensativo la barba.
—No se arreglará nada hasta que no tenga a mi padre y se le haya administrado el antídoto. Y quiero que se libere ahora mismo a Fritz y a Vartan —ordenó Maquesta con voz fuerte e insistente—. También necesitaré a Sando. Su padre la aguarda en el Perechon.
—Ah, tu precioso Perechon —comentó Attat—. Mis espías del puerto me han informado de que tu barco está en mal estado.
—¿Mi padre, lord Attat? —insistió Maquesta—. Yo he cumplido mi parte de nuestro asqueroso pacto.
El minotauro hizo un ademán y uno de los guardias se acercó, haciendo mucho ruido con las pezuñas, hasta un nicho tapado con una cortina. El lacayo retiró la pesada tela y asintió con la cabeza hacia Maq.
—Sabes cómo llegar hasta mi calabozo ¿verdad, Maquesta? —dijo Attat con los ojos entrecerrados—. Tu padre está allí abajo. Súbelo, Maquesta. El antídoto le aguarda. —El jefe minotauro metió la mano entre los pliegues de su capa y sacó el frasco que contenía el líquido de color dorado—. Y ya que bajas, dile a los carceleros que encierren a Koraf. Cuando regreséis tu padre y tú, habré soltado a tus hombres. —El minotauro señaló a uno de sus guardias, quien movió las llaves que tenía en la cintura.
Maquesta miró el nicho y luego se encaró a Attat.
—Me gustaría comprar al minotauro Bas-Ohn Koraf —dijo con un tono comercial—. Es un marinero avezado, y me haría un buen servicio como tripulante.
—Oh, considero que Bas-Ohn Koraf no tiene precio. Es mi mejor luchador, sigue invicto, y no está en venta —contestó Attat, que miró fijamente a Koraf y apuntó hacia el nicho—. Regresa a tu hogar, esclavo, y lo más rápido posible. Al padre de Maquesta no le queda mucho tiempo de vida.
Maq miró a Koraf, pero los ojos del minotauro no revelaban emoción alguna. El primer oficial del Perechon asintió de forma estoica con la cabeza y se encaminó hacia el nicho; sus pezuñas resonaron en el suelo de mármol. Maquesta tragó saliva antes de seguirlo, y la pareja recorrió el largo y sinuoso descenso por la escalera que los conducía al malsano y húmedo subterráneo del palacio de Attat.
—No permitiré que te vuelvan a encerrar —dijo con voz queda Maq para que no la oyeran los guardianes que pudiera haber por allí—. Ha de haber algún otro modo de sacarte de aquí.
—En esta ciudad soy propiedad de lord Attat —contestó Koraf—. No tienes elección, y no conseguirás que tu padre mejore de ningún otro modo.
Cuando llegaron al pie de la escalera unos instantes más tarde, Maq reconoció el pasillo con filas de jaulas a ambos lados. Una pareja de guardianes se le acercó y, asintiendo, cogieron entre ambos a Koraf de los brazos.
—Nos alegramos de tenerte de nuevo en casa —se mofó uno de ellos mientras guiaba a Koraf hacia su antigua celda.
Maq contempló cómo se llevaban a su primer oficial. La ira crecía en su interior y su mente trabajaba a toda velocidad para analizar las distintas posibilidades.
—¡No! —gritó la joven antes de que hubieran recorrido la mitad del húmedo pasillo. Maq desenvainó su espada corta y se abalanzó sobre ellos. Los guardianes se dieron la vuelta, pero demasiado tarde. Su arma se clavó hasta la mitad en el costado de uno de ellos que, gruñendo, se desplomó al suelo retorciéndose. Maquesta sacó su arma de un tirón y flexionó las rodillas, lista para enfrentarse al otro guardián.
El segundo guardián soltó a Koraf y desenvainó su arma, un alfanje casi el doble de grande que la espada de Maq. Gruñendo de forma amenazante, lo alzó por encima del hombro para trazar un arco hacia abajo. Maquesta se abalanzó hacia adelante y le asestó un tajo en el abdomen, retirándose de un salto antes de que el descenso del arma pudiera alcanzarla. El guardián se miró el estómago con expresión incrédula y vio cómo se formaba una línea roja donde la joven había atravesado su armadura de cuero. Bramando de ira, agachó la cabeza y embistió hacia adelante con intención de cornear a su oponente. De nuevo Maq se alejó, esquivando por poco los cuernos y el alfanje.
La capitana avanzó hacia Koraf y sujetó ante ella su espada, agitando la punta y provocando al guardián.
—No hagas esto —le avisó Koraf—. Attat nos matará a los dos si mueren los guardianes.
—Ya no hay vuelta atrás —jadeó la joven—. ¿Por qué no me echas una mano?
Maquesta saltó hacia atrás, en dirección a la cámara de tortura de la mazmorra, y se agachó para enfrentarse a siguiente embestida del guardián. Cuando éste se acercó, la joven acuchilló hacia arriba con fuerza, atravesando la armadura, e hirió la carne que había debajo. La joven apretó los dientes y tiró fuerte para desclavar el arma; luego se echó al suelo y rodó hacia un lado. El guardia estaba herido de gravedad, pero seguía acosándola. De reojo, vio cómo el primer guardia empezaba a moverse.
—¡Kof! —bramó la joven—. No dejes que se escape.
Maq vio a Koraf deslizarse hacia adelante y bajar su pezuña sobre el cráneo del minotauro que seguía en el suelo. Un crujido indicó que ése ya no iría a ninguna parte.
Distraída por un momento, Maquesta no estaba preparada para el siguiente movimiento de su atacante. El minotauro la embistió con la espada alzada por encima del hombro. Trazó un arco abierto, como si fuera a matar una mosca y, aunque la joven trató de esquivarla, la hoja la golpeó en el hombro. Maq retrocedió hasta la pared y se miró el brazo. No era un corte profundo, pero la sangre manaba abundantemente, empapándole la manga de la túnica. La joven gruñó y alzó la vista hacia el guardián, que avanzó un paso hacia adelante y levantó nuevamente su arma. Maquesta ya no podía escapar, y el arma del minotauro tenía un alcance mucho mayor que la de Maq. La joven se agachó, esperando el golpe, y se quedó boquiabierta cuando éste se desplomó de rodillas y cayó hacia adelante, golpeándose sonoramente la cabeza contra el suelo de piedra. Tenía clavada en el centro de la espalda el arma del otro guardián.
—¿Kof? —preguntó la joven.
—No podía dejar que murieras —dijo el minotauro—, aunque ahora tengo las manos manchadas de más sangre de minotauro.
Maquesta se arrodilló y arrancó una tira de tela de la capa del guardián. La enrolló con fuerza alrededor de su hombro para intentar detener la hemorragia.
—Ayúdame a encontrar a mi padre —insistió la joven.
—Y después, ¿qué? —preguntó Koraf—. Hemos matado a los guardianes. Lord Attat lo sabrá y hará que nos torturen hasta la muerte.
—No seas tan optimista —dijo Maq a la par que limpiaba su espada y la envainaba. La joven se alisó la túnica y giró la faja para ocultar una gota de sangre—. Attat pensó que yo le obedecería sin rechistar y que te llevaría a una celda. Él no contaba con el hecho de que esta misión ya ha sido demasiado costosa. No habrá más sacrificios para el jefe minotauro.
Maquesta corrió de celda en celda hasta que encontró la pequeña estancia en la que estaba tendido su padre.
—¡Las llaves! Rápido. —La joven miraba por entre los barrotes, tenía extendido un brazo a su espalda y movía enérgicamente los dedos. Koraf cogió el llavero de uno de los guardianes muertos y lo colocó en la mano de la capitana.
Maq manoseó las llaves hasta encontrar la que abría la celda y mientras tanto llamaba a su padre con voz queda; pero no obtuvo respuesta. Abriendo de par en par la puerta, entró y se arrodilló al lado de su padre.
—¿Padre?
La piel de Melas tenía el color de la pizarra y su rostro estaba demacrado y huesudo. Su pecho apenas se movía y con cada inspiración sonaba un débil silbido. Maq cogió su mano y notó los huesos a causa de la extremada delgadez, y lo fría y pegajosa que estaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y sollozó con tal fuerza que apenas oyó la entrada de Kof en la celda tras ella.
—¿Padre? —repitió Maq.
Los ojos de Melas parpadearon, y la miró con gesto interrogante.
—Soy yo… Maquesta —dijo la joven con voz queda—. He vuelto a buscarte.
—¿Maq? —susurró casi imperceptiblemente Melas, y sus labios agrietados se curvaron hacia arriba en una sonrisa.
—Voy a sacarte de aquí —dijo Maq asintiendo con la cabeza. La joven se inclinó hacia adelante y lo besó en la mejilla.
Maquesta se incorporó, respiró hondo unas cuantas veces y luego metió sus brazos debajo de los hombros y las rodillas de su padre. Ligeramente inclinada hacia adelante, la joven lo levantó y se giró hacia Kof. Maq ajustó la posición de la cabeza de su padre para que se apoyara sobre su hombro herido, ocultando la sangre.
—¿Ves? Attat no sabrá lo que ha ocurrido aquí abajo —dijo satisfecha de sí misma la joven mientras caminaba hacia la puerta con pasos más lentos por el peso de Melas—. Sígueme por las escaleras, después de que hayas liberado a los otros prisioneros que haya aquí abajo, y luego te quedas detrás de la cortina. Voy a conseguir que salgamos todos de aquí.
El minotauro la contempló con una expresión confusa en su rostro bovino.
—Por lo menos déjame que te lo lleve por las escaleras —ofreció Kof.
—Está tan consumido que apenas pesa —dijo Maq, negando con la cabeza—. Además, se supone que debo sentirme fatigada cuando llegue de vuelta a la cámara de audiencias de Attat y, si lo llevas tú, no mostraré signo alguno de cansancio. No quiero que Attat sospeche nada en absoluto.
El minotauro asintió y recuperó el llavero. Maquesta oyó cómo se abrían las puertas de las celdas mientras comenzaba su largo ascenso.
Al echar hacia un lado la cortina vio que Fritzen y Vartan seguían encadenados a la columna. Lendle estaba de pie junto a ellos, parloteando. La joven miró fijamente a Attat al entrar en la sala. El jefe minotauro tenía el frasco de líquido dorado en la mano.
—Tu antídoto —dijo el minotauro, pasando los dedos sobre el liso vidrio. Attat inclinó el frasco para que la luz de las antorchas iluminara el líquido y lo hiciera centellear.
Maquesta dio otro paso al frente y contempló aterrorizada cómo el jefe minotauro levantaba el frasco por encima de la cabeza y lo rompía en mil pedazos contra el suelo. El líquido dorado goteó por las grietas que había entre las baldosas de mármol.
—¡Idiota! —barbotó Attat—. Nunca tuve intención de dejar vivir a tu padre. Ni a ti. Sólo erais herramientas de mi cacería del morkoth. ¡Guardias! —El jefe minotauro dio una palmada, y los dos guardias que había a su lado bajaron corriendo las escaleras y se acercaron a Maquesta.
—¡No! —gritó Maq. La joven puso a su padre en el suelo, brincó por encima de él haciendo una pirueta y esquivando por poco las lanzas que intentaban herirla. Saltó para ponerse en pie y, girando en el aire, y vio que los guardias venían de nuevo hacia ella. Llena de furia, y comprendiendo que sólo tenía una oportunidad, corrió hacia los minotauros, oyendo como ruido de fondo los gritos de ánimo de Vartan y de Fritz. Al llegar a ellos, agarró la lanza de uno de los guardias y tiró con todas sus fuerzas. El arma quedó en sus manos, aunque la joven cayó al suelo de espaldas por el impulso.
Sin incorporarse, le dio la vuelta al arma, igual que le había visto hacer a Ilyatha con su vara, y ensartó al guardia al que había quitado el arma. Cayó desplomado sobre la lanza, y su peso le hizo clavársela aún más. La joven soltó el arma y rodó hacia un lado para evitar el cuerpo inerte del minotauro y a su otro compañero, que se abalanzaba hacia ella.
Lendle se unió a la lucha, con su pequeña espada desenvainada. La agitó ante el otro guardián y se acercó para acuchillarle las piernas. El minotauro retrocedió hacia la tarima.
—¡Guardias! —gritó de nuevo Attat.
Maquesta sabía que estaba llamando a los que se encontraban fuera de la cámara, y comprendió que tenía que actuar deprisa. La joven subió a gran velocidad los escalones de la tarima, pasó al lado del guardián y arrolló a Attat, haciéndolo rodar hacia atrás tirando al mismo tiempo su inmenso sillón de madera. El mueble se astilló y crujió de forma sonora. El estrépito continuó, y Maq tardó algunos segundos en darse cuenta de que el ruido ya no procedía del sillón roto.
Había llegado Bas-Ohn Koraf, enarbolando la espada curva de uno los guardianes muertos. Entró rugiendo en la estancia y se dirigió hacia el minotauro que intentaba embestir a Maquesta. El guardia se detuvo durante una fracción de segundo, lo suficiente para darle el tiempo que necesitaba.
Koraf cambió la forma en la que empuñaba el arma y la alzó por encima del hombro. En ese momento, la lanzó como una jabalina, y el arma voló, reflejando la luz de las antorchas. La espada alcanzó su objetivo y se clavó en medio de la gruesa garganta del sorprendido minotauro. El guardia ya estaba muerto antes de caer al suelo, Koraf saltó hacia adelante, recogió la lanza caída, y se la arrojó a Maquesta.
Maq la cogió al vuelo justo cuando Attat empezaba a ponerse en pie y se abría una de las puertas de la cámara para dar paso a seis guardias minotauros. Pensando con rapidez, la joven clavó la punta contra el costado de Attat.
—¡Ordénales que se detengan! —espetó Maq—. ¡Díselo!
El jefe minotauro le lanzó una mirada furiosa, y sus guardias siguieron avanzando, aunque algo dubitativos. Uno de ellos gruñó de forma sonora y dio un paso hacia la tarima.
—¡Te mataré! ¡Juro que lo haré! —gritó Maquesta—. Tú has firmado la sentencia de muerte de mi padre, y también dijiste que me matarías a mí. ¿Qué tengo que perder, lord Attat? Ahora, diles que suelten sus armas o te atravieso con la lanza.
El jefe minotauro asintió lentamente, con los ojos enardecidos por el odio.
—Vuestras armas —ordenó Attat—. Soltadlas, y retroceded. ¡Ahora!
Los guardias obedecieron, y Koraf y Lendle corrieron a recoger el montón de lanzas, cimitarras, hachas y cuchillos que depositaron cerca de Fritz y de Vartan. Koraf se acercó a los dos guardias muertos y les dio la vuelta. Al encontrar un llavero en uno de sus cinturones, se encaminó hacia los tripulantes cautivos.
—Tienes que tener más antídoto en alguna parte —dijo Maq furiosa—. ¿Dónde está?
Attat rió, y sus graves tonos reverberaron por las paredes de la cámara mientras intentaba sentarse.
—No hay más antídoto, Maquesta —siseó el minotauro—. E incluso si hubiera más, tu padre está ya demasiado enfermo y no le serviría de nada. Se debilitó demasiado rápido y habría necesitado el antídoto hace varios días para sobrevivir.
Maquesta sabía que decía la verdad, y contuvo un sollozo.
—Tú y yo vamos a salir de aquí —susurró entre dientes—. Nos vamos al Perechon. Ahora eres mi prisionero.
—¿Has pensado secuestrarme? —instó Attat riendo de nuevo—. Soy poderoso en esta ciudad y mi rapto sólo te llevaría a tu propia destrucción.
La joven lo pinchó hasta que se levantó con dificultad sobre sus pezuñas, y luego lo empujó por las escaleras de la tarima y asintió hacia Fritzen y Vartan, que finalmente estaban libres de sus cadenas. El semiogro estudió la colección de armas, escogió una de las espadas curvas y la metió en su cinturón. Vartan seleccionó un hacha y la agitó hacia los guardianes, quienes alzaron las manos como respuesta.
A continuación, Fritzen subió corriendo las escaleras de la tarima y tiró de uno de los cordones que ataban las pesadas cortinas. El semiogro agarró los brazos de Attat y tiró de ellos para juntarlos detrás de la ancha espalda del minotauro, tras lo cual ató la soga varias veces alrededor de sus peludas muñecas.
Al alzar la mirada, y satisfecho de que los minotauros estuvieran guardando una prudente distancia, Fritzen se acercó a Melas, se arrodilló, y lo levantó. El semiogro se estremeció al observar lo demacrado que estaba, y sintió pena por Maquesta al pensar que la joven debía de estar sufriendo terriblemente. Fritz hizo un ademán con la cabeza.
—Kof, mira a ver si alguna de esas llaves abre la jaula de Sando en el jardín —dijo Maq—. Está en una pequeña cueva, cerca de la estatua de un centauro.
Koraf abandonó la estancia, y Maquesta y el jefe minotauro caminaron entre las columnas hasta las puertas más alejadas. Fritzen y Vartan fueron detrás de ellos, y Lendle corrió para alcanzarles. El gnomo llevaba en su mano izquierda la jaula con el diminuto elefante. Para cuando llegaron a las últimas columnas, Koraf había regresado y acunaba entre sus brazos a la hija del guerrero umbra.
—Está ciega —dijo simplemente Koraf—. Será más fácil llevarla en brazos.
Maquesta señaló con la cabeza hacia la puerta y pinchó el costado de Attat con la pesada lanza. En ese instante, uno de los guardias minotauros se lanzó hacia ellos. Vartan oyó el golpeteo de sus pezuñas contra el mármol y giró sobre sus talones. Aunque el guardia estaba indefenso, tenía gacha la cabeza y embestía hacia ellos como un toro enloquecido.
Vartan echó hacia atrás su hacha, corrió hacia él y le rebanó un grueso brazo provocando que el minotauro girara sobre sí mismo. El guardia patinó hacia atrás por el suelo pulido y fue a caer cerca del grifo encadenado. El animal se levantó sobre sus patas traseras, extendió sus alas y apresó los hombros del minotauro con sus garras afiladas como cuchillas. El grifo clavó su pico en el cuello del guardia y el minotauro chilló de forma horripilante. La escena fue suficiente como para hacer que los otros guardianes desistieran de intentar ayudar a su jefe.
Maquesta pinchó de nuevo a Attat, pero esta vez dejó que la punta de lanza se clavara en su costado, del que empezó a brotar la sangre.
—¡Abrid las puertas! —bramó Attat. Mientras atravesaban el umbral añadió—: Nunca saldréis con vida de mi palacio, capitana Nar-Thon. Tengo muchos guardianes en el patio exterior. No dejarán que te salgas con la tuya.
Azuzándolo de nuevo, Maquesta condujo a su pequeño séquito por los pasillos de la fortaleza hasta el patio amurallado que había al final. Koraf envolvió con rapidez a Sando, en un intento de evitar que la intensa luz del sol le hiciera más daño del que ya había hecho.
—¡MiraMaquestaNarThon! —gritó con alegría Lendle.
Una visión placentera les esperaba al salir a la luz del sol, y en el rostro de Maquesta apareció una ancha sonrisa. Dispersas entre las esculturas y los arbustos había redes mágicas, y atrapados en ellas estaban los guardianes de Attat. En el centro del patio, y chapoteando alegremente en una fuente, estaba la elfa de mar, y sus ropas, ahora limpias, colgaban de un minotauro de piedra de cuya boca brotaba un chorro de agua.
—Me empezaba a preguntar cuándo ibais a salir —dijo Tailonna y se sumergió en el agua de manera que sólo se le veía la cabeza—. Espero que al gran señor no le moleste que use su fuente. La posada en la que me detuve no ofrecía sus servicios a los elfos de mar, y yo tenía necesidad imperiosa de darme un baño. —La elfa guiñó un ojo a Maquesta y adoptó un tono más serio—. Mis redes durarán todavía veinte o treinta minutos, así que sería buena idea apresurarse hacia al Perechon.
Maquesta asintió y azuzó a Attat, para que siguiera avanzando.
—¿No vas a unirte a nosotros? —preguntó Maq, mirando a la elfa de mar.
—Lo haré en cuanto salgáis todos de aquí para que pueda vestirme —contestó Tailonna.
Detrás del grupo de Maquesta se arrastraba una docena de humanos vestidos con ropas harapientas, los prisioneros de la mazmorra de Attat. Los seguían arrastrando los pies, charlando amigablemente entre ellos. Koraf le dijo a Maq que no sabía por qué crímenes se les había condenado, pero todo eso podría averiguarse más tarde. Lo que todos los prisioneros tenían en común era un ardiente deseo de abandonar Lacynes, y todos ellos estaban dispuestos a trabajar en el Perechon a cambio de su pasaje. Un par eran avezados guerreros, pues el minotauro los había visto competir en la arena y sobrevivir.
Todo el mundo se quedaba mirando el extraño desfile: viandantes minotauros y humanos, tenderos, vendedores ambulantes y marineros. El grupo de Maquesta pasó ante dos guardias minotauros que intentaron acercarse a la capitana del Perechon, hasta que espoleó a Attat y éste ordenó a los guardias que los dejaran en paz. El minotauro estaba siendo demasiado condescendiente, pensó Maquesta al azuzarlo de nuevo para instarlo a que caminase más deprisa.
A mitad de camino del puerto, Maquesta les dijo a Fritz y a Lendle que se pusieran delante. Las calles se estaban llenando y la joven quería tener a alguien en vanguardia para que el jefe minotauro no pudiera salir corriendo. Vartan se colocó a su derecha, y Koraf, que llevaba en brazos a Sando, se colocó a su izquierda, dejando así encajonado a Attat.
Acunando aún a Melas, el semiogro condujo la procesión por la calle principal hasta el embarcadero, donde estaba amarrada la chalupa del Perechon. Maquesta les indicó a los prisioneros que esperasen en la orilla. Tendrían que hacer más de un viaje en la chalupa para llevar a todo el mundo a bordo. Lendle esperó con los hombres, sujetando su elefante, mientras Fritzen conducía al resto del grupo hasta el malecón. Se aproximaban a la chalupa, que estaba atracada junto a otra embarcación similar en la que había cuatro minotauros, cuando lord Attat echó la cabeza hacia atrás.
—¡Ayudadme! —bramó a los minotauros—. ¡Quieren secuestrarme!
Maquesta maldijo su suerte cuando el cuarteto de marineros enarboló sus alfanjes y subió pesadamente al embarcadero. Sus pezuñas golpeaban ruidosamente contra los tablones mientras avanzaban. Vartan se colocó delante de Fritzen y desenvainó su espada corta. El semiogro dio un paso atrás y empezó a retroceder con Melas.
—¡Llévalo a la orilla! —le gritó Maq a Fritz.
Los músculos de Attat se hincharon porque el minotauro luchaba por romper el cordón que le ataba las manos. Maquesta clavó con firmeza la lanza en su costado.
—Diles que se detengan, lord Attat —espetó la joven—, o te mataré aquí mismo y arrojaré tu cadáver a la bahía del Cuerno.
Attat gruñó y con una súbita exhibición de fuerza rompió sus ataduras. El minotauro lanzó una coz y su afilada pezuña golpeó en la pantorrilla de Maquesta. Maq se tambaleó y a punto estuvo de soltar la inmensa lanza; pero, apretando los dientes, equilibró el arma, y lo azuzó de nuevo.
El jefe minotauro se giró, y la punta con púas sólo le desgarró la capa morada. Attat esbozó una mueca maliciosa, se abalanzó sobre ella e intentó arrancarle el arma de las manos, aunque sólo consiguió desequilibrarla. Maquesta cayó de rodillas, agarrando aún la lanza. Sus ojos se abrieron de par en par al ver cómo Attat pasaba corriendo a su lado, corriendo hacia Fritzen, que llevaba a su padre a la orilla.
—¡Fritz! ¡Cuidado! —gritó Maq.
El semiogro giró sobre sus talones y luego dio un ágil salto hacia un lado para evitar la embestida de Attat.
Entonces Maquesta se dio cuenta de que el jefe minotauro no tenía intención de atacar a Fritzen, sino de rebasarlo. Sus pezuñas retumbaron sobre los tablones, y luego saltó hasta la orilla. Apoyándose en la lanza, Maq consiguió incorporarse y corrió tras él. Pero el ruido de una lucha con espadas la hizo detenerse. La joven se giró, viendo que Vartan tenía dificultades con los marineros minotauros. Koraf depositó suavemente a Sando en el suelo y sacó su espada curva.
Como el embarcadero no era muy ancho, sólo dos de los marineros podían llegar hasta Vartan. Los otros dos estaban detrás de sus compañeros, apoyándolos con sus gruñidos. Enarbolando el hacha, Vartan trazó un arco y clavó su afilada arma en el pecho de uno de los atacantes. El minotauro herido rugió y cayó hacia atrás. Vartan avanzó unos pasos y lo siguió por el embarcadero, lo que permitió que dos de los minotauros lo atacaran de frente y el tercero se le acercara por detrás. Estaba rodeado.
Maquesta corrió hacia él, siguiendo de cerca a Koraf. Vartan chilló cuando uno de los minotauros clavó profundamente su arma en su muslo. Otro minotauro alzó el alfanje por encima de su cabeza para descargarlo sobre el timonel, pero Koraf fue más rápido. Empujó a un lado al herido Vartan y frenó el alfanje.
Maq lanzó una estocada con su inmensa lanza, clavando su punta en el vientre de otro marinero. El minotauro se desplomó, y Maquesta tiró con fuerza para desclavar su arma. Al mismo tiempo Koraf hizo un molinete con su arma y golpeó la mano de su asaltante, lo que hizo saltar su alfanje para unirse a la basura de la bahía.
—¡Rendíos! —bramó Koraf en lengua minotaura.
Los marineros obedecieron con rapidez, y arrastraron a sus compañeros heridos hasta su chalupa.
—¡LocogimosMaquestaNarThon! —gritó Lendle. Sus pequeños pies sonaban como palmaditas contra la madera del embarcadero—. ¡Lo cogimos!
Maquesta se volvió, viendo a los antiguos prisioneros de Attat rodeando al minotauro, que no era tratado con demasiada amabilidad; lo condujeron de vuelta al embarcadero a empellones. Detrás de ellos avanzaba Tailonna. La elfa le hizo un gesto a Maquesta e indicó la chalupa.
—¡La magia de mis redes se estará acabando! —gritó la elfa.
Maq asintió. Se encaminó hacia donde estaba de pie Sando, sola y confusa. Al recoger a la asustada joven, sintió cómo la mente de Sando hacía contacto con la suya.
Todo va a salir bien, pensó Maquesta. Te vamos a llevar con tu padre, en el Perechon.
Me dijo que me protegerías, se concentró Sando como respuesta. Nos está esperando.
Maquesta miró, más allá de los marineros, a Fritzen, que estaba en la orilla. El semiogro recogió con cuidado a Melas y empezó a bajar por el embarcadero hacia Maquesta.
Lendle saltó al interior de la chalupa y luego extendió los brazos para coger la jaula del elefante y ponerla a su lado. Maq entregó con cuidado a la niña umbra al gnomo. Como empezaba a ponerse el sol, Sando comenzaba a encontrarse mejor. La niña se sentó a la derecha del gnomo y esperó a que los otros se unieran a ellos. Maquesta, Attat, Vartan y Fritz, que portaba a Melas, llenaron los asientos para el primer viaje de la chalupa hasta el Perechon.
Cuando estuvieron en cubierta, la tripulación rodeó al jefe de los minotauros, e Ilyatha corrió para coger a su hija y estrecharla entre sus brazos. Fritz depositó con cuidado a Melas sobre la cubierta, y Maq se sentó a su lado. Los párpados de su padre temblaron antes de abrirse, y tosió con una mueca de dolor.
—Recuerda la lección de mi vida, Maquesta —susurró Melas—. No confíes en nadie. —La boca del padre se abrió de nuevo y Maq se acercó más para poder oírlo—. Cuida bien del Perechon, capitana Nar-Thon.
Melas exhaló su último aliento y Maq rompió a llorar abiertamente.
—Le daremos un funeral marinero —dijo con voz queda Fritzen, apoyando suavemente una mano en el hombro de Maquesta.
La joven asintió y permitió que el semiogro la ayudara a ponerse en pie mientras un marinero pasaba a su lado con una lona. Tras ella, la chalupa regresaba de su segundo viaje. Mientras Tailonna, Koraf y un grupo de antiguos prisioneros subían por la escala de soga, una luz brillante envolvió al Perechon.
Belwar apareció en el cielo por encima del palo de mesana, emitiendo un chillido de ira. El ki-rin se lanzó hacia la cubierta y los marineros que rodeaban a Attat huyeron presas del pánico, dejando al prisionero solo. El cuerno del ki-rin, que apuntaba hacia el tembloroso jefe minotauro, centelleaba de energía.
—¡Tú mataste a mi hermano! —gritó Belwar—. ¡Ahora yo haré lo mismo contigo!
El ki-rin clavó su cuerno en el hombro de Attat y el cuerpo del minotauro se recubrió de una tenue y crepitante luz dorada. Belwar sacudió la cabeza para desenganchar al minotauro y dejó que su trémulo cuerpo cayera sobre cubierta.
Después puso sus cascos delanteros en el pecho de Attat y escudriñó sus oscuros ojos. El jefe minotauro gemía, implorando por su vida. Belwar hizo caso omiso de sus débiles protestas.
—Eres parte del Mal que se está extendiendo por el Mar Sangriento. Acabar con tu despreciable vida servirá de ejemplo y como venganza.
Belwar sacudió su crin y miró a su alrededor, a los miembros de la tripulación.
—¡Vosotros! —les gritó a Koraf y a Fritzen—. Izad la jaula del morkoth.
Maquesta observó cómo Kof, ayudado por el semiogro, cumplía la petición del ki-rin, subiendo la jaula del morkoth y rompiendo la soldadura de la parte superior. Cuando Kof abrió lentamente la tapa de la jaula, Belwar abrió su boca y agarró al jefe minotauro por la túnica. Después arrastró al implorante jefe minotauro por la cubierta y lo arrojó dentro de la jaula.
—¡Dejemos que lord Attat tenga su precioso trofeo! —exclamó el ki-rin. Hizo un gesto con la cabeza a Kof, y el primer oficial bajó la tapa de la jaula.
El ki-rin tocó con su cuerno el mecanismo que sujetaba la jaula al Perechon, y la abrazadera metálica se rompió. El armazón cayó al fondo del puerto y el agua se tornó roja de inmediato alrededor del barco, indicando la muerte del jefe minotauro de Lacynes.
Satisfecho, Belwar se elevó sobre la cubierta y planeó hacia Maquesta.
—Siento la muerte de tu padre —dijo el ki-rin—. Nadie, ni siquiera yo, habría podido salvarlo. Pero debes saber que su espíritu está en un lugar mejor, navegando por un mar hermoso e infinito. —El cuerno del ki-rin brilló, y el ser se elevó por los aires—. Vigilaré al morkoth para asegurarme de que no mata a ningún inocente en Lacynes. Y de vez en cuando te vigilaré a ti, Maquesta Nar-Thon.
Otro destello de luz iluminó la creciente oscuridad del cielo nocturno y, después, el ki-rin desapareció.
Maquesta paseó la mirada por la cubierta. Ilyatha seguía abrazado a Sando, envolviendo con sus brazos palmeados a la diminuta niña umbra. Maq tenía intención de llevar a la pareja al otro lado de Mithas, desde donde podrían llegar con facilidad hasta su hogar.
Tailonna escoltaba al último grupo de antiguos prisioneros de Attat por encima de la batayola. Maquesta se preguntó cuántos de ellos querrían quedarse. Necesitaba más marineros, y tenía las gemas con las que pagar el salario a la tripulación. Algunas de las piedras preciosas servirían también para comprar mástiles nuevos, así como muchas herramientas y piezas para el gnomo.
Vartan dirigía a un grupo de tripulantes que izaba las velas del palo mayor. Otro grupo de marineros encendía los fanales y los colgaba por las cubiertas de popa y de proa.
De algún lugar bajo cubierta salieron unos crujidos y un estruendo mecánico. Lendle ponía en marcha su máquina de remar. La joven notó el avance del barco y miró sobre la borda para contemplar los remos en movimiento. Una voluta de humo salió de la bodega de carga, y el Perechon zarpó al fin.
—Lo superarás —dijo Fritzen, que se había acercado a Maq por detrás. El semiogro la abrazó con cariño.
—Lo sé —contestó la joven, mirando de soslayo la lona que cubría el cuerpo de su padre—. Pero tardaré algún tiempo.
—¿Cuáles son las órdenes, capitán? —gritó Koraf. El minotauro había subido al castillo de popa y había tomado el timón.
—Sácanos del puerto, Kof —dijo la joven, cuya voz empezaba a recobrar algo de alegría—. Quiero que nos vayamos tan lejos de Lacynes como nos lleven las olas y el viento.