15

El regreso

—No tienes por qué seguir más tiempo con nosotros —le dijo Maq a Tailonna—. Podemos llevarte hasta el cabo del Confín. No está lejos, y tiene un puerto profundo en el que podemos penetrar. No nos retrasaría más de una hora, dos a lo sumo.

Las mujeres se encontraban cerca de la proa del barco, contemplando el cielo del amanecer y la mar encrespada. Las velas estaban hinchadas de aire y crujían con cada ráfaga, y el barco subía una tras otra ola, cabeceando y empapando de espuma a Maq y a Tailonna. A pesar del fuerte viento, no avanzaban con la rapidez necesaria. Arrastrar la jaula con el morkoth estaba retrasando de forma considerable su progreso.

La elfa de mar se volvió hacia Maquesta con el inicio de una sonrisa en sus finos labios.

—Sé que podría marcharme —dijo con voz queda—. Con la captura del morkoth concluyen mis obligaciones, pero… —Tailonna se detuvo y miró hacia el cielo despejado—. Tengo que saber cómo acaba todo esto, Maquesta. He llegado hasta aquí, y quiero llegar hasta el final. Además, no puedes permitirte perder una o dos horas.

—¿Y después de eso? —preguntó la capitana.

—Éste es un buen barco, y me consta que eres una capitana excelente, además de contar con una tripulación muy capaz, pero si sigues navegando por estas aguas vas a necesitar a alguien que sepa un poco de magia —dijo la elfa, guiñándole un ojo a Maq—. Quizá me quede. Durante un tiempo, al menos.

—Creo que eso le gustaría a la tripulación —contestó Maq, aunque no estaba segura de si le gustaba la presencia a bordo de la elfa de mar.

—Debo cazar algunos peces para el morkoth —añadió Tailonna—. Mi gente me dijo que la bestia sólo come animales vivos, y creo que quieres que se entregue el morkoth sano y salvo a lord Attat, así que, con tu permiso… —La elfa de mar apuntó hacia la batayola.

Maquesta asintió con la cabeza, desacostumbrada a que Tailonna le pidiera permiso para hacer algo. Entonces Maq se volvió y caminó por el lado de babor del barco. Oyó tras ella un chapoteo que indicaba que la elfa de mar se había lanzado al agua. Maquesta deseó que Tailonna atrapara muchos peces ya que les vendría bien a ella y a la tripulación cenar algo de pescado fresco.

Maq pasó al lado de Kof, quien obviamente estaba disfrutando de su turno al timón, y se preguntó qué estaría pensando el minotauro. Iban de regreso hacia Lacynes, donde volvería a ser propiedad de lord Attat. Ella quería hablar de ese tema con él más tarde, ya que había estado pensando en comprar sus servicios a Attat de forma definitiva. La capitana lo saludó con la mano al pasar por su lado y el minotauro asintió como respuesta.

Su pierna ya había sanado, gracias al ungüento mágico de la elfa y a las hierbas de Lendle, aunque seguía estando un poco rígida. Se había prometido caminar todo lo posible —órdenes del gnomo— para ir recuperando movilidad. Durante un momento sopesó la posibilidad de ir bajo cubierta a buscar a Fritzen. Disfrutaba de la compañía del semiogro y le gustaría volver a oír la historia de la captura del morkoth y los sinuosos pasadizos de su guarida, pero cambió de idea. El semiogro estaba con varios de los miembros de la tripulación, descansando, con suerte durmiendo. Sería su turno cuando llegara la noche. Con el retraso originado por la jaula, y navegando más lento de lo esperado, el Perechon debía seguir avanzando, por muy grandes que fueran los peligros de navegar por el Mar Sangriento durante la noche. Ya no habría paradas, e Ilyatha usarla la flauta de la danza del viento cada atardecer hasta que se agotara su magia.

Maq observó a Lendle, que estaba inclinado sobre la batayola cerca de la jaula del morkoth, y decidió charlar con él durante un rato. Quería agradecerle al gnomo su ayuda para curarle la pierna. No había tenido ocasión de darle las gracias antes, preocupada como estaba por el barco e intranquila por el morkoth. Resumiendo, que no había apreciado debidamente la labor del gnomo, y ésa era una situación con la que iba a acabar en ese mismo instante.

—Eressindudalacriaturamásfeaquehevistoentodamivida —farfulló Lendle al morkoth. El gnomo estaba asomado por encima de la batayola todo lo que le permitía su corta estatura, escudriñando a la bestia y hablándole en voz alta. Estaba claro que Lendle quería que se le oyera por encima del ruido del viento y de las olas. Aunque la criatura permanecía sumergida, tenía la cabeza fuera del agua y miraba con interés al gnomo. Lendle observó cómo el animal abría y cerraba el pico y entrecerraba los ojos con puntitos rojos. El gnomo trató de imitar al morkoth, pero desistió finalmente y agitó los dedos rechonchos como si regañara a un niño.

—Sébuenoconmigo —espetó—. Yotehemantenidovivoconmishierbas.

—Más despacio, por favor —dijo Maq al llegar a su lado. Le rascó cariñosamente la cabeza—. Si yo a duras penas te entiendo, es poco probable que el morkoth pueda entender una sola palabra.

—¿Tú crees? —preguntó sorprendido Lendle.

—Sí, eso creo —contestó la capitana.

—En realidad no estaba hablando con él —dijo Lendle, frotándose la punta de su amplia nariz. Intentó hablar más lento para que Maq le entendiera—. ¿Es feo, verdad?

—Sí —contestó Maq.

—Parece como si lo hubieran hecho juntando fragmentos de otros animales. Parte pulpo, parte barracuda, un toque de calamar y quizá también algo de serpiente de mar o de anguila. Sería un cebo excelente para pescar peces realmente grandes. Es una pena que tengamos que deshacernos de él.

—Si tú lo dices —acotó Maq.

—¿Sabes una cosa, Maquesta Nar-Thon? Yo podría crear un artilugio similar a sus tentáculos, pero rectos, y, por supuesto, los haría más anchos y planos, como remos —comenzó a divagar Lendle—. Los fabricaría en acero o madera dura. Eso sería lo mejor, porque no interesaría que se retorcieran, como hacen sus tentáculos. Tendrían que ser resistentes, e impermeables también. Los colocaría equidistantes, como las extremidades de una estrella de mar o los radios de una rueda, y entonces los conectaría a un barril, que reemplazaría la parte recta de su cuerpo, ¿ves? Si pudiera fijarlos a un torno, o a algo que los hiciera rotar, apuesto a que podría conectarlo a la popa del Perechon. Entonces giraría la manivela para darle cuerda, como al juguete de un niño, y nos ayudaría a avanzar más rápido. Iríamos mucho más deprisa.

—Tiene posibilidades —comentó Maq, sonriendo levemente a Lendle—, pero ¿por qué no te vas abajo y trabajas en tu máquina de remar? Ese artilugio ya está construido; sólo tienes que conseguir que funcione bien. La jaula del morkoth retrasa nuestra marcha, y no podemos llevar a la criatura de ninguna otra forma, pues si lo sacásemos del agua, moriría.

—¡Mi máquina de remar! —gritó el gnomo con gran alegría—. ¡Claro que podrías ir mucho más deprisa, Maquesta Nar-Thon, si consigo que funcione mi máquina!

—Exacto —comentó Maq.

—Me pongo en ello ahora mismo —se ofreció Lendle.

—Maravillosa idea —sentenció la capitana.

—Y haré la comida mientras tanto. —El gnomo se alejó de la batayola y se dirigió hacia la escalera de bajada. Entonces se detuvo, se rascó la cabeza, y se volvió hacia Maquesta—. ¿Qué preparo para el morkoth? ¿Crees que le gustaría mi sopa de alubias pintas? ¿Y los molletes de harina de avena? ¿Arenques salados?

—No te preocupes por el morkoth, Lendle. Tailonna ha ido a pescar algunos peces para él. Dice que los morkoths sólo comen presas vivas, y yo que tú tendría cuidado de no acercarme tanto a la jaula. Esos tentáculos son largos, y odiaría tener que contarle a la tripulación que eso se había comido al cocinero.

El gnomo giró sobre sus talones y siguió su camino.

—Ah, Lendle —llamó Maq. El gnomo se detuvo de nuevo y miró hacia atrás—. Gracias por curarme la pierna y el brazo. Y por ocuparte del resto de la tripulación. Sin ti, estaríamos todos en la enfermería.

—No fue nada —dijo sonriente el gnomo agitando la mano para quitarse importancia—. Además, me ayudaron Tailonna e Ilyatha. —Luego, desapareció bajo cubierta.

Maquesta miró fijamente al morkoth a través del agua. La bestia flotaba plácidamente dentro de la jaula, mirándola de vez en cuando. Cuando la joven extendió la mano para tocar los barrotes de la parte superior advirtió que los puntitos rojos de los ojos del morkoth cobraban mayor intensidad y brillo y que sus tentáculos se movían a mayor velocidad. Luego, retiró la mano y la bestia pareció de nuevo dócil. Maq dudaba de que la criatura estuviera sometida y sospechaba que simplemente esperaba el momento oportuno, a que se le presentara la ocasión si alguien se arrimaba demasiado. Decidió avisar a la tripulación para que no se acercasen. No podía permitirse el lujo de perder más marineros, ni al morkoth.

Le correspondió a Tailonna alimentar cada día al morkoth. La elfa cazaba los peces, luego los llevaba a la jaula y los metía a través de los barrotes, con cuidado de no acercar demasiado los dedos al pico de la bestia. El animal parecía cada día más fuerte y, aunque los barrotes de la jaula eran sólidos y el cerrojo era fuerte y se hallaba fuera del alcance del morkoth, la elfa estaba preocupada por la presencia de la bestia.

—¿Crees que tendremos algún problema para conseguir llevar al morkoth hasta el palacio de lord Attat? —preguntó la elfa cuando Maquesta y Fritzen se acercaron a ver cómo le daba de comer.

—Ningún problema en absoluto —contestó Maq—. Tengo intención de hacer que el jefe minotauro venga a buscarlo.

Los tres rieron con ganas durante varios minutos y luego Maquesta se dirigió al castillo de popa. Fritzen la siguió.

—Cuando lleguemos a Lacynes… —comenzó el semiogro.

—Si llegamos a tiempo —lo interrumpió Maq—. La jaula nos está frenando, a pesar de la flauta mágica. Es un imprevisto que me preocupa. No había contado con la resistencia de la jaula.

—Llegaremos a tiempo —afirmó el semiogro—. Y cuando lleguemos, ¿qué vas a hacer, Maquesta? —La joven lo miró con gesto interrogante—. Ahora ya has probado lo que es ser capitana. No te imagino haciendo ninguna otra cosa.

Maq tuvo que admitir que sentía una gran satisfacción por el respeto que le demostraba la tripulación del Perechon. Ya nadie la trataba como si fuera la mascota del barco o como alguien que debía recibir un trato especial por ser la hija del capitán. Era la capitana del Perechon, por lo menos durante una semana más, y todos los de a bordo la reconocían como tal. Una o dos veces se le había ocurrido pensar cómo se sentiría cuando Melas fuera de nuevo el capitán, y ella tuviera que volver a cumplir órdenes. Pero desechó rápidamente esos pensamientos como la mayor deslealtad posible.

—Mi padre es el capitán del Perechon —afirmó Maq—. Es así de sencillo.

—Kof trajo los bolsillos llenos de gemas, suficientes como para comprar tu propio barco —comentó Fritzen—, y mucho más.

—Lo sé —dijo Maq con la cabeza gacha—. He estado pensando en ello. Quiero ofrecerle algunas de las gemas a Attat a cambio de Kof. Él merece su libertad, y es poco probable que Attat lo deje marchar, aunque sólo sea por rencor. Pero si Attat aceptara hacer un trato, seguirían quedando gemas suficientes para pagarle a esta tripulación el sueldo de un año y comprar una embarcación de dos palos totalmente equipada. Odiaría tener que dejar a mi padre; pero, a pesar de todo, esto de estar al mando me gusta.

—Ya se nota —dijo Fritz sonriendo.

—Tendría que conseguir una tripulación —dijo Maq, soñando.

—Bueno, para empezar, tendrías a Kof, si consigues convencer a Attat —dijo Fritzen—. Y me tienes a mí.

Maquesta alzó los ojos para mirarlo y Fritzen la estrechó entre sus brazos. El semiogro la besó, y aunque ella disfrutó de su abrazo, luego se apartó, confusa, y preocupada de que alguien los hubiera visco.

—Yo… tengo que coger el timón —tartamudeó la joven—. Es mi turno.

—Te relevaré dentro de unas horas —se ofreció él, con una amplia sonrisa.

Maquesta asintió, y retrocedió unos pasos al darse cuenta de que se estaba ruborizando. Al volverse y subir saltando las escaleras, permitió que una amplia sonrisa iluminara su cara.

Mientras Lendle se entretenía en la bodega trabajando en su máquina de remar, Ilyatha lo ayudó, disfrutando de la oscuridad del interior del barco y de la compañía del gnomo. El umbra le dijo al gnomo que el trabajo le ayudaba a no pensar en su hija, Sando, aunque de vez en cuando la mirada de Ilyatha se perdía en la distancia, como si se hallara en trance. Lendle sospechaba que estaba intentando contactar con su hija por telepatía. Finalmente las palabras del umbra confirmaron sus sospechas.

—Nos encontramos aún demasiado lejos como para que mi mente pueda contactar con la suya para asegurarle que volvemos a casa —dijo Ilyatha con pesar.

—Todavía faltan muchos días de viaje hasta Lacynes —intentó reconfortarlo Lendle—. Estará bien, ya lo verás.

El umbra hizo algunos pequeños ajustes aquí y allá a la estrafalaria máquina de remar, y luego miró de soslayo al gnomo.

—Pero ¿qué pasaría, amigo mío, si llegamos tarde? —preguntó con tristeza Ilyatha—. Según Kof, Lacynes está a ocho días de navegación, y sólo quedan siete para que se cumpla el plazo fijado.

—Lo conseguiremos —afirmó lentamente el gnomo, que había cogido una caja repleta de varas, cilindros, abrazaderas, tuercas, tornos y poleas—. Maquesta Nar-Thon pensará en algo. Ella no permitirá que lleguemos tarde.

Belwar siguió vigilando el viaje del Perechon. De vez en cuando el magnífico ki-rin aparecía entre las nubes, planeaba sobre el barco y saludaba amistosamente a los marineros, y alguna vez les tiró barras de pan, quesos, sacos de naranjas y otros comestibles. A menudo la comida adoptaba la forma de aves míticas o peces de largas aletas, pues el ki-rin los creaba con su propia imaginación.

La gran criatura conversaba a menudo con la elfa de mar en estas visitas, aunque Maquesta a veces también era partícipe de sus sabias palabras.

—Percibo que la maldad crece —dijo el ki-rin en una de esas ocasiones especiales. Estaba empezando a ponerse el sol, y dejó claro que en esta visita sólo quería estar con Maquesta—. Atrapar al morkoth sólo ha detenido una gota de la ola de maldad que está cobrando fuerza en el Mar Sangriento.

—Te referiste ya a esa maldad con anterioridad, cuando te conocimos —dijo Maquesta, mirando los iridiscentes ojos de Belwar—. ¿Cómo puedes percibirlo? Y ¿sabes de qué maldad se trata?

—Es parte de mi naturaleza percibir el pulso del Bien y del Mal en este mundo. Además, también puedo sentirlo en otros planos que coexisten en paralelo con vuestro mundo —dijo el ki-rin, sacudiendo con tristeza la cabeza; su dorada crin brilló e hizo parpadear a Maq—. El Mal existe en cualquier mundo, pero cuando su fuerza aumenta, cuando esas malvadas intenciones se tornan más poderosas, se despierta en mí una gran zozobra. Ahora estoy intranquilo, y por eso sé que la maldad se está haciendo más tangible. —El ki-rin planeó sobre la cubierta y miró hacia el cielo—. Hay asuntos que he de resolver en otro plano, aunque no creo que me tengan apartado de aquí más de unos pocos días. Regresaré con vosotros cuando haya completado mis tareas. —Dicho eso, se elevó por el aire, refulgió, y se transformó en una nube translúcida y brillante que se disipó al viento.

El Perechon se acercaba a la región del Mar Sangriento conocida como la Copa de Sangre, lugar en el que había hundidos muchos barcos. Maquesta estaba de pie cerca del cabestrante, mirando por el catalejo. Empezaba a preocuparle realmente la posibilidad de no llegar a tiempo a Lacynes. La flauta había sido una bendición, pero estaban a cuatro días del puerto minotauro y el plazo se cumpliría en sólo tres.

—Ocurre algo extraño en el agua —dijo Tailonna al trepar por la borda.

Maquesta guardó el catalejo al ver aparecer a la elfa. La capitana ya se había acostumbrado a las frecuentes excursiones de la elfa para atrapar peces para el morkoth, o simplemente para nadar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, reuniéndose con ella.

—No hay peces. Al menos nada que yo pueda pescar para darle a la bestia —contestó Tailonna. La elfa se sacudió, pero esta vez se alejó lo suficiente de la capitana como para no empaparla—. Vi un par de barracudas y un gran tiburón toro. Eso fue todo. Aunque peces de ese tamaño tienden a mantener alejados a los peces más pequeños, nadé tan lejos que tendría que haber visto por lo menos un banco de peces ángel o algunos peces abrazo cerca del fondo.

Maq miró hacia la cubierta de popa. Hvel charlaba con Kof, que estaba al timón. Maq se frotó la barbilla.

—Quizá la presencia del morkoth los ahuyente; a mí, desde luego, ese bicho me da escalofríos —comentó Maq—. Hasta ahora no había sido un problema para los peces pero, tal vez, como ahora está más fuerte… —La capitana dio algunos pasos hacia el centro de la cubierta e hizo un gesto con la mano para llamar la atención de Hvel—. ¡Echa un vistazo al morkoth y comprueba que todo va bien! —Hvel asintió con la cabeza, y Maq siguió conversando con Tailonna.

Aunque Maquesta pensaba que la elfa de mar era altanera y algo irritante, estaba empezando a tomarle afecto. La dimernesti había comenzado a ganarse el respeto de Maq. La había aleccionado sobre varias simas que había en el Mar Sangriento, cosas que Maq pensaba que ni siquiera su padre conocía. Tailonna le explicó también dónde se hallaban las ciudades de coral de los tritones y las zonas que frecuentaban otras razas marinas, y le contó que los tritones estaban a menudo más que dispuestos a comerciar con los habitantes de la superficie, aunque sabían regatear muy bien.

—Lejos, al oeste, se encuentra La Sima de Istar —comenzó Tailonna la narración acerca de otra de las características del fondo marino—. Allí el agua tiene una profundidad de más de noventa metros y a mitad de camino hay un remolino que gira sobre una antigua columna recubierta de runas.

Mientras escuchaba la historia, Maq echó un vistazo por encima del hombro de la elfa para observar a Hvel, y entrecerró los ojos para ver qué hacía. El marinero parecía muy ocupado con la cadena de la jaula, probablemente desprendiendo algunas algas que se hubieran quedado enganchadas. Hvel siguió un momento más afanándose y bregando con la jaula y entonces empezó a toquetear el mecanismo que la sujetaba a la cubierta.

—¡No! —gritó Maq al darse cuenca de lo que estaba haciendo el marinero. Dejó a la elfa de mar y corrió hacia la zona de popa del barco; sus sandalias golpearon con fuerza la madera pulida de la cubierta. Un sonido más suave indicó que la elfa, descalza, venía justo detrás de ella—. ¡Quieto Hvel! ¡Soltarás la jaula!

Hvel alzó la mirada y sonrió a su capitana que se acercaba. Asintiendo con la cabeza soltó la última abrazadera que sujetaba la jaula del morkoth a la parte posterior del barco.

—¿Qué has hecho? —chilló Maq, al detenerse a su lado.

Hvel la miró sin verla, y la joven advirtió los puntitos rojos.

—El morkoth necesitaba estar libre —dijo el marinero, en una voz monocorde y sin entonación—. Pero no pude abrir la jaula. A fe mía que lo intenté. Así que solté la jaula. Pensé que tal vez el impacto contra el fondo del mar haga que se abra. Mi amigo el morkoth necesitaba estar libre. Él me lo dijo.

—¡Parad el barco! —bramó Maquesta con todas sus fuerzas.

De inmediato los marineros saltaron sobre la jarcia para arriar las velas.

—¡Largad el ancla! —ordenó a continuación Maq—. ¡Ahora!

—Sí, mi capitán —chilló Vartan desde el cabestrante, donde trabajaba frenéticamente para soltar el ancla.

Unos fuertes golpes contra la cubierta acompañaron a Koraf y a Fritzen en su carrera hacia la zona donde había estado fijada la jaula. Hvel les sonrió, sacó pecho y les explicó rápidamente el éxito que había tenido al liberar a su nuevo amigo. Furiosa, Maquesta le agarró de los hombros y lo zarandeó. Los puntitos rojos se desvanecieron, y Hvel, algo aturdido se quedó mirando al agua.

—¿Qué ha pasado con la jaula? —preguntó inocentemente el marinero—. ¿Por qué hemos parado? ¿Por qué me miráis así?

Maq no le hizo caso y se volvió hacia la dimernesti.

—Tailonna, ¿cuánto tardarías en preparar unas cuantas pociones para respirar en el agua? —preguntó Maq.

—No mucho tiempo —contestó la elfa de mar—. Pero creo que sólo me quedan ingredientes para una. —La elfa corrió hacia la armería, donde almacenaba sus hierbas.

—¡Hazlo rápido! —le gritó Maq mientras se alejaba—. Voy a ir a por la jaula. —Entonces se volvió hacia Koraf—. Lleva a Hvel bajo cubierta. Quiero que Lendle le eche un vistazo.

El minotauro se llevó a Hvel, que seguía desconcertado, lo que dejó solos frente al agua a Maq y a Fritzen.

—Déjame ir a buscar la jaula —ofreció el semiogro—, yo me he enfrentado antes al morkoth, en su propio terreno. Sé con qué me voy a enfrentar. Además, soy más fuerte que tú, y esa jaula es pesada.

—Ésta es mi misión —dijo Maq con firmeza sacudiendo la cabeza—. Tengo que hacerlo yo. —La joven tenía los hombros caídos—. Estábamos tan cerca. ¿Cómo ha podido ocurrir esto?

—Todavía no hemos perdido —dijo Fritz, que la abrazó desde detrás por la cintura—, pero tendrás que ceder esta vez. No hay manera de que tú puedas subir esa jaula.

—Tú tampoco —espetó la joven que se giró sobre sus talones para liberarse del abrazo—. Ni siquiera tú tienes tanta fuerza. Pero me vendría bien tu ayuda aquí arriba. Lendle tiene varios tornos y poleas en la bodega. Los he visto tirados cerca de su máquina de remar. Si consiguieseis instalar uno, anclado a la cubierta de popa, yo intentaría enganchar un par de cables a la jaula y podríamos izarla.

—¿Qué pasa si la jaula se ha abierto, Maquesta? —preguntó Fritzen, frotándose la barbilla mientras contemplaba el mar—. ¿Qué pasará si el morkoth ha escapado?

—Entonces habremos fracasado —dijo ella con voz queda—. Mi padre morirá e Ilyatha no volverá a ver a su hija; pero no permitiré que muera otro marinero en esta misión.

—¿Estálibrelabestia? —preguntó Lendle, que se acercó deprisa y metió la cabeza entre la batayola—. Todoelmundodicequelabestiasehaescapado.

—Una escapada temporal —dijo Tailonna al acercarse sujetando un frasco—. Hay suficiente para una poción, y ni siquiera está completa. Sospecho que ésta sólo durará unas pocas horas. —Maq se alejó de Fritz y cogió el frasco con mano temblorosa.

—Entonces, tendrá que ser suficiente —dijo la capitana al beberlo. Ingirió la mezcla de un solo trago, se aseguró de que su espada corta y su daga estaban bien cogidas en el cinturón, saltó por encima de la batayola como si fuera un potro y se sumergió en las encrespadas aguas.

—Voy con ella —dijo Tailonna mirando de soslayo a Fritzen y a Lendle. Acto seguido se zambulló también en el mar.

El gnomo se asomó por encima de la batayola para ver cómo desaparecían sus cuerpos a medida que se hundían en el mar.

—Estomeestádandomuymalaespina —murmulló Lendle. El semiogro le dio unos golpecitos en el hombro, y el excitado gnomo estuvo a punto de caer también al mar.

—¿Tornos y poleas? —preguntó el semiogro.

El gnomo asintió y condujo a Fritzen hasta la bodega.

El agua se volvía más fría cuanto más profundo nadaba Maquesta. Tenía la túnica pegada a la piel, lo que dificultaba sus movimientos y después de bajar varios metros se quitó las sandalias y dejó que se alejaran flotando. Sintió cómo el agua entraba y salía por su nariz, llegando a los pulmones. Era una sensación extraña, pero la poción funcionaba, y a Maq le asombró estar respirando agua en vez de aire.

Bajo ella surgían extrañas formas oscuras: formaciones rocosas, un pequeño arrecife de coral, los restos de algún naufragio. Parpadeó repetidamente, pateó con más fuerza, y sus esfuerzos la llevaron aún más abajo. Apareció ante ella un barco hundido, y otro. La joven apretó los dientes al pensar que el morkoth había escogido el centro de la Copa de Sangre para intentar escapar. Se rumoreaba que esas aguas estaban repletas de todo tipo de vida submarina, atraída ahí por los cascos vacíos de naves otrora orgullosas: carabelas, goletas, barcos de guerra y carracas. Los buceadores que venían a la Copa de Sangre para cosechar los tesoros ocultos en los restos rara vez tenían éxito. La mayoría sucumbía a los ataques de los tiburones toro.

Ahora, los tiburones eran la menor de las preocupaciones de Maquesta. De hecho, Maq no veía pez alguno. ¡Un momento! Había un inmenso tiburón toro. Nadaba perezosamente sobre el mayor de los barcos hundidos, probablemente en busca de alimento. Maq decidió que ésa era la explicación de la ausencia de peces más pequeños. Los tiburones comían cualquier cosa más pequeña que ellos.

Intentando mantenerse a una buena distancia del enorme tiburón, Maquesta flotó varios metros por encima del fondo del mar e intentó vislumbrar en la penumbra la jaula del morkoth. Lo único que pudo ver fue el cementerio de desafortunados barcos y las espirales rocosas que se elevaban entre ellos. La joven calculó dónde podría haber caído la jaula antes de que el Perechon se detuviera y empezó a nadar hacia adelante, rodeando los barcos con la sospecha de que probablemente la jaula había caído más allá de ellos. Con cada brazada rezaba para que la jaula siguiera intacta. Si el morkoth había conseguido escapar, podría haberse escondido en cualquiera de esos barcos carcomidos; o podría estar nadando para alejarse de allí tan rápido como sus tentáculos pudieran llevar su horrible cuerpo.

Cuando sus ojos semielfos empezaron a acostumbrarse a la falta de luz, Maquesta empezó a distinguir los detalles. La mayoría de los barcos llevaba décadas en el fondo. Los costados estaban repletos de percebes, lapas y algas que tapaban los nombres de los cascos. Los mástiles rotos apuntaban en varias direcciones, como si el fondo del mar fuese un gigantesco acerico. Trozos de vela en descomposición gualdrapeaban en algunos de los mástiles, semejando fantasmas que flotaran en el agua.

El Pez Volador Dorado, el Tesoro del Mar Sangriento, el Sueño de Felicia y el Roland Roja eran algunos de los nombres que pudo discernir entre los naufragios más recientes. Tal vez fuesen víctimas de los diablillos del Mar Sangriento, pensó, cuando su rumbo la llevó alrededor del cementerio hacia una ladera de coral que había más allá. Afortunadamente el morkoth no había hipnotizado a Hvel por la noche, cuando salían los diablillos, pensó la joven.

Algo rozó una de las piernas de Maquesta y ésta desenvainó su daga, giró en el agua y se detuvo justo antes de asestar una puñalada con el arma. Era Tailonna. La elfa de mar apuntó hacia la cresta de coral. Maquesta siguió la mirada de la dimernesti y descubrió la silueta de la jaula, justo al otro lado de una ladera, al entrecerrar los ojos Maq divisó que el morkoth seguía dentro. Pero lo estaban ayudando a escapar.

«¡No!», gritó la mente de Maquesta a la par que pataleaba con furia para acercarse a la ladera de coral. Un calamar, al parecer hipnotizado por el morkoth, estaba trabajando en los barrotes, intentando separarlos con los tentáculos. El morkoth lo estaba ayudando, usando los suyos para hacer lo mismo.

Los ojos de Maquesta se abrieron de par en par al ver que los barrotes comenzaban a doblarse. La elfa marina pasó rápidamente a su lado abalanzándose contra el calamar y golpeando con fuerza el bulboso cuerpo del cefalópodo, empujándolo lejos y ensartándolo en una afilada punta de coral. Maquesta nadó tan rápido que le dolieron los pulmones del esfuerzo. Sujetó la daga entre los dientes y se lanzó hacia la jaula. Al tocar fondo en la ladera, al lado de la jaula, los afilados bordes del coral hirieron sus pies. Haciendo caso omiso del dolor, Maquesta sacó su espada corta, avanzó e insertó la hoja entre los barrotes para mantener a raya al morkoth. Después examinó los barrotes, que estaban combados hacia fuera. No había suficiente sitio para que pudiera pasar el morkoth, decidió, aunque más que suficiente para que pudiera sacar un tentáculo.

Maq miró hacia atrás y vio a Tailonna acabar con el calamar moribundo. Otro se acercaba lentamente a Maquesta y la jaula, y la elfa marina empezó a espantarlo como habría hecho con un perro callejero.

Maquesta miró al morkoth y luego dirigió la vista hacia arriba y al sur, donde podía distinguirse a duras penas la silueta del casco del Perechon. El tiburón toro nadaba debajo del barco, probablemente curioso.

«Vas a volver con nosotros —pensó mientras echaba una malévola mirada al morkoth—. No podrás volver a usar uno de tus trucos. A mí no me importa si los usas con lord Attat. Pero primero —añadió para sí misma—, tenemos que sacarte de esta jaula para que puedas nadar libre. No hay razón alguna para tenerte confinado en esta horrible jaula».

Los ojos de Maquesta tenían un punteado rojo, como si fueran espejos de los ojos del morkoth. La criatura flotaba dentro de la jaula y sus tentáculos formaban dibujos con burbujas en el agua oscura.

Maq observó las burbujas durante varios minutos y luego se impulsó y nadó hasta la parte superior de la jauja, allí la soldadura de las barras debía de ser más débil, decidió, mientras enganchaba las piernas entre los barrotes para apoyarse y empezar a trabajar en el metal con su daga. La punta de su arma se partió, pero el resto de la cuchilla seguía siendo fuerte.

Más rápido, urgió el morkoth.

Más rápido, repitió ella en silencio.

Maquesta estaba a punto de conseguir romper una de las soldaduras cuando sintió que caía hacia atrás, empujada por dos fuertes brazos. Tailonna había apartado a Maq de la jaula de un empujón y la hizo chocar contra la cresta de coral, un golpe seco que vació los pulmones de la capitana.

«No lo entiendes —le decían a Tailonna los ojos de Maq—. Mi amigo el morkoth debe quedar en libertad».

Tailonna agarró la cabeza de Maquesta y acercó su cara a de la de la capitana.

—Escúchame —dijo Tailonna. El sonido burbujeante de su voz resultaba distorsionado por el agua—. La bestia te ha hipnotizado, al igual que hizo con Hvel. Igual que hizo con Ilyatha dentro del túnel de su guarida. ¡Lucha contra él!

Maq parpadeó e intentó concentrarse en las palabras y en los relucientes ojos verde azulados que tenía ante ella. Tailonna la zarandeó con fuerza.

—El morkoth —boqueó Maquesta—. El morkoth me ha adormecido. —Maquesta empujó contra la ladera para alejarse de la dimernesti en dirección a la jaula. Los puntitos rojos de sus ojos habían desaparecido y en su lugar sólo había ira. Golpeó con fuerza la parte superior de la jaula con la empuñadura de su daga para captar la atención de la bestia, entonces entrecerró los ojos y lo miró fijamente.

Maquesta se puso de pie encima de la jaula y apuntó hacia arriba, en dirección al Perechon. Entonces le hizo un ademán a Tailonna, indicándole que debía ir al barco. La elfa sacudió enérgicamente la cabeza, insegura tal vez de que Maquesta hubiera recuperado el control. Pero Maq apuntó de nuevo hacia arriba y después a la jaula.

Tailonna entendió. Debía ir al barco y bajar un cable. La elfa marina esperó unos instantes a que se alejara el tiburón toro y entonces empujó con sus poderosas piernas contra el fondo del mar y empezó a subir hacia la superficie.

Maquesta vio subir a la dimernesti y sintió envidia de su capacidad de nadar con tanta fuerza y moverse con tanta gracia dentro del agua. Entonces apareció una sombra en el campo visual de Maq. La joven parpadeó y miró hacia arriba, temiéndose inicialmente la presencia de otro tiburón toro. Al entrecerrar los ojos volvió a ver el movimiento. Una de las columnas rocosas que había entre los barcos hundidos se estremecía, como si estuviera a punto de caer.

Entonces la columna empezó a retorcerse, a contorsionarse. Al principio Maq pensó que la imagen era una ilusión óptica provocada por las corrientes, pero mientras miraba vio que las otras columnas comenzaban a moverse también. Echó un vistazo al morkoth. Estaba inmóvil. Tenía quietos los tentáculos, aunque sus grandes ojos la miraban intensamente, con malicia. «No es un truco creado por el morkoth», pensó. Tailonna se encontraba ya demasiado lejos para advertir lo que estaba ocurriendo. Maquesta sólo pudo ver el minúsculo reflejo de la elfa que desaparecía en la superficie del mar, a la cubierta del Perechon.

Preocupada por las rocas móviles, Maquesta se impulsó en la jaula en un intento de alejarse del fondo del mar y poder ver mejor las columnas vivientes. Al elevarse divisó que las columnas rocosas se unían a una roca mayor, una que estaba en medio del cementerio de barcos. Se le encogió el estómago al darse cuenta de que no eran rocas lo que estaba mirando, sino un ser vivo, un leviatán que se levantaba desde el fondo del mar. Un par de grandes ojos se abrieron en el bulboso cuerpo de apariencia rocosa, dejando a Maq boquiabierta.

¡Un pulpo gigante! Su mente funcionaba a toda velocidad. Ésa era la razón de que hubiera tantos barcos hundidos en la zona. No eran víctimas de los ataques de los diablillos de mar, sino de esa terrible monstruosidad. Y también era la razón de que hubiera tan pocos peces. El tiburón toro era algo insignificante comparado con esa cosa. Al moverse la criatura cayeron percebes y algas, parásitos que se habían adherido a sus tentáculos, y dejaron a la vista una piel lisa de tonos verde y negro. El manto del pulpo, su cuerpo en forma de bolsa, era más grande que los barcos que estaban esparcidos a su alrededor. Unos ojos cuyo diámetro era mayor que la altura de un hombre parpadearon a Maq desde la base de su enorme cuerpo. Ocho tentáculos, más largos que la mayor serpiente marina, se retorcían y giraban, levantando la arena del fondo del mar. La parte inferior de los tentáculos era de un color mucho más claro y estaba revestida de cientos de ventosas. Cuando los tentáculos se separaron del fondo del mar Maq atisbó la inmensa boca del animal en la parte inferior de su manto. Mientras miraba, el color de la criatura empezó a cambiar y se hizo más claro para camuflarse con la arena y los barcos destruidos.

Maquesta se dijo que el monstruo debía de llevar semanas dormido para haber acumulado tantas algas en su piel. ¿Qué lo habría despertado? Miró hacia abajo, al morkoth, y vio que sus ojos estaban prácticamente ardiendo. Tenía un solo tentáculo extendido hacia el gigante, si lo estuviera llamando como con un inmenso dedo.

Maq ascendió de inmediato, pateando con fuerza. Tenía que llegar al Perechon, tenía que sacar al barco de allí. Recuperar al morkoth se había vuelto demasiado costoso. Se negaba a arriesgar las vidas de todos los que estaban a bordo.

Dejando tras de sí un reguero de burbujas, Maq notó cómo la luz se hacía cada vez más intensa, indicando que se acercaba a la superficie. ¡Ilyatha! Llamó con la mente. ¡Haz que leven el ancla! Haz que… Por el rabillo del ojo Maquesta vio un grueso tentáculo que se enroscaba a la cadena del ancla. Como un niño con un juguete, la gran bestia empezó a tirar, y la joven contempló con angustia que el Perechon se balanceaba.

Cambiando de táctica, Maq varió el rumbo para colocarse bajo el barco. Le dolía el costado pero nadó cada vez con más ímpetu. Estaba casi debajo del barco, cerca de la cadena. Se tocó el cinturón y descubrió que no tenía su daga, caída en algún lugar del fondo del mar. Pero tenía su espada corta. Desenvainó el arma y, nadando con mayor dificultad al disponer de una sola mano, llegó finalmente a la cadena.

¡Escúchame Ilyatha! Siguió concentrada en el umbra con la esperanza de que éste percibiría sus pensamientos. Tienes que sacar de aquí al Perechon.

La joven abrazó la cadena con las piernas y se puso boca abajo, mirando hacia el pulpo. A continuación reptó por la cadena, se acercó al tentáculo y le asestó unos golpes con la espada. Consiguió atravesar la mitad de la punta del tentáculo que sujetaba la cadena y entonces echó atrás el arma para descargar otro golpe.

Estoy aquí, Maquesta. La voz de Ilyatha sonó en el interior de su cabeza.

¡Hay un pulpo gigante!, gritó mentalmente Maq al telépata. Ha cogido la cadena del ancla. Estoy cortando para liberarlo. ¡Levad anclas! ¡Dile a Kof que saque de aquí al Perechon!

Te tiraremos un cabo, le comunicó Ilyatha, con cierta urgencia en su voz telepática.

¡No os preocupéis por mí!, repuso la joven. El barco. Salvad el barco. Dio otro corte al tentáculo y esta vez atravesó con éxito la elástica extremidad. Una sangre de color granate, casi negra, se desparramó en el agua como una nube. La joven notó que desaparecía la tensión que había en la cadena. ¡Moved el barco! Es una orden. ¡Tailonna os ayudará a salir de la Copa de Sangre! Maquesta se daba cuenta de que con esos pensamientos estaba condenando de forma irrevocable a su padre, que ya estaba completamente fuera de su alcance salvarle la vida. Sin el morkoth, no habría antídoto para Melas. No habría libertad para la hija de Ilyatha. Pero quedarse sobre la Copa de Sangre ponía en peligro las vidas de todos los que estaban en el Perechon, y eso era injustificable.

Soltando la cadena en el momento en que notó que empezaban a levarla, Maquesta decidió ganar algo de tiempo para el Perechon. Nadó hasta otro tentáculo y clavó su espada, dando estocadas a la masa elástica. A su alrededor parecía que sólo hubiera ventosas intentando atraparla, pero logró mantenerse fuera de su alcance. Desclavó la espada y la volvió a clavar una y otra vez. Entonces la oscuridad la envolvió mientras el agua se convertía en una sustancia negra. Giró la cabeza en todas las direcciones, pero la ausencia de luz era absoluta. Ni siquiera su aguda visión elfa podía penetrar en esa oscuridad. Entonces empezaron a picarle los ojos y cayó en la cuenta de que el pulpo había liberado una tinta que había teñido el agua de negro.

Maq estaba desorientada sin saber dónde se hallaba la superficie ni dónde el fondo del océano, en el que se hallaba el pulpo. Pataleando con fuerza, empezó a moverse, con la esperanza de estar yendo hacia la superficie. Agarró con fuerza la espada y la agitó ante sí de un lado a otro para mantener lejos cualquier tentáculo. Notó un súbito dolor en la pierna y se dio cuenta de que uno de los tentáculos había conseguido esquivar su arma. Tal vez el leviatán podía ver a través de su nube oscura. El pulpo gigante le estrujó la pierna y la joven apretó los dientes e intentó olvidar el dolor. Retorciéndose en las negras aguas, siguió galopando a ciegas con la esperanza de acertar a algo.

Una y otra vez trazó arcos por el agua con la espada hasta que finalmente encontró resistencia. Tras una estocada, sintió un reguero de burbujas al lado de su cuerpo. Tenía que haber herido al leviatán. Asestó otro golpe y se estremeció al notar que un tentáculo le agarraba el brazo con el que manejaba la espada. La apretó con fuerza, pero Maq siguió aferrada a la empuñadura, decidida a no soltar el arma. Con el otro tentáculo sujetándole la pierna, las extremidades del pulpo comenzaron a separarse. ¡El pulpo intentaba partirla en dos!

Maquesta luchó contra una oleada de dolor y buscó a tientas con su mano libre. Tocó el tentáculo que le envolvía el brazo y se revolvió frenéticamente hasta que notó su mano apresada y la empuñadura que aún agarraba con fuerza. Asió la espada con la mano izquierda y comenzó a serrar el tentáculo, intentando liberar el brazo atrapado. El tentáculo tiró con más fuerza y estuvo a punto de desencajarle el hombro, pero ella insistió. El tentáculo tiró con más fuerza y Maq chilló, aunque no emitió ningún sonido, sólo un reguero de burbujas. Cortó con mayor rapidez y al final recibió la recompensa a sus esfuerzos cuando el tentáculo que le apresaba el brazo lo soltó y se alejó retorciéndose. Se agachó y se tocó la pantorrilla y el tentáculo que la seguía estrujando allí. De nuevo comenzó a cortar, y el tentáculo se soltó rápidamente para evitar ser seccionado. La joven pataleó con todas sus fuerzas para alejarse del monstruo.

Notó cómo ascendía y pateó con mayor empeño. Maqueta sabía que si este pulpo gigante era como sus primos más pequeños, podría regenerar sus elásticas extremidades, pero le llevaría varias semanas y ella y el Perechon estarían ya muy lejos de allí. Su corazón palpitaba salvajemente dentro del pecho, un estruendo que llenaba sus oídos y aumentaba su terror. Sus piernas batían el agua y sintió que le faltaba el aire y se mareaba, pero en ese momento su cabeza emergió y empezó a respirar aire. La joven tosió y expulsó un chorro del agua salada que había tenido en los pulmones. Parpadeó repetidamente y entrecerró los ojos por la intensidad del sol de la mañana mientras giraba en el agua, buscando el Perechon.

El ancla ya colgaba del barco, que estaba a algo más de cien metros de distancia de ella. Mientras contemplaba la embarcación, las velas llegaron hasta el tope del mástil y empezaron a llenarse de viento. Maq envainó su espada y empezó a nadar hacia el barco. No serviría de nada intentar luchar con el pulpo gigante cuando no podía ver nada por la tinta que había en el agua, decidió.

—¡Allí está Maq! —Era la voz de Fritzen—. ¡Esperadla!

¡No me esperéis!, ordenó la mente de Maq con la esperanza de que Ilyatha aún le estuviera leyendo los pensamientos. Si llego al barco por mi cuenta, bien. Pero salid de aquí antes de que… Sus últimas palabras se perdieron cuando vio un tentáculo gigante salir del agua y envolver la proa del Perechon.

Presa del pánico, Maquesta nadó más deprisa, respirando a grandes bocanadas y contemplando cómo los marineros corrían hacia la masa elástica que amenazaba con volcar su barco. Al acercarse, el agua empezó a bullir delante de ella, burbujeando como la sopa de Lendle en el caldero. Una enorme cabeza bulbosa irrumpió entre las olas. El leviatán había emergido y pretendía añadir el barco a su colección de trofeos en el fondo del mar.

—¡No te llevarás el Perechon! —gritó Maq enfurecida—. No te quedarás con mi barco.

La gran bestia estaba tan concentrada en el barco que no notó la presencia de Maq. Levantó otros dos tentáculos y los dejó caer, uno entre el palo de mesana y el mayor y el otro en la sección de popa. El pulpo gigante empezó a balancear con furia el barco y Maq vio caer al agua a Vartan y a Hvel.

En la cubierta del Perechon, Koraf desistió de intentar pilotar la nave. El minotauro desenvainó su espada, agarró una cabilla y corrió hacia el tentáculo que estaba entre los dos palos. La elástica extremidad había roto la batayola a ambos lados de la cubierta y, como una serpiente, comenzaba a cerrarse alrededor del centro del barco. El minotauro hizo una mueca de dolor al oír los crujidos de la madera. Gesticulando frenéticamente, indicó a la mayoría de los marineros que se unieran a él. Rodeando a la bestia, clavaron sus espadas en el tentáculo del leviatán, atravesando el grueso tejido e intentando desprenderlo.

Fritzen había agarrado el tentáculo que estaba en la sección de popa e intentaba hacer que se soltara. Tenía hinchados los músculos y las venas del cuello. Envolvió el tentáculo con el brazo por donde éste era más delgado, hacia el lado de babor y, con el otro, echó mano a la empuñadura de la daga que llevaba en la cintura. Levantó el arma por detrás de la cabeza para luego dejarla caer, clavándola en la carne de la bestia. Su sangre oscura cayó en la cubierta, que se hizo resbaladiza. Al semiogro le costó mucho mantener el equilibrio; entonces, el tentáculo se le enfrentó.

La extremidad soltó la cubierta donde la madera se había astillado dejando un enorme agujero que llegaba hasta la cocina, y se alzó por el aire. Como si fuera una serpiente, bajó y rodeó a Fritzen. Lo levantó de la cubierta y lo zarandeó como un niño sacudiría un sonajero. El semiogro se concentró en no soltar la daga. Mientras el monstruo lo zarandeaba, Fritzen le clavó repetidamente el arma.

El leviatán soltó un estruendoso chillido. ¡Fritzen y los otros estaban haciéndole daño! Presa de la ira, el pulpo gigante arrojó a Fritzen contra el palo de mesana. El semiogro voló por el aire hasta que chocó de espaldas con la madera, a media altura del mástil, con un golpe seco. Sin aire en los pulmones, cayó a plomo en la cubierta, cerca de donde Koraf y los otros acababan de conseguir seccionar el tentáculo que tenía agarrado el barco entre los palos.

El semiogro se quejó con un gruñido y sacudió la cabeza. Durante un momento le pareció como si hubiera dos minotauros, todo lo vio por partida doble. Sacudió de nuevo la cabeza y empezó a enfocar bien de nuevo, tambaleándose hacia adelante, cayó sobre el tentáculo y empujó la extremidad amputada por la borda. El muñón resultante se retorcía de forma enloquecedora. Koraf ordenó a los marineros que retrocedieran para que la bestia no los alcanzara. Mientras cumplían las órdenes, la extremidad sangrienta golpeó el palo de mesana, causando una grieta. El largo mástil se tambaleó por un instante y luego la mitad superior se partió y cayó con estrépito a cubierta, inmovilizando a dos marineros que no lograron apartarse a tiempo y cubriendo al resto con la vela abatida.

Tailonna e Ilyatha luchaban contra el tentáculo que estaba en la proa del barco. La elfa marina tarareaba concentrada mientras el umbra golpeaba sin cesar a la masa elástica con su vara de púas. En los dedos de Tailonna aparecieron unos dardos de color violeta que hicieron blanco en el tentáculo y lo obligaron a retroceder de dolor. Al retirarse, el tentáculo golpeó a Ilyatha, lanzándolo al agua.

Maquesta vio caer al umbra quien, envuelto en su amplia túnica, agitó los brazos, incapaz de mantenerse a flote. Maq nadó hacia él y, por el rabillo del ojo, vio que Vartan y Hvel se habían agarrado a un trozo de la batayola que flotaba en el agua. Maquesta llegó jadeando hasta el umbra y lo ayudó a desembarazarse de la empapada capa.

—Sé que el sol te va a hacer daño —dijo jadeando Maquesta—. Pero te vas a ahogar si no te quitas estas ropas. —La joven dejó que la túnica y la capucha se hundieran, agarró a Ilyatha de los hombros y nadó con él hasta Hvel y Vartan. Los gritos de sus tripulantes y el estrépito de los chillidos del pulpo la abrumaron.

—¡Maq! —gritó Vartan—. Creíamos que habías muerto.

—Agarradlo —le dijo Maquesta a Hvel, y empujó hacia él al umbra—. Voy a por el pulpo; si no conseguimos rechazarlo moriremos todos.

La joven se sumergió, respirando de nuevo profundamente en el agua, agradecida de que la poción de Tailonna siguiera funcionando. Maquesta se alejó formando un ángulo con el barco y pasó debajo del pulpo. Desde allí vio cómo movía de forma salvaje sus extremidades y que tenía dos de ellas cortadas por la mitad; manaba sangre oscura de los bordes desgarrados. La criatura tenía la boca abierta y agitaba hacia los lados su larga y puntiaguda lengua, cubierta con dos hileras de afilados dientes.

Mientras Maq nadaba hacia el vientre de la bestia, con su espada corta delante de ella, uno de los tentáculos ilesos agarró a un marinero que se revolvía y se lo llevó a la boca. La capitana buceó lo más rápido que pudo para acercarse, pero el pulpo se metió al desafortunado marinero en el pico y con la lengua troceó al hombre antes de que Maq pudiera averiguar de quién se trataba.

Maquesta cerró por un momento los ojos para no contemplar el horrible final del marinero. Al abrirlos lentamente de nuevo, vio que el pico del pulpo se abría y cerraba sucesivamente mientras masticaba su comida. La joven avanzó y esquivó un par de tentáculos antes de clavar su espada en el vientre del enorme cuerpo bulboso. El pulpo chilló de nuevo, pero esta vez sonó más fuerte que antes. El leviatán apartó sus tentáculos del Perechon y empezó a remover con ellos el agua alrededor de su cuerpo, en busca de su atacante.

Maquesta luchó por mantenerse apartada de los tentáculos, escondida debajo del pulpo gigante, donde los ojos de la bestia no podían verla, y volvió a clavarle la espada. Casi en el acto, la volvió a envolver la oscuridad casi total de la cinta. Impávida, la joven extrajo la espada y arremetió hacia adelante, convencida de que la gran bestia no debía de estar demasiado lejos.

En la cubierta, Fritzen y Koraf habían tirado una escala de soga por la borda para ayudar a Vartan e Ilyatha.

—¡Daos prisa, por favor! —imploró Vartan—. ¡La bestia se llevó a Hvel, lo arrastró a las profundidades, y nosotros seremos los siguientes!

Tailonna saltó al mar y ayudó a Ilyatha a subir por la escalera. El umbra tenía los ojos cerrados e intentaba taparse la cara con sus manos palmeadas para evitar los rayos de sol. Vartan adelantó a Ilyatha, subió varios peldaños de la escala y luego extendió un brazo, indicándole a Tailonna que acercara al umbra para ayudarle desde arriba.

Después de asegurarse de que Ilyatha se encontraba cómodo, Tailonna se tiró de nuevo de cabeza al agua y fue a buscar a Maquesta, a quien suponía sumergida en medio de la nube de oscuridad. La elfa murmuró unas palabras y sobre la palma de una de sus manos apareció un globo de luz azul incandescente, capaz de penetrar la niebla oscura. Descubrió a Maq bajo el cuerpo del pulpo gigante. Maquesta se estremecía y Tailonna advirtió que la dentada lengua de la criatura agarraba la pierna izquierda de la capitana.

La elfa dio un respingo al caer en la cuenta de que, seguramente, el pulpo había liberado su veneno paralizador en el agua, uno de sus últimos recursos. Maquesta debía de haberle hecho mucho daño a la bestia, pensó Tailonna mientras nadaba hacia la boca del pulpo, deseando llegar a tiempo.

Maq sintió que se le dormían los dedos y tuvo que agarrar la espada con ambas manos para que no se le cayera. Sintió escalofríos y calambres por todo el cuerpo y un cosquilleo en la pierna izquierda, donde la había agarrado la lengua de la bestia. Se mordió el labio inferior con la esperanza de que ese dolor la ayudarla a concentrarse; enfocando su objetivo, asestó una estocada con la espada que atravesó la lengua del cefalópodo.

La bestia la soltó, y empezó a mover de forma salvaje la lengua, que tenía la espada aún clavada. Maquesta, desarmada, miró a su alrededor y vio a Tailonna que se acercaba nadando. La elfa de mar llevaba una daga en la cintura y Maquesta nadó con dificultad hacia ella, apuntando hacia el arma.

Tailonna llegó hasta Maq con un par de brazadas y, al fijarse en los ojos vidriosos de la capitana, comprendió que ésta se hallaba bajo el efecto de la toxina que afectaba al sistema nervioso. La elfa de mar sacudió la cabeza y señaló en dirección contraria al pulpo, en un intento de que Maquesta se alejara hasta un lugar seguro, pero Maq estaba decidida. Extendiendo los dedos insensibles, vio que su mano se cerraba sobre la empuñadura de la daga y desenvainó el arma del cinturón de Tailonna; puso también la otra mano en la empuñadura para asegurarse de que no se le caía. La luz mágica de Tailonna la ayudó a ver al pulpo gigante, que se había vuelto hacia ellas para poder vigilar a las dos diminutas figuras que estaban debajo de él.

La elfa de mar comenzó de nuevo a murmurar, invocando a los dardos violetas que salieron de las puntas de sus dedos y alcanzaron al pulpo cerca de la boca. Los ojos sin párpados del monstruo se dilataron y se tornaron oscuros, repletos de ira, mientras movía los tentáculos para acercarse a las dos pequeñas criaturas que tanto daño le estaban causando.

Al mismo tiempo, Maquesta, decidida, nadó con dificultad, esquivando con suerte un tentáculo y acercándose a la cabeza de la criatura. Los inmensos ojos la contemplaron con maldad, y Maq miró fijamente a la bestia, gruñó enseñando los dientes y clavó la daga en el ojo que tenía más cerca.

Un instante después, el agua en torno al Perechon se transformó en un oleaje encrespado y espumoso. Los tentáculos sacudían el agua y el pulpo gigante se retorció y chilló tan fuerte que los que estaban a bordo del barco se taparon los oídos. El barco cabeceó y varios de los marineros cayeron de rodillas.

—¡A los remos! —bramó Kof, aunque sólo los marineros que tenía más cerca pudieron oírlo en medio del estruendo causado por el leviatán.

Maquesta y Tailonna salieron despedidas hacia atrás por el agua porque el pulpo se estaba impulsando con un chorro a través de su cuerpo. La súbita emisión hizo alejarse al cefalópodo del Perechon y la fuerte corriente creada arrojó a Maq y a la elfa de mar contra el casco del barco con un golpe seco.

—¡Agarraos a la escala de soga! —les gritó Fritzen.

Maq había empezado a recuperar la sensibilidad de los dedos y, haciendo acopio de la poca fuerza que le quedaba, subió por la escala y cayó desplomada sobre cubierta. Tailonna subió con rapidez tras ella. Al levantar la cabeza, Maq comprobó la gran devastación que la bestia había causado en el barco.

El palo de mesana estaba partido de forma irreparable, en peor estado que el mástil que Belwar había destruido en el Matarife. No quedaba casi batayola en el barco y había múltiples agujeros en la cubierta donde los tentáculos de la bestia habían destrozado los tablones. Alrededor de Maq su tripulación trabajaba para recoger y ordenar.

Fritzen la ayudó a ponerse en pie. Sus miradas se encontraron pero esta vez la joven no aparró la vista.

—Creí que iba a perderte —dijo el semiogro.

—He perdido a mi padre —comentó la joven fríamente—. El Perechon ya no puede llegar antes del plazo marcado por Attat, el morkoth está en el fondo del mar y la única forma que tenemos de avanzar es remando. Tardaremos semanas en volver a Lacynes.

—También perdimos a Hvel —dijo el semiogro después de besarla en la frente—. El pulpo se lo llevó al fondo. Aparte de eso, dos marineros resultaron heridos cuando cayó el palo de mesana, pero sus lesiones no son graves. Ilyatha también se recuperará, si te sirve de consuelo. Está en la armería, cubierto con una manta. El sol le ha quemado la piel y lo ha cegado momentáneamente.

Un reguero de lágrimas brotó de los ojos de Maquesta: el precio pagado ya era muy, muy alto.

Durante casi una hora los únicos sonidos que se oyeron en cubierta fueron los de los miembros de la tripulación que recogían los trozos del mástil y plegaban la vela. Maquesta estaba sentada en el castillo de popa, contemplando fijamente el agua. Vartan se acercó silenciosamente por detrás.

—Hemos organizado los turnos a los remos, tal como ordenaste. Empezarán… —La voz del marinero se desvaneció.

De bajo cubierta llegó una sucesión de gruñidos, silbidos, zumbidos y chasquidos. Se oyó una especie de gran eructo y salió una gran humareda negra a través de todos los agujeros de la cubierta. Maquesta se puso rápidamente en pie y se tapó los oídos con las manos. El aire se llenó de un estruendo de sonidos mecánicos y roces, chirridos y golpeteos. De nuevo salieron bocanadas de humo y entonces el Perechon se puso en marcha y comenzó a avanzar. Maq bajó por la escalera de la cubierta de popa y atravesó rauda el humo. De pie en un costado del barco se asomó por la borda: los remos se movían, todos a la vez.

—¡Mimáquinaestáfuncionando! —gritó Lendle.

El gnomo subió corriendo a cubierta y todas las miradas confluyeron en él. La tripulación del Perechon lo vitoreó, y los ojos de Lendle se llenaron de lágrimas de agradecimiento. Tenía destrozadas las ropas y el pequeño cuerpo lleno de quemaduras. Se le habían chamuscado las puntas de las botas, y los dedos de los pies, recubiertos de hollín, se movían nerviosos. No quedaba gran cosa de lo que había sido su barba, y su cabello, antaño blanco, tenía ahora el mismo color que el de Maquesta. Su cara estaba tiznada excepto por un surco en cada mejilla que habían lavado las lágrimas.

—¡MaquestaNarThonmimáquinaestáfuncionando! —exclamó incrédulo el gnomo.

La capitana corrió hacia el gnomo y lo abrazó con fuerza, ensuciándose de hollín y porquería. El rostro de gnomo se iluminó con una gran sonrisa, y habló más lento para hacerse entender.

—Ahora podremos llegar a tiempo a Lacynes. Con una sola vela y mi máquina de remar, avanzaremos más rápido.

—¡Pero el morkoth! —gritó Maquesta—. ¡Tailonna! ¿Crees que el pulpo seguirá allí abajo?

La elfa se acercó deprisa a Maq y le dio al gnomo unos golpecitos afectuosos en la cabeza.

—Creo que hace tiempo que el pulpo ha abandonado estas aguas. Bajaré un cable por la borda y comprobaré si la bestia sigue en la jaula. Si es así, la izaremos, y si no, empezaremos a buscarla de nuevo.

—Esta misión ya ha sido demasiado costosa —dijo Maq, sacudiendo la cabeza—. No arriesgaré ninguna vida más en esta cacería de la criatura para Attat.

La dimernesti asintió con la cabeza, comprendiendo de algún modo lo que estaba pasando por la mente de Maquesta. Corrió hasta la popa del barco y se tiró de cabeza, sin apenas salpicar cuando su esbelto cuerpo cortó la superficie del mar.

—Lendle, ¿puedes hacer que tus remos se detengan… sin parar tu máquina? Tal vez baste con sacarlos del agua para que no avancemos —preguntó Maq, mirando los brillantes ojos del gnomo y deseando que no estuviera cometiendo otro error—. Me da miedo que lo apagues, no vaya a ser que luego no lo puedas volver a poner en marcha.

—Oh, funcionará muy bien a partir de ahora —contestó Lendle, henchido de orgullo—. Cuando nos ordenaste que colocásemos un torno y una polea en la cubierta de popa para izar la jaula del morkoth, tuve que sacar el torno grande de mi máquina. Al parecer tenía demasiadas piezas en el motor porque, cuando cerré la tapa y lo puse en marcha, funcionó de inmediato. Por supuesto que está el tema del exceso de humo.

—¿Así que ya habéis instalado el torno y la polea? —inquirió la capitana.

—Oh, sí —contestó el gnomo—. Vartan y yo lo hicimos mientras tú estabas… ocupada bajo el agua.

—¡Y parece que vamos a necesitar ese torno y esa polea! —gritó Fritzen desde la cubierta de popa—. Necesitaré un poco de ayuda con la manivela. ¡Tailonna dice que el morkoth sigue dentro de la jaula!

Varios minutos más tarde la cabeza de Tailonna apareció en la superficie.

—He enganchado el cable —dijo la elfa de mar—. Y parece que el morkoth está claramente disgustado con todo lo que ha ocurrido.

Mientras trepaba a la cubierta, la elfa de mar explicó que había tenido que ahuyentar a prácticamente un ejército de cangrejos que estaban trabajando a fondo para intentar liberar al morkoth. Los barrotes de acero eran bastante más duros que sus pinzas, y lo único que había conseguido era que los pequeños crustáceos se enfadaran bastante.

Tuvieron que turnarse grupos de tres hombres en la manivela hasta conseguir izar la jaula del morkoth del fondo del mar. Cuando la jaula apareció en la superficie, Maq ordenó a sus hombres que miraran a otro lado. La joven corrió hasta la bodega y cogió una de las velas viejas que había guardado por si la necesitaban para remendar las nuevas.

Tailonna envolvió la jaula con la tela para que el morkoth no pudiera mirar a través de los barrotes e hipnotizar a alguno de los hombres. La elfa dejó sólo un pequeño agujero, del tamaño justo para poder meter peces a través del mismo para alimentar a la bestia. En el agujero cosieron una cortina a fin de que, cuando no estuviera comiendo, el morkoth ni siquiera pudiera ver un puntito de cielo.

—Me recuerda un loro naranja que tenía mi madre —dijo pensativo Fritzen—. La pequeña ave hacía tanto ruido que había que tapar por completo la jaula cada noche. Mi madre usaba una sábana blanca y, cuando yo era niño, tenía pesadillas acerca del fantasma que había en la cocina.

—Me atrevería a decir que un morkoth es algo más molesto que un ave —comentó Maq.

—No creo que consiguiese convencer de eso a mi madre —bromeó Fritz.

—Por lo menos tú tienes madre —comentó triste Maq.

—En alguna parte —concluyó al cabo el semiogro.

Cuando consiguieron amarrar la jaula de nuevo a la sección de popa, Maq le hizo un ademán con la cabeza a Lendle para que pusiera a toda marcha su máquina de remar. La tripulación al completo se había reunido en cubierta para ver cómo funcionaba la máquina del gnomo. Miraban con ansiedad por la borda, observando los remos que seguían suspendidos justo encima de la superficie del agua. Finalmente empezaron a moverse y los escálamos chirriaron, lentamente al principio y luego ganando potencia y velocidad.

La tripulación prorrumpió en un espontáneo aplauso y el rubor de Lendle se apreció incluso bajo el hollín.

Durante la mayor parte del día siguiente, Lendle cuidó de la máquina de remar como si fuera un niño recién nacido, saliendo de la bodega sólo para comer algún bocado de vez en cuando, lo que obligó a Vartan a suplirle como cocinero. El Perechon avanzaba más rápido que nunca, y también hacía más ruido de lo que Maq hubiera creído posible. Tomó mentalmente nota para acordarse de comentarle a Lendle —después de llegar a Lacynes— si podía hacer que la máquina funcionase de forma más silenciosa. La capitana no quería preguntarle ahora y arriesgarse a que hiciera algo que provocara un parón en la máquina.

Maquesta y Fritzen estaban de pie junto al timón, escuchando la extraña sucesión de ruidos y observando la puesta de sol. Hacía dos días que la máquina funcionaba y, en menos de doce horas, el Perechon estaría acercándose a la entrada de la bahía del Cuerno, arrastrando tras él a su presa, y con más de medio día de adelanto respecto al plazo establecido por Attat.