El Matarife
—Un hechizo de vigilancia; eso es magia muy antigua —comentó pensativa Tailonna.
En cuanto el Perechon hubo zarpado del puerto de Marina —con las flamantes y blancas velas nuevas gualdrapeando en los mástiles recién reforzados—. Maquesta les pidió a la elfa de mar y a Ilyatha que vinieran a su camarote. Les contó lo que había ocurrido en la isla, la esclavitud temporal de Lendle, el escondrijo de tesoros y de armas, la aparición de Mandracore, y el hechizo.
—Me sorprende que un simple mercader o incluso un pirata conozcan lo que es un hechizo de vigilancia, y mucho menos que puedan obtener uno para usarlo —continuó Tailonna.
—Bueno, Mandracore hablaba constantemente de unos amigos cuyos intereses estaba protegiendo. Me gustaría saber a quién se refería —dijo Maq. Al levantar la mirada la joven vio que Lendle había entrado en la sala a hurtadillas—. ¿Qué tal está Fritzen? —preguntó al gnomo.
Una vez más, Lendle había transformado la armería en una enfermería provisional, con Fritzen como único paciente.
—Es testarudo, Maquesta Nar-Thon, y no para de murmurar que estar contigo es muy peligroso. Me preocupa. Ha perdido mucha sangre y todavía no estaba totalmente recuperado del ataque de las arpías de mar —contestó Lendle, frotándose la barbilla con gesto contrariado—. No estoy seguro de lo que hace falta para tratarlo. Vine a pedirles a Tailonna y a Ilyatha que colaborasen conmigo en su cuidado.
Si la situación no hubiera sido tan seria, Maquesta se habría reído ante la elección de términos de Lendle. Al gnomo no le gustaba admitir que hubiera lagunas en sus conocimientos, y era muy poco frecuente que pidiera ayuda.
—Tailonna, ¿podrías, por favor, echarle un vistazo a Fritzen? —pidió Maq, a pesar de no confiar totalmente en la elfa de mar.
La dimernesti asintió en silencio y Maq tuvo que reprimir un repentino enojo. Tailonna ya había sido de gran ayuda, y sin duda volvería a serlo antes del final del viaje, pero Maq encontraba muy irritante la actitud distante de la joven elfa de mar.
—Te mantendremos informada sobre su estado —dijo el gnomo—. Ah, y otra cosa, Maquesta Nar-Thon. Fritzen Dorgaard se llenó los bolsillos de monedas de oro en la cueva del tesoro. Me hizo repartirlas entre la tripulación, lo que ha elevado considerablemente la moral de los hombres.
La joven sonrió, complacida por la generosidad de Fritz.
—Ilyatha, me gustaría intercambiar unas palabras contigo antes de que te unas a ellos —dijo, sin necesidad, Maq. El guerrero de las sombras ya había percibido telepáticamente el deseo de la capitana de hablar con él antes de que ella pronunciara las palabras y no se había movido hacia la puerta con los demás.
»¿Has tenido alguna comunicación con Belwar desde que nos dejó el otro día? —preguntó Maq cuando los otros dos salieron del camarote hacia la enfermería.
—No, ninguna —contestó Ilyatha—. ¿Por qué lo preguntas?
—Mira a ver si puedes contactar con él. Si conozco bien a Mandracore, intentará seguirnos, y en Marina me dio razones para pensar que sabía cuál era nuestra misión —dijo Maq preocupada—. Sé que tú también estás ansioso por regresar a Lacynes. Cualquier intervención del Ratero podría retrasar nuestro regreso hasta después de… después del límite establecido por Attat. —Maq descubrió que era incapaz de decir en voz alta palabras que se refirieran a la posible muerte de su padre.
—¿Cómo podía el pirata saber algo acerca de lo que ha hecho Attat? —preguntó sorprendido Ilyatha.
—No lo sé, pero lo pienso averiguar —contestó Maq—. Mandracore se refirió a sus amigos en Lacynes. Koraf trabajó en los astilleros de la bahía del Cuerno y pienso preguntarle qué ha oído acerca del Ratero. Quiero pedirte consejo respecto a lo que debo contarle y lo que no. ¿Crees que puedo confiar en Koraf? Lo nombré mi primer oficial porque, al hacerlo, obligaba a la tripulación a aceptar su presencia. Pero ¿podría ser un espía de Attat infiltrado en el Perechon? —Maquesta se dio cuenta de que le estaba pidiendo consejo al guerrero umbra del mismo modo que lo hacía con su padre.
—Percibo una gran ira en el minotauro —contestó finalmente Ilyatha tras considerar su respuesta—, compensada por una bondad muy semejante en proporción. La doblez no parece algo propio de él. Hasta ahora has tenido buen criterio al tomar tus decisiones, Maquesta. Fíate de tus impresiones a la hora de juzgar a los demás. Creo que cuentas con su lealtad.
Maq sonrió afectuosamente a Ilyatha, agradecida tanto por su aprobación como por su consejo.
Fritzen estaba tendido en un camastro, pálido y febril, con los ojos cerrados.
—Muéstrame las medicinas que tienes a bordo —le dijo Tailonna a Lendle, más como orden que como petición. Pero como el gnomo tampoco sabía mucho de diplomacia y finuras, no se ofendió.
El gnomo fue al rincón en el que había dejado su estuche de medicinas, una caja de madera con un asa y un pestillo. Sin embargo, en vez de tener una tapa que se abría con bisagras hacia atrás, ésta lo hacía por los cuatro lados merced a unas cerraduras con muelle. Cuando Lendle apretó uno de los pestillos con intención de abrir sólo el panel frontal, se soltaron los cuatro lados, y el gnomo se quedó sujetando la parte superior e inferior del estuche, que estaban sujetas en las esquinas mediante tiras de cuero. Aparecieron de repente tres cajones abiertos de hierbas y pociones que de inmediato empezaron a esparcirse por el suelo de la armería.
—Este estuche que fabriqué permite un fácil acceso a todas mis hierbas —dijo Lendle mientras recogía con ambas manos lo vertido—, pero esto nunca me había pasado antes. Siempre ha funcionado a la perfección.
—Por supuesto —comentó Tailonna, mostrando un infrecuente destello de humor. La elfa se agachó para ayudarlo, murmurando el nombre de cada hierba al volver a colocarlas de una en una en el estuche.
»Has reunido una selección de medicinas muy útil —lo felicitó Tailonna. El semblante de Lendle se iluminó por el elogio—. Deja que examine primero a Fritzen, y luego veremos si tienes lo que necesita.
Tailonna se inclinó sobre el paciente, y tocó suavemente el pecho del apuesto semiogro. Los ojos de Fritzen parpadearon durante un instante, mantuvieron la mirada de Tailonna y luego se volvieron a cerrar. Le elfa retiró el vendaje que había aplicado Lendle y tocó con cuidado los bordes de la herida de Fritzen. A pesar de su cuidado, el semiogro gritó de dolor.
Tailonna se incorporó.
—El corte del alfanje ha debido de provocar que se recrudezca el efecto de la pequeña cantidad de veneno de arpía de mar que tiene aún en la sangre —comentó Tailonna, frunciendo el entrecejo.
—¿Va a pasar esto cada vez que hieran a Fritzen? —preguntó Lendle.
—Sólo hasta que su cuerpo se haya purgado completamente del veneno, pero la toxina de las arpías de mar es muy potente. Antes de que se limpie por completo habrán de pasar muchas lunas. ¿Cómo recibió inicialmente la herida de arpía de mar? —preguntó Tailonna a la par que se volvía hacia el estuche medicinal y empezaba a seleccionar varios paquetes y frasquitos—. No conozco a ningún superviviente de encuentros con arpías de mar. Mi gente se mantiene alejada de las aguas en las que se supone habitan arpías. Creemos que no hay necesidad de proporcionarles víctimas a esas malvadas criaturas.
Lendle la informó brevemente acerca del ataque al Torado durante la carrera.
—Yo creía que Fritzen se había herido contra el coral cuando le rescataron los hipocampos —explicó el gnomo—, pero eso no hubiera causado esta infección. Él fue el único miembro de la tripulación del Torado que consiguió llegar hasta el Perechon.
—Ah, eso explica el sufrimiento que acabo de ver en sus ojos, algo superior al dolor físico —indicó Tailonna.
—Son muchas las heridas sin sanar de este superviviente —asintió Lendle.
Tras examinar las medicinas que tenía ante ella durante un momento más, Tailonna se giró hacia el gnomo.
—Hay algo más que podría ayudarlo, algo que aquí no veo —dijo finalmente la elfa.
—¿Dónde lo podemos conseguir? —preguntó Lendle—. No creo que Maquesta nos permita volver a Marina.
—No está en Marina, sino mucho más lejos. Ven conmigo —dijo bruscamente Tailonna—. Puede que necesite tu ayuda para salir del barco.
Lendle siguió gustoso a Tailonna, intrigado por descubrir sus intenciones. La elfa de mar salió por la puerta de la armería a la cubierta principal, donde caminó hasta una de las batayolas. De pie, mirando al mar, Tailonna se quitó las redecillas y conchas que sujetaban su frondoso cabello. Le entregó éstas al gnomo, quien las manoseó con temor al recordar la magia que habían mostrado durante el ataque de los diablillos.
Después, la elfa cerró los ojos y extendió los brazos en cruz, con las palmas de las manos hacia arriba y juntando el dedo pulgar con el corazón. Con la cabeza echada hacia atrás entonó unas palabras que sonaron levemente musicales. Lendle, que estaba de pie detrás de ella, observó cómo la silueta del cuerpo de la elfa de mar se difuminaba, convirtiéndose en una neblina vaporosa verdeazulada, y entonces pareció disolverse en el aire que los rodeaba. Tras un instante, todo su cuerpo adquirió una cualidad amorfa, casi traslúcida. Entonces comenzó a brillar, vibrante de energía, y el gnomo sintió cómo se le erizaba el vello. El aire parecía cargado de energía. La sustancia del cuerpo de Tailonna se separó en partículas suspendidas en el aire marino, que se convirtieron m una masa espesa que giraba lentamente justo encima de la cubierta, y cambió de color, primero a azul marino y finalmente marrón tierra. En otro minuto, la masa se alargó y adoptó de nuevo una forma concreta, la de una esbelta nutria marina de tonos marrones plateados. El animal se sentó sobre sus patas de atrás y se apoyó con las delanteras en la batayola, de manera que su cuerpo musculoso era casi tan alto como Lendle. La criatura miró al mar y ladeó la cabeza con gesto interrogante. Entonces, miró al gnomo, con ojos de un verde azulado que mantuvieron hipnotizado a Lendle. La nutria castañeteó alegremente los dientes, empujó a Lendle con su nariz fría y húmeda y luego miró de nuevo al mar.
Lendle sacudió la cabeza como para aclararse las ideas y luego soltó con cuidado las redecillas del pelo y las conchas en la cubierta pulida.
—AhsíteayudaréTailonnalanutria —murmuró el gnomo. Entonces, levantó los cuartos traseros de la criatura y la ayudó a tirarse al mar por la borda del Perechon. Lendle observó boquiabierto cómo el animal nadaba de espaldas y parecía decirle adiós con una de sus garras delanteras. Después, la nutria se giró boca abajo y se alejó nadando. Lendle contempló las suaves olas hasta que la pequeña cabeza de la nutria dejó de verse. Entonces miró a su alrededor por la cubierta. De los pocos marineros que se estaban ocupando de las tareas, ninguno, al parecer, había visto la metamorfosis de Tailonna. Sintiéndose privilegiado porque la elfa de mar había compartido con él algo muy especial, se agachó y recogió sus redecillas y sus conchas. Luego, brincando de emoción se fue a buscar a Maquesta.
Maq encontró a Koraf en la cubierta inferior, revisando y lubricando los escálamos. La joven se detuvo al pie de la escalera que llevaba a la cubierta superior, esperando que él advirtiera su presencia y pensando lo que iba a decir.
—¿Quieres hablar conmigo? —preguntó Koraf, sin levantar la vista de su trabajo.
—Sí, necesito tu ayuda, Kof —dijo Maq—. Por favor, si tienes un momento…
El minotauro apreciaba su franqueza, y con la arrogancia típica de su raza, le gustaba que le pidiese ayuda. Soltó la alcuza y miró a Maq.
La joven se acercó y se sentó en una de las bancadas; después dio unas palmadas en el banco que tenía a su lado y, tras unos momentos de silencio, el minotauro la complació, dejando caer su pesado cuerpo sobre la madera.
—¿Mandracore el Ratero? ¿Un semiogro?
Maq asintió con la cabeza.
—Lo conozco bien —resopló Koraf—. Él quiere que se le conozca. Tiene una opinión muy elevada de sí mismo. —El minotauro sacudió su cabeza bovina y recorrió con el pulgar el borde de la alcuza—. A menudo atraca su barco, el Matarife, en la bahía del Cuerno. Es una buena nave. Demasiado buena para un tipo como ése.
—¿Sabes qué hace cuando está en Lacynes? ¿Con quién se ve? —preguntó impaciente Maq.
Koraf resopló de nuevo y se encogió de hombros antes de responder.
—Yo no pierdo el tiempo siguiendo la pista a semiogros presuntuosos —contestó el minotauro—. ¿Por qué te interesa?
Maq le relató a grandes rasgos su encuentro con Mandracore en Marina, incluyendo el hecho de que tenía una cuenta pendiente con su padre y que parecía estar al corriente de su viaje actual. Koraf pensó durante un momento, mientras jugueteaba con el fajín que llevaba en la cintura. Era obvio que le resultaba incómodo hablar acerca de sus experiencias.
—Hace mucho, antes de que me encarcelaran, lo vi en el astillero con Chot Es-Kalin. Estaban solos y mantenían una conversación en voz baja —recordó Koraf—. Pero me pareció extraño que Chot Es-Kalin, más poderoso y rico incluso que Attat, se dejara ver en público con alguien como el Ratero. Algunos minotauros piensan que relacionarse socialmente con humanos u otras razas denigra su condición social.
—¿Pero eso fue sólo una vez, hace muchos meses? —insistió Maq.
—Sí, pero no tuve oportunidad de ver a Chot durante mi encarcelamiento en la fortaleza de Attat. Chot y Attat son rivales acérrimos —aclaró Koraf—. Attat se ha propuesto superar a Chot en riqueza para convertirse en el gobernador de Lacynes, y quizá tenga éxito si Chot no se anda con cuidado. Pero Attat también debe ser precavido con sus tácticas.
Maq asintió con la cabeza, recordando la razón por la que quería el morkoth en su zoológico.
—En ese tema, Attat está equivocado —comentó Koraf.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maq.
—Attat busca consolidar su poder exhibiendo sus posesiones. Cree que está dando una impresión de superioridad con la captura y el sometimiento de su colección de monstruos —explicó Koraf—. Chot pretende consolidar su poder usándola. Su método es más efectivo, al menos por el momento.
—Entonces ¿por qué le importa a Chot lo que haga Attat? ¿Por qué es mutua la rivalidad? —preguntó la joven.
—Attat es como una espina clavada en el costado de Chot, una molestia que ha adquirido una mayor importancia por su constancia —dijo Koraf—. Le gustaría humillar a Attat y, así, destruirlo. Chot podría acabar derrotado si sus intentos de humillar a Attat fracasan. Entonces el humillado sería Chot, quien podría perder parte de su influencia.
Maq le agradeció a Koraf sus palabras mientras lo estudiaba. El minotauro mostraba una agudeza que no era de esperar entre los de su raza y la joven se alegró de haber confiado en él.
—No sé qué parte juega Mandracore en todo esto, pero sospecho que tiene una función, y que, queramos o no, lo vamos a averiguar —dijo finalmente Maq—. Intuyo que va a perseguimos, y con Fritz herido, tendremos que estar todos muy alerta.
Koraf gruñó, cogió de nuevo la alcuza y reanudó la tarea que se había impuesto.
A la mañana siguiente, el Perechon se acercaba a la costa este del cabo del Confín y había empezado a virar hacia el norte. Navegaba mejor ahora que tenía velas que no dejaban escapar el viento por los remiendos y las costuras.
Tailonna aún no había regresado al barco. Lendle le había contado con detalle la metamorfosis de la elfa de mar a Maq, y a ésta le enojó que Tailonna hubiera abandonado el barco sin permiso. Quizá no volvería, y sin ella ¿quién prepararía las pociones que les permitirían respirar bajo el agua? ¿Cómo podrían capturar al morkoth sin ellas?
Maquesta buscó al gnomo y lo encontró en la cocina, preparando té. La joven se tuvo que agachar al entrar ya que Lendle había conseguido colgar su colección de cazuelas, sartenes y utensilios varios en un sistema de poleas que parecía incluso más complejo que el modelo anterior. Maquesta suspiró y escogió una ruta que la mantuviera alejada de los cuchillos y los tenedores.
El gnomo parecía exhausto, pues había estado en vela toda la noche cuidando a Fritzen, durmiendo sólo de vez en cuando tendido en su petate, en el suelo de la armería.
—¿Qué tal está? —preguntó Maq, decidida a no regañarle por lo de Tailonna.
—Igual —contesto Lendle, en una respuesta inusualmente breve.
Maq dudó un último instante antes de abordar el tema que había ido a hablar con el gnomo.
—Lendle, ¿has conseguido hacer algún progreso en la reparación de tu motor de remar? —preguntó la capitana. La fatiga desapareció del semblante del gnomo y se le iluminaron los ojos.
—Ilyatha y yo conseguimos hacer la mayor parte de las reparaciones antes de que atracásemos en Marina. Todavía tengo que realizar algunos ajustes antes de que pueda funcionar a pleno rendimiento —respondió alegremente el gnomo—. Me ocuparé de ello enseguida, Maquesta Nar-Thon, si eso es lo que quieres que haga.
Maq frunció el entrecejo al pensar en los ajustes de Lendle.
—Cuando regrese Tailonna, si es que regresa, quiero que ella se ocupe del cuidado de Fritz y que tú te concentres en poner en funcionamiento esa máquina —dijo Maq, plenamente consciente de que, que ella supiera, nunca había funcionado—. Puede que necesitemos todos los trucos a nuestro alcance para volver a tiempo a Lacynes. Las velas nuevas nos hacen volar, pero… —La joven se detuvo y tragó saliva—. Quiero que volvamos con tiempo de sobra por si algo sale mal. No quiero poner en peligro la vida de mi padre.
—Mi motor no es ningún truco, Maquesta Nar-Thon —respondió indignado Lendle, alzando la barbilla—. Es ciencia, y nos ayudará a regresar a Lacynes con tiempo de sobra.
—Sea lo que fuere, creo que lo necesitaremos —comentó la joven.
Cuando Maquesta salió de la cocina, Lendle estaba tarareando alegremente mientras removía su taza de té. La capitana se detuvo por un instante en la armería, donde descansaba el semiogro. De pie a su lado, la joven le puso una mano en la frente. Fritzen tenía los ojos cerrados y su tez estaba pálida y demacrada. Su piel ardía, indicando fiebre alta. Maq buscó un paño húmedo y se lo puso en la frente.
—Ojalá pudiera hacer algo por ti —susurró la joven—. Siento como si todo esto fuera culpa mía.
—Podrías quedarte un rato conmigo —contestó Fritz, sin abrir los ojos.
Maquesta se sobresaltó; creía que estaba durmiendo. Sin molestarse en contestar, acercó una silla y se sentó junto a él hasta que sus suaves ronquidos indicaron que finalmente había caído en un sueño reparador.
Estaba ya avanzada la tarde cuando Hvel, en su turno de vigía, avistó la vela negra en el horizonte.
—¡Barco a la vista!
Maq salió corriendo de su camarote, donde había estado diseñando la estrategia para atrapar al morkoth. Subió veloz la escala hasta el castillo de popa, donde Koraf manejaba el timón, y sacó su catalejo. En realidad no necesitaba el instrumento para ver tras ellos la vela negra del Matarife ni para darse cuenta de que les ganaba terreno. Lo usó para ver a los hombres en cubierta y calcular cuántos componían la tripulación. Los piratas eran demasiado numerosos y se afanaban en orientar el velamen y manipular las jarcias para que la nave alcanzara la mayor velocidad posible.
Maquesta apretó los labios con fuerza.
—No puede alcanzarnos. No es posible. —A pesar de la mejorada velocidad del Perechon, Maq estaba preocupada. El Matarife era una embarcación de tres palos y más velas y tenía mayor potencial de movimiento cuando los vientos eran fuertes.
—¡Vartan! —gritó la capitana—. Sube al palo mayor y orienta un poco las velas. Veamos si podemos sacarle un poco más de velocidad al Perechon.
—¡Sí, mi capitán! —gritó el hombre antes de empezar a trepar por la jarcia.
—Hvel, ve bajo cubierta y tráeme a Ilyatha. ¡Dile que necesitamos su flauta de la danza del viento! —Después Maquesta miró al resto de la tripulación—. ¡Estad alerta! ¡Tenemos encima a Mandracore!
A Maquesta le preocupaba el uso del instrumento mágico porque no quería poner a prueba los mástiles, y también le disgustaba hacer subir al umbra a cubierta a plena luz del día, pero no veía otra alternativa. Alzando de nuevo el catalejo, confirmó que el Matarife, con sus múltiples velas de ébano, estaba, en efecto, recortando distancia. Aunque fácilmente visible por la perspectiva en mar abierto, el Matarife había sido avistado inicialmente cuando se encontraba muy, muy lejos del Perechon.
Apareció silencioso en cubierta Ilyatha, con una capa muy amplia y la cabeza oculta en las sombras de la capucha.
Esto debe de ser importante, le comunicó a Maquesta. Estar en esta luz me causa dolor.
Maq apuntó al Matarife, e Ilyatha leyó el resto de sus pensamientos. Asintiendo con la cabeza, el umbra se situó cerca de la proa y se llevó la flauta a los labios. Al principio, la melodía fue obsesiva, casi fantasmal. Las notas fluían del instrumento y cruzaban la cubierta, hinchando las velas. El barco cabeceó y escoró, pero ganó velocidad. Entonces cambió la melodía y se hizo más alegre, más rápida, y el viento aumentó como respuesta, soplando en rachas alrededor del barco y haciendo crujir los mástiles.
Maquesta miró al mar. Las aguas a pocos metros del Perechon estaban encrespadas y el oleaje crecía por momentos. Pero más allá las aguas estaban tranquilas. Allí el viento no era tan fuerte, no le llegaban las notas hechizadas de la flauta de la danza del viento. La capitana sintió como un cosquilleo en su mente y percibió que Ilyatha le estaba hablando.
El Matarife está demasiado lejos para permitirme frenar los vientos en sus velas, comunicó el umbra. Y sólo puedo usar la flauta unos pocos minutos más antes de que tenga que recargar su magia.
Lo entiendo, Maquesta se concentró, satisfecha de que Ilyatha hubiera percibido sus pensamientos. La joven recordó que durante la carrera la flauta se usó durante poco tiempo a bordo del Katos, justo en el momento oportuno. Y parecía que Ilyatha la había usado bien ahora, para alejar al Perechon del Matarife lo suficiente como para que ésta pareciera un punto negro en el agua. Agotada temporalmente su magia, Ilyatha regresó bajo cubierta tras comunicarle a Maquesta que podría usarse de nuevo la flauta cuando atardeciera.
Durante las largas horas de la tarde, las numerosas velas negras del Matarife le ayudaron a acortar de forma constante la ventaja, pues soplaba un viento cada vez más fuerte. Llegado un punto, Maq bajó a la armería, llamó a Lendle desde la puerta, y le entregó una cabilla, una daga y una espada corta.
—Si Mandracore y su tripulación nos abordan, asegúrate de que Fritzen tenga un arma al alcance de la mano. No quiero que esté indefenso —le dijo al gnomo con voz queda—. Mandracore querrá vengarse de ti y de Fritz también. Matasteis cada uno a uno de sus hombres.
Estaba cayendo la tarde e Ilyatha le dijo a Maquesta que la flauta aún no había recobrado suficiente energía mágica.
—Necesitará una hora o dos más —dijo el umbra. Maq sabía que era posible que no dispusieran de ese tiempo y, al contemplar cómo se acercaba el barco de Mandracore, la joven sintió que le hervía la sangre. Todo deseo de dejar atrás al Matarife la abandonó. Si Mandracore quería pelea, ella le daría una pelea que no iba a olvidar en mucho tiempo.
—¡Atención todos! —Maq había subido al castillo de popa y estaba a un lado del timón para dirigirse a sus hombres—. Creo que todos conocéis al Matarife y a su capitán, Mandracore el Ratero. —Los marineros que estaban reunidos debajo profirieron algunas palabras malsonantes como afirmación—. Bueno, pues al parecer quiere algo que tenemos nosotros. ¿Se lo vamos a dar? —chilló Maquesta.
—¡No! —gritaron los marineros al unísono alzando los puños al cielo.
—¡Si lo que busca es que le metamos su barco por la garganta, entonces le vamos a dar lo que quiere! —gritó Hvel desde la parte posterior del grupo. Todo el mundo lo vitoreó.
—Preparad entonces vuestras armas —ordenó Maq—. Si no podemos dejarlo atrás, entonces le ofreceremos un combate que no olvidará jamás.
Maquesta procuró virar y maniobrar el Perechon para dejarlo fuera del alcance del Ratero durante muchas horas sólo por darse el placer de frustrar a Mandracore. La joven estaba cansada de jugar al ratón y al gato, pero sabía que enfrentarse al pirata —que era lo que realmente quería— pondría en peligro al Perechon, las vidas de su tripulación, y a su padre. Pero el barco de Mandracore seguía acercándose y, cuando el sol del atardecer colgaba sobre el horizonte, Maquesta puso rumbo recto y esperó a que el Matarife llegara a su lado.
El primer rezón que lanzaron se enganchó en medio del barco. Enseguida cayeron otros tres. Mientras el Matarife y el Perechon flotaban uno al lado del otro en una unión forzada. Maq ordenó a Hvel y a Rawl, que estaban junto a la balista principal, que empezasen a disparar. Los proyectiles redondos disparados por el arma, parecida a una ballesta, empezaron a hacer blanco en los marineros del Matarife que estaban intentando tender las escalas de abordaje entre los dos barcos para salvar la distancia.
Al darse cuenta de que Koraf el minotauro estaba al final de una de las escalas, esperando para batirse con el primer pirata del Matarife que intentaba abordar el Perechon, la joven le gritó.
—¡Kof! ¡Kof! —gritó Maq. Cuando consiguió por fin llamar su atención, Maquesta hizo un movimiento de empuje con los brazos. El minotauro asintió. A pesar de que había tres piratas sobre la escala intentando llegar al Perechon, Koraf levantó fácilmente su extremo, luego lo empujó hacia el Matarife y lo soltó, con lo que la escala y sus pasajeros cayeron al mar. Maq asintió en un gesto de aprobación.
Pronto, sin embargo, a pesar de tales tácticas y de la balista, una docena de piratas del Matarife habían abordado el Perechon y se enfrentaban a la tripulación de Maq en un feroz combate. Y venían más. Maq ordenó a Vartan que se quedara al timón y se unió al combate, desenvainando su espada corta y gritando maldiciones a Mandracore, que había desaparecido. De niña le gustaba jugar a batirse con espadas y había practicado mucho, usando palos de madera en vez de armas, con Lendle, Averon y su padre. A diferencia de muchos marineros, en lugar del alfanje le gustaba manejar la espada recta. La enarboló ahora para desarmar a un pirata que tenía atrapado a Rawl contra las escaleras que conducían a la cubierta superior de popa. Rawl recogió su propia espada y acabó el trabajo. Maq recorrió la cubierta con la mirada en busca del pañuelo de Mandracore, pero no lo vio. Justo cuando iba a comprobar cómo le iba a Vartan al timón, sintió una quemazón alrededor de los tobillos, y sus pies perdieron contacto con el suelo bruscamente. Tendida de espaldas, y momentáneamente sin resuello, Maq levantó la vista para ver a un inmenso ogro de piel azul, procedente del Matarife, que empuñaba un látigo. La bestia tiró fuerte para tensar la tira de cuero enroscada. Convencido de que su presa estaba bien sujeta, el ogro puso una pierna a cada lado de la joven, limitando así la posibilidad de que se alejara rodando, y desenvainó su arma. Maq agarró la empuñadura de su espada y se puso tensa, preparada para evitar el golpe del ogro y asestar el suyo.
Antes de que pudiera actuar, unos inmensos brazos recubiertos de pelaje marrón rodearon los brazos y el pecho del ogro y le aplicaron una increíble presión que hizo que el monstruo soltara su látigo y su espada. Maq rodó rápidamente hacia un lado y se quitó el látigo de los tobillos. Sujetando fuertemente al ogro desde atrás, Koraf lo levantó en vilo y lo arrojó sobre la cubierta. Sin resuello, la bestia se tambaleó hacia adelante, pero fue demasiado lenta. Koraf gruñó, desenfundó su daga y, agarrando al ogro por el pelo, le rebanó el cuello.
—¡Maquesta! ¡Maquesta!
Maquesta saltó para ver quién la llamaba con tanta urgencia. Koraf, que estaba limpiándose la daga en el muslo, apuntó a proa con la otra mano. Al mirar hacia allí, Maq localizó enseguida a Hvel que saltaba arriba y abajo cerca de la puerta de la armería agitando los brazos en el aire.
—¡Kof, ven conmigo! —ordenó la capitana. Juntos se abrieron paso matando a tres de los marineros del Matarife por el camino.
Cuando llegaron hasta Hvel en la puerta de la armería, Maq pudo ver por qué no había visto antes al Ratero. Lendle estaba tendido en el rincón más alejado de la habitación, inconsciente, y su rostro moreno estaba lívido. La sangre caía de una fea herida en la cabeza del gnomo tiñéndole su blanco pelo de color rojo. Delante de él, Mandracore y tres de sus ogros rodeaban el cabezal del camastro de Fritzen, con las espadas y las dagas desenvainadas. Fritzen sonrió levemente a Maq cuando Koraf y ella llegaron hasta la puerta. El capitán de los piratas sujetaba la cabilla y la daga que Maq entregado a Lendle. El Ratero usaba ahora la cabilla para pinchar violentamente el hombro herido del semiogro. Fritzen apretó los dientes para no gritar.
—Lo siento, Maq —dijo Hvel retorciéndose las manos—. Dijo que si no te llamaba o si pedía ayuda, le cortaría la garganta a Fritzen.
—Está bien, Hvel —dijo Maq, golpeándole suavemente el hombro al marinero—. Al Ratero le encanta hacer trampa con tal de no tener que disputar una batalla honesta.
—Di a tu tripulación que deje de luchar, Maquesta —ordenó Mandracore. Una sombra de ira había cruzado el rostro del pirata, pero consiguió controlarse.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó inocentemente Maq—. Al parecer, estamos ganando.
—Si no les ordenas que suelten las armas, mataré a tu amigo enfermo y le abriré la garganta al gnomo, y luego iré por ti —bramó el pirata.
—Creo que lo harás de todas formas —dijo Maq con una serenidad que no sentía realmente. Miró desesperada a su alrededor en busca de una salida a la situación. El destello de esperanza llegó cuando creyó ver que Lendle, tendido en el suelo detrás de Mandracore, abría los ojos. Entonces se dio cuenta de que, aunque el gnomo recobrara la conciencia, en su estado actual poco podría hacer contra Mandracore y los otros tres.
Como el pirata sabía que Maquesta había dicho la verdad, no respondió. La joven tensó los músculos de las piernas, lista para saltar sobre Mandracore si alguno hacía un movimiento para dañar a Fritz. Era mejor morir luchando que suplicando misericordia en manos de bestias malvadas como éstas, se juró. Sólo la idea de que su muerte tendría como consecuencia inevitable la muerte de su padre le hizo sentir remordimientos.
Lendle parpadeó de nuevo y esta vez mantuvo los ojos abiertos. Maq intentó no mirarlo directamente para no descubrirlo. Mandracore acababa de girarse hacia uno de sus ogros cuando cesó el ruido de la lucha en la cubierta superior. El momento de silencio finalizó con un crujido explosivo, como un trueno, sólo que afuera no había tormenta. Todos los que estaban en la armería permanecieron inmóviles en sus puestos.
—¡Capitán Mandracore! ¡Capitán Mandracore! —Primero una voz y luego varias profirieron el grito. La llamada sonó débil pero insistentemente en la armería. Mandracore, maldiciendo, pinchó de nuevo la herida de Fritzen y luego ordenó a uno de sus ogros que le cubriera las espaldas mientras iba a averiguar lo que había pasado.
—El resto —bramó a sus secuaces—, quedaos aquí. ¡Tú! Coloca tu cuchillo en la garganta del semiogro. ¡Tú, vigila al gnomo! Si alguno se mueve, matad primero al semiogro. ¡Él mató a mi primer oficial!
Maquesta oyó gruñir suavemente a Kof a su lado. La joven esperaba que el minotauro pudiera controlar su genio hasta que se les presentara una buena ocasión, una que no pusiera en peligro las vidas de Fritz y de Lendle.
Arriba, en la cubierta, seguían luchando unas pocas parejas. El resto de los piratas y marineros estaban paralizados, mirando fijamente el Matarife, donde había estallado el caos. Belwar flotaba encima del barco pirata envuelto en un halo de luz causado por los rayos del sol poniente al reflejarse en sus escamas doradas. Bajo el animal, el palo mayor del Matarife estaba partido en dos, roto por una bola de metal del tamaño de una roca que había sido arrojada sobre el barco por el ki-rin. Al tiempo que la bola atravesaba la cubierta superior habían brotado fuegos que envolvían el barco en humo y llamas. Oleadas de calor procedentes de las llamas llegaban hasta el Perechon. El olor a madera y velas quemadas impregnaba el aire. Los piratas que se habían quedado en el Matarife saltaban por la borda o intentaban abordar el Perechon.
A la luz provocada por las llamas, Maquesta, que estaba en el umbral de la puerta de la armería, vio a Ilyatha subir las escaleras anteriores, procedente de la cubierta inferior, con la vara de sombras en la mano. La luz del fuego se reflejaba también en otras armas que la joven no había visto antes, metidas en un arnés que ahora portaba. La mirada de Maq se encontró con la del umbra. Despejando su mente de pensamientos extraños, la joven se concentró en comunicarle la información esencial.
El semiogro con pañuelo y pendiente es Mandracore. Maq miró fijamente al capitán de los piratas y sintió alivio al ver que Ilyatha miraba al mismo sitio. Uno de sus guerreros ogros está en la armería, al lado del camastro de Fritzen. Lendle está herido pero consciente y lo vigila otro ogro.
Me ocuparé primero de Mandracore, respondió Ilyatha.
Con la llegada de los nuevos piratas del Matarife había renacido la lucha por la cubierta principal del Perechon, esta vez con mayor violencia que antes. Maq vio que Hvel y Vartan se esforzaban por desenganchar sendos rezones a fin de conseguir que el Perechon se alejara del Matarife envuelto en llamas, pero como tenían que defenderse constantemente de piratas que los atacaban, apenas progresaban en su intento.
Claramente furioso ante la suerte de su barco. Mandracore acababa de girar sobre sus talones para volver a la armería y dar el castigo apropiado a Maquesta, cuando lo atacó Ilyatha. Pasando desapercibido por su pelaje oscuro en la luz del anochecer, el guerrero umbra se deslizó silenciosamente hacia adelante y con un movimiento veloz clavó el extremo con gancho de su vara en el cuerpo de Mandracore. El pirata chilló, más de ira que de dolor, y se dobló por la cintura, agarrándose a la vara con expresión incrédula. Tan rápido como había clavado la vara, Ilyatha la hizo girar, lo que provocó otro gesto de incredulidad en el rostro de Mandracore. El guerrero umbra sacó la vara y Mandracore cayó de rodillas, y luego se desplomó boca abajo sobre la cubierta. Ilyatha se agachó y agarró la capa de Mandracore usándola para limpiar la sangre de la vara.
El ogro guardaespaldas que estaba al lado del capitán pirata sólo se dio cuenta de que algo no iba bien cuando Mandracore empezó a desplomarse. Soltó un aullido capaz de helar la sangre y se abalanzó sobre Ilyatha, que estaba limpiando su vara. Él guerrero umbra soltó la capa de Mandracore y se volvió, alzando la vara ya limpia para frenar al nuevo atacante, y la espada del ogro rebotó sin causar ningún daño sobre la madera. Tras ponerse de pie, Ilyatha asestó otro fuerte golpe con la vara, clavando su extremo afilado en el vientre del ogro. Este se mantuvo de pie mientras Ilyatha sujetaba la vara, pero cuando el umbra tiró del arma para desclavarla, el ogro se desplomó, uniéndose a su capitán. De nuevo Ilyatha limpió el arma y miró por la cubierta en busca de otro adversario. Al ver que no tenía a ninguno cerca, Ilyatha corrió hacia la armería.
Maquesta vio cómo salía un pirata de detrás de un barril de agua para ir en pos de Ilyatha. Cuando estaba a punto de gritar un aviso recordó que no era necesario, ya que sus pensamientos eran suficiente. Ilyatha sacó de su arnés una cuerda que tenía una cuchilla afilada en un extremo y un contrapeso en forma de anillo en el otro, se giró y lo arrojó de forma experta contra el pirata atacante. La cuerda rodeó el cuello del desafortunado marinero y el gancho se clavó en su garganta.
El umbra siguió su camino hacia la armería, y Maq echó un vistazo al interior. Al no saber lo que estaba ocurriendo fuera del camarote, los ogros que quedaban dentro habían empezado a mostrar nerviosismo y cierta inseguridad. Por el rabillo del ojo, Maquesta vio que Lendle estaba ya totalmente alerta aunque aparentaba seguir inconsciente. Cuando el ogro que lo vigilaba miró hacia la puerta, Lendle abrió del todo los ojos y vio su daga que estaba tirada en el suelo entre su guardián y él, justo fuera de su alcance. Lo que sucediera ahora tenía que ocurrir rápido y en silencio, pensó Maq, o había una buena posibilidad de que el otro ogro bajase simplemente la espada que empuñaba para cortarle el cuello a Fritzen. El semiogro desconocía el peligro que corría, al haber perdido de nuevo la conciencia. Maquesta se mordisqueó nerviosa el labio inferior. No quería perder a Fritz. Así no. Y de ningún otro modo.
Grita el nombre de Mandracore, y luego aléjate de la puerta, le oyó Maq pensar a Ilyatha. Koraf el minotauro, que estaba de pie a su lado debió de oír un mensaje similar porque la joven lo vio parpadear y fruncir el entrecejo. Koraf se sobresaltó levemente al no estar aún familiarizado del todo con el método de comunicación del guerrero umbra, pero miró de soslayo a Maq, quien asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.
—¡Mandracore! —gritó Maq al tiempo que salía con Koraf, dejando despejada la puerta. En ese mismo instante Lendle se deslizó por el suelo y agarró su daga, cerrando sus dedos rechonchos alrededor de la empuñadura desgastada y preparándose para saltar hacia arriba para proteger a Fritzen o para atacar al ogro que lo vigilaba de forma tan descuidada.
El ogro que custodiaba al gnomo prestó una ayuda inestimable a su plan al olvidar sus órdenes. Al ver despejada la puerta se abalanzó hacia adelante, asumiendo al parecer que Maq y el minotauro se habían confabulado en algún nuevo ataque contra Mandracore. El ogro que vigilaba a Fritzen bramó una orden que sirvió para frenar al ogro que corría, quien acababa de darse cuenta de que no debía haber abandonado su puesto. Ilyatha apareció de repente de la nada y se plantó frente al guardián; haciendo uso de su vara de sombras le clavó el extremo de madera en medio del pecho, asestándole un puñetazo y haciéndolo caer hacia atrás.
El ogro que estaba cerca de Fritzen gruñó y alzó su espada, preparado para bajarla sobre el cuello del semiogro. Lendle previó el ataque y se tiró en plancha, clavando la daga en el muslo del ogro, con lo que la bestia se volvió hacia él. El ogro se rió al ver a su diminuto atacante; ése fue su último error. El gnomo arremetió de nuevo, esta vez hacia arriba, y clavó la daga hasta la empuñadura en la tripa del ogro. Furioso y herido, el ogro se agachó y cogió a Lendle de los hombros, sacudiéndolo tan fuerte que soltó la daga. Luego lo levantó hasta la altura de sus ojos, gruñó de forma amenazante y abrió la boca mientras levantaba a Lendle hasta la altura de su cara.
—¡No! —gritó Maq al entrar de nuevo en la armería.
Su grito atrajo durante un momento la atención del ogro, lo que dio otra oportunidad a Lendle. El gnomo pataleó hacia adelante con ambas piernas, hundiéndole los dientes al pirata. El ogro aulló y soltó a su pequeño asaltante y Lendle cayó, encogido pero de pie.
Maquesta desenvainó su espada y cargó hacia adelante, parando y rechazando el golpe de la espada del ogro. La joven retiró su arma y trazó un arco hacia adelante, pero al dar un paso al frente resbaló en el creciente charco de sangre de ogro que había en el suelo, y cayó al suelo.
El semblante del ogro era una sonrisa macabra cuando elevó su espada encima de su cabeza y empezó a bajarla sobre Maquesta. Ella, sin embargo, fue más rápida, y asestó un golpe hacia arriba con su espada corta, atravesándole el abdomen de parte a parte. Después, la joven rodó hacia un lado para evitar ser aplastada y sintió el temblor del suelo cuando la enorme bestia se desplomó.
Tras limpiarse las manos de sangre en la ropa, hizo rodar al ogro y extrajo su arma.
—Lendle, ¿te encuentras bien? —preguntó Maq. El gnomo, que estaba aún de pie, algo aturdido por la caída, asintió con la cabeza y recogió su daga. Ya no le manaba sangre de la herida de la cabeza, pero seguía estando pálido.
—Porsupuestoqueestoybien —protestó Lendle, antes de dar un paso hacia adelante y caer redondo al suelo, junto al camastro de Fritzen.
—¡Kof, quédate aquí con Lendle y Fritzen! —ordenó Maq.
La joven sabía que el minotauro prefería cualquier otro cometido, pero tenía la esperanza de que el primer oficial se diera cuenta de que había pocas personas a las que confiar el trabajo de defender a sus amigos. Koraf frunció el ceño, pero se quedó en la puerta de la armería con las armas desenvainadas.
Arriba en la cubierta, unos agotados Hvel y Vartan habían conseguido por fin desenganchar los rezones. Maquesta observó cómo lanzaban los ganchos y las sogas de vuelta hacia el barco de Mandracore. El Perechon flotaba ya libre del Matarife, que ahora estaba casi totalmente consumido por las llamas, una brillante antorcha naranja meciéndose a la deriva en el mar. Belwar viraba y planeaba sobre el Perechon, usando su cuerno y sus cascos para ayudar a matar a aquellos piratas que seguían luchando, aunque no eran muchos. Desmoralizados ante la visión de su barco en llamas, y por el incipiente rumor de la caída de Mandracore, la mayoría de los piratas que seguían a bordo del Perechon estaban agrupados, sumidos en un silencio consternado, y habían depuesto las espadas y las cabillas. Aunque no habían entregado sus armas no hicieron ningún intento por usarlas. Su rendición era obvia.
Varios piratas nadaban cerca de su barco en llamas. Maq advirtió que alguien había bajado al agua las tres chalupas del Matarife y algunos de los marineros habían conseguido auparse hasta las embarcaciones.
El Matarife había sufrido un duro castigo y con Mandracore herido, posiblemente de muerte, Maq no sentía el deseo de eliminar al resto de su tripulación si ello suponía más heridas a sus marineros.
—¡Como capitana del Perechon declaro nuestra victoria! —gritó Maq—. Soltad vuestras armas. Todos los marineros del Matarife que quieran unirse a sus compañeros en el agua pueden hacerlo. A aquellos que se nieguen los meteremos en nuestro calabozo para ser entregados a las autoridades competentes cuando lleguemos a puerto. Ésta es una ruta comercial y es muy probable que os recojan. De otro modo os ofrecemos la hospitalidad de la cárcel del siguiente puerto.
—¡Y probablemente la oferta de una soga alrededor del cuello! —gritó Vartan. Los marineros del Perechon lo vitorearon.
Ante esas palabras, todos los piratas que sabían nadar se lanzaron por la borda al mar. Dos ogros recogieron el cuerpo fláccido de Mandracore, quien respiraba débilmente, y saltaron al mar con su capitán.
—¿Por qué les has permitido llevarse a Mandracore? —preguntó Hvel a Maquesta—. Tendrías que habernos dejado rematarlo.
—Me niego a rebajarme a su nivel, y si lo hubiera metido en el calabozo se habría muerto y lo habría apestado todo —contestó Maq fríamente—. Además, no quiero que Lendle tenga que perder el tiempo intentando curar a alguien a quien prefiero ver muerto. Dejad que los elementos se ocupen de él. En cualquier caso, ése será un final más apropiado para un tipo de su calaña.
—Y si los ogros tienen hambre… —dijo Hvel riendo— sus restos ni siquiera descansarán en el mar.
Vartan organizó un grupo para tirar a los marineros muertos del Matarife por la borda. La mayoría eran ogros y hacían falta dos o tres hombres para levantar cada cadáver. Nadie se negó a hacer el asqueroso trabajo, pues todos querían quitar de en medio los cuerpos cuanto antes. Al inspeccionar a la tripulación del Perechon, Vartan se alegró de poder decirle a la capitana que aún no había víctimas, aunque sí heridos suficientes para mantener ocupados a Lendle y a Ilyatha durante muchos días.
Para asombro general, cuando despejaron de piratas las cubiertas del Perechon, desaparecieron las llamas que envolvían al Matarife. Ni siquiera quedó en el aire el olor a humo. El Matarife seguía sin poder navegar, ya que tenía un mástil partido, pero ni siquiera parecía chamuscado. Maq no podía creer lo que veía. Belwar, que seguía planeando encima de la cubierta del Perechon, empezó a reír con profundas carcajadas cuando vio las caras boquiabiertas de los que estaban en las chalupas.
—El fuego sólo en una ilusión creada por Belwar —dijo Ilyatha, que se había unido a Maq.
—¿Una ilusión? ¿Cómo es posible? —preguntó la joven—. Yo sentí el calor y olí el humo.
—La magia de un ki-rin es muy poderosa —contestó simplemente Ilyatha.
—El palo mayor está roto de verdad —insistió Maq, sin quitar ojo del Matarife.
—Si el palo está realmente partido, pero el canto que lo rompió fue creado por Belwar —explicó Ilyatha—. El proyectil también ha desaparecido. —Se seguía viendo el agujero en la cubierta del Matarife pero no había rastro de la roca—. Cuando el ki-rin crea algo tan duro como el metal, tarda poco tiempo en desaparecer —explicó el guerrero umbra.
—Pues ojalá fuera capaz de conjurar algo blando y comestible que durara —dijo la joven—, Lendle no está en condiciones de trabajar, tenemos una larga noche por delante y estoy muy hambrienta.
—Ah, sí que puede —dijo Ilyatha encantado y convocó al ki-rin, repitiéndole la petición de Maquesta.
Así, una tarde que había empezado con una situación desesperada concluyó de forma agradable para la capitana del Perechon y su tripulación, con una opípara cena de carne asada, pudín de pan, y champiñones para Ilyatha.
Al pensar en las escasas provisiones que había insistido en recoger en Marina, Maquesta miró el banquete dispuesto ante ellos y rió a carcajadas. «Ojalá padre estuviera aquí para ver esto», pensó.
Sí, ojalá.