11

El rescate

Maquesta agarró por la manga a una camarera que pasaba por su lado con una bandeja.

—¿A dónde llevan a la gente arrestada por no pagar sus deudas de juego? —preguntó Maq.

—Eso depende —contestó la camarera, mirando hacia la cocina, ansiosa por recoger el siguiente pedido—. El mejor sitio para empezar es la oficina del condestable, en la plaza. —La empleada se echó el pelo por encima del hombro, dándole a Maq una vaga idea de la dirección en la que debía ir.

—Sé dónde está, vamos —dijo Maq a Fritzen, abriendo la marcha por las cuidadas calles de Marina.

Las empinadas colinas de la isla llegaban casi hasta el borde del agua, lo que había impulsado el desarrollo de la ciudad de forma alargada. Los edificios se extendían siguiendo la línea de la bahía, sin la existencia de un centro de ciudad. Hacia la parte occidental de la villa, empero, donde estaban las granjas en bancales en las colinas, había una pequeña plaza con un gran reloj de sol en el centro. Alrededor de las plantas verdes bien cuidadas de la plaza estaban los edificios que albergaban las dependencias de Marina: administrador de la ciudad, registro de la propiedad, oficinas de la policía y despacho del alcalde.

—Inútil cabeza de chorlito, hijo de un habitante deforme de la ciénaga. Le estaría bien empleado si se pudriera aquí en una celda durante unas pocas semanas —barbotó iracunda Maq mientras subía enérgicamente las empinadas escaleras que llevaban a la estrecha entrada de la oficina del condestable—. No puedo perder el tiempo en esta ciudad. Tenemos que ir tras el morkoth. Me estoy pensando dejar aquí al cabeza-hueca ignorante y recogerlo a la vuelta. Le estaría bien empleado.

—¿Quién te enseñó a soltar semejante sarta de insultos? —preguntó con tono irónico Fritzen—. Si eso es lo que piensas acerca del gnomo podemos dejar que se las apañe él solo.

—¿Cómo puedes decir algo así? —preguntó Maq, fulminando a su compañero con la mirada—. Antes me cortaría el brazo derecho. Es mi amigo, y lo necesito, pero estoy furiosa de que se haya metido en este lío y de que nosotros tengamos que perder el tiempo para sacarlo de él. Lendle conoce bien la urgencia de nuestra misión.

Al acabar de subir las escaleras, Maq se detuvo un momento para recobrar el aliento, y la compostura. Las oficinas del condestable reflejaban también la inclinación al orden de Saifhum, y se elevaban por encima de los otros edificios oficiales. Sus inmensos bloques de granito pulido formaban una construcción de cuatro pisos que culminaba en un techo plano resguardado por un parapeto, detrás del cual, Maq estaba segura, se ocultaba un contingente de guardias. Si Lendle estaba encerrado allí les iba a costar mucho trabajo sacarlo.

—Espérame aquí fuera —ordenó Maq a Fritzen.

—Pero Maq… —El semiogro inició una protesta pero la joven le interrumpió.

—Yo sé cómo son los habitantes de estas islas, y confiarán en mí porque me parezco a ellos. Sin embargo, tú sólo harías que desconfiaran. Y si tienen sospechas quizás hagan que alguien nos siga mientras estamos en Marina, lo que sería una complicación que no necesitamos. Me será más fácil obtener información si voy sola —explicó Maq—. Nos encontraremos en la plaza. Si no he salido a la hora de cenar, entonces puedes intentar averiguar lo que pasa.

—Sí, mi capitán —respondió Fritz, con una reverencia burlona—. Tú ordenas, y yo obedezco sumisamente.

Maq apretó los dientes y puso los brazos en jarras. Abrió la boca para responder, pero luego se lo pensó mejor, dio media vuelta y entró en el edificio.

La Maquesta que entró en el despacho del condestable mostraba un porte muy distinto a la que se acababa de exhibir en las escaleras. Suplicante más que autoritaria, Maq se acercó a un gran mostrador que cerraba el acceso al resto del edificio. Había un oficial sentado a la mesa, ocupado en escribir a pluma en un largo trozo de pergamino de aspecto costoso.

—Por favor, señor ¿podría usted ayudarme? —preguntó Maq en tono suplicante.

—Expón tu asunto —dijo el guardia con una brusquedad automática, sin dejar de escribir. Cuando un momento después alzó la mirada y vio a una mujer joven que obviamente necesitaba ayuda, su semblante se suavizó visiblemente.

Maq le dedicó una dulce sonrisa.

—Mi familia y yo vivimos al otro lado de la isla, y vine a la ciudad con uno de nuestros criados para visitar el mercado. Al parecer él se metió en algún lío en la Posada de Marina. Padre se va a enfadar muchísimo. ¿Podría usted decirme cómo encontrarlo y cómo puedo reparar su infracción? —Maq habló suavemente, con las manos entrelazadas sobre su regazo. Aún llevaba la bolsa de provisiones que Lendle y ella habían comprado esa mañana, lo cual confería mayor credibilidad a su historia.

—¿Criado, eh? —preguntó el policía, mirándola de arriba abajo.

Durante un instante Maq pensó que tenía que haber contado otra historia, que el guardia no se iba a creer que alguien que vestía como ella podía provenir de una familia con sirvientes. Pero no, había mucha gente sencilla y trabajadora en Saifhum, con dinero suficiente para tener criados.

—¿Cuál es el nombre del sirviente? ¿Se trata de una mujer o un varón? —preguntó el policía.

—Lendle. Se llama Lendle Chafka. Es un gnomo —contestó Maq.

—¡Gnomo! Ah, ese tipo. Imposible de olvidar. Le atizó una patada al oficial Rappa cuando lo trajeron aquí, con fuerza, en la espinilla, mientras gritaba algo de que iba a volver a ganar su apuesta —dijo el oficial golpeando suavemente la mesa con la pluma.

»No vemos muchos gnomos en Marina, nunca hubiera imaginado que hubiese alguno viviendo en la isla. —La voz del hombre había adquirido un leve tono de sospecha.

—Al otro lado de la isla —le recordó rápidamente Maq, a la par que movía rápidamente sus largas pestañas—. Hace poco que trabaja para nosotros, y si ésta es una muestra de su comportamiento futuro, va a durar muy poco con nosotros —añadió la joven con tono indignado—. Entonces, ¿está aquí?

—No. Uno no puede saldar su deuda trabajando si está en la cárcel, o así piensa Salomdhi. Hubiéramos encerrado al gnomo durante una temporada, pero Salomdhi quería que fuera de inmediato a su casa para empezar a trabajar —aclaró el oficial complacido—. Cuando hay dinero en juego, no verás que Salomdhi salga perdiendo, eso seguro.

—¿Salomdhi? —inquirió Maq.

—Es el tipo que le ganó el dinero a vuestro sirviente en la partida de cartas. Es un mercader, el más importante de Marina —explicó el oficial—. Empezó con un puesto de frutas y ahora es el dueño de la mitad de las tiendas del mercado.

—¿Puede usted indicarme dónde vive el señor Salomdhi? —preguntó Maq—. Tal vez pueda hablar con él y llegar a un acuerdo para que mi padre le envíe el dinero. Lendle es nuestro sirviente, después de todo. Si va a trabajar gratis para alguien, mejor que sea para nosotros.

—Claro. Coge la calle que sale detrás de este edificio, y síguela hasta el final. Salomdhi vive en una gran casa blanca con tejado de tejas rojas. Es la más grande de la calle, no tiene pérdida —explicó amistosamente el oficial.

Maq ya le había dado las gracias y se disponía a partir cuando el hombre la llamó.

—¡Joven! Suerte en su negociación con Salomdhi, es un hueso duro de roer —comentó divertido el oficial, riendo entre dientes ante la evidente desigualdad entre Maquesta y el mercader.

«Ése aún no sabe lo que es dar en hueso —pensó Maq, sonriendo para sus adentros—, pero lo va a averiguar enseguida».

Fuera, en la plaza, Fritzen se entretenía tirando guijarros a las espaldas de los transeúntes mirando rápidamente hacia otro lado cuando intentaban averiguar qué les había dado.

—¿No has pensado que te podría ver hacer eso uno de los guardias que hay en el tejado del edificio del condestable? En esta ciudad, un delito así podría llevarte a la cárcel —dijo Maq, en tono admonitorio.

—Vivo peligrosamente, y me gusta —sonrió Fritz como respuesta.

—¡Sinceramente! Primero Lendle, ahora tú. Estoy rodeada de una tripulación de inmaduros, por comportamiento, no por edad —se quejó Maq. A la mente de la joven acudió una imagen de su padre y Averon luchando en la cubierta del Perechon. Frunció el entrecejo al recordarlo, y al pensar en Melas su sensación de estar perdiendo el tiempo se duplicó.

»¡Vámonos! Ya sé dónde está Lendle —dijo Maq.

Mientras Fritzen y ella caminaban, Maquesta le explicó lo que le había contado el oficial acerca de Salomdhi y la condena de Lendle. Los ojos de Fritzen se iluminaron al oír lo de la riqueza del mercader.

—Puede que Lendle no sea lo único que merezca la pena ser rescatado de esa casa —dijo con picardía el semiogro.

—¡Fritz! No podemos arriesgarnos. Tenemos que concentrarnos en sacar de allí a Lendle y encontrar al morkoth —barbotó acalorada Maq—. Si no entiendes eso, quizá no deberías haber venido en este viaje.

—Tengo contraída una gran deuda tanto con tu padre, por acogerme cuando se hundió el Torado, como con Lendle, que me cuidó durante unos días críticos para mí. —Fritz habló seriamente, tranquilizando a Maq. El rostro del semiogro se ensombreció al recordar esos dos hechos—. No soy de los que olvidan o incumplen una obligación. Puedes contar conmigo, Maquesta.

Marina no era en realidad un lugar muy grande, y llegaron rápidamente a la casa del mercader. Estaba construida al pie de una de las laderas que rodeaban la ciudad, y se extendía a lo largo de muchos metros de calle sin ser demasiado profunda. Había un muro de piedra blanca de unos tres metros de alto, rematado por tejas del mismo color que las de la casa, que se extendía desde ambos lados de la residencia hasta la base de la colina.

Maq y Fritz decidieron reconocer el jardín vallado antes de acercarse a la puerta de entrada de la casa. Maquesta sabía que, aunque el truco de hacerse pasar por el ama del gnomo había funcionado con el oficial del condestable, sería más difícil que sirviera con el mercader, especialmente si la había visto en la Posada de Marina. Fritzen se arrodilló para que Maq se pudiera subir sobre sus hombros, y luego se puso lentamente en pie.

—¿Sabes que eres muy ligera? —comentó el semiogro—. Podría llevarte todo el día.

—¡Chist! —le regañó la joven—. Podría oírte alguien.

Asomándose por encima de la valla, Maq contempló un vasto jardín compuesto por varios huertos de verduras y cuadros de flores, además de una pequeña arboleda de cerezos. Al principio Maq no vio a nadie, pero entonces atrajo su atención un movimiento al fondo del jardín, donde comenzaba la colina, y divisó a Lendle saliendo por una puerta tan bien camuflada en la agreste ladera que la joven no la habría distinguido de no haberse abierto.

El gnomo llevaba dos azadas, un rastrillo y otros cuantos utensilios de jardinería hacia uno de los huertos, donde Maq vio que ya había montado una vara en una carretilla de dos ruedas y una manija para empujar. Había varios brazos que se extendían como los radios de una rueda desde la parte superior de la vara. A pesar de la precariedad de su posición, Maq rió para sus adentros. El gnomo empezó a conectar las azadas y otras herramientas al artilugio. Parecía como si Lendle hubiera inventado algún tipo de desbrozadora automática con las azadas colocadas a la altura exacta para recortar los vegetales del huerto. Salomdhi no sabía lo que le esperaba.

—¿Te acuerdas de lo que dije acerca de que eras ligera? —susurró Fritz—. Olvídalo. Pesas cada vez más.

—¡Chist! —le recriminó de nuevo—. Mirare un ratito más.

Después de echar otro vistazo por el recinto, Maq pensó que Lendle se encontraba solo, pero no podía estar segura. El lugar era demasiado grande. Incluso si no había nadie más, era demasiado arriesgado llamarlo. El sol daba de lleno en la fila de ventanas de la parte trasera de la casa de Salomdhi, y su reflejo en los cristales hacía imposible saber si había alguien mirando desde alguna de ellas, vigilando el jardín.

Mientras planeaba su siguiente acción, Maq vio salir con prisa de la casa a un hombre corpulento, con el cabello repeinado hacia atrás con fijador y un aire próspero. Maq se agachó levemente para que su cabeza no sobresaliera por encima de la valla. Reconoció al hombre de la partida de cartas. El mercader, sin duda Salomdhi, le hizo un gesto al gnomo para que se acercara, gritando su nombre «¡Lendle Chafka!» como si fuera una enfermedad. Por suerte, la llamada acercó a Lendle a su atalaya y la joven pudo oír la conversación.

—¿Qué está pasando? —susurró Fritz.

—Chist. Te lo contaré dentro de un minuto —susurró Maq a modo de respuesta.

—Basta de chistarme. ¿Qué está pasando? —insistió el semiogro.

—Veo a Lendle. Calla —dijo Maq, que había vuelto a asomar la cabeza.

—Tengo una cita de negocios —anunció Salomdhi, dándose importancia—. Vamos, súbete la pernera del pantalón.

Maq no oyó la respuesta, si hubo alguna, por parte del gnomo, pero se imaginaba que no estaría muy feliz. La joven se alzó un poco más para ver mejor; parecía como si Salomdhi se hubiera inclinado para fijar algo al tobillo de Lendle. Maq se agachó de nuevo cuando el mercader se puso de pie.

—No hay forma de salir de este jardín sin pasar por la casa, y los criados no te van a dejar entrar —explicó Salomdhi—. No te molestes en pensar en escapar. Ese talismán hechizado que te he colocado en el tobillo me permitirá saber dónde estás, y yo tengo la única llave que lo abre. Por supuesto que si quieres intentar escapar, por mí, adelante. Eso me otorgaría el derecho a tenerte a mi servicio durante muchos meses más. Hacía bastante tiempo que necesitaba un jardinero.

Cuando el mercader desapareció en el interior de la cueva de la ladera de la colina, Lendle empezó a seguirlo, sin embargo antes de que hubiera llegado a la puerta salió Salomdhi llevando un saco de arpillera. El mercader recorrió el jardín con la vista, pero vio poca evidencia del trabajo hecho.

—Recuerda, quiero que hayas quitado las malas hierbas de los tres huertos antes de que caiga la noche. Mañana puedes empezar a podar los cerezos. —Dicho esto, el mercader salió al jardín con el mismo aire pomposo con el que había entrado.

Cuando Maq se asomó de nuevo por encima de la valla, Lendle, distraído momentáneamente de su trabajo por la introducción de este nuevo juguete, estaba toqueteando la argolla que el mercader le había colocado.

Maq saltó al suelo para consultar con Fritzen, quien se frotó los hombros con un fingido gesto de dolor.

—El mercader se ha marchado —dijo la joven—. Dudo que haya nadie en la casa salvo los criados. Creo que sería fácil sacarlo si no fuera…

—Si no fuera ¿qué? —demandó Fritz.

—Si no fuera porque Salomdhi ha colocado algún tipo de talismán hechizado en el tobillo de Lendle —continuó Maq—, y dijo que le ayudaría a rastrearlo si trataba de escapar.

—Ese mercader no parece el tipo de persona que tenga hechizos a su disposición por toda la casa —dijo Fritzen con aspecto dubitativo—. Quizá sea un truco. Entremos primero para hablar con Lendle y más tarde nos preocuparemos del artilugio. Además, quizá sea valioso y nos interese llevárnoslo.

—De acuerdo —coincidió Maq, empezando a subirse de nuevo a los hombros de Fritzen.

—No soy una escalera —se quejó débilmente esta vez el semiogro.

—Dame un minuto —respondió la joven—. Yo podré trepar a lo alto de la valla subiéndome a tus hombros, pero ¿encima de quién te vas a subir tú?

—Encima de nadie —contestó Fritzen cuando Maq se puso de pie sobre sus hombros—. Hay quienes necesitan que les echen una mano —se burló el semiogro—, mientras que otros somos autosuficientes.

Ante ese comentario, Maquesta pateó a Fritzen, medio en broma, y no le dio por poco en la nariz. Al mirar hacia el cielo, Maq vio que el sol había cambiado de posición y había sombras a lo largo de la pared del jardín que le permitirían ocultarse si había alguien vigilando desde la casa. Agarrándose con fuerza a las tejas, se aupó y empezó a pasar por encima de la valla.

Lendle sólo se apercibió de la presencia de Maq cuando ésta se dejó caer ágilmente al otro lado. Sin mostrar sorpresa se acercó corriendo a ella, con el entrecejo fruncido encima de su gran nariz.

—¿Dóndehasestado? —preguntó enfadado el gnomo— ¿Tienesideadeltiempoquellevoesperándote?

—Para el carro, Lendle —ordenó Maq ceñuda—. Con todos los problemas que hemos tenido últimamente por las apuestas, no podía creer que te metieras en una partida de Cazador de Recompensas y en una pelea de taberna al perder. No tenemos tiempo para eso. Mi padre. El morkoth. ¿Recuerdas?

Lendle tuvo por lo menos el detalle de ruborizarse; un intenso rojo carmín tiñó su piel de color avellana, antes de ponerse a la defensiva.

—Yonoperdí —barbotó el gnomo—, eraunrevéstemporal.

Maq puso los ojos en blanco.

—EsesimioSalomdhinoentiendelaetiquetadelosjugadoresdecartas —se quejó Lendle, que empezaba a disfrutar del tema—. Tampocoentiendenadadejardineríaocomoinstalarunsistemadecentededesbrozarlasmalashierbas. —Lendle cogió a Maq de la mano y la llevó hacia la parte posterior del jardín, hacia la puerta que le había visto utilizar.

»Pero, Maquesta Nar-Thon —añadió Lendle, que empezó a hablar más despacio, lo que revelaba una gran emoción por su parte—, tienes que venir conmigo. Ese idiota debe de entender de algo —comentó el gnomo, que seguía conduciendo a Maq.

—Para un momento, Lendle; creo que Fritz va a unirse a nosotros —lo interrumpió Maq.

Un golpe sordo contra la parte exterior de la pared del jardín anunció la inminente llegada del semiogro. Fritzen había tomado algo de carrerilla para saltar contra la pared y usar el escaso apoyo que la superficie daba a su pie para impulsarse hasta que sus manos pudieron agarrarse a las tejas. Con un solo movimiento salvó el muro y, dando una voltereta, salió al jardín, cayendo de pie.

—Exhibicionista —dijo Maq, aparentando indiferencia, a lo que Fritzen sonrió.

—¿Qué pasa con el talismán encantado? —preguntó el semiogro.

—Parece que tú ya tienes suficiente encanto —comentó el gnomo antes de seguir arrastrando a Maq hacia la puerta.

—Lendle quiere enseñarnos algo —explicó Maq.

Como no había visto salir a Lendle del interior de la colina. Fritzen se mostró impresionado cuando el gnomo abrió la puerta oculta. Entraron en una cueva cálida y espaciosa en la que Salomdhi guardaba las herramientas del jardín, semillas, tubérculos, sacos de arpillera y similares. Era prácticamente el paraíso de un jardinero, y un buen indicador de la prosperidad del mercader.

—¿Es esto lo que tanto te excita? —preguntó Maq sorprendida—. Lendle, tenemos que salir de aquí, no tenemos tiempo para esto.

—No. No. No, Maquesta Nar-Thon. Tienes que ver esto.

Lendle los llevó hasta la esquina derecha del fondo de la cueva, cogió un desplantador de jardín de entre las herramientas y lo rozó contra la roca irregular de las paredes hasta topar con un picaporte oculto labrado en la misma roca. Cuando el gnomo accionó el tirador Maq vio que estaba unido a una pequeña chapa metálica rectangular que salió de la roca según tiraba. Al salir, pudo oírse un mecanismo en el interior de la pared.

—Pesos y contrapesos —explicó brevemente Lendle—. Muy ingenioso.

Ante ellos apareció una abertura cuando la puerta de piedra se deslizó hacia la derecha. La caverna principal recibía la luz que entraba de la puerta abierta al exterior, pero la cueva interna estaba en total oscuridad.

—Esperad —les ordenó el gnomo. Se agachó, tanteando el suelo a la izquierda de la puerta y se incorporó con un farol en la mano. Fritzen hizo saltar una chispa de una caja de pedernal que había visto al lado de un saco de nabos. Cuando el semiogro levantó el farol, Maq quedó boquiabierta.

Un saco de arpillera lleno de monedas de oro se había abierto por la costura de abajo, derramando parte de su contenido por el suelo de la cámara. Eso fue lo primero que vio Maq. Amontonados tras ése, por todo el lado izquierdo de la cueva y casi hasta el techo, había apilados sacos y sacos, repletos también de monedas a juzgar por sus formas. También había diversos tesoros esparcidos entre las bolsas: candelabros de oro engarzados con rubíes relucientes, cuencos y platos de oro y plata, cajas lacadas y arcones incrustados de joyas. Maq abrió la tapa de uno de ellos; estaba repleto de gran variedad de gemas: zafiros, diamantes y esmeraldas.

El otro lado de la cueva la dejó muda de asombro. Apoyados contra la pared había escudos metálicos, algunos labrados con oro, y montones de cotas de malla apiladas. En otro rincón había correajes para armas adornados con hebillas de plata y coseletes de cuero endurecido. Cerca de eso había espadas, algunas con empuñaduras engarzadas con brillantes, apiladas de punta, atadas unas con otras como gravillas de trigo. Había un montón de largas lanzas en el suelo de la cueva, cerca de un montón de dagas.

Fritzen dio unos pasos en esa dirección, escogió una daga con un rubí en la empuñadura, y se la metió en el cinturón. Un collar de perlas acabó en su saquillo, al igual que un estuche de plata del tamaño de un puño.

—Necesitaremos unos sacos —indicó el semiogro.

—¡No! —El tono de Maq era enérgico—. Esto no es nuestro. No somos ladrones.

—No me digas. Pues creo que el mercader amigo de Lendle no ha adquirido esto de forma honrada, y estoy seguro de que no echará de menos una o dos baratijas. —El semiogro metió monedas de oro en su saquillo hasta que ya no cupo nada más, luego cruzó la cueva y apuntó hacia algo—. Mira esto. —Fritz estaba al lado de un montón de cascos, y estaba examinando uno. Maq y Lendle se unieron a él. En sus manos sujetaba un yelmo muy elaborado y adornado con cuernos. Éstos eran largos, finos y curvos, y parecían estar lo bastante afilados como para ensartar a un adversario. Aparte de las aperturas para los ojos del portador, el yelmo cubriría totalmente la cabeza de quien lo llevara. Era evidentemente un trabajo artesanal muy fino, pero, al mismo tiempo, era horriblemente espantoso. El semiogro se lo colocó en la cabeza.

»Éste es el casco de un señor de la guerra, no de un mercader —dijo Fritzen, ajustándoselo para que le encajara mejor, y examinándolo por fuera con los dedos—. Nunca he visto nada parecido a esto.

—Y tampoco deberías haber visto éste —dijo una voz ronca procedente de la puerta.

Sobresaltados, Fritzen y los otros se dieron la vuelta de un brinco. Salomdhi estaba en el umbral de la cámara del tesoro.

—¡Lendle! —barbotó el mercader—. ¿Qué haces aquí dentro y quiénes son éstos que están contigo? —El mercader dio un golpe con el pie—. Veo que me vas a ser poco rentable. El condestable ya me avisó de que me causarías más problemas de lo que valías.

—No. Yo diría que ninguno de ellos vale mucho, pero quizá nos proporcionen algo de diversión —dijo una figura más grande, que estaba detrás de Salomdhi—. Y ahora mismo necesito divertirme, Maquesta Nar-Thon.

Maq se sorprendió. La voz sonaba familiar. Entonces la figura apartó a Salomdhi a un lado y entró en la cueva.

—¡Mandracore! —exclamó la joven.

Ante ella estaba el capitán pirata conocido como Mandracore, el Ratero. Era, como Fritzen, un semiogro, y aunque no era tan alto como éste, era más musculoso y fornido, aunque sin el atractivo físico de Fritzen. Su rostro, basto y poco agraciado, estaba tachonado de verrugas. Maq nunca había visto su pelo ya que siempre llevaba un pañuelo anudado, cubriéndole la cabeza. De una de las orejas colgaba un pendiente de oro con forma de calavera risueña.

—¿Qué estás haciendo en Saifhum? —preguntó Maq antes de volverse hacia Salomdhi y demandar—: ¿Qué está haciendo aquí contigo? Nunca he oído hablar de un mercader de Saifhum que tuviera negocios con piratas.

Tras ella Fritzen se deslizó con sigilo hacia un fajo de espadas. De espaldas a ellas tiró de una para liberarla del resto y la escondió tras sus piernas.

Salomdhi parecía incómodo ante las acusaciones de Maq.

—Yo… —comenzó el mercader, pero Mandracore lo interrumpió.

—Mis negocios me llevan a rincones que tú ni conoces, Maquesta Nar-Thon —cortó el pirata—. Y si quieres saber lo que estamos haciendo en esta cueva, tu pequeño amigo nos avisó.

Intrigada, Maq miró a Lendle, entonces notó que el talismán encantado que tenía en el tobillo se iluminaba de forma intermitente con una luz de color azul pálido.

—Es una gran suerte que los negocios que tengo aquí me den la oportunidad de saldar una vieja deuda —añadió Mandracore—. Lástima que no esté aquí tu padre, Maquesta, pero tú valdrás igualmente. —El pirata chasqueó los dedos y otras dos siluetas ocuparon el umbral de la puerta tras Salomdhi.

Maq, Fritzen y Lendle, al estar dentro de la cueva se hallaban en desventaja a la hora de comenzar una pelea, a no ser que pudieran atraer a los piratas —o por lo menos a Mandracore— al interior. La joven miró a sus compañeros y vio que ellos también habían comprendido la situación.

Salomdhi empezó a retroceder hacia la puerta de la cueva, mirando de soslayo a Mandracore.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó el mercader, y después, intranquilo por la expresión del pirata, se quejó—: No quiero saber nada de esto. Quiero que salgáis todos de mi propiedad. Tus amos no me pagan para esto, Mandracore. No permitiré que se cometan asesinatos en mi casa.

—¿Qué servicios estás prestando a esta escoria? —preguntó Maq.

—Sólo es una transacción económica honrada —dijo el mercader, a la defensiva—. Les alquilo esta cueva como almacén y compro y vendo algunas cosas en su nombre. Me pagan bien y yo no hago preguntas. Lo que hagan fuera no me concierne. —Salomdhi sacó pecho y alzó la barbilla para darse mayor importancia; fortalecido por sus razonamientos, se dirigió a Mandracore.

—Ya has oído lo que he dicho. Sal de aquí, y llévate a tus sicarios contigo —ordenó el mercader.

Alzando una ceja, Mandracore le hizo una señal a sus esbirros, que agarraron a Salomdhi por los brazos y lo empujaron al interior de la cámara del tesoro.

—Ningún mercader gordo le habla así a Mandracore el Ratero —rugió el pirata, acercando su fea cara a dos centímetros de la de Salomdhi—. Crees que tienes las manos limpias, ¿eh? Entonces te conviene aprender una pequeña lección. Esto debería de ser muy instructivo.

Con Mandracore vuelto de lado, concentrado en el mercader que se retorcía y los otros dos piratas ocupados en sujetar a éste, Maq vio su oportunidad. Se dejó caer de rodillas y agarró una de las dagas que había en el suelo de la caverna después saltó sobre la espalda de Mandracore, aferrando su cintura con las piernas y el cuello con uno de sus brazos hasta casi cortarle la respiración, apretó la punta de la daga contra la garganta del pirata, advirtiéndole de que no se moviera.

Mientras tanto, en el momento en que Maq se puso en movimiento, Fritzen corrió un par de pasos hacia los piratas que sujetaban a Salomdhi y saltó con las piernas extendidas hacia adelante dando dos patadas en las barbillas de los dos guardias, haciéndolos caer hacia atrás sobre un montón de monedas derramadas.

El semiogro desenvainó la espada y apretó la punta contra el pecho del más grande de los dos, y soltó un gruñido que reverberó en el interior del yelmo, indicándole al pirata que no se moviera.

Libre de repente, Salomdhi se giró para correr, pero Lendle se lanzó contra sus tobillos y le hizo una llave tumbándolo boca abajo y retorciéndole el brazo, causándole el suficiente dolor para que el hombre se quedara inmóvil pero no, por desgracia, callado. Salomdhi, nada acostumbrado al daño físico, empezó a chillar que se le iba a romper el brazo.

El otro pirata que había derribado Fritzen se había puesto de pie otra vez y estaba dando vueltas alrededor del semiogro con dos largas dagas gemelas en las manos.

—Atrás —avisó Fritzen—, o rajaré el estómago de tu amigo como si fuera un cerdo en el matadero, y su sangre lavará todas estas monedas de oro.

Impávido, el pirata rió y se acercó aún más. Fritz, frustrado, cerró un puño y atizó al hombre caído en la cara, haciéndole perder el conocimiento y rompiéndole unos cuantos dientes.

A Maq, que seguía sobre la espalda de Mandracore, no le gustaba la situación. Aunque el pirata que se enfrentaba a Fritzen era un humano, y bastante más pequeño, parecía ágil y experimentado, un adversario peligroso.

—¡Dile que suelte las dagas! —bramó Maquesta a Mandracore, apretando el cuchillo contra el cuello del pirata. El semiogro apretó los dientes, negándose—. ¡Hablo en serio! —Maq giró su arma, clavando la punta en la blanda parte inferior de su barbilla hasta que apareció un hilillo de sangre—. ¡Díselo! —ordenó.

—¡Yega! —gritó Mandracore con voz entrecortada—. Suelta tus dagas. —El tono asustado de la voz hizo que el pirata soltara de inmediato los cuchillos. Fritzen recogió las dagas y se las guardó; después apuntó al suelo con la espada.

—¡Túmbate al lado de tu amigo! —ordenó Fritzen. De nuevo las palabras retumbaron dentro del casco. Sacudiendo la cabeza, se lo alzó y lo tiró al suelo—. ¿Cómo puede alguien llevar una cosa así? —se preguntó en un susurro.

—¡Lendle, hazle callar! —farfulló Maq mientras Salomdhi seguía gimiendo. El gnomo arrancó una tira de la parte inferior de la túnica de seda de Salomdhi, y ante la evidente indignación del mercader se lo metió en la boca, amortiguando el sonido, aunque sin apagarlo del todo. Un sudor frío se apoderó del mercader, que se retorció aún más.

»Y ahora, muy despacio, vayamos a la otra parte de la cueva —ordenó Maq, que apretó las piernas alrededor de la cintura de Mandracore—. Yega y el otro, delante, con Fritzen vigilándolos, luego Salomdhi y Lendle. Dejaremos lo mejor para lo último, Mandracore. —Maq pensaba que habría soga en la primera estancia de la caverna, soga que podrían utilizar para atar a Salomdhi y a los piratas. Entonces tendrían que volver al Perechon lo anees posible. El talismán encantado del tobillo de Lendle seguía parpadeando. La joven no sabía si estaría convocando a alguien más a la casa del mercader, pero no quería correr riesgos.

Yega tiró del pirata inconsciente y empezó a arrastrarlo como un saco de patatas, dirigiéndolo hacia la cueva anterior. Le lanzó a Maq una mirada gélida de desprecio al pasar ante ella. Justo cuando los hombres llegaron a la puerta, los ojos de Maq se abrieron de par en par.

—¡Fritzen! ¡Cuidado! —El aviso llegó demasiado tarde para el semiogro. Mandracore había apostado un tercer pirata para vigilar el jardín mientras los otros y él acompañaban dentro a Salomdhi. Ese pirata, que enarbolaba un alfanje, asestó un golpe a Fritzen desde el exterior de la cámara del tesoro. Fritz se agachó en el último instante, pero la hoja lo alcanzó de lleno en el hombro, provocándole una mueca de dolor. El semiogro levantó su arma para parar el siguiente golpe y lo consiguió desviar, pero la herida lo había debilitado.

Esto le dio a Yega una oportunidad. El pirata se alejó de Fritzen a gran velocidad y se acercó a su compañero mientras sacaba una daga del cinturón. Ahora eran dos los que se enfrentaban al semiogro, y se le acercaban.

—¡Lendle! Ve a ayudarlo, yo vigilaré al mercader. —Aunque Lendle era un luchador capacitado, Maq temía que si ella iba a ayudar a Fritzen, Mandracore sería capaz de arrollar al gnomo. Por tanto Mandracore era responsabilidad suya.

Antes de que el tercer pirata pudiera golpear de nuevo a Fritzen, Lendle saltó hacia él. El gnomo se lanzó por debajo del arma del semiogro y lo atacó con un pequeño desplantador, rajando la pierna del pirata y haciéndolo aullar. Cuando el pirata se agachó a mirar la herida, el gnomo saltó con toda la fuerza que le permitían sus rechonchas piernas y le clavó el desplantador en el pecho. La punta atravesó la colorida vestimenta y encontró su corazón. Se desplomó hacia adelante, con una expresión vidriosa en los ojos. Al mismo tiempo, el pirata que empuñaba la daga avanzó e intentó rajar el vientre a Fritzen. Desequilibrado aún, éste pudo enarbolar su arma, pero la herida de alfanje le impedía usar su brazo derecho. Al apreciar su ventaja, el pirata que quedaba saltó hacia el semiogro. Fritzen rodó hacia un lado y lanzó un golpe con el brazo izquierdo, clavando la espada bajo las costillas del pirata hasta sacar la punta por la espalda. El hombre cayó, con Fritzen prácticamente encima de él. El último pirata, que finalmente había recobrado la conciencia, se arrastró hacia el alfanje de su compañero caído, pero Lendle se interpuso entre el pirata y el arma, y lo mantuvo a raya con el pequeño desplantador.

—¡Suéltaloahoramismo! —gritó el gnomo.

El pirata observó cómo Lendle enarbolaba la ensangrentada herramienta de jardín, miró de soslayo a Mandracore y arrojó su daga al suelo.

—Ahora, ponte boca abajo —añadió Lendle, hablando más despacio para asegurarse de que el pirata le entendía. Cuando el hombre obedeció, el gnomo se sentó encima y miró a Fritzen—. ¿Estás bien?

El semiogro gruñó y se levantó de encima del pirata muerto. Miró a Lendle y esbozó una tímida sonrisa.

—Así que sabes hacer algo más que cocinar —bromeó el semiogro. Entonces frunció el entrecejo en un gesto de dolor y se miró el hombro.

Mandracore seguía inmovilizado por la punta de la daga de Maquesta y la certeza de que ésta la utilizaría. Salomdhi se puso lentamente de pie y se quedó paralizado por el temor y el horror, sin molestarse siquiera en sacarse la mordaza de la boca. Sus ojos, abiertos de par en par, contemplaron los cuerpos y la sangre.

—Lendle, ata a ese pirata que tienes debajo, y a Salomdhi también. Luego me ayudas con Mandracore —ordenó Maq—. Fritzen, ¿cómo te encuentras? ¡Aprieta fuerte esa herida! —El semiogro estaba sentado con la espalda contra la pared, sujetándose el hombro ensangrentado.

—Hago lo que puedo, Maq. He perdido sangre, pero estoy mejor que esos dos —contestó Fritzen apuntando hacia los piratas muertos—. Conseguiré volver al Perechon.

Maq se bajó de la espalda de Mandracore y agarró las manos del pirata hasta poder atárselas detrás con un trozo de cuerda. Lo empujó para arrodillarlo y luego le dio un fuerte empellón hacia adelante. El pirata giró la cabeza a un lado justo a tiempo para no golpearse la nariz contra el suelo de piedra.

—Esto añade una deuda más a los asuntos pendientes que tengo con la familia Nar-Thon —dijo amargamente el jefe de los piratas—. Supongo que tendré que saldar cuentas contigo a partir de ahora, ya que tu padre está fuera de juego —se burló Mandracore.

—¿Qué sabes tú acerca de mi padre? —preguntó Maq con brusquedad—. ¿Qué has oído?

—Tengo amigos en Lacynes —contestó el pirata—. Sé que Melas está viviendo de prestado, pendiente de tu regreso, siempre y cuando tengas éxito.

Maq frunció el entrecejo, preocupada porque el Ratero supiera el propósito del viaje del Perechon.

—¿Tienen algo que ver tus jefes en Lacynes con ese tesoro y el arsenal de armas que hay ahí dentro? —preguntó intentando averiguar la conexión.

—No dije jefes, dije amigos —contestó secamente el pirata—. Tengo muchos intereses, y en este caso los intereses de mis amigos y los míos coincidieron de un modo que me está llenando la bolsa —añadió Mandracore, disfrutando de la inquietud de Maquesta—. Nunca había visto matar a nadie —susurró a Maquesta.

—Sospecho que tus asuntos honrados de negocios te van a llevar por un camino en el que presenciarás muchas cosas que no has visto antes, ni querrías ver —dijo Maq, contemplándolo con desprecio—. Ahora, ¿dónde está la llave del talismán hechizado del tobillo de Lendle?

El mercader hizo un ademán con la cabeza hacia su chaleco. Maq encontró la llave en un bolsillo interior. La joven quitó el talismán, un pequeño disco de piedra lisa gris con anillos blancos incrustados, que seguían parpadeando.

—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó Maquesta. Salomdhi hizo un gesto hacia Mandracore, quien le sonrió. A sabiendas de que no conseguiría nada del Ratero, Maq dejó caer el talismán—. Quizás ayude a que alguien te encuentre a ti. Vámonos —añadió, volviéndose hacia Lendle.

Maq ayudó a Fritzen a incorporarse y lo sostuvo mientras salían de la cueva.

—Hasta que nos encontremos de nuevo, Maquesta —gritó Mandracore mientras la joven cerraba la puerta de la caverna oculta en la ladera.

Al pasar por el interior de la casa de Salomdhi, Lendle arrancó una tira de tela del mantel de la mesa del comedor y la usó para vendar la herida de Fritzen, en un interno de frenar la pérdida de sangre. El trío se sentía observado, pero ninguno de los criados intentó detenerlos.

—Es arriesgado ir por la vida a tu lado —bromeó Fritz con Maquesta cuando salieron a la calle.

—Creo recordar que dijiste que te gustaba vivir peligrosamente —contestó la joven. Su tono era ligero, pero su semblante mostraba preocupación—. Tenemos que volver al embarcadero y al Perechon lo más rápido posible. Tengo la sensación de que no pasará mucho tiempo antes de que esa escoria reciba ayuda.

—Necesito hacer una parada cuando lleguemos al embarcadero —dijo Fritz—. Tengo en el bolsillo un collar de perlas que saldará la deuda con mis amigos. Piensa en ello como si tu colega Mandracore te hubiera comprado las velas nuevas.