10

El puerto de Marina

Al día siguiente, el grupo que bajó a tierra emprendió su excursión de buen humor, temprano por la mañana. Marina era un lugar muy diferente del último puerto en el que habían estado, Lacynes. Había edificios de piedra, anchas terrazas, techos de teja, toldos de bellos colores en el puerto y todo ello presentaba una cara alegre y bien cuidada para los visitantes. A ambos lados del puerto, en las laderas, se veían granjas que cultivaban la tierra en bancales.

Sin embargo Maq sabía que, por suerte, aquella apariencia de buena acogida no se hacía extensiva a cualquiera. El Matarife no habría osado entrar en el puerto, ni Bas-Ohn Koraf se habría sentido cómodo si hubiera acompañado a Maquesta y a los otros por la ciudad. Los piratas y los minotauros eran rechazados de forma rutinaria por las galeras que patrullaban el puerto y por los guardias armados que patrullaban por el embarcadero.

Aun así, para el capitán y los tripulantes del Perechon, Marina era una visión muy agradable, o lo habría sido si no hubieran estado achicando el agua que entraba a chorro por el agujero que había en el fondo de la chalupa. El intento de arreglo por parte de Lendle sólo había disminuido levemente la cantidad de agua que entraba a borbotones, y la palanca lateral se había roto la primera vez que Maq había intentado utilizarla.

—EstábienestárealyverdaderamentebienMaquestaNarThon farfulló el gnomo, —tengounplanparaarreglarlodeformapermanenteaúnmejorqueantes— continuó el gnomo guiñándole un ojo a la joven después de contemplar la vía de agua. —¡Me pondré a trabajar en cuanto concluyamos los recados! —añadió, pronunciando las palabras más despacio para que ella pudiera entenderlo mejor.

Maq se limitó a fruncir el entrecejo.

Tras arrastrar fuera del agua la chalupa por la playa e intentar sin éxito secarse las botas, Fritzen sugirió un cambio de planes. Llevó a Maq a un lado y habló con voz queda mientras vigilaba a Lendle para asegurarse de que estaba entretenido en inspeccionar la chalupa.

—Maq, ¿podemos encontrarnos en el astillero cuando acabes en el mercado? —preguntó el semiogro—. Creo que necesitamos llevar allí la chalupa para una reparación rápida antes de que Lendle complete su arreglo permanente, o tal vez no consigamos llegar nunca al Perechon. Y, con suerte, espero conseguir también algunas velas nuevas.

Lendle, que obviamente les estaba oyendo, frunció el entrecejo al mirar a Fritzen; pero luego se unió al risueño gesto de aprobación de Maq.

Quedaron todos en encontrarse en el embarcadero después de comer, con la idea de que quizá tuvieran que posponer su regreso si la chalupa no estaba arreglada.

Aunque las raíces familiares de Maq estaban bien implantadas en la tierra de Saifhum, ella había pasado muy poco tiempo en la isla. Sin embargo, cada vez que la visitaba se prometía a sí misma regresar más a menudo. Ese día, en el mercado, mientras observaba cómo Lendle regateaba hábilmente con tenderos igual de hábiles, Maquesta se sentía predispuesta a olvidarse de lo que quedaba por venir, y del pasado, aunque la preocupación por su padre nunca la abandonaba.

Deambulando por las calles barridas con esmero, Maq y Lendle adquirieron rápidamente la fruta y la verdura, y la pieza de metal que Lendle precisaba para su motor de gnomo.

—¿Quieres venir conmigo al astillero? —preguntó Maq.

—No, Maquesta Nar-Thon. Debo ir a otro sitio —respondió Lendle.

—Deja que adivine: nos encontraremos para comer en la Posada de Marina, y si llego antes de comer estarás en la habitación de atrás, ¿correcto? —preguntó Maq, aprensiva.

El rostro de Lendle se iluminó. La Posada de Marina era el establecimiento más grande de su tipo en la ciudad portuaria. Además de ofrecer habitaciones para los que quisieran pasar la noche, tenía un gran comedor que servía excelente comida casera a cualquier hora del día, y una amplia habitación trasera donde nunca acababan las partidas de cartas. Los juego más populares eran Legión, Destinos y Cazador de Recompensas, este último una versión más compleja de un juego infantil, La Caza. Lendle lo adoraba. Maq recordaba una ocasión en la que el gnomo había jugado tres días y dos noches sin parar. Y habló tanto de aquella sesión que se olvidó de sus inventos durante más de una semana.

—Oye, Lendle —le regañó Maq—, no te olvides de porqué hemos venido y lo que nos queda por hacer. No deben de quedarte muchas piezas de acero; Vartan me dijo que habías contribuido al fondo para las velas. Y me gustaría que conservaras tu dinero por si tenemos que comprar alguna cosa.

—Maquesta Nar-Thon, no tienes que preocuparte por mí —dijo con gesto adusto Lendle, irguiéndose hasta mostrar la totalidad de su metro y cinco centímetros de altura.

Maq sabía que Lendle nunca se metía en líos a propósito; simplemente, ocurría de vez en cuando, a pesar de todas sus buenas intenciones. Por otra parte, por muy ahorrativo que fuera el gnomo, la joven no pensaba que pudieran quedarle monedas suficientes como para participar en una partida de cartas. Tras dar unos pasos en dirección al astillero, Maq se giró para decirle adiós con la mano, pero Lendle no la vio. El gnomo ya había sacado su bolsa de dinero automática y se encaminaba hacia la posada dando brincos de alegría.

—¿Dejasteis que un gnomo os arreglara la chalupa? —El viejo armador de barcos humano reía y reía como si nunca fuera a parar. Finalmente se enjugó las lágrimas de los ojos, y con obvio esfuerzo por mantenerse serio continuó—. Veré lo que puedo hacer para arreglar la embarcación, aunque tardaré algunas horas en tenerla lista. Me llevará un tiempo deshacer el trabajo del gnomo antes de empezar la reparación. La entregaré en el embarcadero cuando la tenga lista. —Reprimiendo otra carcajada se giró y se alejó sacudiendo la cabeza y hablando para sí mismo.

Maq y Fritz habían remado en la chalupa hasta el astillero, volviendo a mojarse las botas en el proceso. Cansada y hambrienta, Maq no estaba de humor como para apreciar la jocosidad del armador ante sus apuros, y miraba fijamente la espalda del hombre según se alejaba, mordiéndose la lengua para no soltarle algún improperio del que luego pudiera arrepentirse.

—Relájate, Maq —dijo Fritz, con una sonrisa—. No lo hace por fastidiar. La barca estará arreglada pronto, y esta tarde nos llevarán las velas nuevas al barco. He pedido algunos favores, prometiendo pagarles algo de interés a mis amigos y, junto con las monedas que recaudaron Vartan y Hvel, he reunido suficiente dinero para sustituir las velas. Podemos incluso usar las mejores de las viejas para futuras reparaciones.

—¡Es maravilloso! —gritó Maq, dándole un abrazo. Inmediatamente recobró la compostura y siguió caminando a su lado, adoptando una actitud formal—. Hablaba en serio cuando dije lo de pagar a tus amigos cuando consiga dinero.

—Aceptaré ese dinero —contestó el semiogro—, pero sólo si dejas que te invite a comer. —Fritzen hizo sonar un saquillo que colgaba de su cintura y contenía algunas monedas.

—Vayamos a la Posada de Marina —sugirió Maq, quien estaba muy pendiente del roce entre su brazo y el de Fritz mientras caminaban—. Allí es donde va a comer Lendle, y tengo la sensación de que deberíamos vigilar cómo le va.

Caminaron despacio, disfrutando de su tiempo juntos y con la sensación de que todo saldría bien. Cuando llegaron, el comedor de la posada estaba empezando a llenarse de clientes, pero no se veía a Lendle. Sin embargo, cuando Maq y Fritz llegaron a la habitación de atrás, lo localizaron enseguida.

Lendle estaba sentado a una gran mesa redonda, repartiendo cartas a un grupo de jugadores compuesto por dos marineros, un mercader, varios lugareños y un enano. A juzgar por el gran montón de fichas que tenía delante, era evidente que el gnomo ganaba; y a lo grande. El juego era el Cazador de Recompensas, y había que aportar cuarenta monedas para poder participar. Cuando era niña, Maq había jugado a menudo con Lendle, apostando anzuelos y conchas, y a menudo éste se había rendido para que ella pudiera ganar; pero parecía que con su actual racha de suerte, Lendle no tenía necesidad alguna de rendirse.

—Quizá podamos devolverles el dinero a tus amigos antes de lo que esperábamos —le susurró Maquesta a Fritz.

Maq le hizo una señal con los dedos al gnomo, indicándole que se retirara y movió los labios para que éste entendiera: «Hora de dejarlo. Te esperamos en el comedor».

Lendle sacó el labio inferior para mostrar tristeza, contempló sus fichas, luego volvió a mirar a Maquesta antes de asentir alegremente con la cabeza.

—¡Última mano para mí! —anunció y añadió en cuanto Maq y Fritz se alejaron—: Bueno, quizás una o dos más después de ésta.

Cuando se sentó en el comedor, Maquesta inspeccionó el menú de la pizarra, pasando la mirada por delicias que no había saboreado desde hacía meses.

—Ternera, pollo, arenques. —La joven suspiró—. No hay estofado de anguila ni sopa de alubias ni cecina. Maravilloso.

—Permíteme —dijo Fritz, llamando a una camarera—. La señora tomará un filete grande con patatas y un vaso de vuestro mejor vino. Lo mismo para mí, pero con una jarra de cerveza con especias en lugar del vino.

—¡Dame primero tu dinero! —dijo la camarera, extendiendo la palma de la mano—. En el Marina se paga antes de comer.

Fritz sacó su saquillo y contó las monedas antes de entregárselas a la camarera con ademán ostentoso.

—Eres rico —bromeó Maq.

—No después de esta comida —contestó el semiogro, sacudiendo el monedero que ahora sonaba mucho menos—, pero nos la hemos ganado. —Miró de nuevo dentro del saquillo—. Me temo que Lendle tendrá que pagarse su propia comida.

—Eso no importa —dijo riendo Maq—, a juzgar por el montón de fichas, se lo podrá permitir.

El gnomo aún no se había unido a Fritz y Maq cuando les trajeron su humeante comida. A Maquesta no le importaba estar a solas con el semiogro; pero estaba empezando a preocuparse por Lendle. Su inquietud desapareció, sin embargo, al tomar el primer bocado del filete, y siguió comiendo como si llevara varios días en ayunas.

Lendle aún no había llegado cuando terminaron la comida, ni cuando apuraron su segunda bebida.

—Ya no puedo más —dijo Maquesta, sacudiendo sus rizos—. Debemos mantener la cabeza despejada, y parece ser que tengo que ir a por nuestro ingeniero.

Maq acababa de decidirse a ir a recuperar a Lendle, burlándose de que se había perdido un filete excelente cuando estalló una gran bronca en la habitación trasera. En medio del estrépito Maq pudo distinguir la rápida voz nasal del gnomo.

—Nopuedesdejarlo —gritaba Lendle—, tienesquedarmelaoportunidadderecuperarmeparaquetelopuedadevolver.

—No estoy obligado a hacer nada de eso —contestó una voz ronca—. Tienes que pagarme ahora mismo.

—¡Sí! Págale ahora, pequeñajo —intervino otra voz.

—¿Qué te pasa, gran jugador? ¿No puedes cubrir tus apuestas? —Era otra vez la voz ronca.

—Puedocubrirmisapuestas. Juguemosotramanomásoquizádos. Entoncestepodrépagar. Deveras.

Cuando llegó Maquesta a la habitación de atrás, con Fritz pegado a sus talones, vio que el montón de fichas de Lendle había desaparecido por completo. El gnomo se enfrentaba a un mercader con aspecto próspero, y tenía ante él sus puños cerrados, como si estuviera a punto de enzarzarse en una pelea con el hombre mucho más grande. Pero cuando los otros jugadores se pusieron del lado del comerciante y el enano llevó una mano a una daga muy afilada, el gnomo bajó los brazos y comenzó de nuevo a farfullar.

Entonces, uno de los jugadores salió corriendo, empujando a un lado a Maquesta y al semiogro, quien tenía en la mano alzada las tres piezas de acero que le quedaban.

—He de suponer que esto no será suficiente para saldar la deuda —dijo Fritzen.

—Me temo que necesitaremos mucho más que eso —contestó amargamente Maq, apretando los dientes mientras se sentía desbordada por un sentimiento de desesperación.

Pareció que habían transcurrido tan sólo unos instantes antes de que llegaran los guardias del puerto, convocados por el jugador que había salido corriendo de la posada. Fritz y Maq observaron impotentes cómo se llevaban a Lendle, mientras le explicaban que tendría que trabajar para saldar la deuda que había contraído con el mercader.

Era eso, o ir a la cárcel. Durante mucho tiempo.