El Cerco Exterior
La revisión de daños que hicieron al día siguiente reveló que el Perechon tenía bastantes destrozos, pero ninguno irreparable. Varias de las velas estaban desgarradas, y Vartan y Hvel, sentados en cubierta, se ocupaban de remendarlas con sábanas y mantas finas. Vartan llamó la atención de Maquesta mientras ésta paseaba inspeccionando los daños a la brillante luz de la mañana.
—Las velas no aguantarán, capitán —le informó Vartan—. Servirán para un par de días y luego Hvel y yo tendremos que volver a coserlas. Y no es que no sepamos hacer bien nuestro trabajo, sino que estas velas han sido remendadas ya tantas veces que pronto habrá en ellas menos tela que hilo de nuestros zurcidos.
—Maquesta, varios de nosotros hemos hablado —intervino Hvel tras toser para llamar la atención de Maq—, para comprobar cuántas monedas teníamos entre todos. No es gran cosa pero… —volvió a coser mientras concluía la frase—, hemos reunido dos docenas de piezas de acero. Eso, unido a lo que sobra de la bolsa del malvado Attat debería llegarnos para una vela nueva, por lo menos.
Maq sonrió y se sentó junto a ellos en la cubierta.
—Aprecio mucho vuestro esfuerzo —respondió la capitana—. Está claro que necesitamos velas nuevas. Aceptaré vuestra oferta, y la próxima vez que el barco gane algo de dinero, le pagaré el doble a todo aquel que haya contribuido para adquirirlas. —Dicho esto Maq se puso de pie y continuó la inspección.
Los diablillos habían conseguido abrir a golpes un agujero en el fondo de la chalupa. Lendle le aseguró a Maq que podría arreglarlo, aunque ésta se tornó algo escéptica cuando lo vio extender un trozo de pergamino, coger la tiza y empezar a hacer un diagrama de la reparación, incluyendo varias mejoras.
La parte superior del palo de mesana mostraba una fisura donde se habían columpiado los diablillos. Maq se estaba ocupando de la reparación, reforzando la madera y cubriéndolo todo con soga para mayor seguridad. La joven frunció el entrecejo al pensar que si todo iba bien, debería comprar velas y mástiles nuevos.
Concluido ese trabajo, trepó al palo mayor y empezó a examinarlo. Tocó la madera, comprobó su resistencia, y su rostro se ensombreció de preocupación. El palo era fuerte, pero tenía casi los mismos años que ella, y últimamente el barco había pasado por mucho. No había grietas, pero estaba desgastado, y necesitaba ser reforzado. Mirando hacia abajo desde su atalaya vio a su tripulación trabajando con afán. No había nadie ocioso, y ninguno de ellos parecía quejarse. Incluso Tailonna ayudaba, aunque era obvio que la elfa de mar no hacía nada que requiriese un esfuerzo físico excesivo.
Se había roto y perdido una parte de la batayola, y habría que sustituirla con sogas de forma provisional. Fritzen se estaba ocupando de ello, pues gracias a sus habilidades acrobáticas podía colgarse por la borda del barco y atar con destreza los cabos a la batayola remanente mientras inspeccionaba la madera de alrededor de las portillas, que también mostraba algunos desperfectos causados por los diablillos.
El artilugio de Lendle para sujetar cazos y cazuelas estaba destruido, cosa que no disgustaba a Maq. El gnomo había indicado que lo arreglaría, pero primero debía concluir sus planes para la chalupa y preocuparse de sustituir una vara de conexión que había sido destruida por la explosión de su máquina de remar.
Koraf descubrió que la necesidad más perentoria de arreglos y sustituciones no estaba en el aparejo, sino entre los víveres. Los diablillos habían perforado de forma metódica todos los barriles de agua dulce que llevaba el Perechon salvo uno, y ese suministro crucial se había derramado durante la noche. Por mucho que odiase perder más tiempo, Maq sabía que tendrían que parar en la ciudad portuaria de Marina, en Saifhum, para reponer el agua y comprar más comida con las doce monedas de acero que quedaban de Attat. Quizá podrían comprar una vela con las aportaciones de los hombres. Koraf ordenó que tiraran por la borda las cajas, barriles y cubos, ya que no tenía sentido cargar con basura, aunque antes se ocupó de quitarle los aros de hierro a los barriles, pensando que quizá podría encontrarles alguna utilidad en el futuro.
Una hora más tarde, Maquesta estaba inspeccionando con curiosidad la chalupa, que había sido reparada de forma meticulosa. Cerca del banco anterior se había instalado un mecanismo de palanca y polea que se conectaba a una vara que bajaba por un lado del barco. Siguiendo la vara, Maq vio que bajo la chalupa había una especie de aleta giratoria de color verde brillante. La joven probó la palanca y, milagrosamente, la aleta giraba de izquierda a derecha. Según el diagrama que Lendle había dejado sobre el banco, el aparato haría que la chalupa fuera más fácil de pilotar y necesitara menos fuerza a los remos. Lendle la vio apreciar su trabajo, sonrió de oreja a oreja, se rascó la nariz y dijo que debía ir a ocuparse de otros asuntos.
El gnomo se fue saltando a hacer otras chapucillas, complacido de que Maq no hubiese criticado su invento. Cuando estaba en la bodega de carga y otras zonas interiores, a menudo tenía la compañía de Ilyatha, quien mostraba un especial interés por los aspectos mecánicos de la embarcación, además de aprecio por Lendle. El gnomo, por su parte, le había confesado a Maquesta que había encontrado un compañero perfecto en el umbra, exceptuando a otro gnomo, claro está. Él, Lendle, podía hablar tan rápido como quisiera con Ilyatha, el cual, con sus poderes telepáticos, siempre lo entendía.
Maquesta sujetaba con firmeza la cabilla principal y miraba fijamente el horizonte. El ataque de los diablillos de mar y los destrozos que le habían causado al Perechon frenaban su progreso, y eso minaba la moral de la tripulación. Aun así, estaba claro que era un grupo testarudo, y la joven pensaba que no querría estar con otra tripulación. Poco después del mediodía las aguas rojas empezaron a moverse en una fuerte marejada, indicando que estaban llegando al Cerco Exterior de El Remolino.
Ese color le había dado su nombre al Mar Sangriento y era el resultado de las arenas que se habían levantado con el hundimiento de la ciudad de Istar y que se mantenía en constante suspensión por El Remolino que había sido creado entonces y que estaba en el centro del mar. El Perechon comenzó un mareante movimiento de cabeceo, subiendo y bajando por las inmensas olas.
Maq se apoyó con fuerza en el timón, pilotando el Perechon siempre hacia el norte, intentando mantenerse en la parte externa del Cerco Exterior. Estaba tan concentrada que no oyó a Fritzen acercarse por detrás.
—Tienes una buena tripulación —dijo de repente Fritzen, sobresaltándola—. Han hecho todo lo posible con los suministros que tienes. Tengo algunos contactos en Marina. Quizá puedan prestarme suficientes monedas para comprar una vela nueva para el palo mayor.
—Eso suena maravilloso, Fritzen —dijo Maq, volviéndose hacia él con una sonrisa.
—Fritz —le corrigió el semiogro.
—Vale, Fritz —contestó Maq—. Los hombres han reunido dos docenas de piezas de acero. Quizá con eso, y con lo que te presten tus amigos, podremos comprar varias velas nuevas. Un velamen mejor debería incrementar nuestra velocidad, y entonces tendría una preocupación menos.
—Por supuesto que —añadió Fritz con un toque de malicia en su voz grave—, si consigo que me presten las monedas necesitaré alguna garantía de que tendré aquí un empleo. Mis amigos insistirán en que les devuelva el dinero, y no podré prometérselo si no sé si tengo un empleo estable.
—Aquí tendrás un empleo siempre que lo quieras —contestó la capitana, intentando dar un tono formal a la conversación, aunque se sentía un tanto aturdida al darse cuenta de que el semiogro estaba pidiendo su permanencia a largo plazo—. Pero seré yo quien les devuelva el dinero. Lo que cobres te lo podrás quedar. —Maq hizo una pausa y se mordió el labio inferior—. Tengo que advertirte, Fritz, que a veces pasa bastante tiempo entre los días de paga en el Perechon. Últimamente no hemos tenido demasiada suerte consiguiendo trabajo.
—Mis amigos lo comprenderán —dijo Fritzen suavemente—. Además, cuando recuperemos a tu padre va a cambiar la suerte de este barco. La fortuna podría llamar a tu puerta.
—¡Fritzen! —sonó un bramido de Koraf procedente de la proa. El minotauro apuntaba hacia el bauprés.
El semiogro suspiró. Estaba disfrutando de la compañía de Maquesta y le hubiera gustado estar a su lado algo más de tiempo.
—Le prometí que reforzaría el bauprés —dijo Fritz—. Tu primer oficial es un buen navegante, pero creo que no le gustan las tareas que podrían acabar con sus huesos en el agua.
—Los minotauros saben nadar —contestó riendo Maq—. Muy bien, de hecho. Pero no son nadadores muy rápidos. Además, tú eres el ágil. Ha escogido al tipo adecuado para la tarea, y ésa es una de las cualidades de un buen primer oficial.
El semiogro le dedicó una amplia sonrisa, saludó con la mano y corrió hacia proa.
Durante casi dos horas Maq luchó contra la constante deriva hacia el sur, hacia los anillos interiores de El Remolino. Empezó a caer una lluvia helada y el cielo se llenó de rayos y truenos. Maq estaba a punto de pedir ayuda cuando vio que Koraf trepaba ya por la escala que llevaba a la cubierta superior de popa. Le hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo, levemente formal. Cuando el minotauro sugirió que se haría cargo del timón, ella se lo cedió con gusto. Al igual que había ocurrido en la mazmorra de Attat, Maquesta tenía la sensación de que en este minotauro sí se podía confiar. Maq se quedó cerca del timón para asegurarse de que Koraf podía realmente manejar la rueda en este tipo de clima, y se sintió complacida al ver el nivel de destreza que mostraba.
Tras unas cuantas horas malas, el Perechon se alejó de la atracción del Cerco Exterior para poner rumbo más hacia el norte, hacia el puerto de Marina. Justo después de conseguir salir, Maq detectó una vela en el horizonte de popa, y de vez en cuando, a lo largo de la tarde, la volvió a ver. La vela sólo podía pertenecer a un barco, el Matarife, capitaneado por el vil Mandracore, el Ratero. Mandracore era el único enemigo de Melas y, por extensión, de Maquesta, entre todos los barcos que navegaban con cierta regularidad por el Mar Sangriento. El pirata y el capitán mantenían un viejo conflicto, algo acerca de cómo habían repartido Melas y él el botín que habían recuperado de un mercante que se había hundido hacía muchos años.
La aparición del Matarife la había inquietado en un principio, y el hecho de que pareciera estar siguiendo al Perechon contribuía a esa sensación. Sin embargo, aunque el Perechon no estaba navegando al límite de sus posibilidades, el Matarife no consiguió acercarse en todo el día. Entraron en el puerto de Marina cuando ya se ponía el sol, y Maq desechó esa preocupación.
Maquesta convocó a varios miembros de la tripulación esa noche tras la cena. Con la esperanza de reducir su estancia en Marina a un día, como máximo dos, Maquesta delegó varias responsabilidades. Lendle y ella irían al mercado a por víveres y otros pertrechos, esperando que su capacidad de estirar el dinero les facilitara la tarea, pues quedaban muy pocas monedas que gastar en el saquillo de Attat. Fritzen iría al astillero para obtener un compuesto especial con el que reforzar el palo mayor que, aunque no mostraba fisuras, había resistido una gran tensión últimamente. Después de eso, prometió visitar a algunos amigos para ver si conseguía reunir las monedas suficientes para reemplazar las velas más grandes. Hvel y Vartan comprarían el agua. Repartidas las tareas, Maq se retiró a su cabina para echar una cabezadita. Dormir era para ella una necesidad, ya que le tocaba sustituir a Fritzen en la guardia esa misma noche.
El cielo estaba lleno de estrellas y el aire seguía fragante cuando Maq relevó al semiogro. Éste se quedó con ella en la cubierta durante varios minutos, comentando el tiempo, el futuro del Perechon, y la facilidad con que la tripulación había aceptado al primer oficial minotauro.
—Los marineros suelen ser bastante escépticos —comentó Fritzen—, pero también son bastante flexibles. Hay una especie de hermandad del mar que parece borrar las barreras raciales. Yo estaba convencido de que acabarían aceptando a Koraf.
»Y tú, Maquesta —preguntó Fritz, con una sonrisa algo forzada—, ¿ves también con buenos ojos a las otras razas?
—Yo veo bien a todo el mundo hasta que se portan mal —contestó Maquesta, procurando que el apuesto semiogro no viera que se había ruborizado—. Deberías dormir algo. Muy pronto deberemos ir a puerto.
Maq se acomodó cerca del timón, pensando en su estrategia para atrapar al morkoth, intentando no preocuparse demasiado por Melas y procurando quitarse de la mente a Fritzen Dorgaard. No le gustaba la idea de que el semiogro ocupara tanto sus pensamientos. Se dijo que un capitán debía pensar en su barco ante todo.
Debió de dormirse durante algunos minutos, pues se despertó cuando alguien la sacudió suavemente del hombro.
—Hay muchas noches en las que no duermo bien —dijo Koraf—. Estaría encantado de hacer este turno de guardia para que tú puedas descansar algo más.
—No te preocupes, gracias —dijo Maq, a la defensiva. Luego, al percibir que el minotauro no la estaba juzgando, añadió—, pero me vendría bien algo de compañía, y si no puedes dormir, quizá me puedas complacer en eso.
Al no recibir respuesta alguna, y preocupada de haberlo ofendido en algún modo, Maq simplemente empezó a hablar. Le contó acerca de su infancia en el Perechon, de la primera vez que Melas le había permitido que cogiera el timón, de haber avistado al Matarife durante el día, y sobre casi todo lo que se le vino a la cabeza. Poco a poco, sintió que Koraf empezaba a relajarse.
—¿Y tú que me cuentas, Kof? —preguntó Maq con verdadera curiosidad—. ¿Cómo aprendiste a navegar?
Koraf guardó silencio. La joven se preguntó si el minotauro se habría dormido. Finalmente, resguardado en la oscuridad, comenzó a hablar.